Por Adolfo Ochoa Moyano
Lleva muerto más de un año, pero es la primera vez que estoy de pie frente a su lápida desde que lo enterramos. Sé y no sé qué hago aquí. Vine a preguntarle por qué nunca conocí realmente quién era, aunque no sé por qué le estoy preguntando a una loza de mármol ni sé por qué estoy temblando, mientras la voz no me sale.
«¡Malparido!», es lo único que puedo decir en voz alta. No le gustaba que dijera groserías. Nos seguía regañando a mi hermano y a mí, incluso después de que se había ido de la casa y nos encontrábamos en navidad o cuando uno de nosotros cumplía años.
La última vez que lo vi, antes del accidente, fue cuando mi abuelo cumplió ochenta años. Ese día hasta bailó con mi mamá y tomó bastante trago sin ponerse pesado. Lo vi sonriente como pocas veces. A la mitad de la noche arruiné todo cuando me puse a bromear y terminé el chiste con una carcajada y diciendo «ay, hijueputa». Apenas me escuchó, se le puso la cara como de piedra. Esa noche ya no me habló más. Con mis modales lo hice quedar mal frente al papá y los hermanos.
«Malparido mentiroso, hipócrita», le digo a la tumba con los dientes apretados y los nudillos blancos. Odio al tipo que lo atropelló porque por su culpa está muerto y ahora no puedo soltarle un puño en la nariz.
Yo mismo estoy sorprendido de haber venido hasta acá. No sospeché que pudiera sentir tanta rabia contra un tipo al que, en el fondo, no conocía de verdad. Se fue de la casa cuando yo tenía trece años y mi hermano diez. Ni siquiera se despidió de nosotros.
Estábamos acostumbrados a sus ausencias. Por esa época él escribía crónicas para un periódico local y pasaba semanas afuera haciendo reportería, hablando por horas con desconocidos, pero sin hablar mucho con nosotros.
Un día, simplemente, no regresó. No fue a empacar la ropa. Hacía mucho tiempo que no tenía grabadora ni cassettes en la casa. Llevaba semanas sin escribir en el comedor, como acostumbraba. Recuerdo que, cuando todos dormíamos, se escuchaban las teclas sonar y las botellas de alcohol besando vasos. Luego de un tiempo, mi mamá nos dijo que se habían separado y que cuando él se ubicara en un nuevo apartamento íbamos a pasar a visitarlo.
Con los días, su huella en la casa se fue desvaneciendo. Un día ya no estaba su cepillo de dientes en el baño. Una tarde volví de estudiar y ya no estaban sus libros, otro día ya no encontré el radio de colores pastel en el que sintonizaba las noticias por la mañana. Yo lo usaba para escuchar música porque reproducía CD.
Luego de un tiempo, no quedaba más que el fantasma de su presencia, así como el diploma del premio de periodismo que se había ganado hace tantos años, colgado en la pared de la habitación en donde dormía con mi mamá. Me preguntaba cómo es que no se lo había llevado si era uno de sus mayores orgullos. Podía empapelar el edificio con recortes de prensa de lo que había escrito, pero lo único que valía la pena enmarcar era ese diploma; nunca se lo llevó.
Ganó ese premio cuando yo todavía no había nacido. Había escrito una serie de relatos sobre cómo era la vida en Siloé. Estuvo viviendo allá y escribió crónicas de asesinatos, de cadáveres descuartizados, de horrores que parecían sacados de un libro de terror.
Siempre que veía ese diploma me imaginaba que era mi nombre el que estaba allí. Que yo era el que había golpeado el clavo con el martillo y había colgado el marco. Que yo había escrito esa crónica y la había publicado en un periódico famoso. Que habían dicho mi nombre y me ponía de pie, en medio de un auditorio lleno de gente rica, famosa y poderosa. Que yo había sido tan valiente como él y estuve metido en ese barrio, mezclado entre sicarios, oliendo la muerte en el aliento de los asesinos. Por años, cuando llegaba del colegio, me quedaba mirando el diploma, como hipnotizado.
