Por Andrea del Pilar Lozano Bohórquez
Hace un par de años, en medio de la pandemia y lejos de casa, me daba a la difícil tarea de condensar una investigación de años en un texto comprensible para un público que desconocía la historia de Colombia. Me encontraba entonces escribiendo mi tesis de maestría entre el calor y las cifras alarmantes de muertos en tierras cariocas.
La soledad y el distanciamiento me dieron la oportunidad de repensar y reflexionar el porqué del tema elegido y el cómo investigar “a otros” no era más que una excusa para indagar en mi propia historia y entrelazar recuerdos para sentirme un poco más cerca de casa.
Por esos días también releía a Norbert Elias y sus reflexiones sobre la estrecha conexión entre las preguntas del propio investigador y su trayectoria social e intelectual. Según Elias, es necesario develar las relaciones de significado entre biografías —personales e intelectuales— y el interés por cuestiones sobre las condiciones de posibilidad de reproducción y producción social. Lo que implica necesariamente que, al estudiar la subjetividad social, se adquiera un compromiso a lo largo del proceso de la práctica científica con la propia subjetividad.
De ahí me surgió la idea de exponer mi propia historia, mi experiencia con relación al tema que investigaba; puesto que quería dar respuesta a los siguientes interrogantes: ¿qué elementos de mi vida me llevaron a hacerme las preguntas que me hacía?, ¿cómo unos juegos infantiles se convirtieron en la imagen viviente del país que somos? y ¿cómo coexiste en nuestro interior —subjetivo/individual— la dualidad de una Colombia violenta —objetiva/colectiva— pero siempre constructora de paz?
He aquí el resultado de aquella autoexploración:
Una licencia autobiográfica.
Nací en 1992, un año donde vivimos una hora antes producto de la hora Gaviria; apenas un año después de la firma de la constitución de 1991 —fruto del poder de movimientos estudiantiles—, y un año antes de la muerte de Escobar, temido por unos, amado por otros, pero sin duda el más famoso narcotraficante quien catapultó a Medellín como la ciudad más violenta del mundo en 1991.
Una década convulsa en la que entramos en los avatares del neoliberalismo que desmoronaba nuestra incipiente industria y acrecentaba las diferencias sociales. Una década en la que se declararon guerras abiertas al narcotráfico y a la insurgencia armada, quienes, curiosamente, iniciaron una transición para convertirse en parte del mismo fenómeno.
Sin embargo, esa también fue una década de muchas novedades a nivel cultural, en gran parte gracias a la nueva cultura pop, la transición tecnológica, y la televisión abierta… Tuve una infancia feliz donde bailaba al ritmo de Shakira y podía disfrutar de las vacaciones en la casa del tío o en la finca de los abuelos, que, por suerte, estaba cerca de Bogotá, en una época en la que viajar en carro por Colombia podía convertirse en toda una aventura de supervivencia.
Recuerdo que mi familia, conservadora por tradición, hablaba mucho de política, de por quién votar en las próximas elecciones, de economía, de la condición de los campesinos, del rumbo que debía tomar el país… Recuerdo a mi abuelo contando historias de la violencia bipartidista y a mi padre —nacido en Villarrica, Tolima, militar de profesión y después asilado político— mencionando lo implacable que debía ser el Estado en el combate a la insurgencia y como había perdido tierras en los llanos y a un hermano a manos de “los bandoleros”. Recuerdo lo interesantes que eran estas discusiones, sobre todo cuando un tío, ex militante del M-19, formaba parte de la mesa.
Recuerdo también la angustia de la familia cuando algunos conocidos fueron secuestrados en diferentes circunstancias. Recuerdo el segundo trabajo de mi madre como re-educadora de niños en condición de calle. Recuerdo a mi abuela preparando comida para muchas personas que llegaban de diferentes puntos de la vereda para hacer una novena con nosotros. Nos recuerdo —a mí, mis hermanos y tíos— paseando en el jeep del vecino para entregar regalos a los niños de la vereda en Navidad. Recuerdo el pueblo, y todos estos recuerdos que me llevan a sus montañas y el olor de la panela recién hecha en un amanecer de molienda.
De Bogotá recuerdo a mis amigos, el colegio, las fiestas… Recuerdo que participé en el consejo juvenil del conjunto donde vivía, que fui representante en tercer grado y personera del colegio. Recuerdo que intenté aprender guitarra en la casa cultural de la localidad y que me encantaba la hora de cuentos en la biblioteca del barrio. Todas estas iniciativas que surgieron de esa parte de Colombia que siempre ha querido construir paz a través de la cultura.
Recuerdo el punk y los movimientos juveniles, los sueños de revolución y la música estridente que canalizaba la ira contenida por la miseria social que veíamos a nuestro alrededor. Recuerdo que siempre decían que los punks, los skinheads, los rastas, los emos, los hardcores, los rudos, metaleros, etcétera —es decir los diferentes grupos de culturas urbanas— no se hablaban entre sí y sus encuentros siempre terminaban en peleas. Pero, al menos en mi barrio, todos convivían, todos éramos amigos y en cada toque —ya fuera organizado por la alcaldía local o por iniciativa de las bandas— se podían escuchar las más variadas vertientes del rock y, sin importar la pinta, todos parchábamos en un ambiente de camaradería juvenil.
