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El acordeón imaginario

-¿E ecuchan? ¡Tenshión…! ¿Me cuchan? ¡A-t-e-n-c-i-ó-n! ¿Mescushan?- Argentina. Provincia de Buenos Aires. Tren que de Tigre conduce a Capital Federal. Recorrido de la Estación de Tigre a la Estación de Retiro. Un domingo cualquiera, en la tarde, casi la noche.

Un anciano de no menos de 80 años se sube al tren en alguna estación intermedia. Sus palabras son incomprensibles. Se quiere hacer oír pero nadie le presta atención. Lo viste una camisa blanca de botones abierta hasta el ombligo que está metido profundo, muy profundo, en el medio de las falsas costillas. Un pantalón andrajoso deshilachado hasta la pantorrilla, a la que la marcan unas cicatrices. Unos zapatos que parecen alpargatas. Se le asoman las uñas entre la suela y el cuero. Se sostiene con dificultad de los espaldares de los asientos. Súbitamente, parado en medio del corredor del vagón, separa un poco sus pies para ganar algo de estabilidad. Reclina su cuerpo hacia atrás. Empieza a gritar con la voz más fuerte que puede. Pero nadie le escucha. La ausencia de dientes no le permite pronunciar con claridad: “¿E ecuchan?…”. Sin más preámbulo, saca una oxidada armónica del bolsillo y la limpia con la manga de la camisa. Toma aire. Se pone la armónica en la boca. Se la quita. Mira alrededor para ver quién lo está mirando. Toma aire de nuevo. Vuelve a ubicar la armónica entre sus labios. En ese instante parece imposible que la pueda soplar y mucho menos, hacerla sonar. Mira de nuevo a la gente que mira a todos lados… menos a él. Cierra los ojos y espira con fuerza.

La armónica empieza a sonar, pero a él no lo convence su instrumento. Sostiene con la derecha su armónica en la boca y con izquierda simula un acordeón. Saca notas de música celta mientras danzan tenuemente sus rodillas en un ritual de guerra que sólo él comprende. La gente se va callando para darle eco al artista. Poco a poco ese fantasma que se subió al tren toma forma de gaitero imperial. Él sigue con los ojos cerrados, sigue danzando, sigue simulando su acordeón imaginario. Su pelo canoso ondula al vaivén de las notas. Ahora sólo suena su armónica, ahora sólo se le ve danzar. Todo el mundo sigue el compás de su acordeón imaginario. Las palmas uniformes del público espontáneo dan fondo de percusión a su melodía, hasta el ruido del tren sobre los rieles parece acompasar. Él es el centro de atención, todos lo escuchan, ahora su voz es clara aunque no hable, ahora su presencia es todo lo que invade ese vagón.

Se le ve sublime, hasta yergue su cuerpo, sigue su tonada con toda intensidad. Su acordeón imaginario abre y cierra, abre y cierra, abre y cierra. Él sigue con los ojos cerrados, con su boca sonriente y soplando. De vez en cuando alza un pie. Lo apoya pronto para no caer. El frenesí de la danza le llega la cadera y una mueca de dolor le hace recular.

Termina su tonada. Se apaga la música. Saca su armónica de la boca. Desnuda otra vez sus encías. Pide una colaboración, una moneda… Otra vez su voz se hace incomprensible. Todos vuelven a conversar, a mirar al paisaje, a ignorarlo otra vez. Otra vez se ve andrajoso, otra vez se inclina, otra vez camina con dificultad hacia la puerta de salida. Baja del vagón, en otra estación cualquiera. Se desvanece entre la multitud, con su caminar cansino se va, y ya a lo lejos, cuando él se pierde a pie, y yo me pierdo en ese tren, alcanzo a ver, colgándole del hombro, su acordeón imaginario… pesándole un montón.

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