Un viernes, pocos meses después de que se había vuelto un fantasma, encontré la crónica. Mi mamá nos había pedido que sacáramos todo lo que ya no utilizáramos porque iba a botar lo que no sirviera. Escarbé en el mueble donde se guardaban los libros desde que tengo memoria. Detrás de una enciclopedia de portada roja, a la que le faltaban varios tomos, encontré una carpeta llena de recortes de prensa.
Jamás la había leído. Escuchaba en alguna reunión familiar que hablaban de ese tema, pero recuerdo que cuando le preguntaban por Siloé, él apenas se reía, sacudía la cabeza y cambiaba de tema.
Me guardé el folder entero. En la noche, cuando estaba solo en mi cuarto, cerré la puerta y empecé a leer. Parecía escrita por otra persona. No reconocí su voz en ese periódico. Quien escribió esa crónica no parecía el mismo hombre que me daba la mano para saludarme y nunca un abrazo.
Aunque la nota estaba firmada por él, me parecía que ese hombre tan roto por el dolor de los otros, tan impotente, tan herido, era un homónimo. Ni siquiera en mis fantasías imaginé que tenía esa capacidad de reconocerse en otros y sufrir con ellos. Jamás vi una grieta que revelara eso en su interior.
Mis tardes de álgebra, química, física y cosas que no me interesaban solo eran llevaderas porque después tenía tiempo de releer la crónica y armar el rompecabezas de ese hombre que me era tan extraño, aunque viví con él mis primeros trece años.
Era fascinante ver el mundo a través de sus ojos y tratar de adivinar qué estaba pasando por su cabeza, por ejemplo, quería saber qué opinaba del estreno de la nueva versión de Godzilla o si ese año votó por Pastrana o por Serpa.
Pasaron días y días de llegar del colegio, resolver algún problema de cálculo, leer la crónica y mirar el diploma. Una mañana me vi al espejo y lo vi a él. Una sombra de bigote se notaba sobre mi labio superior. Me preguntaba en qué otra cosa me parecía a él, además del rostro.
Solía llevar una libreta en la que anotaba ideas que se me ocurrían sobre cómo podría ser mi desconocido íntimo cuando yo no había nacido. En mi mente, si no hubiera sido mi papá, creo que podríamos haber sido amigos. Yo podría admirar al tipo que escribió sobre Siloé. Fantaseaba que le gustaba la misma música que a mí. Que teníamos los mismos libros en la biblioteca.
No perdía oportunidad de interrogar a mi mamá sobre ese ser. Ella me contaba un detalle un día y otro detalle una noche, pero nunca parecía cómoda pisando el jardín del pasado. Hablaba de esos años casi sin emoción, como cuando me contaba que la modista había remendado mal un vestido suyo, por lo que ya no lo quería usar.
Me dijo que siempre había por ahí libros de Raymond Chandler y música de Led Zeppelin. Durante casi todo mi bachillerato ahorré cada peso que me daban para comer en el descanso, me quedé con cada vuelto cuando tenía que hacer un mandado. Si podía ganar dos pesos empacando mercados en el supermercado de la esquina o haciendo encuestas para una agencia de publicidad, no me lo iba a pensar dos veces.
Gasté todo mi capital en un equipo de sonido, música y libros. Novelas negras, reportajes, crónicas. Si mi mamá lo había nombrado, yo hacía lo que fuera por encontrarlo y devorarlo.
Para cuando terminé el colegio, no había nacido alguien que me pudiera convencer de estudiar en la universidad una carrera distinta a periodismo. Nunca fui el más destacado de la clase, pero jamás me llamaron mediocre, solo quería ir más rápido.
Cuando iba en la mitad de la carrera, matriculé la clase que dictaba el jefe de redacción del periódico en el que mi papá había trabajado antes. Tuve que verla dos veces más porque nunca ganaba el parcial final, que era escribir una crónica.
