Por Lorena Rivera Sotto
Aquella noche de 1986 le pareció que el enorme patio gris de su casa se iba deformando, convirtiéndose en un tétrico calabozo cercado por bloques de cemento que parecían derretirse y crear una masa amorfa que amenazaba con devorarlo. Se vio a sí mismo paralizado frente a esa rara visión. Un aire denso le golpeaba la cara, algo le quemaba el pecho, subía lentamente hasta su garganta y le reprimía el llanto.
Siguió contemplando la escena absorto, con la mirada fija en la hoja de papel que aún tenía un poco de brillo, el blanco inmaculado del algodón había desaparecido al mezclarse con algún repugnante líquido y, entre el sol y la casita, las hormigas habían formado un camino para devorar aquel banquete dulzón.
Su obra yacía entre residuos, despreciada, olvidada, condenada a desaparecer entre todo aquello que ya no sirve y dejará de existir en medio de restos y olores que conjugados formaban una mezcla asquerosa de basura. La oscuridad de esa noche parecía señalarlo culpable de pintar un dibujo y decorarlo con azúcar y algodón.
El tiempo que permaneció en el patio de su casa contemplando el cesto de basura, poseído por esa rara visión, le pareció eterno. Pablo tenía once años y esa noche sintió que por primera vez le rompían el corazón. ¿Cómo tuvo la osadía de pintar semejante mamarracho para ella que lo merecía todo? Se guardó para siempre en su cabeza el dolor, la confusión y la culpa de ese momento aterrador.
***
Treinta y seis años después, volvió a encontrarse inmóvil ante una caneca de basura y removió aquel recuerdo de su infancia. No hizo mucho ruido al caer, pero en medio de la soledad de la calle pareció que arrojaba un ladrillo. Esta vez era consciente de todo. Esta vez fue él quien desechaba algo valioso, tiraba a un basurero de la esquina de su apartamento el libro que Leti le había regalado un año antes con una tierna pero mesurada dedicatoria. Lo condenaba a un destino putrefacto como castigándola a ella. Nunca imaginó que le resultaría fácil deshacerse de aquel tesoro, el impulso del enojo fue el artífice de todo. Dio media vuelta y caminó de regreso, sintiéndose finalmente como el desecho que habitaba esa caneca pública.
Caminó unas cuantas cuadras hasta el parque, el peso de sus lágrimas contenidas le pareció insoportable, entonces, se dejó caer en una banca para al fin liberarlas. Era una mañana de sábado cualquiera, de aquellas en que la rutina parece guionada. Le molestó la cotidianidad ajena a su desgracia. Hombres y mujeres de distintas edades trotaban alrededor del lugar, otros, paseaban sus perros. Cada detalle de esa escena normal le incomodaba. Estaba irascible. La partida de Leti lo había vuelto a desequilibrar. Ella, en cambio, parecía disfrutar el tomar distancia de su vida.
“Te veo en un par de días”, le dijo aquella tarde con la mirada altiva y una voz firme, seca, indiferente. Él, en cambio, se quebró cuando se abrazaron para despedirse en aquella esquina. Como pudo, retuvo la erupción de una lava viscosa de dolor que le quemaba la garganta.
Esperó impaciente a que ella volteara para encontrarse con su mirada enlagunada. La vio irse en un caminar pausado y con un aire victorioso, como si nada le preocupara, como si nada le estrujara el corazón. Cuando aún podía divisar su pelo suelto, sintió una ínfima esperanza de que ella girara para verlo y, así, con una simple mirada, le dijera que también le costaban las despedidas y que sentiría nostalgia por los próximos días que pasarían sin verse. No lo hizo, Leticia solo siguió avanzando por el andén, hasta que la calle quedó inmensamente desierta para él.
Sintió pena de sí mismo, como si su amor por ella fuese aquel paisaje de dulce y algodón que desechaban una y otra vez. Ahogado en llanto cruzó la calle. “Sí, los hombres también lloramos, hijujeputaquémiraaa”, imaginó que respondería de esa forma a quien se atreviera a dedicarle, aunque fuera por unos segundos, una mirada de asombro o de lástima.
La evasiva Leti le había asestado un nuevo golpe. A pesar de que lo había visto venir, tenía el presentimiento de que esta ausencia sería definitiva, su intuición le desgarraba el pecho a gritos diciéndole que no serían sólo “un par de días”.
