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¡Pobre rico! (El Manifiesto)

Por Germán Guerrero Sánchez

Hubiese querido que todo fuera diferente. Tenía en su corazón la esperanza de ver algún progreso, algo que le dijera que se había encontrado un rumbo nuevo, que un  cambio positivo estaba sucediendo. Sin embargo, la realidad, la cruda realidad, lo había golpeado de manera contundente. 

Desde su retorno al país, en compañía de su familia, se encontró con que todo iba de mal en peor, muy pocas cosas habían mejorado, lo que le causaba sentimientos  que detestaba: la frustración, la ira, la tristeza, la amargura y la impotencia  hacían mella en su salud física y mental.

Estuvo exiliado más de diez años, en los que trató de alejarse, por recomendación médica, de esa obsesión enfermiza que sentía por la política doméstica, culpable, en su entender y decir, del subdesarrollo y el atraso social que mantenía a la mayoría del pueblo en la ignominia.

Nunca supo cómo llegó a volverse un enfermo, un ser depresivo, que se agravaba con cada injusticia, con cada dolor, con cada sufrimiento del pueblo, con cada desgracia de algún parroquiano que le afectaba en lo profundo de su corazón y que sentía como suya. Lo atormentaba la situación del país, pero nadie lo entendía, a nadie le importaba, nadie sabía el dolor que le producía ver la vida miserable que llevaban las familias de bajos recursos a lo largo y ancho de la nación. Le dolía ver cómo estas comunidades crecían en ese círculo vicioso de la ignorancia, el vicio y la pobreza que provocaba que vivieran amenazadas por la inseguridad desbordada y sin control en campos y ciudades. Inseguridad que era el resultado de la miseria y la desigualdad social.

Nacido en el seno de una familia de clase media-alta, su vida transcurría sin mayores sobresaltos. Eran propietarios, entre otras cosas, de una hacienda ubicada en la ruralidad de un pueblito cercano a la capital. Esta sobrevivió a la fiebre del urbanismo que convirtió esas bellas y fértiles tierras —productoras otrora de leche, maíz trigo y papa, entre otros— en pequeños lotes en los que se construyeron casas de habitación para quienes laboraban en las fábricas o en el comercio del pueblo y en las que pululaban  pequeños  negocios. Que  acá panadería, que allá venta de frutas y verduras, acullá una miscelánea, y las cantinas o bares que siempre estaban abarrotados de clientes empecinados en escaparse de esa miserable realidad y en acabar con sus pocos recursos. 

Agobiado por la irracionalidad de la vida cotidiana, se dedicó a tratar de discernir cuál era el origen de la situación y encontró que el problema, a su juicio, es un círculo vicioso propiciado por la falta de oportunidades. Estas personas nacen en hogares pobres, y a temprana edad deben abandonar los estudios para ayudar con los gastos de la casa. La educación familiar carece de valores. Los miembros mayores de la familia dedican sus vidas al trabajo, puesto que tienen jornadas de hasta doce horas fuera de casa. Así, muchas veces los hijos crecen bajo el poco cuidado de las abuelas, familiares cercanas o vecinas, y en algunos casos solos, a la deriva, sin dios y sin ley. Crecían entonces muchachos mal alimentados y mal educados que consiguen pareja a los quince o dieciséis años y fruto de esas relaciones hormonales las jóvenes quedan en embarazo. En ocasiones estas niñas deben afrontar la maternidad sin los compañeros, que eluden la responsabilidad. Tienen hijos sin padres que terminan siendo criados por las abuelas y crecen en las mismas condiciones de sus progenitores; condenados, irremediablemente, a tener su misma suerte.

Siendo joven, ya casado y con un pequeño hijo, trataba de ayudar a cuanto parroquiano podía, repartiendo dinero en forma de préstamos que nadie se preocupaba por pagar. El dinero que entregaba le correspondía de los ingresos familiares, pero pronto se dio cuenta de que ningún dinero sería suficiente para remediar las necesidades de todas las personas.

