Por Andrés Felipe Giraldo L.
36… 4 x 9… 36… he vivido 9 veces la edad de la que no quise nunca salir. Los primeros 4, que no los percibí muy bien. Quizás el último, un poco, algo, nada más. Si la consciencia me hubiera llegado con el nacimiento, quizás hubiese buscado presuroso el útero de mi madre de nuevo para no dejarme sacar jamás. Los periódicos me hubieran dicho que Alfonso López Michelsen nos gobernaría mis primeros 4 años, que Alemania 4 días antes era campeón del mundo de fútbol, derrotando a la naranja mecánica y con ella, al deslumbrante Johan Cruyff, que Nixon caminaba por la cornisa del desprestigio rumbo a su renuncia, que Chile llevaba poco menos de un año de una dictadura atroz y que con su anterior presidente, Salvador Allende, se había conjugado el verbo suicidar en tercera persona: “él suicida”.
Habría percibido que sería el último de ocho hermanos y que estaría condenado a jugar sólo porque mi hermano siguiente me llevaba 5 años y no querría jugar conmigo. Habría notado con preocupación mi pronunciada coloración amarillenta por el licuado positivo y negativo de mi sangre que debo al positivismo de mi padre y al negativismo de mi madre. Me habría aburrido ocho días en esa incubadora al lado de ese chiquillo entelerido con el que me confundían, mientras me metían esa sangre rara para que mi corazón dejara de pensar si respondía a latidos optimistas o pesimistas.
Ahora entiendo por qué uno llega al mundo sin consciencia. Los pesimistas contrariados llegaríamos de una haciendo reclamos estructurados, y para Dios, sería muy embarazoso dar respuestas mientras le daban a uno una palmada para llenar de aire los pulmones, al que uno no respondería con un llanto estrepitoso, sino quizás con una retahíla de Zaratustra.
No me quejo por el milagro de la vida. Creo que los más pesimistas debemos agradecer tener al mundo para poder criticarlo. Siendo almas vagantes por el cosmos, seguramente sería muy aburrido hablar de lo monótono del sol al que le pasan los siglos y los milenios y los millones de años y no se apaga como para poder acercarse a decir lo feo que se ve apagado.
El mundo es el paraíso de los pesimistas. Materia prima de maledicencias. Nietzsche fue paulatinamente pesimista hasta que perdió la razón. Yo creo que fue más de gozo que de depresión. Tenía tanto para suponer que todo era tan malo como lo suponía. Tanta maldad le rodeaba y tanta le poseía. Sifilítico e incomprendido ¿Qué más podría querer un pesimista?
Mi vida hasta los 4 fue al principio inconsciente y al final inocente. Los mejores estados de la ingenuidad. La inconsciencia sólo percibe lo instintivo que paulatinamente va dando paso a lo afectivo. Pero la razón no atacaba, no importaba, no procesaba. La estética no era un concepto y los conceptos no existían. Mi vida hasta los 4 fue un mar de sensaciones desprovistas de razón y por lo tanto de maldad y si había maldad sencillamente no la comprendía, y no sabía para qué me servía.
Recuerdo el día que razoné por primera vez. Un razonamiento ligado a la maldad, a esa maldad que no distinguía de nada más, que hasta ese momento vivía en mí como el hambre. Sólo la sentía y ya. Ví cómo una mosca se fue enjaulando en la esquina que conformaban dos paredes. Allí empezó un vuelo errante hasta el extremo inferior en dónde había algo sucio, grisáceo, enmadejado. Metió sus patas a ese capullo como yo metía mis botas “Machita” al fango y ya no pudo salir. Movía frenética sus alas como para arrancarse las patas y no lo lograba. Entonces fue ahí cuando salió su majestad, la araña. Saltó como un relámpago sobre la mosca y la rodeó con las ocho patas. Como si fuese un disparo, la mosca no chistó más. Y poco a poco la fue envolviendo en más de esa cosa grisácea, sucia y enmadejada y la dejó ahí, colgada, como yo veía a los perniles de las reses en las carnicerías. Fue horriblemente fascinante. Sentí maldad pura en mi ser al estar disfrutando ese cuadro. Porque había percibido el sufrimiento inmenso de la mosca y la implacabilidad de la araña y sin embargo, iba a favor de la araña ¿por qué? No sé. En el fondo admiraba todo el cinismo con el que había montado esa emboscada para que la tonta cayera ahí.