La campana del carrito de helados lo sobresaltó, el vendedor pasó a su lado y vaciló por un momento para ofrecerle algo, pero al descubrir su llanto se alejó. “Pensaría que estoy drogado”, se dijo. Los corredores habían abandonado el parque; la mañana avanzaba con su tradicional rutina, inalterable para quienes frecuentaban el lugar, menos para él que tenía un infierno devorando su cuerpo. Invadido por una sensación de hartazgo, se alejó de allí.
***
Leticia daba pasos desorientados tratando de llevar el compás de la música, ambos reían. Sonaban las trompetas de “El día de mi suerte” y tarareaban el drama logrado en ese clásico salsero; un drama ajeno para ese instante de felicidad en la noche del último 31 de diciembre que pasaron juntos. Pablo buscó desesperado en su mente aquel recuerdo como una medida para sortear su pena, para decirse que él también había sido feliz, que no todo era tristeza y lamento.
Le indignó el mensaje que ella acababa de enviarle, Leti se reportaba sin novedad; pero también sin una sola palabra amorosa. Él sobrepensaba y lloraba, volvía a leer el chat, las frases frías y distantes de Leti parecían un telegrama.
A la mañana siguiente, tras enfrentarse a un rostro disfrazado de ojeras, se entregó a la rutina comandada por un tráfico sofocante, nada nuevo, solo su dolor, que a decir verdad tampoco era una novedad. Puso algo de música para hacer llevadero no el trayecto, sino su existencia. Llegó a la oficina con media hora de retraso, pero nadie lo notó. Mily le llevó café cargado y sin azúcar, y con su acento caribeño que destacaba en aquella fría mañana le contó que había ciclovía nocturna. “¡Vamos!”, dijo con emoción. Él movió la cabeza y sonrió como agradeciéndóle el café.
Su compañera parecía vivir en estado de felicidad permanente y no era que solo le sucedieran cosas buenas, no. Mily, era una habladora incontrolable, no se guardaba ni dichas ni penas, siempre estaba sonriente, una entusiasta genuina de la vida, él quería ser como ella.
Ese día perdió la cuenta de las veces que en vano revisó su celular en busca de alguna señal de Leti. A Pablo no le interesaban mucho las redes sociales, a duras penas usaba Whatsapp. “Un bicho raro en pleno 2023, aunque algún perfil falso debe tener por ahí”, solían decirle sus compañeros.
Procrastinó toda la jornada, lidiando con la ansiedad que le impidió redactar los copys para las campañas del nuevo cliente y responder los mensajes urgentes. Solo encendió el computador y dejó abierta la bandeja del Outlook para revisarla de vez en cuando.
Sus compañeros tenían razón, él tenía un perfil falso en Twitter. “Hace frío sin ti, pero se vive”, escribió los caracteres de la frase que pertenece a un poema del salvadoreño Roque Dalton. ¿Qué clase de alivio buscaba publicando letras ajenas?, se cuestionó. Aun así, no se atrevió a borrar el tuit.
La incertidumbre le atravesaba todo el cuerpo y se le iba amañando como si se tratara de una gran obra de ingeniería, sólida e imposible de remover. Quería saber de Leti, qué hacía, qué comía, si sonreía, si estaba contenta, qué lugares nuevos o personas conocía, si pensaba en él. Tenía sus propias respuestas, pero quería escuchar las de ella. No había caso, Leticia podía ser feliz con o sin él, la frase de Dalton se le acomodaba más a ella. “En un par de días” regresaría, le había dicho. Pero la maldita melancolía arruinaba cada segundo de sus días en espera.
Llevaba tres años sometido a la cruel intermitencia de la mujer que más había amado en su vida. Un régimen en el que no podía exigir o preguntar, un estado en el que sentir celos no estaba permitido y tomarse de la mano en público era una hermosa fantasía que habitaba solo en su cabeza de enamorado.
Con la ilusión de extraer el veneno de sus pensamientos, la mañana después de esa insoportable jornada en la oficina alistó su bicicleta de ruta y salió a rodar por la sabana. El aire frío de las primeras horas del día congelaba su cara y casi lo hace desistir. Pero había leído por ahí que la actividad física ayudaba a sanar corazones rotos. Mientras pedaleaba y se cruzaba con otros ciclistas solitarios, imaginaba para cada uno las más ocurrentes historias de desamor, todas peores que la suya. Quería darse algo de alivio, porque a fin de cuentas su corazón no estaba roto, estaba agrietado y en pausa, en un eterno limbo que amagaba con quebrarlo.