Al llegar la hora de buscar prácticas, hablé con mi profesor y aceptó sin muchos reparos. Me asignó al área de entretenimiento, sentado a muchos escritorios de distancia del que ocupó él décadas atrás.
La vida en la redacción era brutal. Todos los días duraban dos y tres veces más, pero los viernes eran los peores. Nunca llegaba a casa antes de la medianoche. El tiempo pasa rápido cuando no tienes reloj. Después de seis meses a ese ritmo, tenía un tiquete de ida al infierno y la promesa de ganar poco, trabajando el doble que antes.
Empecé cubriendo los temas de ciudad que a ningún periodista le interesaban porque no iban a estar en la portada. Los años de leer lo que él leía y de tratar de seguir sus huellas se habían filtrado en mis músculos. Empecé a colarme en primera página, hasta que llamé la atención del editor judicial.
Veinte años atrás habían trabajado juntos y le gustaba la idea de tenerme bajo su ala, ahora que mi papá llevaba tiempo dedicado a consultorías y no hacía más periodismo. Yo sentía que estaba asistiendo a una cita con mi destino. Finalmente, tenía al frente la montaña que tenía que escalar para ver el mundo a la misma altura que él.
No fue sencillo convencer al editor de que volviéramos sobre una crónica escrita dos décadas atrás. Pero por muy dura que sea la roca, veinte años no pasan en vano y accedió a que yo volviera sobre los pasos de mi papá para reescribir el que había sido el mayor éxito de su vida.
Era muy ingenuo pensar que podría encontrar a todos los que prestaron sus rostros para que un reportero los retratara con sus palabras, sin embargo, decidimos que ese iba a ser el punto de partida de mi artículo.
El editor propuso que invitáramos a mi papá a una reunión para que sirviera de consultor, pero me negué rotundamente. Tenía que entrar al barrio y escribir la historia por mis propios medios o no tendría sentido alguno. Además, sabía que no aceptaría algo así. Ni siquiera estuvo en la ceremonia de grado cuando me hice periodista.
Desde que terminé la universidad, había tenido una vida social entretenida, aunque bastante limitada. La mayoría de mis relaciones giraban alrededor del periódico y de sus horarios, pero cuando iniciamos el proyecto de la crónica no podía interesarme en nada más.
Antes, si no tenía turno el fin de semana, el viernes, a la hora que fuera, íbamos en grupo a tomar una cerveza. El sábado me quedaba en el apartamento de una de las fotógrafas. Ya llevábamos un par de meses de una relación secreta a la que ninguno le ponía demasiado entusiasmo, pero que nos servía para liberar las tensiones del periódico.
Cuando empezamos a trabajar en Siloé, de repente volví a ser ese muchachito que miraba el diploma que su papá dejó colgado en la pared cuando se fue. Después de acabar la página del día, a la hora que fuera, salía para allá para encontrarme con una chica que trabajaba con la Iglesia, dando comida y refugio a habitantes de calle. En Siloé la gente la conocía y confiaba en ella. Esa mujer era mi portal para entrar al barrio y para asomarme al pasado.
Luego de un par de semanas de ir y venir, logré que me presentara a Montoya. Era uno de los líderes más viejos del barrio y eso lo hacía una rareza, porque antes de tener cédula ya era un curtido lugarteniente en una de las pandillas más violentas del sector, librando una guerra por el cuidado de unas calles en donde creían que eran reyes. La primera vez que nos vimos casi me le voy encima para abrazarlo.
Él había pasado la mayor parte de su vida en el barrio y yo estaba seguro de que era quien iba a guiar mi camino. No me dejó acercarme mucho y con un gesto de amargura, que se me antojó extraño, me dijo que me veía igual que mi papá por esos años. Se habían conocido, aunque no muy bien. Me contó que le hizo un par de favores mientras estuvo trabajando allá, pero quien realmente lo conoció fue Pie. Su nombre real era Oswaldo, le decían Pie porque siempre les disparaba allí a sus víctimas antes de escapar, una suerte de marca registrada. Nunca supe cómo es que mi papá dio con él, pero Montoya me dijo que eran inseparables. La casa de Pie fue la de mi papá por unas semanas mientras trabajaba.
