Por Juan Francisco Florido
“Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos”.
LUIS CERNUDA: DONDE HABITA EL OLVIDO.
Es tristemente común el identificar la depresión en la actualidad como un rasgo de moda o una tendencia fingida para llamar la atención de manera lastimera. Especialmente entre personas ignorantes del tema de la salud mental que es, hasta la fecha, todavía un tabú. Como diagnosticado de depresión, estoy acostumbrado a todo ese tipo de comentarios, a veces insignificantes, otras veces ofensivos y, muchas otras veces, victimizantes. Como si se tratara de una enfermedad autoinmune del espíritu y la mente o simplemente un círculo vicioso. La supuestamente buena intención del interlocutor termina por hacer sentir culpable a la persona, empeorando su condición, pues se infiere que “el que es depresivo, lo es porque quiere”. Todo esto puede explicarse por el hecho de que la causa de la depresión no es siempre claramente identificable. Sin embargo, lejos de ser una moda, parte de la depresión implica un rechazo al presente que se vive, tanto individual como colectivo. Mucho más en el arte y el teatro. Hamlet, por ejemplo, fuera de su venganza, vive con una carga contaminada por su condición de ser humano que le hace imposible la vida, tanto en el presente como en el futuro. ¿Qué es la melancolía, sino una manifestación dolorosa de una mente depresiva? Si la depresión fuera una moda (nada más alejado de la realidad) estaría vigente en toda manifestación artística de prácticamente cualquier época. No obstante, por más que Hamlet sea universal, su melancolía y su profundo sufrimiento no está en contacto con lo que implica vivir en una época donde los grandes relatos están y siguen en crisis, la población mundial está disparada, los centros urbanos tienen más habitantes que oportunidades, el capitalismo es rey, el exceso de la comunicación lleva al aislamiento y se ha estudiado e identificado la depresión como un trastorno mental tratable. Puede que Hamlet sea de la realeza, pero su incapacidad de movimiento y su abulia permanente lo hubieran hecho un excelente candidato a una buena dosis de fluoxetina.
La depresión, en la actualidad, es mucho más visible porque ahora nos damos el lujo de hablar abiertamente del monstruo que nos petrifica. Ya tiene rostro y, por ende, sus víctimas, al menos, se atreven a identificarlo. Sin embargo, su representación es más violenta que la melancolía y que la abulia. No se manifiesta con el silencio, porque no nos podemos dar ese lujo. La mente no tiene descanso y, por ende, las voces no se callan. Se manifiesta, eso sí, con el peso, porque nos obliga a la quietud, que, por cierto, es otro lujo que no nos podemos permitir. De ahí uno de sus muchos rasgos violentos. Es de color blanco, no por su pureza, sino por su carácter médico esterilizado y de plástico y metal. Por el color de los medicamentos, de sus empaques, de las batas, del látex y de productos desechables. Es blanco porque el sol no toca nuestras pieles, pero a la vez negro por el color de nuestras ojeras. Es violento porque es visible en una época hiperquinética, a diferencia de la quietud de la melancolía.
Todos estos rasgos del monstruo que nos oprime el pecho están presentes dentro de la estética austera, oscura, fría y estéril de la obra 12 Minutos, dirigida por Carlos García Ruiz e interpretada por Steicy Suárez y Alejandra Giraldo, con apoyo del programa de Arte Dramático de la Universidad El Bosque. Que no se entiendan los anteriores adjetivos como referencias a la calidad de la obra, sino a rasgos de su puesta en escena, muy propia del monstruo del que algunos somos víctimas. Ambas actrices (no precisamente personajes) son caras de la misma moneda, a pesar de ser dos matices distintos del mismo mal, tienen rasgos comunes como la tristeza profunda, la abulia, el insomnio y una buena dosis de ira. No hay una historia lineal, lo cual va de la mano con la representación del monstruo de la depresión en la actualidad. ¿Qué progresión se puede esperar cuando todas las noches son iguales, dolorosas, tenebrosas y en vela? Vivir el presente no hace tanto bien cuando el mañana siempre va a ser igual. El futuro aterra. No en vano, la obra está compuesta por fragmentos de la obra de Sarah Kane, Virginia Woolf y Fermina Ponce, mezclados con fragmentos de las cabezas de las actrices. Me atrevería a decir, sin mucho conocimiento de causa, que la misión de García Ruiz, director y, hasta el momento, único hombre mencionado, es ensamblar las piezas y darles forma a todas estas manifestaciones de profundo malestar. Quién sabe. Puedo estar equivocado.
Al asistir a terapia psiquiátrica, uno de mis peores miedos era la medicación, tanto por cómo afectaría mi cabeza, como por sus efectos secundarios. Entre ellos, algo de sobrepeso y la supresión de la libido. Vivir con depresión implica tener un fuerte conflicto con la noción de deseo. Ya sea por la incapacidad de tenerlo o por la incapacidad de sobrellevarlo de la mejor manera posible. Las relaciones humanas con otras personas, ya de por sí escasas y dolorosas por el riesgo de lastimarse a sí mismo y a los demás, están mediadas por esa distorsión absurda de la noción de deseo, sea por abulia o por angustia violenta. Es inevitable sentir una triste insatisfacción, por el miedo a desear o por la necesidad de hacerlo y padecerlo. Fue desgarrador para mí ver esas dos manifestaciones del deseo distorsionado en ambas actrices, que, a pesar de parecer opuestas, son dos rostros del mismo mal. La búsqueda de una aceptación social imposible que lleva al dolor y al exceso, de la mano del rechazo a la cercanía. La relación entre ambas en escena estaba mediada por el deseo y el dolor, y, por ende, la insatisfacción, la imposibilidad de paz y el desconsuelo. La depresión funciona como una enfermedad autoinmune. Igual que el dilema del erizo que nos obliga a sufrir, independientemente de cual sea nuestra elección: el aislamiento o la compañía. Desear es sufrir, dirían los budistas. Y aquí vuelve a arrancar nuestro ciclo de padecimiento.
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