Por Lorena Rivera Sotto
Terminó de tatuarle el nudo de ahorcado en las costillas y no tardó mucho en reconocer que había llevado dibujada esa rústica cuerda en su cuello durante largo tiempo, holgada, rozándole la piel, tal vez esperando el momento de tirarla para huir por fin. La soga que acababa de calcar en la piel de aquel larguirucho y atractivo muchacho se había quedado incrustada en su mente. Aunque Clara sabía que a la vida no se le desafiaba con un tatuaje incitante, la imagen se le instaló en su cabeza por varios días.
Refunfuñó indignada y cuando reparó en esto se rio, quizás un poco fuerte porque la señora de adelante volteó a verla sin disimulo. Fue la mirada de esa extraña mujer en la fila del supermercado la que la trajo de vuelta a la realidad para darse cuenta de que aún tenía unas diez personas delante de ella.
Había ido por unas cuantas cosas: leche, huevos y la arena de su gato, muy pocas para agarrar un carrito, algo de lo que pronto se arrepintió porque el dolor en su hombro le recordó la artritis que padecía desde hacía algunos años y que le pasaba cuentas cada vez que ponía peso a sus articulaciones. No solía quejarse, pero internamente acumulaba la impotencia de quien vive con un dolor crónico, soportable por los medicamentos, mas no lo suficientemente grave para ser considerado preocupante. Se había acostumbrado a pensar que su mierda no cumplía los estándares colombianos para ser considerada una verdadera mierda, y así pasaba sus días minimizando todo lo que le ocurría, incluso su artritis, porque “siempre hay gente peor”. Sí, una mierda.
Esa noche sintió que la soga le rozaba más el cuello. Se reprochó no haberle preguntado al muchacho por el significado que el tatuaje tenía para él. Permaneció en silencio un largo rato recostada en su cama junto a su gato, con el televisor encendido en cualquier canal y el mute activado, hasta que consiguió dormirse. La alarma de su celular la sacó del profundo sueño. Algunas veces fingía una sonrisa y agradecía por el nuevo día, pues por ahí había escuchado que el cerebro cree todo lo que se le dice.
Cada mañana se entregaba a los brazos mañosos de la rutina activando el piloto automático. Esquivaba las llamadas de su mamá y luego se sentía culpable de hacerlo. A veces, se dejaba tentar por las novedades de stock que le enviaba Félix por chat; usualmente pedía lo mismo, un poco de marihuana para consumirla a solas, no le apetecía hacerlo con amigos, y es que además no tenía muchos. Mickey era esa encantadora excepción que quebraba la monotonía. No había un solo día en que su gato no la sorprendiera con algún gesto que le hacía apretar los dientes y estrujarlo contra ella como poseída por la ternura. Su gato era una descarga de energía que la revivía y la liberaba de los desabridos instantes de su existencia.
Habían pasado varias semanas desde que tatuó la soga y ella seguía inquieta. Trató de enfocarse en su trabajo y durante días grabó trazos en distintas pieles. No tenía un estudio propio, sin embargo, su habilidad y experiencia le permitían tener un trabajo para pagar un pequeño apartaestudio cerca y, ante todo, la buena vida de su gato que para ella era su universo entero. No le preocupaba nada más desde que había renunciado a ser una ejemplar alumna de la vida: estudiar, trabajar, casarse, criar hijos, endeudarse para la casa y el carro. Había competido en esa carrera, pero la abandonó cuando años atrás se lanzó al trabajo independiente y se sintió libre del sistema, tenía la ilusión de dejar atrás sus frustraciones. No obstante, tras enterarse de su enfermedad autoinmune, se encontró sola y pagando arriendo, sin un lugar propio donde atrincherarse cuando su mierda se volviera mierda de verdad.
¿No sería acaso que la soga representaba más vida que muerte? ¿No era un lazo robusto que le recordaba la fragilidad de su existencia y también su insignificancia? ¿No era un pedazo de cabuya roído y débil que se rompería al menor intento de tensión? ¿No era una cuerda a la cual aferrarse para no caer? ¿No era una imagen cliché? ¿Y si volvía a la competencia? Todavía tenía el dorsal que, como la soga, estaba ahí acechante para ser lucido en cualquier momento en que quisiera reanudar la carrera que todos corren. Pero ella era desertora, se había rendido. En este mundo de ‘si yo puedo, tú también puedes’, no hay lugar para los desertores. O quizás, la soga y el dorsal eran lo mismo, estaban ahí adheridos a su existencia en forma de metáfora, marchando con ella cada día.