Pasaba noches enteras estudiando, analizando cómo mejorar la situación de los desgraciados, pero siempre terminaba en discusiones consigo mismo, pues ya ningún amigo o conocido le prestaba atención. Lo habían abandonado por completo, incluso, su familia lo evitaba sin ningún disimulo. Que la educación tan deficiente, que la falta de valores, que la falta de oportunidades, que la mala distribución de la riqueza, que la avaricia de los ricos, que el desaforo de los banqueros, que la inconsciencia de los terratenientes, que el deficiente sistema de salud, que la ineptitud de los políticos, que la corrupción, que la economía mal manejada. Todo le parecía predispuesto para ahondar más la pobreza.

La  obsesión por arreglar lo irremediable terminó por enfermarlo gravemente,  entonces comenzó a sufrir de depresión, enfermedad que ya lo había afectado años atrás, cuando aún era un niño. Sufría de ataques de pánico, de episodios donde elaboraba  listas interminables de cosas por hacer, de sumas y restas que nadie entendía. Hasta que una mañana lo encontraron unos vecinos hablando de economía, desnudo frente a las macetas  de geranios y gloxinias  florecidas que había plantado su madre en la entrada principal de la hacienda. Lo llevaron a la clínica y los médicos le diagnosticaron trastorno obsesivo compulsivo y esquizofrenia, y le aconsejaron a la familia (además de las medicinas correspondientes y las psicoterapias) sacarlo del ambiente que lo tenía en tal condición.

Lo aislaron en un hotel de la capital,  bajo las medicinas y los cuidados de su esposa, y ya en recuperación, le propusieron  hacer un viaje para distraer la mente, para ver nuevos horizontes, siempre haciendo énfasis en la recomendación médica y apoyados en el amor de su hijo y su esposa.

—¡De pronto por allá encuentras alguna solución!—, dijo su esposa. Y esto último, terminó por convencerlo.

Partieron hacia Europa, donde vivieron por un tiempo en el que lo aislaron totalmente de las noticias del país y en donde comenzó a mejorar notablemente. Aunque siempre hacía comentarios de esto o aquello que consideraba se debería implementar en su tierra natal, para que sus conciudadanos pudieran vivir con ese nivel que tenían en las ciudades que visitaba. “¿Te imaginas este tren allá?”, “¿Te imaginas estas autopistas?”, “¿Te imaginas esta clase de educación para la gente allá?”, “¿Te imaginas esta belleza de parque, y gratis?”, “¿Te imaginas políticos así?”, “¿Te imaginas, te imaginas, te imaginas?” se preguntaba una y otra vez. No esperaba respuestas. Sacaba su libreta y hacía anotaciones de todo lo que veía.

Recorrieron una innumerable cantidad de pueblos pequeños al norte de España y Francia, la mayoría de ellos ricos en cultura, en comidas y bebidas, que vivían de la industria,  la pesca y del turismo. Sitios realmente bellos, que  le alegraban el ánimo por su esplendor y su colorido en medio de una primavera  desbordada en árboles cubiertos de flores de los más diversos colores, marco para coloridas aves que amenizaban el despertar, y le servían de bálsamo para su enfermedad. Sin embargo, no podía evitar los ataques de melancolía al pensar en los maravillosos paisajes verdes de su tierra. Le costaba no encontrar el olor a helecho de su natal pueblo y, sobre todo, le costaba estar lejos de su gente.

Se alojaban en casas de familia u hoteles de paso cómodos y baratos, en donde aprovechaba para preguntar a los locales cómo era su vida. A veces incluso incomodaba a las personas, pues quería conocer todos los detalles. Siempre quería más información, y escribía en su libreta  todo cuanto le parecía importante. Se maravillaba al ver que aun la gente con los trabajos más elementales tenía un nivel de vida que en su país no lo tenían ni las familias ricas. Pueblos tranquilos con la seguridad que da el que todos sus habitantes tengan acceso a un trabajo digno, lo que les permitía educar bien a sus hijos, con buena salud y la posibilidad de recreación y sano esparcimiento.