Las historias de Montoya y Pie eran parecidas. Nacieron soldados de una guerra que no entendían y que no daba muchas opciones más que matar o morir. Montoya mató y no murió. A pesar de que los pecados se le veían en los ojos, me decía que estaba dedicado a purgar cada uno hasta el día que dejara de respirar.
La de Pie tenía tintes de tragedia, por lo que me contó Montoya. Aunque tenía la sangre de un reptil y la puntería de un gamín, en su casa había libros y revistas desde el piso hasta el techo porque su mamá era profesora de español en una escuela del oriente de la ciudad.
Cuando aún era niño, una bala perdida mató a su mamá y a Pie lo terminó de criar la calle. Era temerario como pocos, pero Montoya juraba que no era un matón de verdad y que lo único que quería era largarse de allí para no morir en la calle como la mamá. A los 14 años, Pie cruzó una frontera prohibida y le dieron dos tiros en la barriga. Tuvo suerte y no murió. Casi no puede volver a caminar, pero su reputación no se marchitó enseguida. Por su cama de enfermo pasaron algunos de los que seguían afuera defendiendo la cuadra con la intención de pedirle consejo para eliminar a un rival.
Montoya hablaba de Pie con una mezcla de respeto y resentimiento, como si se tratara de un hermano mayor. Cuando le dispararon, pasó a verlo varias veces y se ponían a conversar. La tía de Pie les daba jugo de guayaba y le decía que no lo hiciera reír, que se desprendían los puntos. Eso los hacía reír más.
Se quedaban hablando tanto tiempo que Pie terminaba por contarle a su vecino, casi como una confesión sacramental, que cuando era muy pequeñito la mamá le leía artículos de una revista en español de nombre en inglés y también cuentos. Se acordaba de uno de un soldadito de plomo, pero no había encontrado ese libro en la casa y eso que la había revolcado de arriba a abajo.
Las heridas curaban bien, pero lento. A Montoya le parecía que entre más tiempo pasaba, Pie se iba volviendo otro. Entre más carne regeneraba, menos se le notaba esa mirada de depredador hambriento y ya casi no tenía los músculos tensos como un gato, alerta siempre, listo para huir.
Mientras se recuperaba se sumergió en la biblioteca que había en la casa. Aunque me confesó que jamás los leyó, Montoya empezó a llevar libros prestados cada vez que iba de visita y lo mismo empezó a pasar con otros. Pie, igual que cuando disparaba, daba en el blanco con sus recomendaciones literarias.
Yo escuchaba boquiabierto las historias de Montoya sobre Pie. Hablaba de él con reverencia, pero también con amargura. Cuando le pregunté cómo lo habían matado, se puso pálido como la mesa blanca de la panadería en donde estábamos tomando una gaseosa y ya no quiso hablar más.
Insistí en hablar de Pie. Mi mente era una locomotora descarrilada. Necesitaba saber más sobre él. Necesitaba entender por qué no había una sola letra sobre él en la crónica. Tenía que encontrarlo de alguna manera, así estuviera muerto. Necesitaba jalar la pita hasta desenredar la madeja.
No hubo manera de que Montoya me diera más información sobre la tía de Pie. Tuve que dejar de presionarlo porque se estaba poniendo hostil conmigo.
Esa noche no pude pegar el ojo. Volví al apartamento y estuve leyendo hasta que salió el sol. Por la mañana, había decidido que ya había avanzado demasiado y que tenía que jugármela si quería llegar al final. Sabía que solo mi papá me podía lanzar una cuerda para salir de esa arena movediza.
Llevábamos un tiempo sin hablar, así que se sorprendió cuando lo llamé antes de desayunar y le dije que necesitaba verlo lo más pronto posible, aunque no le dije de qué se trataba. Nos citamos el fin de semana en una cafetería. «Terreno neutral», como lo llamó. Dijo que era un chiste, pero ninguno se rio.