Creo que todo eso hizo que me interesara entender el mundo y, más que eso, intentar hacer algo para cambiarlo. Creo que por eso estudié sociología, estudié historia y decidí hacer mis prácticas en una “zona roja”, lo que me permitió no sólo sentir de forma más directa el conflicto armado, sino también ver y participar de iniciativas de construcción de paz de mujeres, campesinos y maestros. Creo que, por todo ello, sigo explorando alternativas de comprensión siempre propositivas; porque estoy convencida de que, al ser parte del mundo social que estudiamos, creamos sociedades tanto como ellas nos crean a nosotros y los análisis que desarrollamos también son parte de su transformación. Y es que los grupos sociales, así como los individuos, siempre se han apropiado del conocimiento que les atañe sin importar su naturalidad u origen, lo cual se manifiesta en las practicas sociales y los productos de conocimiento. En suma, creo que es imposible no hacer investigaciones “sentipensantes” que conecten la razón con el corazón. Por eso decidí mostrar un poco del sentimiento detrás del pensamiento.
Entre juegos propios y ajenos.
Sin hacer un análisis sobre papel del juego ni sus representaciones, presento tres historias personales, a modo de ilustración, sobre la forma en que la violencia y el conflicto en Colombia permean las subjetividades de sus ciudadanos sin importar las diferencias geográficas o sociales.
Historia 1.
Cuando era niña solía jugar a la profesora, organizaba mis muñecos como si estuviesen en un salón de clase y en mi pizarra repasaba la lección de la semana que más me había gustado. Todo estaba bien hasta que mi hermano cruzaba su juego con el mío, entraba en medio de mi clase con escuadras que fingían ser armas y gritaba:
—Salgan todos, esto es una toma guerrillera.
Así empezaban mis muñequitos a caer uno a uno. Mi juego terminaba, yo rompía en llanto y mi madre intervenía. Regaño para mi hermano, helado para mí y todo solucionado.
Historia 2.
Muchos años después, en el 2013, me fui a vivir al sur de Colombia para hacer mis prácticas universitarias. Así fue como, andando por sus senderos, conocí Nariño y el sur del Cauca. Territorio con cifras alarmantes de cultivos de coca, presencia de todos los grupos armados y uno de los más estigmatizados del país; pero a su vez, y quizás como consecuencia, con los casos más lindos de resistencia y con las iniciativas más increíbles de construcción de paz.
Un día, después del cierre de un grupo de ahorro y crédito, lo cual era un gran motivo de celebración para los participantes, observé a los niños correr por el patio. Intrigada por sus juegos me percaté, de que, para mi sorpresa, estaban jugando a la guerrilla.
Los granos de café que arrancaban de las plantas actuaban como balas que “se disparaban entre sí” y los bultos de silo sobre el césped actuaban como trincheras. Para mí no había manera más caricaturizada de representar una ventana de lo que es Colombia: café, guerra y esperanza en un contexto rural.
Historia 3.
Después de terminar la universidad, me uní a una organización donde trabajábamos como docentes en entornos rurales. Así llegué al Urabá antioqueño, una región con población mayoritariamente afro, con una economía basada principalmente en monocultivos de banano y con fuerte presencia de grupos paramilitares.
El trabajo no fue nada fácil y, en la búsqueda de dinámicas divertidas para mis alumnos, realicé una actividad con cucharas de plástico. ¡Vaya caos!, para mi pánico y sorpresa, algunos niños convirtieron sus cucharitas en cuchillos imaginarios y abriendo las camisas de sus uniformes escolares empezaron a jugar a las pandillas, asustando y “atacando” a sus compañeros.
Por suerte el incidente no hirió a nadie y se convirtió en una oportunidad para conocer y comprender mejor la realidad de estos niños; así como establecer reflexiones grupales e iniciar una labor educativa más compleja que la simple transmisión de conocimientos.
Conclusión.
La violencia y el conflicto armado en Colombia son fenómenos complejos que tienen sus raíces en la interconexión de diversos factores que, en cada momento, se relacionan y se sienten de maneras muy diferentes. Son fenómenos intrincados también en sus dinámicas en la medida en que las fuerzas, intereses, escenarios y respuestas de los diversos actores van teniendo ritmos, direcciones y modalidades también múltiples, cambiantes y, a veces, imprevisibles.
Todo esto hace que penetren en la totalidad de los espacios, tiempos y escenarios de la vida individual y social; y, en consecuencia, sea casi imposible encontrar individuos, lugares u organizaciones cuya historia no esté relacionada con algún proceso o acontecimiento violento, que, a su vez, haya contribuido de forma significativa para modificar sus expectativas, ambientes y formas de acción.
Las historias aquí contadas no son nada nuevo y, ciertamente, cualquier buen observador puede encontrar este tipo de experiencias en su realidad más cercana. Pero, a partir de ellas, quería ilustrar cómo el contexto nacional hace que niños tan diferentes y con trayectorias biográficas tan diversas como niños de clase media urbana en Bogotá, hijos de campesinos en Nariño o estudiantes afro en Urabá terminen jugando el mismo juego. ¿Cómo no hacer esto cuando es lo que vemos y oímos directa o indirectamente?, ¿qué nos dice esto como nación?, ¿no viene siendo hora de cambiar el juego?
Así, bajo la posibilidad que nos brinda el sentirnos lejos, inició esa búsqueda interna por saber quiénes somos, y esa capacidad reflexiva para repensar quiénes hemos sido. De esta forma entendí que, por más distancia que tenga y por más lejos que me encuentre, nunca dejaré de ser el país que habita en mí.
*Fotografías aportadas por la autora.
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