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En nombre de Dios

Por Walther Millán

Es una noche fría más en esta ciudad, que un día me lo dio todo y hoy, quizás por mis propias decisiones, me rechaza y me descarta como lo que soy: un desechable. Pero esto no siempre fue así, recuerdo, aquí sentado en este parque mientras veo pasar diferentes personas que hacen como si no me vieran, que yo pude ser alguien, pero siempre fui un rechazado. Esta ha sido una sensación habitual desde que lo recuerdo y se debe a que soy diferente, soy raro, soy un desviado y un “voltiao” y nunca he sido suficiente. Aún cargo en mi espalda el lastre de ser homosexual y esto ha sido mi mayor condena, creo que es justo ahí donde inició mi desgracia.

Recuerdo que tenía unos diez años cuando, por primera vez, me sentí diferente. Yo no estaba interesado en los juegos de balón o los juegos bruscos, por el contrario, disfrutaba mucho más mis momentos a solas. Me gustaban la cocina y la danza, además me interesaban mucho los animales, pero yo sabía que esto estaba mal, trataba de cambiar, apretaba mis ojos muy fuerte y pensaba con vehemencia en que debía ser “normal”, que debía salir con los otros niños, aunque a ellos nos les gustara jugar conmigo, porque notaban que yo no era como ellos. Esto empezó a traerme problemas en casa, mi padre me castigaba cuando yo me ponía el delantal de mamá para preparar algo en la cocina. Una vez me puso una botella llena de agua en cada mano y debía mantenerlas levantadas hasta que dejara la “mariconada” y si me atrevía a bajarlas me golpeaba con un cinturón, no recuerdo cuanto resistí, pero al final recibí mi merecido, por flojo. También me cacheteaba si mencionaba que me gustaba algún juguete o actividad que él creyera que era de niña y me encerraba en el cuarto sin comer hasta dos días si me iba mal en deportes en el colegio, él solo se fijaba en esa materia. Además, continuamente me repetía lo malo que era, lo mal que me portaba, lo poco que valía. Mi madre, por su parte,  solo me decía que él me amaba y que lo hacía por mi bien, que debía pedirle a Dios que me hiciera normal y que nunca debía contar nada de eso a nadie.

Una de las actividades más recurrentes con mi madre era ir a la iglesia, lo hacíamos tres veces por semana y allí fue donde me hicieron entender que todo esto era mi culpa, que yo me lo buscaba por la forma en que actuaba, por las cosas que me gustaban, pero no sabía qué debía hacer. Yo intentaba integrarme, pero era muy difícil, intentaba ser normal y lloraba de rabia porque no sabía cómo hacerlo, no sabía ser normal. Así fue pasando mi adolescencia, los castigos de mi padre eran cada vez más severos y la indiferencia de mi madre cada vez era más punzante, yo trataba de fingir cuando estaba cerca de ellos para evitar problemas, pero eso de fingir todo el tiempo se me empezó a salir de las manos.

Un día, cuando yo tenía unos quince años, llegaron nuevos vecinos al barrio, una familia con dos hijos, una niña y él, Julián. La verdad yo nunca había visto a alguien como él, sin haber siquiera cruzado una palabra, ya quería conocerlo y quería hablarle. Yo sabía que estaba mal, pero aun así me acerqué y la química entre nosotros fue inmediata. Nos hicimos amigos, después de un tiempo, mejores amigos, él era muy especial para mí, me gustaba su olor, sus chistes me hacían reír a carcajadas y sus historias me parecían las mejores. Nos gustaba salir a montar bicicleta juntos y los dos compartíamos el amor por los animales, siempre que estaba con él sentía alegría, mariposas en el estómago y cuando no estábamos juntos sentía cosquilleo y desesperación. Amaba estar con él y odiaba estar en casa, esto estaba muy mal, mi familia debía ser siempre primero, entonces en las noches me castigaba, me hacía pequeños pero profundos cortes en los muslos, solo el dolor me hacía sentir menos culpable y, en todo caso eso, era mejor que estar lejos de él.

