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Remembranza de un soldado

Por Aurelio Fontanarrosa

¡Me voy a mojar! Pensaba mientras el bus de Transmilenio en el que iba surcaba las calles en tremendo aguacero. Iba rumbo al Hospital Militar, pero en esta ocasión era a sacar una cita de mi hijo y no mía. Dos años visitando este lugar todos los días, para mí eran más que suficientes. No quiero mojarme, apenas empieza el día y no me gusta el olor a ropa húmeda.

Cada vez que visito este hospital, por rutina tal vez, voy hasta el edificio donde están en tratamiento los amputados. Casi siempre me cruzo con algún antiguo compañero de armas con el cual me siento a tomar un café, al tiempo que conversamos acerca de nuestras vidas, después de dejar a un lado el uniforme y volver a aquello que en la jerga militar se conoce como “la vida civil”. Surgen muchas historias para contar.

Pude sacar la cita que iba a buscar y,  a paso firme, empecé a caminar hacia el edificio de amputados. Bajé por la rampa, quería estirar las piernas luego de pasar casi dos horas metido en un bus en el que, afortunadamente, pude encontrar asiento. Casi todas las fisioterapeutas me conocen porque fue acá donde me pensioné. Pasé y las saludé a todas, mientras revisaba con la mirada todo el salón. Los pacientes que vi están acá debido a que le van a cambiar algo a sus prótesis o porque su médico les ordenó algún tipo de terapia, afortunadamente. No es como hace diez años, cuando todos los días había un paciente nuevo y en algunos casos, muchachos muy jóvenes. Estaba pensando en esto, hasta que me topé con algo que me asustó; creí que había visto un fantasma.

Casi veinte años después me crucé nuevamente al Capitán Martínez. Era el paciente que vestía un pantalón negro de sudadera y camiseta gris, al que todos apodaban “El Sargento Pimienta”, luego de que él mismo, en un día de borrachera, dijera que se parecía a John Lennon. Saqué el teléfono y llamé a mi esposa para decirle que me iba a demorar un poco más – que me dejara algo de comer en la nevera-  porque había encontrado precisamente a la persona que más había buscado dentro de mis antiguos colegas. Ninguno de ellos conocía su paradero, pero no solo era nostalgia, teníamos bastante por hablar y algunos asuntos que aclarar.

Dudé en acercarme. No porque no me fuera a reconocer, sino porque tenía tantas preguntas para hacerle que no sabía por dónde empezar y, -la verdad-,  pensaba en si las respuestas que iba a obtener eran las que deseaba escuchar.

-Buenos días mi coronel- le dije. Volteó para ver quién era la persona que lo saludaba y creo que se sorprendió tanto como yo cuando lo vi.

-¿López, qué hace aquí?

– Pues lo mismo quería preguntarle- respondí. Se notó su incomodidad, tal vez vio en mi cara el deseo de preguntar o de decir muchas cosas, pero le contesté que había pasado un momento a saludar.

-¿Por qué camina cojo?- preguntó. Le dije que me habían herido hace algunos años y que había perdido una pierna. Me miró nuevamente, antes de contarme que se había accidentado hacía menos de un año en motocicleta, como consecuencia, le habían hecho un reemplazo de rodilla y estaba en terapia.

-Vamos mi coronel, le invito un café-  no respondió, se detuvo un momento a pensarlo, hubo un silencio que se tornó un poco incómodo, pero al final aceptó.

– Está bien, vamos – dijo – pero no me puedo demorar -.

-¿Siguió aplicando su frase de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo?-  Le pregunté al ahora retirado coronel Martínez, mientras nos traían nuestro pedido en la cafetería del Hospital.

-¿De nuevo con esa pendejada?-

-Claro que sí – le respondí. -Esa pendejada nos terminó convirtiendo fue en victimarios, o es que se le olvidó que los macetos (con ese nombre apodaban en el Casanare a los paras) que asesinaron a esas personas en Tamara, fue gracias a que nosotros no hicimos nada, y conociendo de antemano lo que iba a pasar.-  Me miró molesto y respondió:

– En su momento era lo que había que hacer-.