—¿Ha estado llorando?
—No, mami —respondió Clara con tono enojado a la recurrente pregunta que su mamá le hacía cuando ella al fin le contestaba el teléfono.
— Es que tiene la voz como si hubiera estado llorando.
— No, solo es un poco de rinitis, estoy bien.
Su respuesta era sincera. Cuando Clara lloraba no buscaba a nadie ni respondía llamadas. ¡Ay, el llanto! Era tan propensa a él que nunca olvidó como uno de sus primeros novios le dijo una vez: “es que usted es muy ‘yuyita’, llora por todo, no se aguanta nada”. Pero Clara aguantaba todo con él, hasta que un día la golpeó y la agarró del pelo para sacarla arrastrada del apartamento, luego de romper una puerta y muchas de sus cosas, entre esas su teléfono, cuando intentó pedir ayuda. Hasta ahí ella aguantó y se dio cuenta de que el problema no era ser ‘yuyita’, sino haber tropezado con un violento desquiciado que casi la mata y al que el agente del CAI de Policía justificó cuando llegó al lugar y le dijo: “¿Pero usted qué le hizo, acaso le puso los cachos?”.
Sí, Clara lloraba mucho, a veces sin razón o ¿qué razón hay que tener para llorar harto o poco? Clara se había hecho tan cómplice del llanto que incluso lloraba de placer, lloraba luego de cada orgasmo, cuando se masturbaba o cuando estaba con Pablo. Ese llanto siempre la confundía porque era profundo en sensación y recatado en expresión. Cuando estaba sola y alcanzaba el clímax le gustaba llorar atacada, como sin consuelo, llorar la liberaba de un peso invisible. Trató sin éxito de reconciliarse con su llanto para finalmente reconocerse como toda una ‘yuyita’, aunque le molestaba que su mamá creyera que el llanto no era más que la expresión de una evidente fragilidad y la considerara el lunarcito que opacaba la brillante camada de sus retoños, porque era la mujer que se quedó niña y deambulaba indefensa por la vida sin encontrar el camino, porque había que guiarla, protegerla y, ante todo, porque tenía que ‘encomendarse a la Virgen’ para que todos sus problemas se resolvieran.
“¿Y si de verdad soy una niña en mi cabeza que vive en el cuerpo de una mujer de casi 40? ¿Qué es ser una mujer madura? Perdí en el juego de las proyecciones y no sé todavía si para bien o para mal. Cuando era niña nunca imaginé atravesar esta edad sin haber hecho ‘lo que correspondía’. Aunque las veces en que la llamita de la independencia se aviva en mí me siento muy segura de mi pasión por tatuar, de golpe viene un ventarrón aplastante para dejarme solo un reflejo inservible de una mujer atrapada en un laberinto rutinario sin sentido. Es terrible venir a esta vida sin pedirlo y pasar por ella sin haber tenido claro qué se quiere hacer aquí. La vida es un acertijo, un nudo que se desata por partes y se vuelve a enredar. Una carrera que nunca termina, donde algunos obtienen la medalla de oro y otros ni siquiera una de finisher, como yo”.
Eran las cinco de la tarde cuando salió del estudio, quería llegar rápido a casa para arruncharse con Mickey y ver alguna película, pero recordó su cita con Marcia, había quedado de encontrarse con ella en un café por la zona. No quedaba bien inventar una excusa, la hora pactada estaba muy próxima. Aunque se obligó a ir, pensaba que socializar era un teatro insulso y más con el matachín que habitaba su cabeza en esos días.
Clara había elegido el lugar, distante solo unas seis cuadras del estudio. Llegó cinco minutos antes de lo acordado, encontró una mesa al fondo, lejos del bullicio y sacó de su mochila el libro que por esos días leía: ‘El peligro de estar cuerda’, de la periodista española Rosa Montero. Sabía que Marcia tardaría en llegar, siempre sucedía, así que pidió un Red Velvet y un café. El lugar le resultó tan acogedor que no tardó en meterse en las letras de Montero.
— Red Velvet y un americano. Aquí tiene, señorita.