Durante una de esas salidas, estábamos en uno de nuestros lugares favoritos de la ciudad cuando de pronto sentí unas manos suaves acariciando las mías, era él, que susurrando en mi oído confesó que yo le gustaba, que me robaría un beso. Apenas pude sonreír tímidamente. Cerré mis ojos y sus labios sensuales se juntaron con los míos, fue algo tan hermoso, el beso más dulce y tierno de todos. Un cosquilleo maravilloso invadió todo mi ser, nublando todos mis sentidos, solo existíamos él y yo. Nos olvidamos por un momento del mundo exterior. Me sentía tan feliz . Mi primer beso de amor, no lo podía creer, yo era importante para él, alguien me amaba de verdad. Aunque acordamos que sería un secreto, su confianza con su madre lo llevó a contárselo, nunca lo vi como una traición, él no sería capaz de hacerme algo así.  A su vez, ella se lo contó a la mía, quizá sin mala intención, pero no sabía lo que se me venía.

Yo estaba en la cocina cuando vi a mi mamá entrar a la casa, la furia se veía en su rostro y sus ojos estaban absolutamente desorbitados. Sin mediar palabra me cacheteó y gritó que yo no quería entender por las buenas y me prohibió verlo. Yo le prometí no verlo más. Esto me dolió más que las heridas en los muslos o la misma bofetada, y le rogué que no se lo dijera a mi padre, yo tenía miedo de su reacción, pero a pesar de mis súplicas ella se lo dijo y esa noche, mientras dormía, dos hombres entraron a mi cuarto y me tomaron a la fuerza por los brazos, me amarraron y me subieron a una camioneta ante la mirada fría de mi padre y cómplice de mi madre. Yo solo lloraba y les preguntaba por qué me estaban haciendo esto y les juraba que no vería a Julián nunca más, que sería normal, que me perdonaran, pero fue inútil.

Un par de horas después llegamos a una casa blanca de varios pisos, con grandes barrotes en las ventanas y cartones en vez de cortinas. Había un gran cartel con el nombre de una fundación y sobresalía en letras rojas la palabra AMOR. Estaba lloviendo muy fuerte y el agua chorreaba por la fachada, se escuchaba el golpeteo de las gotas contra los vidrios. Al entrar, había un pasillo iluminado con una luz amarilla muy tenue, varias puertas y, al final, una reja con candados que daba paso a las escaleras que llevaban a un segundo piso. Los hombres me arrastraron violentamente a través de una de las puertas hasta un salón con un escritorio y una silla. Yo ya no tenía fuerzas para seguir resistiendo. Allí se encontraba una mujer, yo no podía parar de llorar, ni siquiera creo que entendiera lo que estaba pasando. 

Desde el momento en que me tiraron en el piso me empezaron a tratar como si fuera un criminal, la mujer se me acercó y me dijo: “Esto es por tu bien, nosotros te vamos a curar”. Inmediatamente me desnudaron y me tocaron buscando no sé qué cosa en mi cuerpo, incluso uno de los hombres metió su dedo en mi trasero, nunca había sentido tanto dolor y humillación en mi vida. Mientras me hacían todo eso, me repetían “Dios es bueno, Dios te va a curar”. Luego, tomaron una maleta con algunas cosas que mi madre les había entregado y la desocuparon en el piso, con los pies revisaron todo y cuando acabaron me ordenaron que las recogiera. Finalmente, me pude vestir de nuevo y me llevaron a un cuarto, el que sería mi hogar por unos seis meses.

Yo de verdad quería cambiar, hacía todas las cosas que ellos me exigían, por más extrañas que estas parecieran. Algunas veces entraban a mi cuarto a media noche, para ver lo que estaba haciendo, me levantaban, me requisaban y esculcaban mis cosas, no sé buscando qué. También me limitaban la comida y las bebidas, según entendí, hay comida con hormonas que te hacen gay. Casi a diario hacían un tipo de terapia o culto en el que orábamos. Hacían un tipo de exorcismos, siempre había gente en shock en el piso y me recalcaban cuan pecador era por mi aberración y todo el daño que le causé a mis padres con mis conductas, al final nos hacían gritar “¡sí voy a cambiar!”. Una vez por semana, asistía a terapia individual, esta era con un líder del lugar, yo odiaba ir ahí más que todo lo demás, pero al final, siempre supe que era por mi bien. El hombre me hacía preguntas muy explícitas, quería saber sobre mis preferencias en las relaciones sexuales y aun cuando le explicaba que yo nunca había tenido contacto con otros hombres de esa manera, él me pedía que le contara sobre Julián, mis fantasías con él y cómo me imaginaba que sería el sexo. Yo, a veces, no sabía qué decir. Un par de veces invitó a una mujer a la sesión y me daban un medicamento para generarme una ereccion y me presionaban para tener relaciones sexuales con ella mientras él nos observaba y leía versículos de la Biblia en voz alta. A esto lo  llamaban “violación correctiva”. Sé que fue un tratamiento muy fuerte, lo peor fue que no daba resultado, yo me seguía sintiendo atraído por otros hombres, no sé qué hice mal.