Su actitud me molestó, pero cuando le iba a responder, me dijo:

– Si me va a recriminar, tranquilo, que ya estoy pagando mi propia pena, hace tres años mi hijo menor murió de lupus y mi esposa me culpa de eso. Dice que es por todo lo que hice, así que no me fastidie.-

Llegó el café y no cruzamos palabra por un instante, pero ya más tranquilo y tratando de procesar lo que me acababa de decir, le respondí en tono condescendiente:

– Pues al final la culpa la tiene todo el maldito sistema, nos entrenaron para recibir órdenes y no cuestionarlas, nos inyectaron todo el cuento del patriotismo y nos machacaron tanto, que terminamos perdiendo la empatía hacia los demás. Pues la verdad ahora creo que nosotros también terminamos convertidos en víctimas de todo este enredo-.

– ¿Nosotros víctimas?-   preguntó un poco asombrado.

– Piénselo, este país se quedó en la retórica de la guerra fría, diciendo a toda hora que el comunismo iba a destruir la moral y todas esas bobadas, además siempre fuimos idiotas útiles de hombres poderosos y a quienes nosotros les permitimos volverse excesivamente ricos a expensas de todos los demás.

– ¡Cómo!, ¿ahora se volvió guerrillero? inquirió.

– Jajaja- Me reí de manera irónica -No me diga que usted es de las personas que cree que matando civiles para mostrar resultados se estaba “preservando la institucionalidad” y se preservaba la “confianza inversionista”. Vea coronel, si algo aprendí en el tiempo que usamos uniforme, es que la guerra es un asunto en el que no hay vencedores, porque todos perdemos aquello que se llama humanidad, traspasando límites que, bajo otras circunstancias o en otro tipo de trabajo, nunca habrían accedido a traspasar. No se necesita ser guerrillero para eso, solo se necesita tener hijos…-.

Se puso de pie como quien quiere zafarse de una conversación incómoda, pero cuando terminé la frase, se detuvo, me miró y me dijo:

– Mejor vamos a otro lado, donde el café no sea un asco, y me cuenta cómo fue que lo hirieron y de paso me aclara cómo un tipo que era peor que yo, cambió tanto su manera de pensar-.

Me reí para mis adentros y pensé que en ocasiones tampoco lo entendía.

Salimos del hospital a pie y llegamos al Juan Valdez de la séptima con 53, ordenamos y, como quien se prepara para jugar ajedrez, nos acomodamos cada uno en su silla para sostener una extensa charla.

-Bueno, pues por dónde empiezo.- le dije. – Cuando salí del Casanare murió mi papá y mis hermanos estaban estudiando. Me fui trasladado a Huila; las cosas eran complicadas para mi mamá y mis hermanos. Entonces busqué un traslado y el único que me aceptaron fue irme para un Batallón de Contraguerrillas en Bucaramanga.  Eso era mejor que nada, porque estaría más cerca. Me casé, mi esposa quedó embarazada, todo transcurría normalmente, nos enviaron agregados al Catatumbo y allá todo cambió, pero no solo para mí, sino para todos los que estuvimos allá.

Antes de llegar al Catatumbo, nunca había estado en Cúcuta. La primera impresión que me llevé fue la de una ciudad muy calurosa y desordenada. Luego de un viaje de más de seis horas en camión desde Bucaramanga, estirar las piernas era un alivio. Desayunamos y nos reunimos para saber exactamente con qué fin nos habían llevado y qué esperaban que hiciéramos. Básicamente era ubicarnos en Tibú, que es el municipio más importante en el Catatumbo, y a partir de ahí buscar las grandes extensiones de coca para golpear a todos los grupos armados que en su momento, y como siempre lo han hecho, tenían control sobre el área. Nadie creyó lo difícil que sería nuestra tarea. En principio por la resistencia de los pobladores. Personalmente, ya me había acostumbrado a que me vieran más como un enemigo que como alguien que viene a ayudar. Para esas personas siempre ha sido más rentable cultivar coca que cultivar alimentos, y como el Estado no hace una presencia efectiva, pues ellos se quedan cultivando coca. Pero no era solo la gente. El clima, el terreno que es montañoso y en algunas áreas bastante boscoso, -si a eso se le agrega que cada cultivo de coca está cuidado por un campo minado-, pues la situación todo el tiempo es de zozobra y de tensión. En la poca experiencia que tenía en ese momento, nunca había tenido que sacar tantos heridos por minas en tan poco tiempo, especialmente las últimas dos semanas en las cuales, el número de heridos superó la veintena. Por lo tanto, cuando nos dieron la orden de regresar a Tibú  -desde ahí saldríamos de regreso a Bucaramanga sin escalas-, todos respiramos tranquilos, porque al menos por unos días, el infierno quedaría atrás. Además, en unos meses iba a ser papá y eso me daba una sensación de bienestar que me hacía mantener la cordura, a pesar de todo lo que había pasado en esos meses.