No contento con este episodio casual, me fui a un ventanal, en donde yo veía que las moscas luchaban contra el vidrio transparente como si fuese un campo de fuerza infranqueable para sus escasos poderes. Allí eran fáciles de apresar. Luchando con el vidrio no veían mi mano que se acercaba para rodearlas como las ocho patas de la araña. Sólo que yo no las mataba. Las metía en la cueva que formaba mi mano cerrada con cuidado de no estriparlas. No siempre lo logré. Algunas escaparon y otras fueron apachurradas por mi torpeza. Las llevaba hasta donde la araña de la esquina y las arrojaba contra esa madeja grisácea y sucia de dónde no saldrían más. La araña brincaba sobre ellas y yo sentía cómo me picaba sus ocho ojos en señal de perversa gratitud y yo le devolvía con mi pulgar hacia arriba esa maldad compartida que me hacía sentir tan asquerosamente bien.
No percibía qué tan malo podría ser, sentía que algo perverso hacía ebullición en mí. Me quedó claro cuando mi tía le hizo seguimiento a una de mis excursiones de moscas y arañas y sobresaltada, con los ojos bien abiertos, la mano en la boca y con el giro de la cabeza de izquierda a derecha de desaprobación, le dijo a la empleada del servicio de la casa: “Este niño es un sádico”. Yo sabía que ser sádico no era bueno, porque fue lo mismo que le habían dicho a mi hermano de nueve años cuando lo vieron ahorcando al gato.
Quise sentirme mal. Pero no pude. Ya tenía un negocio del mal con la araña y no podía renunciar así no más. Empecé a tratar de entender por qué no me sentía desdichado por ser un sádico y creo que fue el primer ejercicio consciente de razonamiento que hice. La araña tiene hambre, tiene derecho a comer. Las moscas trasmiten enfermedades. Entonces, estaba salvando a la humanidad y alimentando a una araña que me estaba ayudando a salvar a la humanidad. Aprendí que hasta el sadismo puede ser altruismo, sin saber qué era el altruismo. Con argumentos tan simples uno podía pasar de ser un “sádico” sin sentimientos a ser un benefactor de la raza humana. Pero en el fondo, sentía un tufillo de maldad que no me disgustaba del todo.
4 años fueron suficientes para comprender cómo se justifica la maldad. A mis 36, tratando de no justificarla con argumentos tan simples, logré entender que la maldad se justifica con nobles razones. Por ejemplo, Alfonso Cano cree que es necesario matar, robar, secuestrar, extorsionar y atormentar para que el sistema sea más justo. Para derrotar a un régimen corrupto y despiadado con el pueblo. Y para derrotar a ese régimen podrido se justifica todo el mal que hacemos ¿Por qué? No importa. Lo importante es que el objetivo último es justo y bueno, así los procedimientos sean aún mucho más sádicos que echarle moscas a las arañas. Carlos Castaño pensaba que era necesario, justo y bueno matar a todos los que pensaran como Cano, a los que ayudaban a los que pensaban como Cano, a los que escuchaban a los que pensaban como Cano, a los que vivían en dónde Cano pensaba que debía vivir el pueblo. Matar era un medio para alcanzar un fin noble y bueno. Desterrar a los que pensaban que estaban obrando bien por otro bien justo, noble y bueno.
En el transcurso de la vida entendí que la maldad sólo necesita una justificación que parezca justa. Al final todos los procedimientos encuentran una razón de ser anclada en ese fin noble y bueno. Razonar es el proceso intelectivo de actuar mal y sentirse bien.
En la reflexión de mi sadismo con las moscas, mi pesimismo germinó, creció y me invadió. El pesimismo es mi convicción profunda de que siempre habrá personas que hagan daño, que se sienten justificadas por un fin noble, justo y bueno. Mi pesimismo está en la convicción profunda de que todos tenemos esa carta bajo la manga para justificar una mala acción y que siempre la sacamos en algún momento cuando no tenemos la vergüenza para aceptar que nos equivocamos, que erramos, que actuamos mal.
Mis primeros cuatro años estuvieron desprovistos de esa convicción. Estuvieron desprovistos de consciencia y de razón. Fui un ser indefenso que con un regazo caliente y una teta llena era feliz. Mi primer razonamiento justificó mi primera maldad. Y de ahí en adelante entendí, que como yo, sin importar la edad, encontraría formas de volverlo a hacer. Y todos y todas las demás también.