Ya entrado el verano, y de acuerdo con el plan que crearon para mantenerlo ocupado, continuaron su camino hacia Italia donde el azar los llevó a un pueblito enclavado en los Apeninos. Las montañas estaban verdes por esa época, asemejándose a las montañas de su tierra. Por allí pasaba el Giro de Italia, una competencia ciclística, deporte que a él le gustaba practicar y que disfrutó durante unos pocos días, corriendo como un loco detrás de algún ciclista para animarlo en las empinadas cuestas.

Día a día mejoraba en su salud mental, se sentía animado y lúcido de pensamiento, lo que aprovechó su esposa para plantearle su preocupación por la educación escolar de su hijo. Deseaban darle una buena educación para que un día volviera a sus campos y ayudara de alguna forma a su gente a salir de esa burbuja de miseria y olvido a la que la había condenado más de doscientos años de gobiernos que, sin distingo de ideologías, se dedicaban sin disimulo al saqueo del erario, sin sentir ninguna clase de remordimientos por quedarse con los dineros de la educación, la salud y el desarrollo;  dineros  que, bien empleados, podrían haber cambiado el destino de un pueblo condenado a la miseria.

Años atrás, debido al proyecto de fruticultura que desarrollaron exitosamente en la hacienda, habían obtenido visa en los Estados Unidos, donde, por su condición médica, podían aplicar para una visa de residencia.  Considerando que su hijo debería hablar Inglés e ir a una buena universidad, tomaron la decisión de viajar a Norteamérica para tratar de radicarse allá.

Hablaron con algunos amigos que tenían en diferentes ciudades de los Estados Unidos, buscando la mejor opción. Se decidieron por una ciudad situada cerca de la costa oeste, que contaba con un hospital reconocido a nivel mundial en el tratamiento de enfermedades mentales, con buenas escuelas y universidades públicas y privadas, dotadas con los mejores estándares educativos.

Consiguieron, además, un abogado que tramitó los permisos legales para poder radicarse y empezaron con una nueva vida, una vida tranquila y esperanzadora lejos de la situación que le causaba tanto daño.

Rentaron una casita situada en los suburbios de la ciudad, en medio de un pequeño bosque, cerca del hospital y de una escuela estatal, donde inscribieron al hijo para continuar con los estudios formales que ya había iniciado en su país.

A esta familia el sistema educativo americano la deslumbró, era totalmente diferente al de su país (donde incluso en las escuelas públicas hay que pagar por todo): no se pagan matrículas ni mensualidades, no hay que comprar libros, no hay que malgastar dinero en costosos uniformes, la alimentación dentro de la escuela es gratis, el tradicional bus amarillo recoge al estudiante en la puerta de la casa y allí  mismo lo deja al finalizar la jornada. Aparte de la calidad que se enfoca en las habilidades y fortalezas del estudiante. Es decir, si eres bueno en la música, te educan para la música, si eres bueno para la medicina se enfocan en eso, y así con cada habilidad. Era imposible no hacer comparaciones, pero qué diferente sería todo si la educación fuera a ese costo y de ese nivel en su terruño.

Su amor por el campo, y la nostalgia que a veces lo embargaba, lo llevaron  a conseguir empleo en una granja dedicada a la agricultura. Devengaba un salario un poco superior al mínimo establecido, lo que le permitía vivir cómodamente sin utilizar los recursos que provenían de los negocios familiares, recursos que dedicó al ahorro  para materializar su sueño de construir un hogar de paso para mujeres o niños en estado de abandono en su pueblo. Así se fueron amoldando al estilo de vida americano.  Mientras su hijo estudiaba, él laboraba en la granja y su esposa se dedicaba a estudiar enfermería para ayudar en la recuperación total de él, recuperación que avanzaba rápidamente. El tiempo fue pasando y ya no utilizaba la medicina para su enfermedad mental, de la que ya ni se acordaba.

Su hijo se había graduado con honores de la escuela secundaria, lo que le sirvió para acceder a una beca en la universidad estatal. Esto los tenía muy contentos porque la educación universitaria no afectaría la economía familiar.

Pero la felicidad no es completa ni para siempre. Algunos acontecimientos lo obligaron a cambiar de planes y volver a su país.