En la última parte del tratamiento me sentaban en una habitación con una pantalla de proyección y fotografías para que las mirara. Me ponían un electrodo en el tobillo, uno en  la muñeca y uno en la nuca. Cuando en la pantalla aparecía la foto de un hombre atractivo y yo no era lo suficientemente rápido para pasar a la siguiente foto, recibía una descarga eléctrica muy fuerte. Si aparecían fotos de mujeres no había ninguna consecuencia. Creo que intentaban causar aversión hacia la imagen masculina, no funcionó. Durante la última de esas sesiones mi cuerpo no resistió y tuvieron que hospitalizarme, cuando desperté, varios días después, tenía cicatrices por los tratamientos, pero seguía sintiéndome homosexual, seguía pensando en Julián. No me esforcé lo suficiente, no puse suficiente de mi parte y el tratamiento no funcionó.

Cuando desperté, inmediatamente, sentí la ausencia de mis padres. Lo único que quería era verlos, abrazarlos y pedirles perdón, quería que me dieran una nueva oportunidad, pero no estaban allí. A la habitación solo entraba una enfermera con muy mala cara, la primera vez que la vi me preguntó mis datos, al parecer había sido ingresado sin identificación, yo le dije quién era y traté de explicarle lo que había sucedido, pero no me prestó demasiada atención. Al cabo de unas horas, empecé a notar que algo no era igual en mí, tenía unos movimientos raros en mis brazos, brincaban violentamente y tenía severos dolores de cabeza, como migrañas, cuando empezaban yo solo podía llorar de dolor. Yo estaba aterrado, no sabía qué me pasaba, seguro era un castigo de Dios, pensé. Cuando entró la enfermera, le pregunté por qué mis brazos se movían así y por qué los dolores de cabeza tan severos, ella solo atinó a decir: “Son las consecuencias de jugar al electricista”. 

Al cabo de unos días, una persona del hospital llegó a mi habitación y me dijo que habían intentado insistentemente comunicarse con mis padres (con los datos que yo les había dado), pero que nadie respondìa las llamadas, tambien buscaron los datos de la fundación y lograron comunicarse, pero allí aseguraban no conocerme. En el hospital no me podían tener más tiempo y, por mi edad, ninguna entidad del Estado se podía hacer cargo de mí. Debía irme, era hora de enfrentar mi nueva realidad, debía salir al mundo y defenderme por mi cuenta. Al salir del hospital, lo primero que pensé fue llegar a la casa de mis padres, pero estaba demasiado confundido y el terror invadió mi ser al ver que ni siquiera estaba en la misma ciudad que ellos, ni siquiera sabía dónde estaba o cómo había llegado allí. Cuando pude poner mi mente en orden, pensé en todo el daño que le hice a mis padres con mi desviación y que, a pesar de sus esfuerzos, yo no me curé. Lo último que quise fue seguir causandoles sufrimiento y decidí no buscarlos nunca más. Esta decisión me atormentaba, pero fue mejor, ellos estarían mejor sin mí. Y Julián, ¿cómo acudir a quien era el responsable de este amor, que fue mi desgracia? Si él no hubiera aparecido, quizás yo me habría curado, quizás habría sido normal. Aunque lo amaba y lo extrañaba no podía buscarlo, no podía ofender a Dios de esa manera.