Luego de muchos heridos -y de un extraño presentimiento que nos hacía preguntarnos si nuestro trabajo había sido fructífero-, embarcamos en los camiones para salir de Tibú, hacer una parada a la mitad del camino y llegar a Cúcuta. Allí haríamos otra parada donde repostaríamos y continuaríamos rumbo a Bucaramanga. Llegamos en la madrugada al corregimiento de Petrolea, que está más o menos en la mitad del trayecto entre Tibú y Cúcuta; así que hubo tiempo para descansar y -de acuerdo a las órdenes que nos habían dado-, arrancar después de las tres de la tarde.

Bañarse en una pila como cuando uno es niño, en un clima tan caluroso como el del Catatumbo, es algo que siempre se recuerda con alegría, es algo así como estar en una piscina miniatura en la cual uno se puede sumergir por completo y a la vez, se está seguro. Había decidido bañarme nuevamente antes de almorzar y, terminado el almuerzo, arrancar rumbo a Bucaramanga.

Subimos todo el equipo, nos despedimos de ese pequeño caserío con la esperanza de, por lo menos en lo que restaba del año, no volver. Me senté en el asiento del pasajero en la cabina del camión, encendí un cigarrillo y empezamos a hablar trivialidades con el soldado que era el conductor. Llevábamos tal vez diez minutos de viaje, cuando de repente escuchamos disparos y una explosión.

El soldado frenó en seco, casi me pego en la cabeza con el panorámico y en un santiamén todos estábamos afuera del camión. Yo viajaba en la mitad de la caravana, había dos camiones adelante y dos atrás, así que cuando nos bajamos, intentábamos saber dónde habían sido los disparos, si en la punta de la caravana, o en la cola.

– ¡Sánchez, pregunte por ese radio qué hijueputas pasó! –  Le grité al radio operador cuando bajé del camión.

– Sí, señor- me respondió.

Cuando sonó la ametralladora y nos dimos cuenta de que los disparos venían de la cola de la caravana, el radio operador me dijo:

– Teniente, el último camión se cruzó de frente con una cuadrilla de “elenos”, hirieron a Pérez y a Ortiz pero pudieron dar de baja a cuatro malparidos.

-Páseme el radio- le dije. Llamé al comandante del Batallón y le informé qué había pasado. Además, pedí el helicóptero y le dije al Sargento:

– Ubique dónde aterrice el helicóptero, asegure el área y yo me voy con el resto a mirar qué fue lo que pasó-.

Me salí de la carretera, dejando al conductor del camión y a un soldado para que lo apoyara y nos metimos en la maraña, para dar un rodeo por si habían más elenos en la zona.

Cuando la adrenalina nos invade, nos pueden suceder dos cosas: una, nos bloqueamos completamente, o dos, nuestra mente se aclara como el cielo de un día de verano. Personalmente, me sucede lo segundo y tomo una decisión sin pensarlo dos veces. Pero como todo en la vida, en algunas acertamos y en otras nos equivocamos. Ese día con la última decisión que tomé, ahora que lo veo en retrospectiva, creo que no me equivoqué.

Cuando llegamos donde había sido el combate, el teniente estaba persiguiendo a dos que, por lo que me decía el cabo que estaba con él, se habían volado.

– Bueno cuénteme qué fue lo que pasó-.

– Mi Teniente – dijo el cabo-, pues veníamos normal, salimos de la curva cuando nos encontramos a unos diez elenos que estaban saliendo de la carretera y estaban cruzando la cerca. Cuando el camión frenó, nos prendieron a plomo, cayeron esos cuatro que ve ahí pero a Pérez le pegaron un tiro en el estómago y a Ortiz un disparo le rebotó en la ametralladora y le voló un dedo.

– Hijueputas- dije, mientras le di una patada a uno de los muertos.

– ¿Ortiz, ¿cómo se siente?, acuérdese que me debe plata-.  Le dije al soldado herido con el ánimo de que evitara pensar en el dolor. Se rió y con la mano en el estómago, para sostener el vendaje que le habían colocado, dijo:

– Mala yerba nunca muere, además ahí está el malparido que me disparó, le volé la mitad de la cabeza con la ráfaga que le solté-.

– ¡Así se hace!- le dije. -Bueno, Ortiz, llegó el helicóptero, nos veremos más tarde-. Embarcamos a los dos heridos y nos devolvimos hacia la carretera. Cuando llegamos se acercó el Sargento que había montado el helipuerto y me dijo:

– Mi teniente, otro chicharrón -.