Acostumbraba a desplazarse a su trabajo, cuando las condiciones de clima lo permitían, en bicicleta para poder disfrutar del maravilloso paisaje, del aire y del placer de hacer ejercicio y de sentirse sano. Era un deporte que le fascinaba, pero una tarde de otoño, cuando las vías se cubren totalmente de hojas, avanzaba por la amplia carretera y, en un descenso pronunciado, colocó su cara contra los manubrios de la bicicleta, como había visto que  los ciclistas hacían en los descensos en Italia para tomar más velocidad. Veía pasar la hojarasca bajo los tubulares, y eso era lo último que recordaba.

La policía le explicó a su esposa que había una gruesa rama en la carretera. Seguramente no advirtió el peligro y terminó por estrellarse de bruces contra el pavimento. Los servicios médicos no tardaron en llegar, lo recogieron y lo internaron en el hospital más cercano, donde despertó once días después, sin acordarse siquiera de quién era él.

tres meses y medio duró la recuperación de su amnesia temporal causada por el golpe en la cabeza, y otros tres la rehabilitación para recobrar la movilidad en uno de sus brazos, que había perdido por la fractura de la clavícula y del cúbito y el radio. Aparte de sus dolores físicos, notó que los episodios de ansiedad habían vuelto, tal  vez por la estadía en el hospital o por la angustia de la pérdida de la memoria. Él trataba de ocultar los síntomas a su familia.

Afortunadamente, estaba cubierto por el seguro médico obligatorio. Esto le ayudó a no afectar sus ingresos, pues, mientras estaba cesante, recibió sus salarios por parte del seguro.

Apenas se había reintegrado al trabajo, cuando recibió la  noticia de la muerte de su madre, acontecimiento totalmente inesperado, porque doña Fulvia, aparentemente, gozaba de una salud envidiable. Fue algo repentino y doloroso.  Apenas el día anterior había hablado con ella por teléfono, como solía hacerlo casi a diario. Hablaron como siempre de la familia y del viaje que ella estaba planeando para ir a visitarlo. A ella le encantaba ir a las fiestas de Thanksgiving, la fiesta familiar de los americanos. Las visitas por esa época  le permitían a doña Fulvia ver a su nieto, evaluar de cerca el estado de salud de su hijo y disfrutar de los platillos tradicionales que se sirven en esa fecha; mientras que a él le concedían la oportunidad de conocer parte de la parentela, pues  algunos de sus hermanos con esposas e hijos acompañaban a su madre, llenándolo de alegría y de fotos para el álbum familiar.  

La muerte de su madre precipitó su regreso. Debía estar en las honras fúnebres, y debía despedir al ser maravilloso que fue su ángel; aquella que siempre lo cuidó y veló su cama  cuando de chico pasaba por las primeras crisis de su enfermedad. Aquella que siempre estuvo para ayudarlo o consolarlo en esas noches oscuras de miedos y de llantos, sin queja, llena de amor por todos sus hijos;  pero especialmente por él, tal vez por ser el menor o tal vez porque se identificaba con la bondad que él había demostrado desde pequeño, cuando pedía autorización a su padre para recoger, con algunos de los trabajadores más pobres, las sobras de las cosechas que repartía entre ellos, sin olvidar colocar algo en la portada para  la gente desempleada que pasaba por allí, o cuando sacaba su comida a escondidas para compartirla con los niños de los jornaleros. Estas cosas a ella la maravillaban. 

Hasta el día de su muerte toda la familia giraba en torno de ella, era la representante legal de los negocios familiares y, aunque había delegado la gerencia al mayor de los hermanos, siempre estaba pendiente de cada decisión que se tomaba, cuidando los detalles, pero sobre todo tratando de ser justa, aunque esto último no es fácil en los negocios.

Había llegado el momento de regresar, ese momento que durante los primeros años de exilio casi exigía y que su familia, de una u otra forma, siempre había postergado, velando por su bienestar, manteniéndolo lejos y desinformado o informado a medias.

El dolor de la partida de su madre, la ansiedad por regresar a su tierra,  junto con el frenesí por conseguir pasajes, empacar maletas, y todas las cosas que se presentan cuando tienes que salir de prisa, le causaron un malestar inesperado, vómito, dolor de cabeza, temblores en manos y piernas y dificultad para respirar.