Mi dolor en el alma, sumado a los dolores de cabeza y los espasmos en mis brazos me tenían muy desubicado, no sabía qué hacer. Empecé a caminar sin rumbo, solo con la ropa que tenía puesta y con el sabor de la gelatina de hospital aún en la boca. Cuando se hizo de noche caí en cuenta que no conocía a nadie en ese lugar y no tenía ni un peso para un hostal o una pieza, así que me senté en un parque a esperar, aunque sin saber qué esperaba. Recuerdo que no pegué el ojo en toda la noche, tenía miedo, tenía hambre y frío, estaba completamente solo, me dolía la cabeza y me brincaban los brazos. Hasta Dios me había dado la espalda. Estaba absolutamente vencido y destruido. Así, y sin darme cuenta, había perdido todo, a mi familia, a mi Dios, a Julián, y ahora era un habitante de calle más, un número más en una sociedad a quienes ni les importo y lo peor, seguía siendo un “maricón”.

Los primeros días fueron los más duros, nunca había sentido tanta hambre y desamparo en mi vida. Cada persona aquí afuera tiene sus propias necesidades y sus propias maneras de suplirlas. De hecho, varios lo hicieron con lo que yo traía puesto. Un día cualquiera, mientras caminaba por un sector solitario de la ciudad, me cogieron varios hombres, indigentes, y me robaron todo lo que llevaba puesto, mis zapatos, mi chaqueta y un gorrito para el frío, todo me lo habían regalado en el hospital antes de echarme a la calle. Yo intenté defenderme, pero ellos eran tres y tenían cuchillos. Al final solo les entregué lo que llevaba, ¿qué más iba a hacer? Caminar casi desnudo por ahí solo empeoró mi humillación. De a pocos aprendí dónde buscar ropa para protegerme del frío, aprendí a caminar descalzo porque los zapatos son lo más difícil de conseguir. Como aún espero el perdón de Dios, puedo decir que nunca robé a nadie y lo digo con la mano en el corazón, las necesidades están, pero yo me rebuscaba el diario con algunos trabajos por ahí. 

Otro problema que se tiene en la calle es la Policía. Esa gente lo ve a uno y creen que uno es un ladrón. Recuerdo uno de mis primeros encuentros con ellos. Un señor me regaló una bolsa de dulces y yo los quería vender para poder comer algo caliente, entonces intenté subirme a un bus para venderlos, pero por los espasmos de mis brazos no me pude agarrar bien y cuando me iba a caer tomé del brazo a una señora que se estaba bajando y los dos nos caímos, la señora creyó que yo le iba a hacer algo y empezó a gritar, yo le ofrecí disculpas, pero ella no escuchó. Tan grande fue el alboroto que llegaron uniformados y me llevaron a un calabozo, me quitaron la ropa y me bañaron con agua fría, me acusaron de ladrón y de abusador de mujeres, yo les explicaba pero fue inútil, con ellos siempre es inútil. Al día siguiente me dejaron ir, me quitaron los dulces y unas monedas que había hecho y, otra vez, estaba solo, ahora mojado, desamparado, con hambre, frío y sin esperanzas.

La comida era lo que más me costaba. Todavía hoy no me acostumbro a comer de la basura o recoger del piso, por eso he tenido que hacer lo peor para conseguir algo de dinero. A pesar de ser indigente, de vestir mal y oler mal, hay hombres aberrados y cochinos que buscan satisfacer sus deseos carnales con otros hombres. Al parecer no soy un hombre feo, así que esos malditos me han hecho ofertas y, si he de ser sincero, algunas veces he accedido a complacerlos a cambio de algo de dinero, me cuesta mucho hacerlo, sé que está mal, se que Dios me va a seguir castigando y me da mucho asco, me avergüenzo de mí mismo, pero a veces es la única salida, es el único camino que la vida me ha dejado. Recibo el dinero, apago la cabeza y solo dejo que pase. Otras veces, me resulta más difícil, estos aberrados me piden hacer cosas que no quiero y si digo que no, me golpean o me roban el dinero que traigo, por eso trato de no hacerlo mucho, es peligroso y no es del agrado de Dios.

