Servicios editorialesTalleres de creación literaria

Una canción

Por Mauricio Andrés Cabezas Gómez

Todas las noches a las 8, Sebastián y su mamá se sentaban frente al televisor a ver su programa de televisión favorito mientras cenaban. Era uno de aquellos programas donde un jurado compuesto por tres famosos buscaba personas con algún tipo de talento para posteriormente lanzarlas al estrellato. 

—Mijo, venga a comer. Ya va a comenzar el programa —gritaba la mamá casi todas las noches a eso de las 7:50 pm.

Sebastián sabía que tenían la cita siempre a esa hora, pero le gustaba oír la voz de su mamá llamándolo y recordándole que era momento de estar un tiempo juntos. 

—Usted debería ir a presentarse. Lleva la guitarra y canta una canción —le decía la mamá a Sebastián. 

—Sí, mamá, algún día lo haré. 

A pesar de que su mamá le decía esto todas las noches, Sebastián ya se había acostumbrado y le respondía siempre lo mismo. Mientras cenaban, comentaban el programa burlándose de concursantes que no tenían ningún tipo de talento y que, parecía, pasaban por allí solo para hacer el ridículo. A veces, también, se molestaban cuando no le daban el pase a la siguiente ronda a alguien que ellos consideraban bueno. Una hora después, Sebastián estaba de vuelta en su cuarto, mientras su mamá lavaba los platos y arreglaba la cocina. Esa era su rutina nocturna.

Un día cualquiera, en su lugar de trabajo, Sebastián recibió una llamada del Hospital Central. Su mamá había fallecido. Un infarto cuando departía con una vecina fue suficiente para quitarle la vida. A pesar de la prontitud con la que llegó la ambulancia y el tratamiento de los paramédicos, ya era tarde. Sebastián colgó la llamada y su mirada se perdió en el monitor de su computador. Estaba pasmado. No entendía qué había acabado de ocurrir. Sin darse cuenta en qué momento, comenzó a llorar. Sus compañeros de trabajo lo miraban extrañados sin saber el motivo por el cual él se encontraba así. Pasaron casi siete minutos hasta que Sebastián pudo articular cualquier palabra y comunicó la noticia. Recibió el pésame y abrazos de sus colegas, quienes le recomendaron que lo mejor era que se dirigiera al hospital. Sin saber cómo, pues no tuvo noción del trayecto, llegó allí.

—Lo lamento mucho —le dijo el médico que lo atendió—. Cuando la recibimos, ya no tenía signos vitales. El infarto fue fulminante. —Sebastián solo asentía, aún sin terminar de entender muy bien lo que estaba pasando—. Acompáñame, tenemos que llenar algunos papeles. —Sebastián y el doctor se dirigieron al balcón donde una enfermera se encargó de pasarle una serie de formularios a Sebastián, mientras le explicaba cómo debía diligenciarlos. Una vez terminó, le devolvió los papeles a la enfermera. 

—¿Puedo verla? —preguntó Sebastián. 

—Sí, solo déjame confirmar con la morgue —respondió la enfermera.

El encargado de la morgue lo guio hasta el cuerpo que estaba cubierto con una sábana blanca y destapó cabeza y hombros. Los ojos de Sebastián se llenaron de lágrimas una vez más, pero contuvo el llanto. 

—Te amo, mamita —atinó a decir.

 A pesar de su palidez, la cara de la mamá reflejaba tranquilidad. Era como si estuviera durmiendo una siesta. Este pensamiento tranquilizó de alguna manera a Sebastián. Le dio un beso en la frente, la miró por última vez y salió de la morgue. Una vez más, el trayecto a casa fue vacío.

Al abrir la puerta de la casa sintió un silencio sepulcral que nunca antes había sentido, pues el “hola hijo, ¿cómo te fue?” de su madre siempre lo recibía. Lloró una vez más mientras cerraba la puerta. Se dirigió al cuarto de su mamá y, parado bajo el marco de la puerta, lo observó detenidamente. Sabía que tenía esa tarea insoportable de tener que organizar sus cosas, elegir qué quería y podía guardar y qué tenía que desechar para siempre. Se sintió abatido, por lo que fue hasta su cuarto y se acostó en su cama; pero el sueño simplemente no llegaba. En su mente solo estaba la imagen de su mamá y los recuerdos de los momentos vividos con ella. Sin saber cuándo, finalmente se durmió.

—Mijo, ¿cuándo va a ir al programa? Debería presentarse. Usted tiene talento.

 Sebastián despertó en medio de la noche e inmediatamente sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Había dejado de llorar en algún momento? Tal vez no. Recordó el deseo de su madre y prometió que lo cumpliría. De alguna manera logró conciliar el sueño de nuevo.