Un brazo delgado cubierto totalmente con un blackout se extendió frente a ella con su orden. Enseguida alzó la mirada, no era el muchacho que había tatuado días atrás, pero por un instante le vino a su mente. Pensó que ella también podría ser merecedora de esas casualidades de la vida tan bien retratadas en novelas, cuentos, series y películas.
Al tiempo que bebía su café, iba armando una escena de un encuentro casual con el muchacho en ese lugar, era una creación cursi, como la de una película gringa de domingo en la tarde. Todo un lujo de producción rosa, fabricado por su experimentada mente-guionista. Quedó atrapada en ese instante, hasta que una llamada la sacó de la escena hollywoodense. Era Marcia. Le pedía que se vieran en otro café porque no había encontrado la dirección exacta de su punto de encuentro.
“Aish, Marcia”, susurró con algo de molestia porque no quería dejar el lugar, su escena rosa con el muchacho estaba en su mente pero ambientada en ese café y quería aferrarse a su ficción. El celular empezó a sonar de nuevo, ahora Marcia llamaba con insistencia. No terminó el café, pero sí el postre con dos grandes mordiscos y salió casi corriendo hasta donde su amiga. Cuando al fin se encontraron, continuó fantaseando.
—¿Y cómo vas con Pablo? —Marcia abandonó el monólogo de su ajetreo corporativo para, por fin, escuchar a su amiga.
—Pues, hablamos seguido. Todo bien. Pero me harté de poner mi vida en pausa cada vez que se va.
—Todo pasa por alguna razón. Confía y agradece.
¿Qué razón podía ser? ¿Confiar en la vida? ¿Agradecer qué? Clara detestaba las frases armadas de Marcia y que se ufanara de su espiritualidad, tal vez por ese mandato de transparencia y pulcritud moral con el que había sido criada en el que un mal pensamiento añadía una enorme carga pecaminosa a su alma y la condenaba al más profundo de los infiernos.
“¿Pero cuál infierno?, ¿no vivo uno acaso cuando recuerdo que algún día voy a morir y que mi gato también lo hará?, no sé si será antes o después. ¿Qué será de él si me voy primero? ¿Lo cuidarán igual? Desear la muerte para dar remedio a una realidad invivible y tener miedo de morir, ¡qué contradicción! ¿Dónde encuentro el sentido a este ‘prodigioso’ camino de la vida? No hay manuales, no hay interruptor, solo un camino trazado hacia una cúspide alabada por todos, una carrera atlética desmedida en la que al final nos vemos obligados a participar; me encuentro en punto de hidratación recobrando fuerzas para volver a la ruta trazada. ¿Y si tomo un atajo? No hay atajo, solo un camino alterno del que no sabemos nada más que especulaciones o certezas divinas fabricadas por las religiones. Aquel camino alterno me coquetea con la liberación, se ha aliado con la soga, ¿y si el número de mi dorsal corresponde a una carrera que se corre por ese camino alterno? Estoy pensando como si fuese una marioneta de un destino escrito por alguien. Si digo que yo escribo mi propio destino es muy de autoayuda barata. ¿Entonces qué hago? Quedarme inmóvil, dejando libre al copiloto de este cuerpo para que haga lo que se le dé la gana. Que no me moleste, que él se ocupe. No quiero cruzar la meta, ni anhelo ningún tipo de medalla, entonces acepto la verdad social de ser una mujer frustrada que fracasó en tener lo que los demás han logrado. Me estoy comparando de nuevo, ¡ash! Pero sí quiero tener todo aquello que viene con la medalla de oro, o por lo menos algunas cosas, un apartamento, por ejemplo, así sea una caja de fósforos, ¡Clara, son impagables! Recuerda que la vida siempre encuentra la forma de que seas esclava. No quiero agregar otro infierno a esto, ponerme a merced de un banco hasta desangrarme. Quizás esta vida se trata de superar infiernos como en los tableros oscuros de ‘Mario Bros’ donde se esquivan los fuegos y tortugas malvadas para luego enfrentarse a Koopa. Boba, mediocre, ¿acaso no puedes imaginar una metáfora mejor? ¡Esta vida es el mismo infierno! Bueno aquí va de nuevo la dramática, la llorona, la ‘yuyita’. Yo no quiero rescatar a nadie, ¿a mí quién me rescata? No quiero deberle nada a nadie, me rescato sola, me rescata mi gato, uno se va rescatando de a poco, no es un acto heroico, triunfal, culminante, es un maldito trabajo diario, auscultar cada pensamiento, cada tablero del infierno, hacer una disección y … ¿Y? Y no sabría cómo terminar el trabajo. Al final, Marcia tiene razón, ese trabajo interno es un proceso que no cualquiera está dispuesto hacer. Si don Alberto me hubiera enseñado que el infierno es uno mismo, en lugar de regañarme por no memorizar los Dones del Espíritu Santo para aprobar la catequesis y ser digna de recibir la Confirmación, todo sería distinto hoy”.