Una noche, como cualquier otra, se acercaron a mí tres chicos jóvenes que estaban borrachos, me ofrecieron algo de comer, ya ni recuerdo lo que fue, y empezaron a charlar conmigo. Uno de ellos, incluso, empezó a coquetearme. Esta situación me resultó extraña, pero un poco de alimento y de compañía no me venía nada mal, así que decidí seguirles la cuerda. Después de un rato, cuando vieron que yo intenté responder al coqueteo, no sé ni por qué lo hice la verdad, empezaron a gritar: “¿Viste?, ¡te dije que era un maricón!”, “¡perdiste tu apuesta!” y sin cruzar palabra conmigo empezaron a golpearme. Uno me pateaba el estómago, otro las piernas y el tercero me daba puños en la cara, yo solo lloraba y les rogaba que se detuvieran, pero eso los alentaba aún más, se reían y me decían “eso te pasa por marica”, “todos los que son como tú merecen morir” y no paraban de alentarse entre ellos para golpearme más fuerte. En un momento, uno de ellos se paró en frente de mí y me tiró una roca directo a la cara, dejándome medio inconsciente. Mientras yo estaba aturdido sentí que me quitaron el pantalón y con una navaja me grabaron la palabra “marica” en un glúteo. Cuando terminaron conmigo, me escupieron, rieron y se fueron, dejándome allí, con mi rostro roto y mi intimidad al descubierto, pero peor que eso, con la confianza en los demás destruida, con el miedo a las personas latente, la impotencia matándome y con la poca humanidad que me quedaba pendiendo de un hilo. Todo por ser un marica.

Así mi vida ha ido pasando, entre malos tratos, hambre, frío y desesperanza. No me quejo. La verdad, he aprendido a sobrevivir, he aprendido a llevar la vida día a día y cada vez pareciera que el dolor disminuye. Además, los espasmos de mis brazos son cada vez menos y los dolores de cabeza, aunque severos, no son tan frecuentes. Lo del sexo dejé de hacerlo, me daba mucho asco, era peligroso y además no era de agrado de Dios. Ahora como de las canecas de los restaurantes, ya sé cuales son buenos y no me llaman a la policía. En la calle no hablo con casi nadie, no tengo amigos o compañeros, los mismos gamines me odian por mi condición. Soy bien conocido en la ciudad por marica, entonces prefiero no acercarme a ellos, ya que fijo me corretean para robarme y golpearme. Hago lo mío, duermo escondido y como cuando puedo. Ayer escuché por ahí que esta noche venían a este parque unas personas en una camioneta a regalar aguapanela con pan, eso toca aprovecharlo, por eso vine aquí, a sentarme en este parque mientras veo pasar diferentes personas que hacen como si no me vieran, a esperar a que llegara la aguapanela.

Al fin llegó la camioneta, hay muchos gamines, me tocó esperar a que se fueran, porque si me acerco así, fijo se armaba problema, a ellos no les gusta que yo me les acerque, creo a que a nadie le gusta tenerme cerca, soy un apestado jajajaja, sí saben a lo que me refiero. Pensaba que ojalá me dejaran alguito. Ya llevaba rato esperando, los que repartían eran dos hombres y una mujer, tenían varias ollas y mucho pan, pero aún me daba mucho miedo acercarme, los hombres estaban concentrados en servir y alistar; ella, en cambio, se fijaba en los indigentes, los miraba con cuidado y ternura, les entrega la comida con amabilidad, eso es raro por aquí.

De repente, y sin esperarlo, ella, desde la camioneta, se fijó en mí, detuvo lo que hacía y se concentró en mirarme por unos segundos. Cogió un vaso y dos panes y empezó a caminar hacia donde yo estaba. No recuerdo la última vez que alguien me miró de esa manera tan particular; yo temí, ya que he aprendido que a alguien como yo solo le espera desprecio y apatía. Sin embargo, había algo diferente en esa mirada, algo profundo y sincero que, a pesar del intenso temor al rechazo, me generó confianza, esa confianza que sientes con alguien a quien conoces.

—¿Cómo te llamas, querido? —dijo sin chistar 

—Mario —contesté, aunque en el fondo ese no había sido mi nombre hace mucho tiempo—, pero me dicen ‘El Maricón’ —agregué.

En ese momento su mirada cambió, se volvió más tierna y compasiva, se acercó y me entregó el vaso y dos panes, yo los acepté.

—Te llamas Mario, ¿eh?

—Sí, ese solía ser mi nombre.

—¿Qué edad tienes, querido Mario?

—19.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No imagino lo que has tenido que pasar, Mario, ¿me puedo sentar?

