Por Pia Castro
Ha pasado un poco más de cinco años desde la vez que escribí aquella frase en la libreta de apuntes de la clase de diseño evolutivo del diplomado en plantas medicinales del territorio andino: “Tengo la intención de compartir el aprendizaje de mi proceso de sanación con las personas que lo necesiten y lo quieran”. En ese momento, parecía ser un requisito más para el ejercicio de la clase; pero, ahora que lo pienso mejor, era un verdadero camino, uno que estaba impulsado por tres años de vivir con una dolencia que me llevó a buscar alternativas a la medicina alopática y a encontrar un balance a pesar del diagnóstico que me había dado el médico. ¿Cómo no querer compartir todo eso que había descubierto con otras personas que, como yo, han atravesado días de intenso dolor y han cargado el peso de la frase “no tiene cura”?
Después de escribir esta intención, pasaron meses en los que no la tenía muy presente, fue un año de muchos movimientos, de viajes reveladores; uno de esos fue mi viaje a Nuquí en el departamento del Chocó, en Colombia, pues allí conocí a Andrés Velasco, un documentalista que sería la conexión para mi siguiente viaje revelador: mi primer viaje a Putumayo. Luego de ver su documental acerca de las mujeres artesanas del Valle de Sibundoy, sentí el llamado de ese lugar lejano y misterioso para mí en ese entonces. Unos meses después, estaba allí, conociendo a las mujeres que vi a través de esa pantalla en el centro cultural de Arusí, sumergiéndome entre el tejido, la medicina ancestral y las plantas medicinales.
Pero antes de re visitar las memorias de esos viajes reveladores, debería regresar en el tiempo al viernes 19 de agosto de 2016 para hablar del comienzo del recorrido que me traería hasta acá. Para hablar de una de las cosas más íntimas para mí:
Ese día se manifestó una compañera inesperada, hizo su aparición en mi vida con una inflamación monumental en mi rodilla derecha, la acompañaba un dolor que se extendía desde mi tobillo derecho hasta el hombro del mismo lado. Ese día ella y yo salimos corriendo a urgencias, aún no sabía quién era, ni cuáles eran sus intenciones; varios exámenes y diagnósticos después, el médico me la presentó formalmente, era una enfermedad autoinmune a la que le dieron el nombre de espondilitis anquilosante. Venía acompañada de un recetario de ocho diferentes medicamentos que debería empezar a tomar de por vida; porque ella, según la ciencia, llega a tu vida para quedarse, para deteriorar poco a poco tu existencia. Pero según mi corazón, su presencia era pasajera, era más bien una etapa, o quizás, ¿una maestra? Sí, una maestra, así me gusta llamarla, porque sin su presencia en mi vida quizás no sabría las cosas que sé hoy de mí, tampoco de remedios naturales, ni de viajes en el tiempo al pasado para sanar el presente, ni de viajes astrales para hacer terapia con tecnologías que la ciencia no aprueba.
Desde su aparición me vi envuelta en una serie de situaciones intentando liberarme de ella, como ir a la médica bioenergética y pasar un poco más de dos horas cada semana en su consultorio recibiendo un suero mágico junto con las goticas homeopáticas que llevaba para tomar a diario en mi botella de agua. Allí cantaba toda una sinfonía al sentir las agujas de la terapia neural.
Terminé con una colección de libros de medicina funcional que me dio grandes herramientas, aunque si las tratara de aplicar todas al mismo tiempo en este momento sería imposible sostenerlas.
También navegué por diferentes dietas, aprendí a nutrir mi cuerpo con los colores de la naturaleza, porque cada color alivia un dolor.
Dejé atrás el tinte para el pelo, el bloqueador solar convencional, le dije adiós al champú y el jabón comerciales, y empecé a seguir fielmente el lema de: “No te pongas en tu piel o tu pelo algo que no te comerías, tu hígado te lo va a agradecer”. Todo lo que nos untamos va a parar a nuestro hígado, ese órgano maravilloso que filtra todas las toxinas. Con todos estos cambios quería darle una ayuda extra y reducir la inflamación, !ay, la inflamación! Una amiga que hace más intenso tu dolor y que el peso fluctúe más de lo normal y la apariencia que solías ver en el espejo se esconda tras de ella.
Un día de crisis en el que mi rodilla se volvió a inflamar, después de mucho tiempo de estar en su estado natural, puse a prueba mi aprendizaje en plantas medicinales y me preparé una bebida antiinflamatoria a base de caléndula, cúrcuma y pimienta que al tomarla tres veces al día me dio una respuesta en muy poco tiempo, era como hacer magia, pero esta magia no la hacían solamente las plantas: también la hacía yo a medida que reconocía mis emociones y les daba su lugar, cuando escuchaba a mi cuerpo cansado y le daba reposo, cuando fui consciente de que ocho horas de sueño eran parte de la medicina que le daba tranquilidad a mi gran maestra; empecé a notar que ella estaba ahí para mostrarme el dolor, el trauma, los vacíos y las emociones que fui guardando poco a poco en mi pozo interior que no sabía cómo filtrar, hasta que un día se rebosó y en medio de la crisis aprendí a filtrarlo con atención y cuidado, sumergiéndome en lo más profundo, atravesando la oscuridad, mi propia oscuridad, navegando la tristeza, drenando con el llanto y la escritura la ira contenida, transformando el enojo en combustible para seguir imaginando un futuro mejor.