Cuando se preparaba para el primer tatuaje de la jornada, David le contó que había decido cerrar el estudio en diciembre para viajar a Portugal y radicarse allá. Tantas veces escuchó sobre sus planes sin concreción que la noticia la dejó perpleja. No tenía recursos para abrir su propio estudio y tampoco para comprar el de David.
Clara nunca había pensado en grande como piensan los emprendedores estrella, solo quería que la dejaran ser, vivir con lo necesario, disfrutar y estar tranquila. Sentía culpa por “no tener aspiraciones”. Hubo un tiempo en que lo intentó en serio, pero el infierno se abrió frente a ella. Pensó en su maestría, no en el pedazo de cartón enrollado que guardaba en un rincón de su closet, sino en los años que cursó en una universidad privada de Argentina por los que luego tuvo que rendirle cuentas al Icetex. La vida en Buenos Aires ¡qué desperdicio de oportunidad! Pasó muchos años allí, la mayoría de ellos estudiando y el resto sacándole jugo a ese diploma, trabajando con intensidad, siendo productiva como una máquina para enviar dinero y pagar ese crédito, sin dar un solo vistazo a su mundo interno. Fue un tiempo en el que atravesó los tableros diurnos de ‘Mario’, esos de nubecitas blancas y regordetas con montañitas verdes, esquivando solo los honguitos ‘malacarosos’.
En esa época no era consciente de su soga, que con el tiempo se fue haciendo visible, áspera y pesada, como la vida. Con el tiempo, sus recuerdos habían cobrado otro sentido, la aturdían con preguntas nuevas y más profundas.
—¿Me va a doler?
—Seguro que sí, un poco. Ya después te acostumbras.
El corazón le retumbaba tan fuerte a su clienta que Clara casi podía oírlo. Era su primer tatuaje y se había decidido por el icónico triángulo multicolor de Pink Floyd. A Clara le divirtió la escena porque la mujer no tenía aspecto de rockera. De cualquier modo, no tenía razones para juzgarla,en su caso ni siquiera cumplía con el estereotipo de una tatuadora. No le gustaba mostrar sus tatuajes y su vestimenta podía ser tan simplona que pasaba desapercibida en cualquier lugar. El único que tenía el mérito para ser exhibido era Mickey, su cara podía verse en el costado izquierdo del cuello de Clara.
“¿Y si también me tatúo el nudo de ahorcado en mis costillas o en la espalda?” se preguntó cuando avanzaba con la aguja marcando la piel virgen de su clienta, que daba ligeros saltos de dolor. Volvió a pensar en el muchacho y le enterneció la idea de que él fuera por la vida con una parte suya grabada en las costillas.
De pronto la asaltó un recuerdo. En uno de sus momentos más oscuros, cuando tuvo que pasar un par de días en el Hospital San Ignacio, su papá le regaló un libro sobre la decisión de ser feliz, de esos escritos como recetas de ayuda que abundan en las góndolas cercanas a las cajas de los supermercados. Se lo entregó poco después de aquella crisis. Su hermano menor también le regaló uno, el de Wayne Dyer, ‘Tus zonas erróneas’, que tal vez recordaba con mayor facilidad porque el título se asociaba más a aquello que está mal, en cambio, el de su papá hacía referencia a una palabra tan ambigua que le quedaba grande a su vida: felicidad.
Ese vocablo estaba únicamente reservado para Mickey, él representaba su idea de felicidad. No le gustaba decir que tenían una conexión especial porque creía que la frase estaba tan manoseada que evitaba usarla para describir la relación que tenía con su compañero felino. Felicidad era tomar el tinto en las mañanas con Mickey, sentados en el sofá rojo; felicidad era dormirse refugiada en su cálida cercanía; felicidad era contemplarlo por largos minutos detallando cada uno de sus movimientos, cada pedacito perfecto que componía su atigrado y esponjoso cuerpo; felicidad era sentir sus patitas amasadoras más analgésicas que cualquier otra pepa; felicidad era compartir lo cotidiano, reírse, amarlo, inventarle nombres graciosos, cuidarlo, jugar juntos, besuquearlo hasta que saliera corriendo; felicidad era sucumbir frente a él por la más hermosa y extasiante ternura que le producía. Felicidad era Mickey, a él no le quedaba grande esa palabra.