Sin embargo, la vida misma me rodeó de personas que no lucharon por objetivos nobles, justos y buenos. Simplemente actuaron con nobleza, justicia y bondad. Siete hermanos mayores, mis padres y mis amigos más cercanos. Nunca me hablaron de un mundo más justo. Simplemente actuaron respetando al otro. Nunca se pusieron un uniforme camuflado para decirme cuán opresor era el sistema. Simplemente pagaron lo justo a quién bien les sirvió, reclamaron en voz alta sus derechos e hicieron en silencio sus deberes.
Miraron con la misma fascinación que yo, cómo la araña atrapaba a la mosca. Pero no interfirieron nunca en ese curso natural. Las personas que me rodearon nunca diferenciaron el medio del fin. La bondad no era un objetivo lejano que se debería alcanzar por cualquier medio. La bondad era un acto. Y me enseñaron, sin decirlo, que los objetivos finales que justificaron todas las atrocidades no fueron más que paliativos a consciencias y razones enfermas por el poder. Ahí estuvieron en los periódicos el 11 de julio de 1974 Nixon, Pinochet y Alfonso López con sus objetivos de mierda y un séquito de lacayos avivándoles esos nobles objetivos mientras posaban sus pies en la cabeza de las víctimas.
La historia me ha llenado de pesimismo y el afecto lo ha contrariado. Llevo 32 años luchando en esa contradicción, amando a mi familia y a mis amigos y detestando a mi país ¿Y cómo conciliarlo si a mi país pertenece mi familia? No lo sé y no lo sabré. Pero cuando hoy, 36 años después de ese 11 de julio, que habrá un nuevo campeón del mundo que seguramente derrotará a la fabulosa Holanda con su talentoso Robben, que un nuevo delfín de la anquilosada política colombiana será Presidente por mis próximos 4 años, y que aunque ya no hay un nuevo Pinochet ni un nuevo Nixon, y que tenemos un Chávez más cerca y un Irak más lejos, pienso que siempre la maldad encontrará sabias justificaciones para llevar a la historia sobre ese riel de la ignominia. Pero a mí me cuesta mucho trabajo seguir justificando mi sadismo con las moscas con el entorno con el que me ha privilegiado la vida. Personas que han hecho de mi pesimismo una cuerda tensa a punto de romperse.
Sigo creyendo que seguirán existiendo megalómanos que arrastren sangre detrás de sus argumentos que los mantengan en el poder. Sigo creyendo que habrá idiotas que idolatren a los megalómanos. Sigo creyendo que los sistemas opresivos seguirán imponiéndose para justificar la reacción de esos que luchan por la justicia y en nombre de esa justicia seguirán matando, robando, secuestrando y extorsionando. Sigo creyendo que en nombre de dios los que están en la cúspide justificarán sus cruzadas redentoras para arrasar a los impíos. Sigo siendo un pesimista contrariado por el beso tierno de una madre entregada que lo único que me pide a cambio es que me de la bendición. Sigo siendo un pesimista contrariado por la paciencia de un padre que me cura las depresiones con libros. Sigo siendo un pesimista contrariado por el cariño de siete hermanos mayores que tienen 14 manos para apoyarme, alentarme y sostenerme. Sigo siendo un pesimista contrariado por los amigos entrañables que han crecido conmigo burlándose de mi pesimismo con un brindis, un chiste, una palabra de aliento, un mundo construído para compartir sus mundos conmigo.
Sigo siendo un pesimista contrariado por un hijo. Un hijo que no nació ni pesimista ni contrariado. Que trae su propia fecha y su propia historia. Que no le vio gracia a las moscas atrapadas por las arañas y que más bien prefirió sacarle acordes a la guitarra y ritmos a los tambores. Que dominó el balón con gracia. Que es un ser que actúa con nobleza, bondad y justicia.
Soy un pesimista contrariado por un afecto tan cercano, tan genuino, tan rebosante de bondad, de nobleza, de justicia.
A mis 36, después de vivir mis primeros cuatro entre la inconsciencia y la inocencia y el resto entre el pesimismo y la contrariedad, creo que soy un pesimista demalas.
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