Despertó al día siguiente y sintió la falta del olor a café recién preparado por su mamá. Era un día de hacer trámites en el hospital y en la funeraria. Su mamá siempre manifestó el deseo de ser cremada para no tener que darle el trabajo de ir a visitarla a un cementerio. En alguna ocasión le pidió que mantuviera las cenizas en algún rincón escondido de la casa, fuera del alcance de la vista de futuros visitantes. Y Sebastián así lo haría. Hubo una ceremonia sencilla a la cual asistieron algunos compañeros de trabajo de Sebastián y unas pocas vecinas con las que se podía decir que su mamá mantenía una amistad. El cofre fue llevado hasta el cementerio donde sería cremada. Las cenizas le serían entregadas al día siguiente.

Sebastián no quería tomar días libres en el trabajo; pero su jefe de alguna manera lo obligó, ya que pensó que sería lo mejor para él. Sebastián, en la soledad de su casa, deambulaba por ella pasando constantemente por el cuarto de su mamá, deteniéndose a veces en la entrada; aunque sin dar un paso más allá del marco de la puerta. No había entrado desde que su madre murió. Durante esos pocos días, Sebastián perdió la noción del tiempo. Comía muy poco y dormía donde el sueño lo atacara: en su cama, en el sofá, en una silla del comedor.

La noche antes de volver al trabajo, Sebastián sintió la necesidad de retomar su vida y su horario de costumbre, por lo que decidió dormir en su cuarto. Mientras organizaba la ropa y la maleta del trabajo para el día siguiente, reparó en su guitarra, la tomó, se sentó al borde de la cama y tocó algunos acordes. 

—Cómo quisiera que tú vivieras… —Sus ojos, una vez más, se llenaron de lágrimas. Dejó la guitarra a un lado, terminó de organizar sus cosas y se forzó a dormir. Solo después de dos horas de darle vueltas a la cama, logró conciliar el sueño.

Los días siguientes fueron más duros de lo que él imaginaba. Llegar a casa y no contar con el habitual beso y las caricias de su madre lo destrozaban. No sabía si en algún momento podría llegar a acostumbrarse a su nueva vida de soledad. Eran solo él y su mamá. El único consuelo que encontraba era en su guitarra y la práctica de la canción que le dedicaría a su mamá cuando el momento fuera el adecuado. 

—Cómo quisiera que tú vivieras… que tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca y estar mirándolos… —sollozaba en la mayoría de las noches hasta dormir.

Tal vez fue un par de meses después de la muerte de su mamá que Sebastián vio el anuncio que estaba esperando. El concurso de talento que veía en la televisión con su mamá llegaba a su ciudad. Las inscripciones eran en línea y cualquier persona que considerase que tenía algún tipo de talento podía inscribirse. Claro, un casting previo era hecho para poder presentarse frente a los jueces. Sebastián llenó el formulario colocando en el espacio de “Talento” la opción “Cantar”. Tendría otro par de meses para practicar su canción. Y así lo haría. Todas las tardes, al llegar a su casa, iba directo a su cuarto y practicaba la canción. 

—Tú eres la tristeza, ay, de mis ojos… que lloran en silencio por tu amor…

Llegó el gran día. Su inscripción había sido aceptada y tenía que presentarse a las 8 de la mañana en el auditorio municipal para el casting previo en el cual avanzó sin mayor inconveniente. Eran más de 3.000 participantes y, a pesar de haber llegado temprano, su presentación frente al jurado, y frente a las cámaras de televisión, sería hacia las 4 de la tarde de ese mismo día. Tuvo suerte considerando que hubo gente que fue citada hasta dos días después de haber pasado el casting previo. Se quedó en el auditorio a la espera de la hora señalada, la verdad no tenía donde más ir.  Ni logró comer de los nervios que sentía. 

A las 4:07 de la tarde, una mujer con un chaleco negro, grandes audífonos y un radio comunicador entró a la sala donde estaban los concursantes que aún se presentarían ese día y mirando la lista que tenía en la mano dijo: 

—Sebastián Páez, eres el siguiente. 

Sebastián se levantó, cerró los ojos dos segundos, respiró profundo y tomó su guitarra. Siguió a la mujer hasta la sala donde estaban los jueces, se paró frente a ellos y se presentó estando un poco nervioso. Procedió, entonces, a entonar las notas en su guitarra. Mientras cantaba sintió que el público y los jueces desaparecían y quedaba solo su madre que lo observaba desde un asiento ubicado justo en la mitad de la platea alta. Sebastián cantó su canción completa, no solo un fragmento como lo hicieron otros concursantes, y antes de que los jueces pudieran decir cualquier cosa, abrazó su guitarra y salió del salón de audiciones con los ojos llenos de lágrimas. Cruzó la sala donde había esperado horas, llegó a la recepción del edificio, abrió las puertas y salió a la calle. El cielo estaba completamente despejado y el sol del atardecer golpeó su cara mientras una leve brisa acariciaba su rostro. Tuvo una sensación de tranquilidad y sintió que de ahí en adelante todo iba a estar bien.

*Imagen tomada de Pixabay.

Comment here