– ¿Cómo así?, ¿qué pasó ahora?-, repliqué.

– Como a trescientos metros de donde está el primer camión, habían montado un retén, atravesaron una buseta y una “lancha” (en esa zona se conocían con el nombre de lanchas, a los viejos taxis Dodge Dart que circulaban y que eran los preferidos para contrabandear combustible) y según lo que me contó la señora de la casa que está al frente de donde montaron el retén – seguía contando el sargento – bajaron a un tipo de la buseta, le metieron un tiro en la cabeza y lo botaron a una alcantarilla que hay al lado -.

– ¿Y está ahí el tipo?

– Sí, mi teniente, ahí está, pero ese no es el problema, el problema es que la señora dice que cuando se iban a ir, le dijeron que no se fueran a acercar a los carros porque estaban cargados…

-¡Hijos de Puta! y yo que quería dormir esta noche en una cama, vamos a mirar a ver qué regalito fue el que nos dejaron estos malparidos.

Me fui con el sargento y ocho soldados más, caminando por la carretera. La agitación de todo lo que había pasado me había hecho olvidar que tenía calor y que antes de que todo empezara, iba a sacar mi cantimplora para tomar agua. Sentía demasiada sed, la saqué y me la tomé toda de un sólo trago. Seguimos caminando. Los dos carros estaban de forma diagonal, cada uno en un costado diferente de la vía, no estaban atravesados y los separaban unos cincuenta metros de distancia. Nos salimos de la carretera dando un rodeo y llegamos a la única casa del lugar, que estaba casi al frente de donde habían dejado la buseta. La señora, más tranquila que yo por estar acostumbrada a ver los elenos hacer retenes, y de cuando en cuando, bajar gente y fusilarlos en la carretera, me contó todo lo que había sucedido con la misma calma y la misma tranquilidad con que yo le contaría a un amigo un accidente. Uno de los hijos de la señora me alcanzó un vaso de limonada de panela, se lo recibí, le di las gracias y salí del corredor de la casa hacia el borde de la vía.

-Sargento, llévese los soldados y haga un registro de por lo menos un kilómetro a la redonda, yo me quedo acá con el chispas (el radio operador) a ver si nos envían apoyo para poder quitar esos carros de la vía.

– Ya arranco – me respondió.

– Suárez, tímbrele a mi mayor y cuando esté el en el radio me lo pasa, a ver qué nos dicen.

-¿Será que sí llegamos hoy a Cúcuta?

– Espero que sí, me quiero comer una hamburguesa del tamaño de un elefante y tomarme una cerveza, a ver si me quito el sabor de esa carne de bolsa de las raciones-.

El soldado se rió y empezó a timbrar al Batallón.

– Mi teniente, ahí está mi Mayor-.

Luego de contarle todo lo que había pasado y de pedirle que me enviaran a alguien que pudiera desactivar los dos carros, porque de acuerdo con la evidencia y lo que los testigos decían estaban “minados”, me sentí un poco desconcertado con la respuesta.

– No tenemos disponibilidad de antiexplosivos, mire a ver cómo se defiende-.

Me quedé en silencio, y le respondí: -Como ordene, mi mayor-.

-¿Qué le dijo mi mayor, mi teniente?

-Que miremos a ver cómo putas lo resolvemos, porque de allá no van a mandar a nadie-.

Caminamos los dos hacia los carros, cruzamos la cerca, llegamos a la vía y nos acercamos primero a la buseta.

-Yo no veo ni mierda- me dijo el soldado.

-Yo tampoco. Dé la vuelta y agáchese cerca de la buseta por si ve algo desde abajo.

-Uy mi teniente, esta mierda tiene algo debajo del tanque.

-Y este también, pero debajo de la silla- Le grité desde el otro lado. Mientras él revisaba la camioneta, yo me había acercado al taxi. La puerta del conductor estaba abierta y se alcanzaba a ver algo debajo del asiento.

-¡Suárez!, vaya búsqueme a Quiroga, traigan el lanzagranadas que vamos a volar estos hijueputas carros a punta de granadas, porque acá no nos vamos a quedar un minuto más-.

