La oscuridad es majestuosa si sólo queremos vernos dentro. La luz es distracción. Apago la luz y una ráfaga de recuerdos me invade. Unos buenos, otros no tanto, otros duelen y otros se vuelven esperanza vana.
La introyección está permeada por el tic tac del reloj que me ratifica en varias noches de insomnio. Pero mato la angustia de las vueltas con la almohada con una nueva historia que jamás será y que hunde sus raíces en una que si fue. Esa niña atravesando el parque. Nunca le dije que su sonrisa me evocaba una mariposa al vuelo. En realidad, nunca le dije nada. Yo sólo la espiaba detrás de una cortina desde mi casa en su inocente juego con una muñeca que cada vez tenía el pelo más corto.
Yo fantaseaba con que ella era mi esposa, sin saber muy bien para qué servía una esposa en aquel tiempo, y que esa muñeca deshilachada era nuestra hija. Trataba de leer sus labios para continuar con el sermón que daba a su muñeca y me fundía en un abrazo de amor eterno rodeando su cintura.
Ella no supo mi nombre ni yo el de ella. Ella me vio varias veces cuando se me olvidaba que la estaba espiando y mis manos soltaban la cortina que me cubría. Sólo se sonrojaba, sonreía, y seguía sermoneando a su muñeca.
Creo que ese es el único amor puro que he sentido. El único real y genuino. El único desinteresado y desprevenido. Me recuerdo de 9 años, mirando a una niña de 7.
Desde entonces, desde el día en que una niña de 10, otra niña, al otro día o quizás sólo unas horas después de mi última espiada a la de 7, me retó a ponerme gomina en el pelo, el amor no fue más idílico. Ella, la de 10, era linda pero ya había besado a Rocky, el chacho del barrio de unos 13 años en 1983. Y no era cualquier beso, era un beso con lengua, el más asqueroso de todos. Ya estaba contaminada. El beso arrancaba la pureza. Eso me dijo una monja en mi colegio. Aunque ese día me le burlé, con los años supe que tenía razón. Me retó a ponerme gomina y a salir a la calle con bluyines, porque hasta ese día, sólo usaba pantalonetas y sudaderas. Me retó a cambio de nada… me retó a cambio de darme un beso en la mejilla si era capaz de hacerlo. Me daba más miedo el beso que oso el salir disfrazado. Pero acepté el reto, por una simple razón: Era un reto y yo era un niño.
Saqué unos bluyines que me habían dado la última navidad y le robé gomina a mi hermano mayor. Me la eché. Me sentí con un gargajo gigante en la cabeza que jamás se quitaría de ahí y mi pelo perdía su docilidad para volverse más tieso que mi pirulí cuando le pillé unas revistas porno a ese mismo hermano. Esas revistas cayeron una vez que me tiré en su cama y se escurrieron por entre las tablas debajo del colchón y cayeron al piso. Me agaché a ver qué se había caído y sólo vi cómo se abría la más grande de ellas en su página central. Era una Penth House y una vieja con unas tetas enormes asomaba medio doblada. La cerré apresurado y casi que con la reacción de un delincuente sorprendido. Cogí tres más que había ahí, las devolví a su lugar de origen sin mirar más. Sin embargo, esas tetas me persiguieron como una semana más, y cada vez que las recordaba, mi pirulí se ponía como mi pelo con gomina.
Me revisé en el espejo. Ese tipito de ahí no era yo. Mi pelo largo y liso ahora eran flecos mojados y puntudos. El bluyin quitaba toda naturalidad a mis piernas y me sentía como entre un par de tubos de cartón. Alcé una ceja y baje la otra y me sentí irresistible. Un ventarrón demoniaco se apoderó de mí. Me repasé de nuevo y no pude evitar señalar a ese tipín del espejo con mi dedo índice de la mano izquierda, la mía, para decirle que un nuevo ser habitaba mi cuerpo.
Caminé torpemente, con los tenis del colegio puestos, los únicos que me salían con el bluyin y cuidando de que mi mamá no me viera porque tenía prohibido ponerme esos tenis del colegio para salir a la calle: “Usted los empuerca y las notas del colegio me llegan a mí”, me decía.
