Por Andrés Felipe Giraldo L.
A Luis Fernando Restrepo Tafur lo conocí en kinder, a mis cinco años, en el San Bartolomé La Merced. Muchos le decíamos Tafur, a secas. Algunos cuentan que la razón de llamarle por su segundo apellido era porque había otro Luis Fernando Restrepo. En mi caso, Tafur me parecía corto, sonoro y en el colegio, único. Mucho más fácil de recordar que Restrepo.
Tafur se fue del colegio en noveno. Creo que perdió el año cuando todavía se perdían los años, y no volví a saber de él. No era su amigo, pero siempre tuve gratos recuerdos suyos. Era una buena persona, siempre sonriente, inofensivo, amable, introvertido y cordial.
Lo volví a ver después de muchos años en la reunión de los 25 años de graduados del colegio. En el saludo habremos cruzado un par de palabras, me alegró verlo bien. Cada uno siguió en su fiesta. De esa reunión salió un grupo para jugar futbolito los miércoles, oportunidad que serviría para renovar los lazos de amistad que muchos habíamos congelado en el colegio, décadas atrás. Yo me fui de viaje por un tiempo para Alemania y regresé el año pasado. Fue grato ver a Tafur asistiendo a los partidos. Aunque no jugaba, nos acompañaba. Un día, hace dos o tres meses, llegó a la cancha con zapatillas nuevas, unas canilleras prestadas y se puso la pantaloneta para jugar. Quedó en mi equipo. Yo al arco y él a la defensa. Era una novedad para mí que entrara a la cancha. No era muy hábil con los pies, pero era aplicado, recibía el balón y lo pasaba, sin complicarse. En una de esas jugadas el balón se le engargoló entre la canilla y el empeine, y en el despeje apresurado pisó mal y se torció el tobillo. Hasta ahí le llegó la aventura futbolística de Luis. Nos esperó a la salida para tomar las cervezas de rigor. Un tobillo hinchado no afecta para nada la habilidad de empinar el codo.
Él estaba viviendo en Montería con su esposa y sus dos hijos, una niña y un niño, preparando viaje para Estados Unidos. Su ilusión era empezar una nueva vida, un negocio en algún Estado del sur para estabilizar su vida y darle un mejor porvenir a sus pequeños. Lo que pensamos muchos a la hora de alzar el vuelo. Se le veía contento, siempre sonriente, tranquilo, con la vida en equilibrio. Le dije que su esposa era bonita, porque había visto unas fotos de ellos en Instagram. Me dio las gracias por el cumplido. Al rato me fui. Me despedí de puñito, como toca ahora. Le quise dar un abrazo. No sé por qué justo ese día necesitaba ver una sonrisa serena, como siempre la tenía él. Daba paz.
Sabía que Luis Fernando estaba en Montería y que muy pronto se iría para Estados Unidos. Supuse el resto de una vida sosegada, en familia, con raíces profundas en el norte y visitas esporádicas a la familia en Colombia. No sé si la vida nos iba a volver a cruzar algún día, pero saberlo bien me daba la certeza de que más allá de nuestra incipiente amistad, existía un sentimiento de afecto genuino. Sabernos bien era suficiente.
El pasado 9 de abril, en el grupo de whatsapp que tenemos para cuadrar los partidos semanales, uno de los mejores amigos de Luis Fernando, de esas amistades que nacieron en el San Bartolo, Felipe González, nos escribió lo siguiente: “Señores, les cuento para que lo pongan en sus oraciones a Lucho, lleva dos días en la UCI en Los Caobos en Bogotá por COVID”.
Desafortunadamente, llevamos más de un año acostumbrándonos a estas noticias, siempre con la esperanza de que, por grave que sea la situación, nuestro paciente siempre va a salir avante. Ahora es impensable que todos, absolutamente todos, no nos hayamos enterado de algún conocido contagiado y, en contados casos, alguno que haya llegado hasta el hospital. Pero siempre tomamos estas noticias con optimismo, dependiendo de todos los factores que una persona pueda superar.