Suárez salió corriendo a buscar a Quiroga, yo estaba a unos tres metros del taxi y pensé “¡esto va a volar como en la películas!”, me reí sólo, cuando el ruido de una explosión me sacudió y sentí un impacto, como cuando un niño golpea a una piñata en un cumpleaños…

Sentí que los oídos me zumbaban con un ruido ensordecedor, sentía calor, estaba en el piso y no entendía qué carajos había sucedido. Luego de estar aturdido, mi primera reacción fue intentar colocarme de pie. Cuando traté de apoyar mi pierna derecha, fue como el despertar de un sueño, una punzada de dolor recorrió mi cuerpo hasta mi cabeza de una forma que es imposible de describir. Jamás en mi vida había sentido tanto dolor. Y luego, una sensación de sed que me hacía pedir agua a gritos. Recuerdo el momento en que el chispas me colocó gotas de agua en la boca cuando me estaban subiendo al helicóptero y me desmayé.

******

-¡Eso le pasó por marica!- Me dijo el Coronel Martínez. Luego de terminar de contarle cómo me habían herido y de empezar la tercera taza de café. -Nunca debió acercarse a ese carro- me dijo.

-¡Ja! Después que mi mayor me dijo que me defendiera como pudiera ¿Qué esperaba que hiciera?, ¿sentarme a esperar una ayuda que nunca llegaría?-.

Se quedó callado y no respondió, y seguí diciendo:

-¿Usted es consciente de cuál es el berraco problema del Ejército Colombiano? Quienes imparten las órdenes luego se quieren lavar las manos. Acuérdese que usted fue quien nos dio la orden de no hacer nada en Támara, que dejáramos actuar a nuestros “amigos” y mire en lo que terminó eso-.

-Ya le dije que tengo mi propio karma con el tema- me respondió.

Me quedé pensando en lo que acababa de decir, termine el último sorbo del café y le dije:

-Un hijo por un hijo-.

Su mirada lo decía todo, esa impotencia que se siente cuando tenemos el deseo de golpear a alguien, pero que si nos detenemos un momento a pensar, nos damos cuenta que por más que odiemos el comentario, tiene la razón…

-Usted es un hijo de puta, pero lo es más, porque sé que en parte tiene la razón. Yo no sé porqué ese día esos malparidos le cortaron también la cabeza a la muchacha, fue al día siguiente que me enteré que tenía siete meses de embarazo.- Me respondió.

– Sé que la situación no es igual, pero indirectamente yo también perdí a mi hija. Luego de separarme de mi esposa, ella la alejó tanto de mi, que hasta ahora estamos empezando a tener una relación de amistad, nunca hemos hablado por teléfono más de cinco minutos en cada llamada. Mi Coronel, dígame algo, ¿sí ganó algo para su vida siendo tan condescendiente con los paras en el Casanare, le quedó algo bueno de eso?-.

-Dos cafés más por favor- Le pedí al mesero, mientras observaba como el coronel Martínez repasaba en su mente todo lo que había sucedido mientras estuvimos allá.

– Entienda que la situación no era fácil y no estábamos lidiando con Greenpeace, o con monjitas de la caridad-.

-Eso lo tengo más que claro, pero ahora que ha pasado el tiempo, sigo sin entender- le dije.

-Primero, usted y yo entramos al ejército en momentos diferentes. El ejército colombiano que yo conocí no sabía cómo combatir a una fuerza irregular, algo parecido a lo que le sucedió a los gringos en Vietnam. Ellos ya sabían que nosotros no teníamos la capacidad para afrontarlos y nos vendieron la idea que utilizando estrategias que a ellos ya les habían fallado, podríamos vencer -, dijo un poco molesto.

-Jajaja, y en Colombia somos expertos en repetir experimentos fallidos- le dije.

-Además, trajeron a los israelíes con el objetivo de ayudar a que la gente que tenía grandes fincas aprendiera a defenderse de la extorsión, el secuestro, el robo del ganado. Entonces, si usted lo piensa, pues la intención era buena, ¿o es que usted no ha sentido impotencia cuando se da cuenta que le robaron la billetera o el celular?-

-Claro que sí, pero no por eso voy a matar a un ladrón por una billetera vieja. Usted tiene la razón, la idea no era mala, pero eso que usted plantea no era la verdadera intención, porque si así fuera, las personas que clamaban por justicia ante el robo, no hubieran pasado de tener una finca de quinientas hectáreas a mil, o a más hectáreas de tierras-.

No quiso responder a mi comentario y quedamos en un pequeño limbo. Entonces me preguntó:

-No me ha respondido algo ¿Qué lo hizo cambiar de opinión tan radicalmente?-.

