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Paro Nacional en Colombia: una historia de amor y revolución

Foto Tomada por Christian Camilo Huertas Lozano
Por Cristhian Camilo Huertas Lozano

Es sábado 23 de noviembre, son las diez de la noche y estoy sentado sobre la carrera séptima con unos parceros, sostengo la mano de mi novia. Estamos en medio de una multitud eufórica en la que se hallan personas felices golpeando sus cacerolas, gritando arengas en contra del Estado, algunos hacen sonar sus pitos porque la voz no les da para más y otros bailan al son de los tambores que irrumpen en medio del bullicio. Se siente un ambiente victorioso porque en este momento hacemos parte de la historia de nuestro país.

Estoy sentado con la pierna derecha dolorida, sin voz de tanto gritar, apenas contemplando la alegría de las personas, entre las que encuentro rostros de niños de apenas seis años, hasta señoras que ya rondan los 70, todos cantando, sin alguna expresión de miedo o de tristeza en su rostro, solo alegría. Beso a Lali (mi novia) y al abrir los ojos le digo:

-Hoy fue un buen día linda, un día de amor y revolución.

Pero ¿cómo llegué a ese momento tan feliz? Esa es una buena pregunta…

Todo empezó el jueves 21 de noviembre, ese día la tensión se respiraba en el ambiente, la ciudad estaba llena de policías que cumplían con su labor, en los rostros de las personas solo se expresaba la mezcla de incertidumbre, temor y rabia, esa rabia con la que habían salido a las calles para exigir a un Estado que les brinde la garantía de su bienestar.

Nicolás, Ganso, Lali, Natalia y yo llegamos al centro. Habíamos quedado de encontrarnos con Pedro, otro de nuestros parceros, para marchar. Pedro, nos estaba esperando en la Plaza de Bolívar, pero cuando estábamos por llegar decidimos tomarnos una cerveza en un billar ubicado sobre la calle 12 entre las carreras séptima y octava, muy cerca al punto de encuentro. Habían pasado cerca de veinte minutos cuando escuchamos un estallido afuera, sin duda la confrontación acababa de empezar, los dueños del billar cerraron las puertas, nadie entra y nadie sale, el mensaje lo entendimos al instante.

Cinco minutos después abrieron las puertas para que las personas desalojaran el establecimiento, el primero en salir fue Nicolás, Ganso, Lali y yo nos estábamos cubriendo la cara para evitar que el gas lacrimógeno nos afectara. Cuando salimos del billar, una multitud venía corriendo desde la carrera séptima hacia nosotros, no nos importó, teníamos que encontrarnos con Pedro y verificar que estuviera bien, pasamos con mucho esfuerzo entre el tumulto, se oían voces gritando “¡ahí vienen!” otras que decían “¡no corran!”, recibimos codazos y apretujones mientras pasábamos entre ellos y a pesar de tanto descontrol e incertidumbre, logramos llegar a la carrera séptima.

Cuando nos libramos de la estampida logramos ver a unos agentes del escuadrón antidisturbios al otro lado de la calle, en ese momento volteé a mirar a Lali, a Ganso y a Natalia – tápense la cara – les dije – apenas les terminé de decir eso, nos dispararon un gas lacrimógeno, todo se tornó en confusión y desespero, un joven también encapuchado tomó el artefacto que desprendía aún el gas de su interior y se lo devolvió a los policías, cuando pude respirar no veía a Ganso, ni a Lali ni a Natalia – ¿dónde están? – me pregunté, a pesar de no verlos, me puse frente a los miembros del escuadrón gritando “Sin violencia” una y otra vez, Nicolás estaba a mi lado gritando lo mismo, estábamos de pie con las manos en alto, abiertas en señal de que no queríamos agredir a nadie.

En un momento salió un pelado detrás de nosotros y arrojó una piedra, tres más lo acompañaron y se pusieron en la línea de frente a retar a los oficiales, momento perfecto para disparar otro lacrimógeno, otra vez confusión, y de nuevo uno de los encapuchados devolvió el gas de ipsofacto, cuando me incorporé logré ver a Ganso – ¿Dónde están las chicas? – le pregunté, a lo que él me respondió – yo las vi subir hacia la octava –  en ese momento me calmé un poco, fue la decisión más racional, pues estábamos en medio de un conflicto que no necesariamente era el nuestro.