A Luis Fernando se le fueron apagando los órganos uno a uno mientras el virus avanzaba. A veces algo mejoraba, pero algo más entraba en crisis. Y de a poco se nos fue yendo, sin regresar de la sedación, hasta que el viernes pasado en la mañana exhaló su último suspiro. No despertó más. Murió Luis Fernando, Luchito, como le decían sus amigos. El desasosiego que nos invadió a todos los que compartimos con él, y en particular a los que hicimos del fútbol los miércoles una comunidad fraterna, es algo indescriptible.
En mi mente la película de ver a Lucho poniéndose las canilleras prestadas para entrar a jugar, esa movida entre torpe y cómica que le dejó la lesión, y luego nuestra conversación tomando cerveza sobre su proyecto de vida en los Estados Unidos, concluyendo con mi despedida tan torpe como su lesión, diciéndole que tenía una esposa muy bonita, se me repetía como un loop sin fin que cerraba con su sonrisa serena, esa que mantenía pintada en el rostro, esa que daba paz.
Siempre pensé para mis adentros que estaría en alguna fiesta de despedida de Lucho y de su familia antes de que partiera definitivamente para los Estados Unidos, y que allí le podría dar ese abrazo incierto, sin saber cuándo nos volveríamos a ver. Ahí estaba su número en el grupo, por si algún día lo quería saludar. Y podía ver, como pasa en muchos casos, que su vida transcurría sin mayores sobresaltos, a juzgar por lo que reflejaba en sus redes sociales. Ahora veo todo eso y no puedo creer que en este momento son recuerdos, testimonios, legados, pinceladas de melancolía, trazos de nostalgia, las lágrimas de sus seres queridos extrañándolo, queriendo que todo esté bien, como estaba hasta hace solo unas semanas. Qué fuerte, qué duro, qué triste que Lucho ya no esté.
Cuántos sueños, cuántos proyectos y cuántas ilusiones se quedaron sin aire mientras Luis Fernando batallaba en esa cama de hospital que no nos lo quiso devolver. Su esposa, Eliana, compartió en las redes con amor infinito ese plan que tenían de llegar a viejitos en una cabaña al borde del mar. Es imposible no quebrarse ante ese anhelo truncado, que ahora se expresa como un reclamo a la ausencia, al vacío, al dolor.
Lucho dejó dos hijos pequeños, Juanita, que es una caja de música, y Alejo, su pequeño cómplice. Por los amigos en común, supe que era diestro para tocar el bajo, amaba profundamente el rock y era místico con Soda Stereo y The Cure. Se fue primero que sus padres, don Luis Fernando, que lo bautizó como él y doña Tulia. Deja también a Roberto José, Checho, su hermano. En sus redes las despedidas son profundas y sentidas, expresadas con todo el cariño que un buen ser humano puede inspirar.
No puedo decir que fui el gran amigo de Luis Fernando, porque no es verdad, pero sí puedo decir que al leerle el alma no había ambages, era un hombre transparente, en el que se podía confiar, y su sonrisa serena era genuina, su sencillez era natural, a todos nos trataba por igual, no creía en jerarquías y no miraba hacia arriba o hacia abajo, todos éramos iguales para él, y así nos hacía sentir.
Yo me quedo con el recuerdo del niño en el colegio, y me quedo también con esos momentos efímeros pero eternos ahora para el recuerdo, de su esfuerzo alejando los balones esa noche para que no me fusilaran en el arco. Me quedo con su cara de dolor, con la lesión y con su cara de alivio con las polas. Me quedo con esa sonrisa serena que evoca la calma en la tempestad, como un talismán para saber que hay una orilla a la cual llegar.
Es triste despedirte querido Lucho. Si lo es para mí que disfrute pequeños instantes de tu vida, no quiero imaginar lo que es tu ausencia para las personas que fueron parte importante de tus días y tus noches. Siempre he creído que uno es el sentimiento que dejó en las personas que lo conocieron. Y a juzgar por los testimonios de la personas que lamentan tu partida, tú fuiste bondad, querido Lucho, y así vas a permanecer en la memoria de quienes tuvimos el privilegio de conocerte.
Buen viaje al cosmos, hombre de la sonrisa serena. Nos veremos en la nada, que es la eternidad interrumpida por este hermoso destello llamado vida. Un abrazo celestial, hasta siempre, querido Lucho, querido Tafur.
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