Cuando regresó a su casa esa noche, sacó una cerveza de la nevera y se sentó en el sofá junto a Mickey. Retomó la lectura del libro de Montero, la periodista describía suicidios de escritores reconocidos a lo largo de la historia.
Un rato después quiso buscar fotos de tatuajes en Instagram, quizás el muchacho había publicado alguna de su nudo. No tuvo suerte. De repente una notificación la distrajo, era un mensaje de Pablo en el que se alcanzaba a ver la frase:
“Clara, he estado pensando en que me gustaría verte pronto, y perdón si me autoinvito, pero…”.
Abrió el chat y se encontró con un largo párrafo en el que Pablo le comunicaba sus motivaciones para viajar a Bogotá en noviembre y pasar el fin de año con ella. Se quedó pensativa y sintió que una combinación de emociones la zarandeaban. No veía a Pablo desde que se despidieron en el aeropuerto de Lima, seis meses atrás; estaba enamorada de él, pero no quería perpetuar la situación de siempre, en la que de todos modos ella salía perdiendo: Pablo pasaba unos maravillosos meses de convivencia a su lado, luego volvía a irse. Ya estaba harta de ese juego, donde él era el alma libre y ella la prisionera. Aun así, quería verlo. ¿Iba a permitir que nuevamente Pablo comandara su vida? El carcelero regresaría solo por un tiempo, su mensaje lo advertía: “planeo quedarme unos meses contigo”.
Quiso evitar conversaciones difíciles con ella misma y continuó su rutina. David había publicado el anuncio de venta del estudio. “Estoy corto de tiempo si no lo vendo, lo arriendo. Podrías quedarte con el nuevo propietario, Clara, tu trabajo es muy bueno”. Ella solo asentía como resignada a lo que los días le trajeran, no quería sumar más expectativas. Lo que sí quería era sacar ese maldito nudo de ahorcado de su cabeza, confinar al muchacho de su territorio intangible y lúgubre.
Pensó en buscar trabajo en su profesión, a fin de cuentas, era una abogada con maestría, de inmediato desechó la idea, no volvería a traicionarse como lo hizo por tantos años, encasillada en un mundo que le era ajeno. La vida corporativa es una falacia: la hipocresía, los tacones, la cartera, el horario, el jefe, los compañeros. Detestable teatro, una función que no quería repetirse. Escribió en el grupo de chat de sus colegas que estaría disponible para trabajar a partir de diciembre, le saltaron varias ofertas, todas temporales, pero que le dieron algo de tranquilidad.
Avanzaba a ritmo moderado entre andenes desgastados de las calles de su barrio.
Con la misma frialdad que tú me das,
que me hace de ansiedad enloquecer,
voy a darle a tu invierno soledad,
una brisa glacial en cada anochecer…
Se metía a un parque, salía a la avenida, cruzaba andenes; esquivaba trabajadores, estudiantes y en las esquinas a los conductores impunes y hambrientos de los PARE. Todo al ritmo de ‘Escarcha’ de Lavoe. Así completaba seis kilómetros.
Quién lo imaginaría, una tatuadora que sale a correr con una playlist salsera. Las canciones de salsa con mensajes de tusa son increíbles, porque puedes estar en el pozo más oscuro, pero el corazón danza para regodearse en el repugnante lodo del desamor, pensaba.
Una noche notó que habían pasado dos días sin noticias de Pablo, solían escribirse diariamente, aunque no ese tipo de mensajes que se envían los enamorados. Sabía que él estaba en Chile desde hace unas semanas, había ido por trabajo y no era raro que se ausentara de su vida de un momento a otro.
Resignada, apagó su celular y se dedicó a contemplar a Mickey que descansaba en su cama. Sintió un escalofrío al recordar que debía hacer los arreglos en la Clínica Veterinaria para la operación, a su gato le habían encontrado una masita en el abdomen y tenían que extraerla por prevención. Uno de esos pensamientos catastróficos con los que lidiaba a diario la asaltó diciéndole que su gato moriría en la cirugía.