Su esposa, preocupada, se comunicó con el médico que los asistía, quien le prescribió a él unas píldoras para controlar la ansiedad, debía tomarlas cada seis horas, y le recomendó que una vez llegara a su país buscara asistencia médica de inmediato, para evitar cualquier retroceso en su salud.

Después de tomar la medicina, empezó a sentirse mejor, pero su esposa definitivamente estaba muy  preocupada, tenía un mal presagio, un extraño nudo en  su estómago le anunciaba tiempos difíciles y hubiera dado la mitad de su vida por no tener que regresar. 

Llegaron a la capital.  Desde que salieron del aeropuerto agudizó sus sentidos, para observar cómo estaban las cosas que podía ver a través de la ventanilla del auto, y lo que veía lo perturbaba. La misma carretera, pero más congestionada, las mismas casas, las mismas gentes cabizbajas caminando con desconfianza. Vendedores ambulantes por doquier. Podía percibir las necesidades de esas gentes, podía sentir la angustia con la que se movían presurosos, parecía que nada había cambiado, es más, todo parecía estar peor.

Arribaron el día del sepelio. Solo tuvieron un par de horas para reunirse con su familia en la más dolorosa de las circunstancias y en el último lugar que hubiesen deseado para la reunión de su regreso: la sala de velación de una funeraria. Y, en el centro de esta, el féretro de su madre.

Fue muy doloroso abrazar a sus hermanos, en medio del llanto, la tristeza y la añoranza del abrazo que no podría sentir y que más había deseado.

Se abrazó al ataúd y lloró de la misma manera que lo hacía cuando sus fantasmas lo atormentaban y su madre lo rescataba del miedo y la penumbra. Fue una escena desgarradora, el sentimiento que acompañaba su llanto pronto se propagó por toda la funeraria e hizo que incluso a los empleados de esta se les llenaran los ojos de lágrimas. Nada ni nadie se atrevía a interrumpir ese duelo profundo, lloraba tristemente y todos lloraban con él, es más, todos lloraban por él. Así estuvo por más de media hora, hasta que cayó sobre las coronas de flores que habían colocado alrededor del ataúd. Corrieron sus hermanas y su esposa a levantarlo y a tratar de reanimarlo. Lentamente se reincorporó silencioso, con la mirada perdida en el infinito, sin ver nada, sin oír, sin sentir y así estuvo durante todo el sepelio. Incluso cuando la llevaron al crematorio, como había sido el deseo de ella, él permaneció en silencio.

Todos pensaron que con su llanto había descansado y le había podido dar el adiós a su madre, que por eso se veía más calmado, pero su esposa sabía que algo más había ocurrido. Lo abrazó, lo apretó contra ella y así lo sostuvo durante toda la ceremonia final, tratando de protegerlo de algo o de alguien externo.  Pero el problema estaba dentro de él, en  su cerebro, dentro de su corazón. La tristeza fue tal que se desmayó. 

Tres días después, despertó en la clínica. Su esposa, que estaba a su lado, lo miró con infinito amor. No dijo nada, tomó su mano y le acarició el cabello, se dio cuenta de que había reaccionado cuando él preguntó por sus hermanos.  Aunque estaba desubicado, ya se le veía en los ojos nuevamente la cordura. No preguntó por su madre ni por lo ocurrido en la sala de velación.

Le dieron de alta un día después y, bajo medicamentos, lo trasladaron a la casa familiar. Sus hermanos lo esperaban, todos se veían abatidos. Ahí estuvo por algunos días recuperándose.

Llamó por celular a su hermano mayor para pedirle que coordinará una visita a la hacienda, quería estar allí más que nada en el mundo, para recordar sus días de infancia, para recorrer los senderos internos llenos de cerezos y buganviles plantados por su madre. Quería ver cómo estaba la gente que trabajaba con ellos, personas humildes que se habían ganado su corazón por su lealtad, por su compromiso con la familia, porque siempre lo trataron con respeto y con especial cariño.