El intercambio de piñones, la respiración, las pulsaciones que aumentaban y el sudor que le empapaba el pecho espantaron por un rato la imagen de Leticia en su cabeza. Tenía las piernas oxidadas, llevaba meses sin tocar el asfalto en dos ruedas y de repente se había lanzado a lo que en otros tiempos no sería una hazaña para él: rodar desde su casa los 80 kilómetros de la Vuelta a la Sabana, para acabar en el Alto de Patios con sus rodillas magulladas y el corazón a punto de romperse, no precisamente por una pena de amor, sino por la altura. El esfuerzo había valido la pena. Se sintió victorioso tras terminar la ruta, un efecto placebo, pensó. Aun así, se premió con una cerveza.
***
Leticia le había escrito algunas veces en los tres días que ya habían pasado, los mensajes tenían el acostumbrado tono cordial y escueto, sin asomos de ternura. Le contaba lo necesario: que Nuquí era hermoso, un fascinante lugar en el pacífico, que hacía caminatas sola y que se hospedaba en un hostal. Pero él esperaba más, una anécdota, una foto, un ‘te extraño’, algo que le permitiera arraigar su sentimiento.
“¡Son solo un par de días!”, él mismo le había comprado el tiquete de ida cuando ella le pidió el favor de hacerlo. “¿Cómo hago para convencerme de que volveré a verla atravesando la puerta de mi apartamento?”.
Cuando tomaba el primer sorbo de cerveza recordó con nostalgia las veces que había estado con ella en ese mismo bar del barrio, un lugar modesto, adornado por los rostros de grandes personajes de la salsa y del rock junto a discos de vinilos pegados en la pared. Ella no solía escribirle de noche y él prácticamente se ataba las manos para tampoco hacerlo. Le parecía sospechoso, pero, como siempre, se guardaba su incertidumbre, su desconfianza y su dolor, que al final mutaban en pensamientos tan extraños y variados como las combinaciones de los géneros musicales del bar: Celia Cruz junto a Kurt Cobain, el Gran Combo de Puerto Rico junto a Guns N’ Roses. Poco le importaba la coherencia en esos momentos si su misma vida no la tenía.
La semana avanzaba parsimoniosa, como deleitándose con la desazón de Pablo. La última vez que cruzó mensajes con Leti discutieron, al fin se atrevió a reclamarle por su acotado lenguaje y dosificada comunicación. Cuando por fin llegó el anhelado día del regreso, no encontró motivos para estar contento, Leticia llevaba dos días castigándolo nuevamente con un silencio absoluto y había apagado su celular. Pero él guardaba la esperanza de su retorno. Se despertó muy temprano para esperarla en el aeropuerto, pidió permiso en el trabajo y comenzaba a alistarse cuando vio un mensaje en su celular. Era ella quien le ‘notificaba’ sobre el cambio del vuelo porque había decidido quedarse dos semanas más.
No sabía cómo esquivar el torrente de preguntas que su cabeza le lanzaba, no sabía cómo contener el llanto, cómo retener el dolor, la impotencia, cómo manejar el drama en que se había convertido su vida, un acto deplorable de un teatro donde él seguía interpretando un papel secundario, olvidaba sus líneas, improvisaba y quedaba en ridículo.
Un par de horas después se embutió en un transmilenio porque no se sintió capaz de conducir hasta la oficina y había acordado con su jefe que regresaría después del mediodía. Sus 1.87 de estatura le favorecieron para no desfallecer ante el sofoco de un espacio abarrotado de personas, sonidos y olores. Ante la imposibilidad de lidiar con su cabeza atrapado en ese transporte hostil, se bajó luego de avanzar tan solo dos estaciones para seguir su camino a pie. Llegó con el tiempo justo para revisar su correo, dejarse ver del jefe e ir con Mily a una reunión que terminó siendo un desastre, apenas pudo dar un pobre reporte de los avances logrados en la planificación de una estrategia digital para una de las nuevas marcas de un cliente. Con argumentos inventados y bajo la complicidad de su compañera, pudo justificar la demora en terminar el trabajo solicitado.