Nos apretamos la mano, nos sentamos y le conté del proyecto en el periódico. No esperó a que el café que habíamos pedido llegara a la mesa. Se levantó como si tuviera un resorte en las nalgas, se acercó a mí con los ojos inyectados de sangre y la cara convertida en una máscara deformada por la ira. Apenas susurró, pero su voz sonó como una campana resquebrajada que me dejó sordo unos segundos: «¿Quién carajo te dijo que te metieras allí? Deja esa mierda quieta, hijo de puta». Luego se fue, dejándome allí, petrificado, con un abismo sin fondo en el estómago.
Después de eso, por un par de semanas, me dediqué a las notas cotidianas, tratando de no pensar en Siloé ni en Pie. Cuando recordaba esa mañana en la cafetería con mi papá, sentía ganas de llorar. Aunque quise distraerme, era imposible sacarme de la cabeza ese día y la reacción que tuvo. No podía dejar de ver sus ojos como dagas, tratando de atravesar mi cráneo para dejarme tirado en el suelo. En la mente no paraba de darme vueltas qué era eso que quería que dejara en paz.
Entre más intentaba darle sentido a todo, menos comprendía. Lo único seguro era que la clave de todo era Pie. Un día, después de dormir ocho horas, desayunar como si fuera mi cumpleaños y darme un duchazo, emprendí su búsqueda. Se me ocurrió que la misma chica que me llevó a Montoya me podía llevar a la tía de Pie y no me equivoqué. Se había ido del barrio poco tiempo después de que un sicario dejó a su sobrino tirado en un andén, cuando estaba cerca de la casa, pero ella seguía yendo de vez en cuando a la misma iglesia.
Varios domingos fui a misa en su búsqueda, hasta que la chica me la señaló cuando entró. La esperé al final y le dije quien era. Al principio no quería saber de mí, pero le dije que quería hablar de Pie y entonces accedió. No le dije de quién era hijo porque ya no estaba seguro de nada, no sabía cómo podía reaccionar. Cuando empezamos a hablar, hizo énfasis en que Pie no era el hombre que todos creían. Era verdad que había tenido que jalar el gatillo, pero es que cuando mataron a la mamá los dos se quedaron solos. Del papá ni ella sabía, su hermana nunca se lo contó, así que Pie tuvo que sacrificar su adolescencia y cualquier futuro que pudiera tener por un plato de lentejas.
No pudo evitar el llanto cuando recordó que su sobrino soñaba con ser como el señor ese de los libros que viajaba mucho. «Marco Polo», le dije yo. «No, no», me respondió, «es uno que fue tan lejos que lo secuestró una gente pequeñita». Gulliver. Pie amaba los libros. La mamá lo crio así.
Era apenas un mocoso, pero sabía leer con consciencia y disciplina. También podía garabatear historias. En las clases de la primaria, cuando había que escribir, lo hacía con gusto y con habilidad. Nadie más que su mamá vio su talento. Le regaló un cuaderno con manchas blanco y negro, como las de las vacas, para que escribiera lo que quisiera allí.
La tía me contaba que antes de que el infierno se tomara sus vidas, Pie se la pasaba con el cuaderno y muchas veces la buscaba para leerle en voz alta las historias que se inventaba. Las adaptaba de los libros que leía, a veces de Sherlock Holmes, a veces de Julio Verne. Dejó la costumbre de escribir cuando mataron a su mamá.
Solo años después, cuando lo hirieron en la barriga, volvió a escribir. Mientras se recuperaba, insomne por el dolor, pasaba noches en vela, acabando lapicero tras lapicero, cuaderno tras cuaderno. Ella nunca leyó lo que había allí y no sabía qué contenían esas páginas, sin embargo, había guardado algunas en cajas y se las había llevado cuando se fue del barrio.
Cuando le pregunté por su relación con Montoya, enseguida arrugó la nariz como si le hubiera llegado un mal olor. Nunca supo bien por qué, pero había algo que no le gustaba de él, le parecía que su cariño por Pie era otra cosa, algo oscuro. Un sentimiento, sí, pero uno putrefacto que no sabía qué era y que él mismo confundía con amistad.