—Hermano, tenemos que hablar contigo. ¿Qué te parece si comemos todos hoy en la casa?, te llegamos a eso de las siete, ¿vale? —Escucho decir en el teléfono.

Esa respuesta lo intranquilizó. Algo no estaba bien. 

En el comedor, después de la cena, se quedó solo con sus hermanos y su esposa. Un ambiente triste y tenso se sentía desde la llegada de la primera hermana, la menor, pues había estado haciendo muchas preguntas sobre su salud, un poco más allá de lo normal. Un largo silencio se hizo después de recoger el último plato y elogiar por última vez la cena. Silencio que rompió su hermano mayor.

—Sabemos claramente de tu enfermedad, que a todos nos acongoja, hermano. Por eso te habíamos ocultado algunas cosas que son delicadas, lo hicimos también porque mi madre pidió que no se te contaran, pero, estando acá, debemos decirte todo.

En ese momento se enteró de que su familia no podía ir a la hacienda desde hacía mucho tiempo, puesto que habían recibido amenazas contra sus vidas y las de sus seres queridos por negarse a pagar una millonaria extorsión. Las autoridades habían capturado a algunos miembros de la banda de extorsionistas, quienes resultaron siendo trabajadores y extrabajadores de la hacienda unidos con grupos delincuenciales que operaban en la zona. Habían recibido también alertas de algunos empleados allegados sobre rumores en la vereda, confirmados luego por las autoridades, de que estaban planeando un secuestro contra algún miembro de la familia.  Ahora tenían que andar con guardaespaldas. Su madre había  estado muy mal desde que tuvieron que abandonar a escondidas la tierra donde ella había nacido y donde había crecido su familia, enfermando de tristeza. Lo sucedido le causó una hipertensión arterial, la enfermedad que a la postre se la había llevado.

Todos en el comedor estaban intranquilos, él había vuelto a ese estado cataléptico, con la vista fija en la foto de su madre. Cuando su esposa lo tocó en el hombro, volvió los ojos a sus hermanos, les agradeció que le contaran la realidad y les pidió que lo dejaran solo.

Se despidieron solicitando en voz baja a su esposa que los informará inmediatamente de cualquier cambio.

Era  increíble, la gente por la que él sufría los había traicionado, a ellos que más que jefes o dueños de la hacienda, fueron amigos. Pero creía firmemente que quienes habían cometido tal desafuero estaban obligados por el sistema, acorralados por la pobreza y que más que delincuentes eran víctimas.

—¡Hay que hacer algo por esta gente! —dijo.

Pidió sus cuadernos de notas, que su esposa  había guardado por años, y se encerró en su estudio, de donde solo salía a pedir algo de ayuda a su hijo con la redacción de lo que él llamaba “El Manifiesto Para el Cambio Social de la República”.

—Hijo, ¿crees que esto está bien escrito?

“1. Legalizar la producción, distribución y consumo de estupefacientes.”

—Padre, está bien escrito, ¡pero es una locura!, aunque…

—¡Mira al siguiente, hijo!

“2. Establecer un sistema de educación integral, basado en las habilidades del individuo, cuyo costo deberá ser financiado por el Estado, con los recursos que genere el rubro de estupefacientes.”

—En esto podemos estar de acuerdo, padre, pero…

—¡El que sigue, hijo! ¡El que sigue!

“3. Reformar la Justicia. Los jueces deberán ser elegidos por votación de una lista de abogados con las más altas calificaciones éticas y morales, establecidas por las tres mejores universidades del país. Se eliminarán las cárceles, que se sustituirán por granjas de resocialización.”

En este punto, su hijo ya no reaccionaba. Solo le miraba impávido y si le corregía algo era de la forma, no del fondo.

“4.Las tierras no productivas se apropiarán para la gente de escasos recursos, a quienes se les adjudicarán en número no menor a dos hectáreas. Junto con la tierra se les proveerá de insumos y de asistencia técnica por parte del Estado.”

“5. Reformar el ministerio de obras públicas, que será el encargado de la construcción de vías, puentes, hospitales, escuelas y demás infraestructura necesaria para el desarrollo del país. Los contratistas y la tercerización serán excepcionales, y sólo autorizados cuando el Estado demuestre no tener la capacidad real de realizar la obra para la que se contratarán.”