Yo, en realidad no entendía muy bien esta situación, resultaba completamente irregular, pero acepté, era una mujer y había muchas personas alrededor como para un ataque.

—La calle es libre —le dije en medio de una sonrisa burlona, mientras le daba una mordida a uno de los panes. La verdad, no sé por qué, pero sí quería que se sentara. 

Ella se sentó muy cerca, tan cerca que alcancé a sentir su perfume e incluso su calor.

—Yo huelo muy maluco, no se tiene que quedar aquí conmigo —le dije.

—Esas no son penas —dijo mientras apretaba las manos entre los bolsillos de la chaqueta, por nerviosismo, quizá.— ¿Cuánto llevas en la calle? —me preguntó.

—¡Jum! Hace ya dos años.

—Y, ¿cómo llegaste a esto?

—¡Ja!, es una larga historia, pero para resumirlo: defraudé a mis padres por mi desviación y aunque ellos hicieron todo lo que estaba en sus manos, yo decidí irme y dejarlos en paz.

—¿Cómo fue que los defraudaste, querido?

—Por mi desviación, por ser así, un maricón.

Ella empezó a llorar, yo la miré y le dije: 

—No llore, ya me acostumbré a esta vida, igual y tengo lo que me merezco.

—No querido, no mereces esto. ¿Sabes? —continuó— perdí a mi amado hijo hace un tiempo y daría todo por volver a estar con él.

—Y, ¿qué le pasó?

Me miró con ternura y sus lágrimas seguían recorriendo sus mejillas.

—Él no pudo soportar el dolor y decidió quitarse la vida.

Esto llamó poderosamente mi atención y dewcubrí que escuchaba mientras me calentaba las manos con el vaso de aguapanela caliente.

—Verás, mi hijo también era gay. Yo lo supe desde siempre y no me importaba, yo lo amaba con todas mis fuerzas y solo quería que fuera feliz. Así que me convertí en su mejor amiga, su confidente.

—¿Cómo podría amar a alguien así? —pregunté con incredulidad.

—¿Así?, ¿así cómo?

—Marica —sentencié.

—Querido, el amor no tiene límites, yo no tenía nada que reprocharle, él era un ser maravilloso que amaba a los demás, nada más debía importar. El amor es amor sin importar si se siente por una persona del mismo sexo o del opuesto.

Yo no lograba entender cómo ella podría haber aceptado a su hijo desviado. Además, una pregunta empezó a rondar en mi cabeza: ¿por qué mis padres nunca expresaron algo así?

—Y, ¿su padre?, ¿lo aceptaba?

—Para su padre fue difícil, debo reconocerlo, pero el amor, una vez más, fue más fuerte. 

—Y, ¿cómo se murió? —pregunté, mientras fingía estar desinteresado y distraído. 

Ella me sonrió aún con lágrimas brotando de sus ojos.

—Él tenía unos 16 años cuando nos separamos de su padre y nos fuimos a vivir a un nuevo barrio junto con mi hija, estábamos felices, los tres éramos grandes amigos y teníamos toda la energía para iniciar una nueva vida, pero no me imaginé que allí perdería a una de las dos personas que más he amado en mi vida. —Sus lágrimas no se detenían y algo hizo que no pudiera dejar de escuchar, esta vez con atención—. Al cabo de unas semanas, yo noté que mi hijo empezó a frecuentar a un vecino del barrio, era un chico más o menos de su edad, muy tímido, pero muy respetuoso y educado.

Algo en esta historia me resultaba familiar y aunque quería preguntar, decidí seguir escuchando.

—Un día mi hijo me dijo que este jovencito le gustaba, le brillaban los ojos cuando me contaban sus aventuras juntos en sus bicicletas por la ciudad y decía que sentía mariposas en el estómago cuando pensaba en él: Yo no lo podía creer, mi hijo se había enamorado por primera vez, yo me sentía muy feliz por él, celebraba que fuera pleno. Pero un día todo cambió. Mi hijo llegó más feliz que nunca, ese día no paraba de hablar y de contar cosas y al final me dijo: “¡Lo besé, madre, lo besé!” Ese había sido su primer beso de amor y lo había hecho con alguien que le correspondía, cuánta felicidad se irradiaba a su alrededor, él era feliz. Después me dijo que debía ser un secreto porque era un pacto entre los dos, pero su alegría era tan grande que era imposible de contener para él solo y decidió contármelo, después de todo yo era su confidente.