La niña de 10 me estaba esperando en el parque. Yo sabía que ella me quería dar el beso entonces no era decepción para ella verme salir, pero sí le parecería chistosa mi pinta. Abrí la puerta de mi casa y me paré en la entrada. Firme, seguro. Caminé hacia el parque y mis amigos me miraban entre sorprendidos, divertidos y curiosos. Ellos jugaban fútbol y casualmente el balón fue a dar a mis pies. Acorde con mi nueva pinta y mi seguridad, quise hacer la bicicleta y devolverla magistralmente a la cancha. Los bluyines no me dejaron doblar las rodillas y fui a parar de jeta contra el pasto. Pero eso no me iba a amilanar. Sólo limpié mi boca de unas pajillas de pasto que se quedaron ahí y seguí caminando como si nada, mientras mis amigos se tapaban la boca y dejaban escapar una carcajada. Siguieron jugando y yo, seguí para donde la niña de 10.
Llegué hasta su lado y le di una vuelta para que me viera. Sólo sonrío y me dijo: “Bueno, cumpliste, ahora yo te cumplo”. Puse mi mejilla en gesto victorioso para salir de ese cuento y dejar simplemente la tarea cumplida de haber podido con el reto. Acercó sus labiecitos a mi mejilla y se quedó quieta unos segundos sin tocarme. Yo me impacienté y traté de buscar sus ojos con mis ojos para ver qué estaba pasando. Inevitablemente mi boca quedó frente a su boca. Me dio un beso. Pero no cualquier beso. Un beso con lengua, el más asqueroso de todos. No pude cerrar mis ojos y sentí como si ella me estuviera llenando de babas viscosas mi lengua y traté de apartarla suavemente para que no se notara tanto mi estupor. Sonrió. Yo agaché la cabeza y miré hacia el piso. Alcé la cara de nuevo para ubicar su cara y estaba dando una vuelta con su cabellito suelto que me golpeaba la coronilla. Era más alta que yo.
Cuando por fin su cabello me dio algo de visibilidad en un segundo plano, en el fondo, una cortina arremangada se dejaba deslizar en un apartamento de un tercer piso que tenía vista hacia el parque, hacia donde yo estaba. Con una puntica de esa cortina en la mano, la niña de 7 me miraba con la boca abierta que rápidamente tapó con su otra mano. Otra vez quitó la mano de su boca y con los ojos aún más abiertos que su boca alcancé a leer como con sus labios decía: “Ay, papayay, Turbay”. Vi cómo dejó caer su muñeca al piso, y sin más ni más soltó la cortina y salió corriendo hacia las profundidades de ese apartamento.
Sentí que la estaba traicionando, que había abandonado nuestro hogar imaginario, que había dejado sin padre a su muñeca y que jamás me iba a perdonar. Así fue. Nunca más la volví a ver. Nunca más salió al parque a jugar con su muñeca. Por lo menos no en donde yo la pudiese ver. Nunca más volví a usar gomina. Ella también me espiaba a mí y sólo lo supe ese día que la de 10 me metió su lengua en mi boca.
Al otro día vi a la de 10 con Rocky y sólo me sacó la lengua, pero no lindo, feo, para burlarse de mí. Rocky también se burló de mí. Unos meses después fui al edificio de la niña de 7 y le pregunté al portero si conocía una niña que vivía en el tercer piso. Me dijo que sí, pero que ya se habían mudado, que no sabía para dónde.
Ese día comprendí que había sacado a la calle a un tipo que no era yo y que ese tipo se había dado un beso con una vieja sólo por cumplir un reto. Ese día vi cómo el “Ay papayay Turbay” de la niña de 7 configuraba algo grave y definitivo. Yo no capté que traicioné los sueños de una niña que vivía para soñar, como yo, hasta ese día, que no fui más un soñador porque di un beso con lengua, el más asqueroso de todos.
El beso, como me dijo esa monja, me quitó la pureza y traicioné al sueño de la niña y su muñeca.
La oscuridad me trajo ese episodio acá, en esta cama doble que es gigante para mi soledad y estrecha para mi insomnio. Acá, en la oscuridad… comprendí por qué estoy sólo… y por qué no uso gomina.
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