Acordamos encontrarnos para conversar otra vez. Mientras tanto, traté de concentrarme en el periódico y sacudirme la nube de incertidumbre que tenía sobre la cabeza desde la última vez que había visto a mi papá. Cada vez que recordaba eso sentía vértigo, pero tenía que llegar hasta el final de ese asunto.
Yo estaba en la redacción y estaba por salir a almorzar cuando entró la llamada de mi hermano. No recuerdo qué palabras usó, solo esa urgencia en su voz que me puso los pelos de punta. Cuando terminó de hablar yo me quedé en silencio. Los sonidos a mi alrededor se fueron difuminando hasta que solo escuchaba mi propia respiración, sentí que la vista se me nublaba y la lengua se enredó en mi boca.
Tuve que cerrar los ojos y viajar hasta el fondo de mi cabeza. En mi cerebro busqué las vocales, luego las consonantes, luego las comas, luego los puntos. Armé una frase y la empujé hasta mi garganta. Sin que me temblara la voz le dije que sí, que ya iba para la clínica. Que me esperara.
Ya estaba muerto cuando llegué. Había estado tomando y parece que salió por más trago. Un tipo se lo llevó por delante con el carro. Unos vecinos lo levantaron del andén y lo llevaron en un taxi hasta el hospital. Estaba en la mesa de cirugía cuando falleció. Tenía el cuerpo destrozado.
Cuando lo enterramos, yo no estaba deshecho como se supone que debería estarlo, pero tampoco sentía demasiado remordimiento por eso. Nadie lo estaba, ni siquiera mi mamá o mi hermano.
Traté de volver a trabajar, pero en el periódico pausaron la crónica y me obligaron a tomar vacaciones para pasar el luto. Aunque no lo extrañaba, no podía dejar de pensar en él. A veces era demasiado, tenía muchas preguntas y ni una sola respuesta. Me confesé a mí mismo que necesitaba un descanso y me tomé un par de periodos que tenía acumulados.
Luego de un tiempo, visité a la tía de Pie para contarle que mi papá había fallecido. Fuimos a tomar café y allí le dije la verdad sobre que yo era su hijo. Desde entonces empecé a visitarla con alguna regularidad. Por años había trabajado como enfermera en un hospital. Le gustaba contarme historias de ese tiempo y a mí me gustaba escucharlas.
Habíamos desarrollado una suerte de amistad, basada en memorias de épocas pasadas. Poco a poco empezamos a hablar otra vez de Pie. Un día, luego de unos meses, me propuso que leyera sus cuadernos. Ella no se atrevía a hacerlo, pero no quería que esa parte de su sobrino desapareciera. Era lo único que quedaba de él y, cuando ella ya no estuviera, no podía dejar que se desvaneciera.
Por un segundo dudé si debía aceptar. Llevaba tiempo tratando de no revolver esa sopa, pero Pie era como una piquiña en la espalda que no me podía rascar, sabía que no iba a estar tranquilo hasta que lo hiciera, así que dije que sí. En una semana, después del trabajo, iba a pasar por su casa.
Los tenía amontonados, con los viejos libros de su hermana, en un baño de la casa que no servía. Hacía algunos meses un tubo se había reventado y muchos de los cuadernos estaban arruinados.
No fue fácil, pero al final pude rescatar unos tres. Los llevé a mi casa y en la noche abrí el primero. Estaba escrito con tinta azul, su letra estaba levemente inclinada hacia la derecha. Había pasajes enteros que no podía descifrar, pero era evidente que tenía un talento deslumbrante para escribir.
Me parecía que se cortaba las venas y sangraba sobre esas páginas. No era un estilo pulido, pero sí muy auténtico. Aunque llevaba muerto veinte años, sentía que casi podía escucharlo contar cómo era despertarse todos los días en la quinta paila del infierno, con la única certeza de que ese podía ser su último día vivo.