Un futuro que sin saberlo empecé a tejer desde ese viaje revelador por primera vez al Putumayo, el lugar donde la medicina ancestral y yo nos conocimos. Este departamento que me volvió a llamar por segunda vez años más tarde para co crear con las mujeres artesanas del bajo Putumayo con quienes no solo intercambiamos saberes, sino también la medicina que habita en cada una de nosotras: la ternura, la resiliencia, la esperanza. A su vez, la selva me acogió con su calor y su humedad implacables, me acompañó en un año introspectivo en el que navegué a lo más profundo de mi ser, y viajé por el mundo espiritual de la mano del Yagé, una bebida que limpia el dolor, que te muestra tus sombras con figuras y colores y que con su tecnología logra reconfigurar la manera en la que ves el mundo. También fui sostenida por dos plantas maestras: la hoja de coca y el tabaco.
¡Ah!, y también por el amor de mi compañero de vida y aventuras, quien desde el día uno de la aparición de mi maestra, ha vivido conmigo el minuto a minuto de esta experiencia; sin su apoyo y sus cuidados esta historia tendría un poco más de oscuridad. Porque los vínculos que he cultivado con las personas de mi círculo más cercano han sido una medicina poderosa, una que me ha liberado de la necesidad de huir ante la primera diferencia, que me ha enseñado que no puedo lidiar con todo sola y que cuando hay una red de apoyo es más fácil callar a la impostora, a quien le encanta usar a mi maestra para decirme que no haga esto o aquello porque en algún momento los síntomas volverán y no podré continuar.
Un año después de vivir en la selva y después de atravesar una de las carreteras más surreales de Colombia con mis cosas en un camión y mucha esperanza, volví al alto Putumayo, al Valle de Sibundoy, el valle medicinal. Volví a reencontrarme con la montaña, con el aire frío del páramo. Vine a sanar con los sonidos andinos y con el soplo de un gran amigo, así como con las conversaciones que se entrelazan con el tejido Kamentsá. Vine a recibir el abrazo de las sabias y a hacer posible que otras personas también lo reciban por medio de una ruana, de una experiencia, de un compartir. Porque después de recorrer diferentes senderos, he empezado a recorrer el camino de la frase que escribí aquella vez, esa intención de compartir lo que me ha ayudado a encontrar equilibrio.
Fue mientras trabajaba en campo con mujeres, apoyando creativamente sus proyectos de artesanía, que fui consciente del poder que tienen estos espacios que, más allá de la productividad y los intereses institucionales, eran una suerte de grupo de apoyo donde hacíamos catarsis, donde a medida que pasaba el tiempo, estábamos más abiertas para sacar una parte de todo eso que nos pesaba. Todo esto generó en mí la inquietud de cómo oxigenar esos espacios, aunque de cierta forma ya lo estaba haciendo. Después de investigar un poco, me di cuenta de que mi enfoque iba más por el lado de la sostenibilidad emocional y que las aliadas que tenía eran la naturaleza y la creatividad. Dentro de las opciones que tenía en mente para adquirir nuevas herramientas y nutrir la metodología que ya estaba llevando a la acción, había una con la que conecté bastante: los baños de bosque o terapia forestal, una práctica de bienestar que consiste en tener inmersiones conscientes y guiadas por la naturaleza para recibir sus beneficios en la salud. No dudé mucho en empezar el proceso de certificación, porque no solo apoyaría mi proyecto sino también mi proceso personal. Treinta y seis semanas y varias prácticas después, me certifiqué y empecé —contra todo mal pronóstico de mi impostora— mi proyecto de bienestar: Sur-Ritual, que está dando sus primeros pasos y en su primera “recarga surenatural” (un fin de semana en Sibundoy, Putumayo, para armonizarse y recibir una recarga de energía natural) me dio una de las señales más poderosas para continuar este camino: que una de las personas participantes lograra dormir ocho horas seguidas el lunes siguiente a la experiencia, después de no hacerlo por más de cuatro horas desde hace bastante tiempo.
Con esta experiencia recordé que pasé de tomar ocho medicamentos diarios a cero en un periodo de casi dos años. Esto se lo debo, en gran parte, a todo lo que hice paralelamente a mi tratamiento médico convencional. A medida que fui conociendo mejor a mi maestra y entendiendo su presencia, los exámenes médicos mostraban una gran mejoría. El reumatólogo no pudo afirmar que ella se había ido para siempre; dijo algo así como: “Está de vacaciones o quizás dormida”. Hasta el día de hoy sigue allá, donde sea que esté, aunque a veces me llama para recordarme que no me tome la vida tan en serio y que me relaje. Con esto no digo que esté curada, pero sí que vivo con menos dolor y que las manifestaciones de mi maestra están bajo control.
Hoy, más que nunca, veo con claridad las raíces fuertes de este camino y cómo su crecimiento ha sido sostenido por quienes me han acompañado en este recorrido, por la naturaleza y por la confianza que algunas personas han depositado en mis creaciones.
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