En este punto de la historia mi corazón palpitaba tan fuerte que creo que se quería salir de mi pecho. Ella continuó:

—Sin embargo, y a pesar de mi promesa, fui imprudente, qué gran error. Durante una visita de mi vecina, la madre de este jovencito, le dije que me hacía muy feliz que nuestro hijos se la llevaran tan bien, ella estuvo de acuerdo, pero sin querer y sin meditarlo por un segundo fui más allá y le pregunte si su hijo le había contando sobre el beso y lo felices que eran juntos. Eso es lo peor que pude hacer en mi vida. Esta mujer se salió de control y empezó a gritar. Decía, entre muchas más cosas, que yo no debía permitir estos actos pecaminosos en mi casa, gritó insultos contra mí y contra mi hijo y me dijo que le iba a prohibir a su hijo que volviera a ver al mío, amenazó con llamar a la Policía y denunciarnos por abuso sexual, para mí todo esto estaba absolutamente fuera de cualquier límite. Solo en ese instante comprendí el porqué de aquel pacto de silencio, no todos entendemos el amor como yo lo hago. Sin embargo, solo el siguiente día comprendí la magnitud de la irracionalidad humana.

—¿Qué le pasó al chico?— pregunté con vehemencia.

—Mi hijo, que se enteró de todo por los gritos de esta mujer, me miró de una forma tan fría que yo supe que algo se había roto para siempre, pero yo no tuve una mala intención.

—Mi padre solía decir que de buenas intenciones está hecho el camino al infierno —dije con frialdad, como si la traición hubiera sido a mí. Ella me miró con arrepentimiento y continuó.

—En la mañana siguiente fui hasta la casa de esta familia, timbré y atendió un hombre serio y poco amable. Me gustaría hablar con su esposa y, si es posible, con su hijo —le dije. 

—Mi esposa no la puede atender y yo no tengo un hijo —respondió fríamente. 

—Sí, el pequeño que es amigo de mi hijo. —Su mirada se tornó turbia.

—Yo no tengo ningún hijo, le dije —gruñó, mientras cerraba la puerta en mi cara. Al alejarme logré ver por la ventana a esa mujer me miraba desde un segundo piso, tenía un par de moretones en su rostro y una mirada completamente vacía, esa sería la última vez que la vería, ya que a los pocos días se mudaron con la complicidad de la noche sin que nadie lo notara.

Finalmente supe porque su rostro me resultaba tan familiar y esta historia tan cercana. No pude aguantar mas mis lagrimas y, finalmente, la interrumpí.

—¿Cómo se llamaba su hijo?

Ella me miró con un inmenso dolor y sus ojos llenos de lágrimas.

—Julián, querido Mario, mi hijo se llamaba Julián. 

¿Julián, mi Julián? En ese instante sentí que mi corazón estallaba de dolor, lo poco que quedaba de mi mundo se destruyó. Julián estaba muerto. Eso era algo que no cabía en mi mente, no lo podía aceptar. Él siempre fue la razón para seguir, soñaba con volver a verlo algún día aunque fuera a lo lejos. No soporté el impacto de la noticia y rompí en llanto, ¿cómo podía estar muerto?, era la única persona que me había tratado con respeto y con cariño, ¿cómo había pasado esto?, con él morían mis pocas ganas de vivir, con él moría yo mismo.

—Después de ese día —ella continuó su relato—, Julián y yo nos dedicamos a buscarte, pero no sabíamos dónde empezar, fuimos al colegio, a la iglesia que solían frecuentar y con los pocos amigos que Julián te conocía, pero todo fue inútil, empezamos a buscar en internados, en orfanatos y al final en la Policía, en hospitales y hasta en morgues, pero nunca dimos siquiera con una pista de tu paradero, la tierra te había tragado. Todo esto empezó a afectar a Julián, que además me culpaba de tu desaparición, sus calificaciones empezaron a bajar considerablemente en el colegio, ya ni siquiera le interesaba ir a estudiar. No comía, no hablaba, no sonreía. Mi hijo se fue apagando y yo no pude hacer nada para salvarlo. Busqué ayuda profesional, pero ni siquiera eso funcionó. Su mundo se vino abajo el día que desapareciste, él decidió que sin ti, prefería morir. 