Para cuando llegué a la tercera página, un zumbido en los oídos me mareaba y el abismo en mi estómago había vuelto. Tenía los ojos como platos y sentía la boca llena de algodón.
Cerré el cuaderno. Si no hubiera estado en mi cama, me habría ido al suelo. Sacudí la cabeza, tomándomela con ambas manos. Tenía una prensa sobre las sienes. Mi cerebro era una piscina de alquitrán en la que me estaba ahogando. Estaba teniendo una pesadilla: era la única respuesta que encontraba lógica en ese momento.
El zumbido en mis oídos aumentaba. Abrí otra vez las páginas y volví sobre cada párrafo. Una vez, dos veces. Tres veces. No era presa del delirio: esa voz ya me había hablado antes. La conocía como a la voz de mi propia consciencia. Por años había llegado del colegio, había sacado el folder y había leído lo que estaba leyendo en ese momento.
No eran pasajes exactos, había sido lo bastante astuto como para hacer variaciones, pero entre más me sumergía en los cuadernos, más encontraba la crónica. Había forzado parte de su propia esencia, tratando de pararse encima de Pie, pero era imposible borrarlo, ahí estaba su alma, no había manera de distorsionarla.
Yo seguía leyendo. Leía y más rápido giraba el planeta. Leía, más vueltas, más vértigo, el mareo, la náusea. Quería vomitar y no podía, quería llorar y no lloraba. Leía, sentía fiebre, cansancio. Sentía el cuerpo como si fuera de plomo, necesitaba dormir. Caí como desmayado.
Desperté en un charco de mi propio sudor. Agarré los cuadernos otra vez con la estéril esperanza de que, con el pasar de la noche, hubiesen cambiado su contenido, que no tuvieran las historias de Pie sino recetas de cocina o la mala novela de un escritor fracasado.
Repasé las páginas tantas veces que veía borroso. Todo seguía estando allí. No pude comer nada. Me di un baño y llamé a la tía de Pie para citarla en el café de siempre. Cuando nos vimos, enseguida le pregunté sobre él y mi papá. Le pregunté por los cuadernos.
Me dijo que sí, que los veía juntos, leyendo lo que había allí y discutiendo, pero que jamás se acercó demasiado como para saber de qué hablaban. Me dijo que después de que mataron a Pie, mi papá fue a verla y le preguntó si había más cuadernos en la casa. Se lo preguntó tan descompuesto, con tal desespero que, por instinto, ella le mintió.
La fiebre de nuevo. El vértigo. Me faltaba el aliento. Casi la agarro por los hombros cuando le pedí que me contara sobre la muerte de Pie. Lo habían baleado afuera de un estanco, que quedaba a unos metros de su casa, cuando estaba tomando una cerveza una noche de calor infernal. Los disparos fueron varios, de frente, a quemarropa. No llegó vivo al hospital.
Del asesino no tenía pista. Yo le pregunté cómo es que alguien había podido abrir fuego y huir del barrio en el que Pie aún era emperador. Levantó los hombros, incapaz de darme otra respuesta. Le estaba preguntando a la persona equivocada.
Había perdido el rastro de Montoya hacía mucho, pero pude averiguar dónde estaba, igual que hice con la tía de Pie. Era reciclador en el centro de la ciudad. Mientras iba a buscarlo, mentalmente trataba de armar el rompecabezas. Me parecía que la pieza que faltaba estaba en frente mío, pero todavía no podía verla.
Montoya debió haber visto algo en la expresión de mi cara cuando llegué. Salió casi trotando de la bodega donde trabajaba, me pidió que habláramos atrás, en un callejón estrecho y solitario.
«¿Quién lo mató?», le escupí enseguida. No me veía a los ojos, tenía la mirada clavada en el suelo. Me pareció que se estaba encogiendo frente a mí.
Le pregunté de nuevo, pero ya sabía la respuesta. La pieza que faltaba encajó y pude ver la imagen del rompecabezas completa. Pude dar un paso atrás y contemplar todo el panorama. Era como ver un enorme vitral que contaba toda la historia. Luego, cuando Montoya me contestó lo que yo ya sabía, se hizo añicos con el estallido de un trueno.