– Pues fueron varias cosas. Conocí a Uribe en su reelección y por la forma de hablar fuera de micrófono y de dirigirse a generales y coroneles, la verdad sentí que estaba era escuchando a un narco impartiendo órdenes a sus sicarios y lugartenientes. Y otra fue que después de muchos años, y por casualidad, me crucé con una señora que fue profesora en Támara y que me reconoció, y me dio las gracias porque decía que yo era el único que no había ido allá a acusarlos de guerrilleros-.

-¡La señora encontró su amor platónico!- Se rió.

-Jajaja, no, solo que ella me decía que me recordaba con gratitud. Creo que ahí entendí que en muchas ocasiones las personas no nos veían como alguien que venía a ayudar, sino a generar más zozobra entre los pobladores. Eso hizo que le dedicara tiempo a estudiar por mi cuenta sobre el tema y a pasar de ver los toros desde la barrera, a tratar de comprender la visión del toro…-.

– Pues la verdad yo no veo las cosas así, creo que lo de mi hijo y la muerte de esa muchacha están ligados porque fue la pérdida de un hijo, para ellos y para mí, así lo veo, pero también pienso que fue un efecto colateral, algo que podía suceder y que terminó pasando-.

Pensé continuar argumentando que eso no era así, pero me di cuenta de que no íbamos a llegar a ningún lado. La conversación estaba quedando en tablas…

-¿Y ahora a qué se dedica?- Le pregunté.

-Tengo una empresa de vigilancia privada-.

-Jajaja muy predecible, la mayoría de los oficiales retirados creen que es lo único que pueden hacer, aunque pensándolo bien, la educación militar tiene poca aplicabilidad cuando se vuelve a la vida civil. El soldado se convertirá en vigilante, el suboficial en supervisor y el oficial en gerente.- Me reí.

-Pues me imagino que usted sí estará hecho todo un multimillonario- respondió en tono irónico.

-La verdad no, me he dedicado a estudiar y tengo una pequeña tienda de mascotas. Es difícil encontrar trabajo cuando se dice que se es discapacitado, “nosotros los llamamos”, dicen en las entrevistas. Pero no me quejo, creo que soy más optimista ahora que hace unos años-, le dije.

-Bueno me alegro por usted. En una próxima ocasión continuamos la charla, apúnteme acá su numero de celular y seguimos en contacto. ¿Recuerda lo de Pore?-, preguntó.

-¡Ahhh no!, a mí no me meta en eso-, riposté.

-Jajaja tranquilo, es que me llamaron a declarar y hay cosas que quiero complementar.

-Mmm, bueno, está bien-, concluí.

-López, la verdad no pensé encontrarlo por acá y no sabía que lo habían herido, y mucho menos que había perdido una pierna, pero veo que está bien, lo felicito. Me voy porque tengo cosas por hacer, estamos en contacto.

-Que le vaya bien mi Coronel, me agradó verlo- Mentí.

Luego de que él salió del café en el que nos encontrábamos, me quedé absorto pensando en que sigo siendo un idealista que cree que todo el mundo siente arrepentimiento.

-¿El señor desea algo más?- preguntó la mesera.

-Regálame algo ligero para almorzar. Y otro café, por favor-

-Con gusto-, respondió.

Pensé que en la charla que acaba de sostener encontraría un poco más de… humanidad. Nunca podré entender del todo por qué queda tan arraigada esa falta de empatía en muchas de las personas que usaron un uniforme con el ánimo de servir a su país. Ciegamente creen que aquellos que piensan diferente son delincuentes, solo por el hecho de no estar alineados con el gobierno de turno. No es un problema que se vea sólo en Colombia, se puede ver también en Venezuela, en Israel o en Estados Unidos. Es como si se convirtiera en algo religioso, algo sacramental y a su vez místico, ante lo cual cualquier cuestionamiento es considerado una herejía. Las guerras sacan a flote el lado más oscuro de cada ser humano, algunos lo superan, otros se estancan y otros simplemente se sienten orgullos de su manera de actuar.

Mientras almorzaba, pensaba en que es bastante egocentrista el creer que podemos cambiar a los demás. Por ende, debemos tratar de cambiar nosotros y en la medida en que cada ser humano decide cambiar aquellas creencias que siempre ha dado por sentadas, puede mejorar como persona. Pagué y bajé a buscar un taxi para regresar a la casa, cavilando en que a pesar de lo necesario de un cambio, este se da muy lentamente y para algunos, nunca llegará…

¿FIN?

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