»Casi un año después de que desapareciste, Julián fue diagnosticado con depresión severa y medicado con altas dosis para intentar sacarlo de ese vacío en el que había caído pero no parecía funcionar. Yo no lograba que saliera de su cama, nunca más lo vi sonreír. Su sentimiento de culpa y la angustia de no saber qué te había pasado lo estaban hundiendo cada día más. Hasta que pasó lo que yo nunca pensé que pasaría. Un día mi amado Julián salió de casa, me dijo que se vería con algunos amigos y yo pensé que era el inicio de su recuperación, me hizo mucha ilusión que saliera y no le pregunté mucho más, pero mi mundo se vino abajo cuando me llamaron de un hospital para decirme que había saltado desde un puente hacia la autopista y su muerte había sido instantánea.

Con cada palabra que escuchaba se me desgarraba el corazón, no podía dejar de pensar en el sufrimiento de mi Julián. ¿Cuánto me amaba?, ¿cuánto dolor le causó mi desaparición?, ¿por qué le pasan cosas terribles a la gente buena?, ¿acaso esto podría ser culpa de mis padres?, ¿por qué Dios permite que le pasen estas cosas a quien no lo merece? Mis ojos parecían una fuente de lágrimas inagotable, olvidé el frío, olvidé mi situación, olvidé mi propio sufrimiento, solo podía pensar en mi amado Julián.

¿Cómo me encontraste? —pregunté entre lágrimas.

—Después de la muerte de Julián vine a esta ciudad, aquí vive mi madre, y vine a vivir con ella ya sin esperanzas de encontrarte, derrotada, sin poder cumplir la última voluntad de mi hijo. Sin embargo, un día iba en un bus y vi que un habitante de calle casi se cae al intentar subirse y jaló a una mujer, los dos se cayeron y se armó un escándalo porque, supuestamente, era un intento de robo. Inmediatamente te reconocí, me levanté y corrí, pero el tumulto de personas alrededor no me permitieron acercarme, cuando al fin pasé a todas las personas la policía me apartó, les dije que te conocía, pero me ignoraron, te llevaron y no quisieron darme ninguna información, en ese momento recuperé las fuerzas y empecé la búsqueda nuevamente, hasta que te encontré. Y desde entonces llevo conmigo una carta que nuestro amado Julián dejó para poder enseñarla cuando te encontrara y aquí está —agregó mientras sacaba de su abrigo una hoja arrugada y me la entregaba.

Yo la recibí, desdoble la hoja y empecé a leer:

Querida madre, he tomado está decisión, ya que tú me has enseñado que el amor es el centro de nuestra existencia y sin él no vale la pena vivir. Con esto no quiero que te sientas responsable, ya que tú me diste una vida plena, de felicidad y satisfacción, lo que pasó con Mario estaba más allá de tu control. Es imposible que sepas hasta donde llega la irracionalidad de la gente, no te culpes por nada, ya que me voy amándote inmensamente, pero no creo poder recuperarme y no quiero arrastrarlas conmigo. Fui feliz gracias a ti, nunca lo dudes. Lo único que te pido es que encuentres a Mario, para esta fecha él ya debe ser mayor de edad, ya no estará obligado a estar con sus padres, acógelo como si fuera yo, ámalo como yo lo amé, dale la oportunidad que yo no le pude dar y que él se merece, dale la familia que nunca tuvo. Cuando lo encuentres, dile que fue mi primer y único amor y que desde donde yo esté, siempre lo amaré.

Al terminar de leer y con mi corazón en mil pedazos la abracé, solo ella podía entender el dolor que yo estaba sintiendo, solo alguien que había amado a Julián podría entender el inmenso dolor de perderlo. Estuvimos mucho tiempo abrazados llorando, al final nos habíamos encontrado, mi Julián no logró soportar el camino hasta mí, pero al final él y solo él regresó a mi vida para darme una oportunidad.

FIN.

“Nunca es demasiado tarde para una segunda oportunidad en la vida.”
Película – Noches de tormenta.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas

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