«Tu papá», dijo muy bajito. Ya no pude contenerme: esos meses de preguntas que se fueron pudriendo dentro de mí, de revivir ese día en la cafetería con mi papá, de leer los cuadernos de Pie, todo se revolvió en mi estómago. Me doblé, puse las manos sobre las rodillas y dejé salir toda mi náusea. Un hilo de baba y bilis quedó colgado de mi labio inferior. Lo limpié con el respaldo de mi mano, viendo a Montoya temblar al frente mío. No necesité preguntarle quién había jalado el gatillo. Todo encajaba como un Lego macabro de plagio y asesinato. Todo orquestado por mi papá.
Lleva muerto más de un año, pero es la primera vez que estoy de pie frente a su tumba desde que lo enterramos. Con todas mis fuerzas deseo que no esté tres metros bajo tierra. Necesito hablar. Tengo que entender. ¡Tengo preguntas malparido!, ¡salí de allí, como Lázaro y dame la cara!
Ahí parado, mientras le rogaba a un dios en el que no creo que me devuelva a mi papá para pedirle cuentas, un recuerdo encontró el camino de regreso a mi memoria: una noche de marzo, un aguacero nos dejó sin energía en el barrio a eso de las siete de la noche. Yo debía tener unos seis años, pero dormía solo, mi hermano todavía se quedaba en la cama de mis papás. La violencia de la lluvia contra mi ventana no me dejaba dormir. Tenía miedo, pero no iba a arruinar mi estatus de niño grande por unos truenos. Cuando estaba a punto de ceder y mudarme al cuarto con el resto de mi familia, mi papá entró. Fingí dormir. Sentí su peso sobre el colchón y el calor de su cuerpo me confortaba. Con la mano izquierda me acarició la cabeza. «No pasa nada», me dijo. Salió sin hacer ruido. Yo dormí tranquilo hasta el otro día.
Abrazo los cuadernos de Pie, los aprieto duro contra mi pecho. ¿Cómo es que mi papá pudo hacernos esto?
Las mejillas me arden por las lágrimas. Quiero gritar, rasgarme la camisa, quiero que lleguen curiosos y me escuchen decir que mi papá era un desgraciado, que robó a un pobre muchacho que confió en él y luego lo mató por eso.
Pie no se merecía eso, papá. No se merecía que el tipo más recto de la familia, que el gran cronista de-la-puta-vida, el que se ganó el premio de periodismo con algo que él creó, lo traicionara así. Me asquea pensar en qué le dijiste para que bajara la guardia. Pie no podía darse el lujo de confiar, y confió en vos. Y lo robaste. Lo borraste. Ahora está muerto.
Antes de irme escupo la tumba. ¿Por qué tuviste hijos, desgraciado?, ¿para qué sembraste tu semilla podrida?, ¿qué querías perpetuar? Sea lo que sea, al final, triunfaste. Ganaste un premio, te hiciste famoso. Cometiste el crimen perfecto, te fuiste impune. Nadie se va a enterar de la verdad.
Hay un abismo en mi estómago. Perdoná, Pie. Los cuadernos parecen hechos de concreto. Pesan tanto. Siento que casi no puedo sostenerlos, es como cargar un cadáver, el cadáver de Pie. Con dificultad saco del bolsillo de atrás de mi pantalón un lapicero. Abro uno de los cuadernos en una de las últimas páginas que quedan en blanco. Nada de lo que haga va a cambiar lo que pasó, solo sé que no puedo irme a casa, no puedo ver a mi mamá a los ojos, trabajar en la redacción, ir al cine. No puedo simplemente seguir siendo el hijo de un parásito, llevar su apellido. No tengo idea qué haré después de esto, pero de eso me ocuparé después. Con el pulso firme empiezo a escribir la primera línea de mi crónica: «Esta es la historia de Pie, el muchacho al que mataron dos veces».
FIN
Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.
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