Volví a mirar hacia dónde estaban los agentes, estaban dispuestos a dispersar la multitud a como diera lugar, miré a mi alrededor, pero ya no estaba Nicolás, el pánico empezó a apoderarse de mi cuerpo. Volví a centrar mi mirada en los policías, de repente vi a Nicolás, ¡estaba hablando con los capuchos! Pidiéndoles que no lanzaran la piedra, intentando hacerlos entrar en razón, ellos no tenían opción contra las armas del escuadrón.

No podía creer lo que estaba viendo, Nicolás estaba en la primera línea, era un blanco fácil, me acerqué con las manos en alto, la misma señal que habíamos usado antes para no mostrarnos como una amenaza. Cuando ya me iba acercando, uno de los agentes le disparó en el pie derecho a mi compañero y justo en el momento en el que me iba a acercar a socorrerlo, el mismo policía me miró de frente, me apuntó con su escopeta de perdigones y me disparó también en la pierna derecha, a la altura de la canilla, me devolví cojeando hasta donde estaba Ganso esperándome – ese hijueputa nos disparó – dije.

Cuando pensé devolverme a buscar a Nicolás una ráfaga de seis cilindros de gas lacrimógeno fue disparada hacia la multitud, no podía ver nada, empecé a toser, solo respiraba gas, me picaba la garganta, el aire no pasaba por mi tracto respiratorio, la tos no cesaba y ya sentía que me estaba quedando sin fuerza para caminar, en ese momento Ganso me abrazó para ayudarme a caminar y llegamos por fin logramos llegar a la carrera octava, la desesperación se tornó en ira y sucumbí, no sabía dónde estaba mi novia y no sabía dónde estaba Nicolás, quien además estaba herido; les había fallado, no los había protegido y no sabía dónde estaban.

Me sentí derrotado, lloré de impotencia, de rabia y de temor, sin embargo, cuando logré tranquilizarme llamé a Lali y afortunadamente escuché su voz del otro lado del teléfono

– ¡Hola lindo! – me dijo – ¿Cómo estás? – nunca en mi vida había sentido tanta paz al momento de hablar con alguien.

– Bien amor ¿Tú cómo estás? ¿estás bien? ¿dónde estás? – pregunté.

Me respondió que no sabía dónde estaba, le pedí que nos viéramos en la biblioteca Luis Ángel Arango y que de allí saliéramos a buscar a Nicolás.

Después de haber contactado a mi novia y de tener la tranquilidad de que estaba bien, tenía que ocuparme del otro problema ¿Dónde carajo estaba mi compañero herido? Apenas llegamos a la Luis Ángel, le hice varias llamadas a Nico, nunca contestó, me acordé de Pedro, que estaba en la Plaza de Bolívar y de inmediato lo llamé.

– Aló ¿Pedrito?

-¡Hola Cami! ¡no vayan a entrar a la plaza que se armó la espantosa con los del ESMAD!

-Pedro, cambio de planes, los del ESMAD nos acaban de disparar a Nico y a mí, Ganso y yo estamos esperando a Lali en la Luis Ángel, pero, Nico se desapareció.

-Marica ¿cómo así que desapareció? ¡Tenemos que encontrarlo! Hagamos una cosa, veámonos en el Parque de los Periodistas y desde ahí empezamos a buscarlo.

-Listo pues mi hermano ¡un abrazo!

Cinco minutos después llegó Lali, la abracé para calmar la angustia y la ira que sentía en ese momento, me alegraba verla bien, aunque sus ojos estaban enrojecidos por efecto del gas que había inalado hace apenas unos instantes, de repente mientras la abrazaba me llegó un mensaje de Pedro: “Ya mis parceros encontraron a Nico, veámonos en Periodistas y salgamos para la casa porque el centro ya está muy pesado”.

Cuando nos encontramos, la pierna me dolía y la impotencia se apoderaba de mí, cuando vi a Pedro nos abrazamos, teníamos el mismo sentimiento de derrota, porque, aunque había mucha gente en las calles bogotanas, sentíamos que el paro se estaba tomando como una simple marcha y ya.

Efectivamente se habían encontrado a Nicolás que llegó cojeando hasta la estación de Transmileno “Museo del oro”. Nos miramos, no mencionamos una palabra de lo que nos había sucedido, solo respondíamos preguntas, habíamos sido víctimas de algo que ni siquiera entendíamos ¿cómo era posible que nosotros que no teníamos la mínima intención de hacerle daño a nadie habíamos salido heridos?