Esa noche se desveló bebiendo cerveza y fumando porro, escuchando una playlist lacerante como el típico despechado masoquista. Se atrevió, por fin, a conversar con la vocecita espeluznante que tenía en su cabeza y que había estado evitando para no acrecentar más su drama. Aquella voz que le susurraba al oído sólo era la reiteración de sus pensamientos. Al día siguiente, como excusa para faltar al trabajo, inventó una diarrea por algo que había comido. Se tomó su café cargado mientras espiaba el mundo desde su cuenta fake de Twitter. Se sentía un poco mejor ante el desplante de Leti. La zozobra se había transformado en un irrefrenable deseo de venganza planeado minuciosamente con ‘la voz’, la noche anterior.
Recordó el amigo que Leti mencionó en algunas de sus conversaciones: “Santi”. Buscó en las redes de ella algún indicio que lo condujera hacia ese nuevo personaje. Y ahí estaba. El que busca, encuentra. Un comentario, la antesala a un perfil público con una buena cantidad de seguidores, entre ellos su Leti. El último post era de una playa en el pacífico, sin etiquetas, sin descripción, solo un paisaje con un mar y un cielo grises, con muchos likes, incluido el de ella.
Sintió que la frustración le trituraba el alma. Aspiró tres líneas de coca, repitió tantas veces la acción que estuvo a punto de ir en busca de ella como fuera, en avión o en bus, pero estaba tan drogado que pasó el día entero tirado en el sillón. No tenía forma de contactarla, no sabía el nombre del hostal y su celular continuaba apagado.
“¿Me habrá bloqueado? ¡Pero qué putas te pasa, Leti! ¿Qué he hecho mal además de amarte como un imbécil? ¡Maldita perra! No necesitabas un descanso de la ciudad, ¡necesitabas un descanso de mí para irte con ese hijueputa!”. Se levantó del sillón y volvió a mirar el celular, todo seguía igual. Fue hasta la habitación y buscó las cosas de Leti. Agarró una blusa, la abrazó contra su pecho y se tiró a la cama a llorar. Luego, poseído con una gran furia la tiró al piso y la pateó, estuvo a punto de hacerla pedazos pero se contuvo.
Desesperado, marcó su número muchas veces como si al hacerlo el destino mágicamente se compadeciera de su dolor y reordenara todo para que él encontrara por fin su voz al otro lado de la línea. La impotencia crecía. De la oficina lo llamaron varias veces pero no quiso responder.
***
Eran las nueve de la mañana cuando despertó, hacía mucho no dormía hasta tarde. Se sentó en la cama por varios minutos, escuchaba a los perros ladrar. Se alistó para desayunar, tenía el día planeado y estaba ansiosa por comenzar su itinerario. Había anhelado ese viaje. Y ahora que por fin se encontraba lejos, sólo podía pensar en no regresar. No podía desaprovechar la valentía que la había empujado a escapar de Pablo. Tenía que ser definitivo y la distancia geográfica era la aliada perfecta para su plan de fuga. En alguna ocasión —en vano— le pidió a Pablo que buscara ayuda.
—Pablo, un día te va a matar esa vaina.
—No, yo me sé controlar, Leti.
Empezó a sentirse reducida al pequeño mundo de él, apartada de lo que quería, de lo que buscaba. Condenada a verlo en un estado de euforia y luego ido, algunas veces con escalofríos y pasando varios días sin comer ni dormir. Soportó con miedo muchas de sus reacciones violentas porque no sabía cómo manejar la situación, se resistía a reconocer que el hombre con el que alguna vez había pasado momentos maravillosos se estuviera transformando en un monstruo desquiciado, manipulador y adicto.
Estaba tan abrumada con la situación que disfrutó verlo derrumbarse cuando se despidieron en la esquina de su apartamento. Durante la primera semana siguió estrictamente el guion, reportándose eventualmente para no despertar su furia. Omitió a propósito darle detalles del lugar donde se hospedaba. Quería sentirse lejos de su control y de la oscuridad que habitaba en ese ser atormentado. No era su culpa, ella ya no quería remediar nada.