Cuando pensaba en un lugar seguro, siempre se imaginaba con Mickey sentada en su sofá rojo en medio de un campo verde intenso, tapizado con diminutas florecitas amarillas. Los dos eran libres y felices allí. Una imagen nada original, seguramente construida a partir de recuerdos de las praderas de Heidi en primavera o de algún otro muñeco animado de los 80, pero al fin y al cabo era una imagen a la que le gustaba acudir cuando buscaba momentos de paz.
“Solo somos tú y yo, siempre”, solía decirle a Mickey en sus momentos más nostálgicos, cuando el gato se acomodaba ronroneando entre sus piernas para transmitirle instantes de tranquilidad absoluta en una perfecta frecuencia de vibraciones. Si acaso el trabajo resultaba mal y no podía encontrar algo estable, ya lo tenía decidido, abandonaría el apartaestudio para arrendar una habitación. Ella no sería una desertora de la vida si la dejaban tranquila con su gato, si podían vivir sin el agobio de un sistema chupasangre y moralista.
Los días que siguieron los vivió con un maravilloso frenesí sexual. Había empezado a verse con un ejecutivo, un businessman que David le presentó un viernes que se fueron por un par de polas al terminar la jornada. El partido ideal para que su mamá se quedara tranquila y dejara de angustiarse sobre cómo se las arreglaría Clara en unos años “¿quién vería por ella?”. Se entregó a esa aventura por completo, sin pudor, incluso disfrutando la idea de sentir que le había cancelado la exclusividad a Pablo. Cuando estaba con el ejecutivo le gustaba pensar en el muchacho que tatuó, imaginaba su torso desnudo y ahí estampada su obra de arte como si cobrara vida y pudiera rozar con ella su cuerpo sudoroso. No pensaba en Pablo y tampoco lloraba tras un orgasmo, se sintió curada.
En algún momento llegó a pensar que tal vez podría surgir algo de aquella aventura, pero a medida que siguió viéndose con el businessman, desestimó esa posibilidad y cortaron.
— Clara, ¿usted por qué no deja de tatuar y se pone a hacer otra cosa? Montémonos un negocio juntas, yo pongo el capital. Invéntese algo para el próximo año.
La insistente invitación era de su hermana Daniela, apenas un par de años menor que ella. Clara la admiraba, era quien más la conocía y la única capaz de cantarle en la cara sus verdades sin reparo, era su cómplice y mejor amiga, merecía todo lo bueno que le sucedía. “Es que, Clara, usted llora hasta buscando una chancla”, solía decirle entre risas.
Daniela además la había ayudado en gran parte de sus proyectos académicos y de trabajo independiente. Sin duda, quería que Clara también encontrara su camino y por eso llevaba insistiéndole en la idea de crear un emprendimiento diferente que tal vez la alejara del ‘sombrío’ mundo del tattoo. Todo parecía indicar que los cambios llegarían y debía tomar una decisión, buscar otro trabajo, quedarse tatuando con el nuevo dueño del estudio o empezar de cero una idea patrocinada por su hermana. El Derecho no era una alternativa, hace mucho que se había apartado de ese ambiente que un buen tiempo la condenó a una existencia infeliz y acartonada.
Durante una semana estuvo abocada a la preparación de Mickey para la cirugía, que incluía varios exámenes médicos. Los resultados no fueron buenos, tuvo que adelantar la operación con urgencia. Sintió como su corazón se iba encogiendo y le hormigueaba la cara cuando el doctor se lo anunció. En ese instante quiso halar la soga. Mickey estaría más que bien en las manos de su hermana. Pero no podía hacerle eso a su compañero de vida, a su universo.
“No me quiero ir antes que Mickey porque creerá que lo abandoné. Pero mi vida sin él es una repetición insufrible de pequeños dramas, de existencia superflua, de sonrisas fingidas y de esfuerzos en vano”. “¡Es que su vida no puede depender de un gato!”, diría su mamá. “¿Entonces de quién? De mí, lo sé, pero yo quiero seguir mi viaje con él”.