Nos fuimos juntos caminando por la carrera séptima, tomando ron y cerveza para ver si eso mitigaba un poco el dolor, pero no solo el de nuestras piernas, sino también el de un orgullo revolucionario que se había visto pisoteado por una marcha que creíamos infructífera.

Yo aguanté hasta la calle 45 con carrera 13, las piernas no me daban más y sentía que me iba a desplomar del dolor, Lali al ver nuestras heridas de guerra, nos pidió un Uber para que llegáramos a nuestra casa y no nos esforzáramos caminando más.

Llegamos, entramos en silencio, cada uno a su cuarto y cerramos la puerta, reitero, sin pronunciar una sola palabra.

El viernes 22 estuvimos todo el día en la casa, reflexionando respecto a la jornada anterior y pensando ¿hasta cuándo se iba a sostener el paro? No queríamos más violencia, independientemente del bando del que se produjera, los colombianos no merecemos seguir siendo víctimas de estos conflictos internos que han matado nuestro país desde su fundación.

Cayó la noche y con ella las malas noticias, a Pedro lo habían echado del trabajo, el gobierno decretó ley seca y toque de queda, para rematar se estaba generando una ola de terror a lo largo de la ciudad, amigos nos escribían desesperados por la situación que estaban viviendo en sus conjuntos residenciales. Empezamos a crear teorías basadas en la generación de terror por parte del Estado con el fin de mostrarse como la única solución a esta ola de desmanes, sin embargo, se quedaron solo en eso, teorías que nunca comprobamos.

Ese día de descanso forzado pasó rápido y aunque Nicolás seguía con mucho dolor en su pie, caminaba con ayuda de las muletas.

Al día siguiente, es decir el sábado 23 de noviembre, me sentía mejor, estaba dispuesto a salir a la calle otra vez para gritarle en contra de ese Estado que no solo se hace el indiferente, sino que también nos había herido a mi amigo y a mí.

El punto de concentración para ese día era el Parque Nacional, caminamos hasta allá con Lali, Pedro y otros amigos. Apenas llegamos al parque nos abordaron cerca de 20 motos de policía con agentes del ESMAD disparando gases lacrimógenos a diestra y siniestra contra una multitud que hasta ahora se estaba agrupando.

No nos dejaron avanzar hacia el centro, pero a pesar de los ataques recibidos nos quedamos en el parque cantando y resistiendo pacíficamente a las acciones violentas en nuestra contra. Cerca de las 4 de la tarde Pedro me contó conmocionado la noticia de un joven que recibió un disparo en la cabeza por parte de un uniformado del ESMAD y estaba gravemente herido, sí, estoy hablando de Dilan Cruz, el joven que murió días después a causa de ese disparo.

Esa tarde de sábado se convirtió en tristeza, estábamos frente al Hospital San Ignacio, ya cuando íbamos a partir hacia la 60 con carrera séptima, divisamos a lo lejos una conglomeración gigantesca de personas, nos volvió la alegría, la resistencia no había muerto y ¡aún había personas dispuestas a exigir sus derechos en las calles!

Nuevamente, unos 60 policías llegaron a dispersar la multitud, les suplicamos que no fueran violentos, que los manifestantes no estaban haciendo daño alguno, solo aludiendo a su derecho a la protesta pero no nos escucharon. Dispararon contra el conglomerado de personas y la muchedumbre se dispersó en menos de cinco minutos.

Seguimos caminando con frustración e impotencia. Cuando llegamos a la séptima con 45 escuchamos el tumulto que se dirigía al Parque de los Hippies, decidimos unirnos a la marcha, cantamos con ellos, gritamos y volvimos a sentir eso que hace mucho tiempo no sentíamos en este país, esperanza.

Llegamos a las siete de la noche a Hippies, otra multitud alegre nos esperaba, no había policía controlando la situación, no había necesidad, todo el parque estaba lleno de jóvenes, niños, personas de la tercera edad y mascotas, todos estábamos unidos por una misma causa.

El sentimiento de derrota se había esfumado, finalmente sentíamos satisfacción al saber que formamos parte de una de las pequeñas victorias que marcarán la historia de este país. El dolor de mi pierna desapareció, el rencor hacia el policía que me disparó también se fue – él solo cumplía su deber – pensé. Sólo quería abrazar a mi novia y a mis parceros, gritar que éramos grandes en medio de la multitud, que habíamos ganado los no violentos. Todo era alegría, gritos, sonrisas, besos, abrazos, cacerolazos, estaba en un momento donde lo único en lo que podía pensar era en el amor y la revolución.

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