Por Andrés Felipe Giraldo L.
En Colombia se ha venido afianzando en esta generación una nueva clase de periodistas. Con el fin de no herir susceptibilidades y para no darles motivos que les permitan seguir victimizándose, prefiero omitir sus nombres. Pero estoy seguro de que, si existe una tarea fácil para hacer este domingo de ocio, es identificarlos.
Estos periodistas son editorialistas consumados y disfrazan su opinión de noticia. Lo primero que resaltan cada vez que van a hablar, es que son periodistas, porque saben de antemano que es difícil creerles. Es algo así como una explicación no pedida. Además, son enfáticos en señalar que todo lo que van a decir es veraz, objetivo, imparcial, sin sesgos ni tendencias, casi sugieren que, si su información pasara por un detector de pureza, este quedaría descalibrado inmediatamente, incapaz de detectar tanta pulcritud en una noticia.
“La noticia desde todos los ángulos” se les escucha a algunos o “esta no es una opinión, son datos” se les escucha a las otras. Lo que no mencionan es que la noticia es abordada desde todos los ángulos, pero por el mismo camarógrafo, y que los datos que no son opiniones se fabrican con la misma subjetividad y peor intención que una opinión.
Estos periodistas dicen no tener intención alguna distinta de informar. Se declaran ajenos a los intereses políticos y son incapaces de reconocer que hacen parte del establecimiento. Pero la verdad es que los micrófonos se les convirtieron en armas de la militancia de verdades que creen tan absolutas, que son ciegos, sordos y mudos ante la evidencia en contra, y actúan con una condescendencia infinita ante sus detractores menos influyentes, hasta que se les levanta la ola de una opinión pública adversa e inmediatamente se declaran incomprendidos o víctimas.
Por regla general, nunca reconocen un error. Antes de rebatir con argumentos las posiciones contrarias o que desnudan sus falacias, apelan al típico y trillado “me sacaron de contexto”, “no conocen el trasfondo” o “la historia me dará la razón”, entre muchos otros lugarcomunes propios de los genios que se suben al pedestal de la superioridad moral a esperar a que los demás les rindan pleitesía entre aplausos y vítores.
La mitad del tiempo están difundiendo información “polémica” y la otra mitad están defendiéndose desde los mismos espacios que tienen destinados para informar, porque todo el tiempo se sienten atacados. Son incapaces de captar que podría haber alguna falla en el fondo o en la forma de los mensajes que transmiten, su inmaculada autopercepción como periodistas les impide notar su propio sesgo, su propia y evidente inclinación política, sus propios prejuicios, las implicaciones de su posición económica y social, que quiéranlo o no, determinan su cosmovisión. Y no está mal que tengan todo este menú de preconceptos, nociones y tendencias. Lo que está mal es que las nieguen con tanta vehemencia, cuando se les ven igual que al rey desnudo.
Y como casi siempre están en el centro de las polémicas que generan por su forma tan particular de dar la información, terminan convirtiéndose en su noticia más querida. Al final del día, la almohada es su fuente más confiable. Y en la siguiente emisión, terminan entrevistándose en extensos e insufribles monólogos explicando por qué todos los demás están equivocados, mientras se preguntan con la voz entrecortada dando golpes al escritorio ¡Dios mío! ¿Pero por qué me odian tanto?
Usualmente son serviles y amables con los poderosos, pero para atacar a esos personajes que les generan repelús son implacables, desafiantes y descorteces. Con los primeros entablan diálogos amenos y joviales. Con los segundos asumen posturas de fiscal en juicio, son punzantes y severos. A pesar de todo eso, se declaran ecuánimes e imparciales.
Con la vida privada ajena son ligeros y metidos. Les encanta el morbo y adoran la picota pública como escenario de escarmiento y vergüenza, aunque el valor periodístico del hecho revelado sea minúsculo y este clasifique más para un Laura en América que para un noticiero informativo. En otras palabras, la vida íntima de los demás es un producto de consumo, un anuncio que vende, el comercial que no se paga. Pero la vida privada de ellos es sagrada e inviolable, nadie puede entrar en ese espacio vedado para los chismosos porque (ellos sí) tienen derecho a mantener su intimidad incólume, aunque esa vida privada (de una persona pública por elección) esté plagada de cuestionamientos éticos y relaciones cuestionables.
No está mal que los periodistas sean seres humanos como cualquier otro, con todas sus debilidades y pasiones. Por el contrario, es lo que se espera. Si bien, muchas de las escuelas de formación para periodistas han desfigurado el sentido de la objetividad y la imparcialidad, pretendiendo que los comunicadores y los periodistas funjan de “notarios de la historia” como si fuesen fríos testigos de los hechos, la verdad es que son personas de carne, hueso e intereses. Muchos intereses. Especialmente intereses.
Lo honesto en el ejercicio de la información es hacer visibles tales intereses. Para nadie es un secreto que a los periodistas que pagan los grandes grupos empresariales de un país responden a los intereses de esos empresarios. Y eso no es malo per se. Hay empresarios que tienen intereses muy loables hacia la sociedad, aunque al escribirlo me tiemblen las comisuras de los labios mientras intento contener una carcajada. No son muchos, pero los hay. Lo que es inaceptable, en primera instancia, es que las propagandas que pretenden instalar esos intereses como una narrativa dominante se disfracen de información y, en segunda instancia, que a cualquier intento por revelar el maridaje entre los medios y el establecimiento se le llamen “ataques de la oposición” o “subversión informativa”, en el mejor de los casos, cuando no es más que la descripción sobre la evidencia de siglos de manipulación mediática para mantener un status quo opresivo y un régimen de privilegios que favorece a unos pocos.
Los periodistas no son inmunes a la crítica. No pueden serlo. La función social que cumplen les obliga a mantener unos estándares muy altos en muchos aspectos, no solo en su labor profesional, sino en su vida en general. El hecho de que tengan a su disposición medios para que su voz sea escuchada, su rostro visto y su imagen valorada, no solo los convierte en objeto de algunos derechos adicionales que el ciudadano común, sino que les implica mayores deberes, porque son los portadores de las noticias y de la información para que las personas tengan una percepción del mundo, así no lo puedan palpar y aprehender. Es decir, los medios de comunicación no tienen un nombre caprichoso, son medios entre la realidad que sucede a diario y los habitantes del planeta a quienes estos hechos les afectan de una manera u otra.
Estos periodistas bullyctimas a los que me refiero, que se la pasan la mitad del tiempo haciendo bullying y la otra mitad haciéndose las víctimas, deberían de una vez por todas quitarse los reflectores de sus caras y cedérselos a la información que deben brindar, porque la ciudadanía está ansiosa por saber qué pasa y comprender los porqués y los paraqués de los sucesos. Si lo que quieren es ser divas, para eso existen otros espacios más adecuados como la farándula, no el periodismo. Pero si quieren ser divas, dejen de llorar cada vez que les atacan, ustedes fueron los y las que decidieron ser el centro de la información por su forma protagónica de ejercer esta profesión, porque a todas luces prefirieron la fama que el oficio.
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