Todavía tenía las marcas en su cuello. Acomodó los collares para seguirlas ocultando. Pablo tenía los ojos cargados de ira cuando la abordó a la entrada de su apartamento la noche en que ella volvía de tomarse unas cervezas con unos amigos. No recordaba cuántos minutos la había aprisionado cortándole la respiración. Cuando por fin la soltó, desorbitado, golpeó varias veces la puerta de madera de la habitación hasta hacerle un hueco.
—Perdóname, mi amor, es que detesto verte con Mauro, siempre estás tan feliz cuando salen.
Leti lo miraba con terror y cuando al fin se repuso se atrevió a decirle:
—¡Me querías matar!
—¿Tienes o no tienes algo con Mauro? Dímelo, por favor, porque la duda me está enloqueciendo y no sé lo que hago.
—Hace rato que no distingues lo real de la fantasía. Esta noche no he salido solo con Mauro, también con dos amigas más. ¡Las has visto también, carajo! ¡¡¡Hijueputa de mierda, debería demandarte!!!
No importaba si se trataba de Santi, Mauro o el señor de la tienda, para Pablo todos eran sospechosos de querer arruinar el paisaje colorido de azúcar y algodón que había vuelto a dibujar, esta vez con Leti en el centro.
Se lavó la cara tratando de espantar aquel desagradable recuerdo. Tomó el teléfono para llamar a la aerolínea y seguir con su plan de decirle a Pablo que se quedaría por dos semanas más. Una mentira necesaria que le daría el tiempo para protegerse y organizar su vida lejos de él. Enseguida le escribió, no esperó su respuesta, apagó el celular y salió a la playa. Iba dejando atrás el infierno al que había caído arrastrada por él y la hábil capacidad que tenía para envolverla en sus desgracias. Quería rescatarse, volver a ser libre, ¿cómo había sido posible que ella, no creyente en las estructuras tradicionales de las relaciones, estuviera metida en un pozo enfermizo con un hombre que quería amoldarla a su antojo? Irritada, lanzó con fuerza su celular al mar.
***
Pablo estaba decidido a eliminar su dolor. Imaginaba una y otra vez cómo acabar con la vida de la perversa mujer que había huido de él. No habría misericordia, no habría culpa.
“Será rápido y sin sufrimiento. ¿Pero acaso no merece sentir la tortura de una muerte lenta? Soy el monstruo que ellas dos crearon. Soy el Frankestein de esta dolorida novela, armado con trozos de mí mismo, porque ya varias veces me han matado. ¡Me han desmembrado para formar un nuevo yo! Un cadáver andante, un zombie. Soy el producto de su cruel indiferencia y desprecio. Soy un desecho, un pedazo de basura que se pudre, que se convierte en lixiviado, penetra el suelo y lo contamina; soy veneno, soy muerte, soy dolor”.
Cruzó la autopista y se entregó a la ruta, pedaleaba en silencio y sin rumbo, aferrado al manubrio de su bicicleta, apretando los dientes, llorando de rabia, esperando transpirar también todo su odio para sentirse libre. ¿Sería realmente capaz de matar a Leti? ¿Por qué destruiría lo único bueno que había logrado construir?
Podía ver reflejado su pequeño cuerpo en esos enormes y dilatados ojos marrones. Se rehusó a dejar de mirarlos hasta que fueron perdiendo su brillo y se apagaron en aquella noche de 1986. ¡Por supuesto que ella lo merecía todo!, su dibujo era ese todo, un regalo preparado con el cuidado y dedicación de un amor inagotable tantas veces despreciado, era el grito inocente y desesperado de un niño que crecía entre la violencia y el abandono. La manito se le fue tiñendo también de rojo y él permanecía inmóvil junto al charco espeso que emanaba del pecho de su mamá. Ahora podía arrojar su corazón a la basura, como ella había hecho con su dibujo.
Ese fue el último recuerdo que tuvo antes de verse rodeado de personas, la mayoría curiosos, que se acercaban para contemplar con morbo la escena. Sus ojos también marrones estaban abiertos como queriendo ser espectadores del último aliento, resistiéndose a abandonar su cuerpo. Por primera vez sintió una paz profunda apagando las brasas que lo consumían. Se miraba en los ojos de su madre y allí se refugió por última vez. No hubo otro pensamiento, otra visión, otro recuerdo, todo había sido borrado. Leti estaba desterrada de su memoria y él era libre. Los más de 100 kilos de las llantas del eje de tracción de un camión habían logrado, al fin, poner la basura en su lugar.
*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.
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