“6. A quien se le compruebe algún caso de corrupción, sin importar la cuantía, se le expropiaran todos sus bienes y solo podrá acceder a trabajos remunerados con el salario mínimo.”

“7. Ningún impuesto podrá ser superior al 12 %, pero a quien se le compruebe que manipula la información para su cálculo o se le compruebe la evasión se le expropiará su patrimonio y solo podrá acceder a trabajos con el salario mínimo”

Continuó con muchas otras propuestas, cada una con sustento y explicación detallada, para mejorar (en su opinión) las oportunidades para el pueblo, y desestimular la avaricia de una clase política corrupta.

Pidió a su hijo que imprimiera en alguna editorial cien ejemplares del escrito, sin que apareciera su autoría.

Buscó entre sus amigos, algunos dedicados a la política. Halló un representante a la cámara que aspiraba a la reelección y un candidato a la alcaldía de un pueblo cercano a la hacienda, con los que se comunicó y les propuso un encuentro para hacerles una contribución a su campaña.

Se reunieron con los citados y él les entregó el manifiesto.

—Es la mejor contribución que les puedo hacer —les dijo—, es una recopilación de cosas importantes que se pueden hacer para cambiar la política de una manera radical, favoreciendo  a los pobres. —Ellos la hojearon sin ningún interés.

—Pero, doctor, está bien lo del librito, vamos a leerlo cuidadosamente, pero para hacer política necesitamos recursos, dinero. ¿Con cuánto nos va a contribuir usted?, ¡y perdone lo directo!

—¿Dinero?, no. Realmente no he pensado en hacer donaciones, ¿saben?, el dinero que tengo lo voy emplear en un hogar de paso para desprotegidos.

—Ok, mi doctor, vamos a ver qué se puede hacer con esto —dijo uno, mostrando el manifiesto. Se levantó de la silla y ofreció su mano para despedirse.

—Fue un placer, ¡pronto nos comunicaremos! —dijo el otro y salieron presurosos de la casa.

—¡Qué tal este hijueputa! Linda contribución, ¡un marica manifiesto!, ¡ja!, ¿qué estará pensando el pendejo?

—¡Al menos cenamos como a usted le gusta, mi doctor! ¡Gratis! —Y rieron divertidos con la ocurrencia.

Se fueron y no se preocuparon siquiera por abrir el panfleto; lo tiraron en cualquier caneca.

Él iba a cuanta reunión política podía para tratar de entregar su manifiesto, confiado en que algún político lo leyera y se comprometiera con su causa.

Escuchaba de principio a fin las disertaciones de políticos mediocres, que enfocaban sus discursos en hablar mal de los contradictores sin hacer propuestas serias ni coherentes para mejorar el sistema.  ¡Y lo peor era la gente! Aplaudían cualquier babosada, aplausos que daban paso a los aspirantes a algún cargo público que gritaban: ¡Viva mi doctor fulano de tal! Abajo los… cualquier cosa.

Y así sucedió de reunión en reunión, sin interesar la filiación política o la ideología. Todo era lo mismo, todos eran iguales, políticos ávidos del poder, sin ideas y sin planes de gobierno. Algunos le recibían su panfleto, pero pocos lo ojeaban y quienes lo hacían pensaban que el pobre tipo estaba loco.

Se desplazó a otras ciudades donde había  manifestaciones de algún candidato del partido gobiernista, en una de ellas logró hacerle llegar el manifiesto a uno de los integrantes de la comitiva del candidato.  Después de ser revisado por los de seguridad, el panfleto llegó a las manos de uno de los miembros del partido, quien lo abrió y leyó parte de la primera página.

—¡Qué malditos!, no hallan cómo introducir sus estúpidas ideas de oposición —, dijo y lo rompió ahí mismo en la tarima, delante de todos los presentes, incluido el autor.

Llegaron por esos días dos candidatos presidenciales, pero él ya estaba cansado de la misma situación, ya no comía, ya no dormía y se sentía descorazonado. Su esposa, para tratar de animarlo, se ofreció a ir con él para tratar de entregar el manifiesto.