La noche anterior a la cirugía no pudo dormir, con gran esfuerzo se puso los tenis y salió a correr muy temprano a ver si el running le ahogaba el llanto. Regresó a su casa agotada. Quiso tirarse a la cama y olvidarse de todo. Había hablado con David para tomarse el día libre. Llegó a la clínica con los ojos hinchados de llorar, se sentía más yuyita que nunca, minutos antes en su casa sostuvo una charla con Mickey en la que le recordó su amor infinito y el enorme miedo que sentía de que él la abandonara.
—Mickey no he tirado esta soga por ti, porque eres lo único real y bonito de mi vida. No te me vayas a ir.
Lo abrazó y el gato pareció corresponderle, se quedó quietico y ronroneando fuerte. Si su mamá hubiera visto esa escena seguramente le habría dicho que el gato no le entendía que para qué le decía todo eso. Nadie era testigo de sus largas conversaciones con Mickey. A ella le gustaba creer que sus pláticas nada tenían que ver con lo racional, sino con la correspondencia de un amor que no se puede medir con una vara humana. Verse en sus ojos, admirar la superioridad de sus sentidos, doblegarse ante su hermosura, descifrar sus maullidos, estremecerse de ternura con sus movimientos y deslumbrarse cada día con su sabiduría.
—Doctor, le entrego mi vida. Por favor, cuídela.
El veterinario la miró con compasión. Expresiones de ese tipo no le eran extrañas. Clara no era la única humana que consideraba a su mascota como miembro de su familia.
Sacó un pie de las cobijas y sintió que el frío le encalambraba los dedos, se encogió nuevamente. Luego de dar muchas vueltas se levantó y preparó un tinto que bebió rápido. Cubierta en varias capas de abrigo, se enrolló su bufanda de lana favorita y agarró trocha arriba. Eran las ocho de la mañana en Suesca. Conocía el recorrido, lo había hecho un par de veces con Pablo. Se trataba del camino hacia la antigua ruta del ferrocarril que, tras varias décadas sin funcionar, había quedado oculto por la agreste vegetación de la montaña, en el camino que comunica a Suesca con Nemocón. En la mitad del tramo había un mirador y allí, a varios metros, se elevaban unos rieles oxidados donde podía sentarse para ser espectadora de solo un trozo del imponente paisaje de la sabana. En ese mirador había conversado con Pablo sobre el suicidio y Camus, él había leído el Mito de Sísifo tiempo atrás y la charla giró largo rato sobre el tema. Se sentó a rumiar ese recuerdo que le producía una enorme nostalgia.
Hacía tres meses que vivía sin Mickey, no se había muerto de tristeza porque la vida sigue, como le dijo su mamá.
“¿Acaso la muerte es un castigo? ¿No es peor seguir respirando con el alma acongojada? Yo no quiero esperar que el dolor se me vuelva callo. Porque, aunque lo toque y no duela más, se va a sentir áspero y feo, como se está volviendo mi vida sin Mickey. No, mami, no me tienen que pasar las cosas más horrendas de la vida para querer irme de aquí”.
Clara había dejado de tatuar. Cuando David vendió el estudio dejó de contestar sus llamadas, faltó a citas con otros estudios de tatuajes y se aisló de su familia. Vivía en una habitación y su hermana le enviaba dinero para ayudar con los pocos gastos.
Ese día decidió irse a Suesca, al hostal que había compartido una vez con Pablo, a quien tampoco quiso ver más después de la muerte de Mickey, le cerró la puerta de su corazón al carcelero, agarró las llaves —que siempre habían estado a su alcance— y salió de la prisión. Por ahora viviría su pena en una única celda, en la del infinito dolor por Mickey.
“¿Dejarse morir por un gato? Dejarse morir porque la existencia pesa, porque el hastío de la rutina existe, porque escapar también es decidir, correr una carrera a mi modo, a mi ritmo, sin dorsal ni medalla, en silencio y en soledad, llevarme mi corazón yuyito para siempre a ningún lugar, porque no hay remedio ni consuelo”.
Pasó su mano sobre la soga, la sintió suave por primera vez, la acarició y la reconoció como el puente de conexión con la vida, porque la muerte es vida también. Alzó la vista, Mickey estaba en el sillón rojo acicalándose, la miró fijamente por tres segundos con la patica elevada y luego siguió en su tarea. Clara sonrió y se sentó junto a él, no estaban las diminutas flores amarillas, pero no le importó, por fin estaba ahí con Mickey, en ese su lugar seguro.
*Imágenes aportadas por la autora.
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