La primera candidata era una dama bastante inteligente y carismática, pero que no tenía el suficiente peso político para llegar a la presidencia. Los cordones de seguridad de la aspirante eran casi impenetrables. Su esposa se adentró en una fila de gente que subía, después de ser revisada minuciosamente, para saludar a la candidata. Le entregó el panfleto y le dijo: por favor léalo, es la vida de mi esposo la que está acá.

El segundo, un candidato de oposición, estaba con esquemas de seguridad por todos lados, pues se temía por su vida. Después del discurso y de los vivas, nuestro personaje trató de acercarse cuanto pudo, y lanzó con fuerza hacia la tarima algunos de sus panfletos. Fue rápidamente desalojado con violencia de la parte central de la plaza pública. Golpeado, humillado y abatido, llegó a su casa y tomó un baño. Se quedó profundamente dormido.

En la plaza, el candidato, al bajarse de la tarima, vio un panfleto en el suelo, lo tomó y lo guardó en el bolsillo de su saco.

Al cabo de dos días de sueño casi ininterrumpido, nuestro buen sujeto se despertó, pidió un café y su medicina. Sonó su celular, tomó la taza  y contestó la llamada.

—Hermano —escuchó al otro lado de la línea—, ¡tengo que contarte algo!

Era su hermana mayor. Distraído, salió al antejardín hablando con su hermana, quien le hablaba de la posibilidad de ir de incógnitos el fin de semana a la hacienda. Esto lo alegró mucho, iba a agradecer a su hermana por todo el trabajo que se había tomado para hacer posible la ida, cuando sintió que le rapaban el teléfono de la oreja. Vio a alguien corriendo con su teléfono y luego escuchó tres disparos. Notó caer a quien corría. Miró su celular rodar por el piso. Una de las personas que lo cuidaba, por las amenazas de secuestro, sostenía una pistola que aún humeaba por el cañón.

Corrió al lado de quien estaba tirado, un muchacho de unos quince años, moreno, delgado, con el pelo ensortijado, vestido con harapos, cubierto de sangre. Se arrodilló y lo abrazó llorando, y limpió con sus manos el hilo de sangre que corría por su cara.

—¡Maldito! —dijo, dirigiéndose a quien había disparado—, ¿valía un miserable celular la vida de este niño? ¿Lo valía?

Salió corriendo a golpear al guardaespaldas, quien solo se cubría del violento ataque de ese ser que se había transformado en un segundo en un loco, un energúmeno que tiraba golpes con pies y manos de manera desesperada.

Lo dominaron entre cuatro hombres y lo llevaron adentro. Se sentó, puso su mirada en la foto de su madre, y su mente quedó en blanco. Ya no era un ser, era un ente.

Los médicos hablaron con su familia, les dijeron que debido a las condiciones mentales del paciente, aunados con el trauma craneal que había tenido algunos meses atrás y el shock que produjo el último suceso, él había quedado en un estado vegetativo permanente, y  no podían darles muchas esperanzas sobre su recuperación.

Desolados, esposa e hijo se sentaron en la sala. A pesar de que temían una reacción así, conservaban la esperanza de que eso nunca sucediera.

Encendieron la televisión, como solía hacer él en la hora de los noticieros, y estaban entrevistando a un candidato que se perfilaba como posible ganador de las elecciones.

—Entonces, candidato, ¿han cambiado la plataforma política de su partido?

—Tanto como cambiarla no, pero sí hemos hecho algunos ajustes que nos permitirán construir un país más igualitario, más justo, con mejores posibilidades para todos, especialmente para la gente de a pie, del ciudadano común y corriente. Esto va a ser revolucionario, en el mejor sentido de la palabra. Y permítame, mi querida periodista, hacer un llamado urgente. Si usted escribió “El Manifiesto Para el Cambio Social de la República”, o sabe quién lo escribió, por favor comuníquese con nosotros, déjenos saber quién es, lo necesitamos en nuestro equipo de trabajo. 

Madre e hijo se abrazaron.

—¡Qué maldito destino! —, dijo ella.

Fotografía tomada de pixabay.

 

 

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