Por Sandra Patricia Valencia
Para la sociedad, la madre es el pilar de un hogar, de una familia; es la figura protectora que cuida a capa y espada a sus hijos. Es a quien se le debe el mayor respeto y, al no dárselo, te sentencian como un mal hijo, te auguran la peor de las condenas, incluso con premoniciones de que te irá mal en la vida. Hoy, a esta altura de mi existencia y siendo mamá, corroboro que la madre es solo un ser humano que hace lo que puede con lo que es, con lo que hicieron de ella, con lo que lleva en su interior, inconscientemente en muchas ocasiones. Citando a Sartre: “Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros”. Las personas, por creencias, dogmas o tradición cultural, subimos a un pedestal a un simple ser. De esta manera, normalizamos y obviamos lo que no debería ignorarse, porque lastima y hace mal.
Cuando eres abusado en tu infancia, pasa algo extraño, pues empiezas a ser consciente de lo que te sucedió en la adultez. Antes, estás como adormecido, vives en automático, el dolor subconsciente dirige tu vida y tus decisiones. Te haces más adulto y la vida comienza a hacerse más pesada. Ahí no tienes otra opción que empezar a recordar para sanar y liberarte de ese dolor enconado. En otros casos, esa herida, ese dolor, ese trauma prevalece toda la vida y se expresa a través de adicciones, malos hábitos e infinidad de comportamientos disfuncionales que no son más que la autodestrucción de quien padece.
Mi madre fue la sombra oscura que permitió que este horror me sucediera. Le permitió a mi padre poner sus manos sucias en mi pura e inocente infancia. Fue consciente, pero decidió mirar a otro lado. Aunque no fue la primera omisión, no fue el primer abuso que me ocurrió, ni la primera vez que ella lo permitió. Siendo adulta, empecé a tener un vago recuerdo de ser abusada por un hermano de mi madre. Apenas tengo ese vago recuerdo, una sola escena, a mis escasos cinco años. Luego, me enteré de que él tenía antecedentes por abuso con otras familiares y, aun así, mi madre me dejaba con él. Siempre pensaba: “Si pudo hacerme tal cosa, ¿qué más pudo haberme hecho?” Es como si mi memoria hubiera borrado del todo algún otro terrible rastro y, de repente, como un rayo, la mente me enviara un terrible recuerdo. Hoy, veo en retrospectiva a la niña de once años y puedo decir que simplemente fue víctima de dos seres enfermos, que a lo mejor también lidiaban con sus propios infiernos de una infancia difícil nunca superada, quienes decidieron pasar de víctimas a victimarios de sus propios hijos. Y no es justificación a quienes abusan y corrompen la etapa más vulnerable de cualquier ser humano, de donde puede definirse, en cierta manera, lo que será su vida adulta. Es la imperiosa necesidad, en primera instancia, de comprender lo que sucedió, de responder a la pregunta: ¿por qué a mí? con el fin de tener un presente más tranquilo y la satisfacción de no haberme autodestruido, gracias a haber afrontado de la manera más inteligente y sana posible esa terrible realidad que han padecido y padecen a diario millones de niños. Al verdadero padre lo recuerdo con gratitud hasta antes de mis once años, cuando él decidió poner su mente enferma en mí, su hija mayor. A partir de ese día, ya no era más mi padre, sino mi enemigo, el tipo que me engendró, el monstruo en el que había decidido convertirse. El abuso duró dos horribles años, donde callé por miedo, donde no tenía en quien apoyarme, estaba sola; pues la mujer que debió protegerme, unicamente demostraba el amor enfermo que sentía por él, al permitirle pasar por encima del respeto y la integridad de sus hijos, e incluso de ella misma. Un día, me armé de valor, sentí una fuerza interior que me ayudó a enfrentar al monstruo. Llena de miedo, de ira, mis piernas temblaban, mis lágrimas brotaban llenas de rabia, pero lo hice. Ya tenía trece años. Y sigo preguntándome de dónde surgió esa fuerza, aún siendo una niña, para parar aquel abuso, y sobre todo, para que el monstruo lograra sentirse intimidado por mis palabras, por mi fuerza, por mis amenazas, por mis ojos llenos de odio y resentimiento. De ahí en adelante, la guerra estaba declarada. Cuando no se encontraban en la casa, me sentaba al borde de su cama y observaba dos armas que mantenía en su mesa de noche, una pistola y un revólver. Jugaba con ellos, a quitar y poner el cargador y las balas. Soñaba con matarlo a tiros. Ahí empezó a nacer una rabia indescriptible hacia esos dos monstruos, ¿cómo llamarlos padres? Hoy comprendo que muchos males físicos nacen de dolores del alma, de heridas emocionales, más que de lo que los diagnósticos médicos te puedan indicar. Y yo no era la excepción, ese dolor empezó a causar estragos en mi salud física, mental y emocional. Mi infierno era tener que seguir viviendo en esa casa, que ya no era un hogar. Seguir conviviendo con mi verdugo. A medida que iba creciendo, mi odio avanzaba. Para mí, él era un don nadie y lo ignoraba todo el tiempo. Me convertí en la mala hija, la altiva, la contestona, la desagradecida, la rebelde, según mis hermanos y mi madre. En medio de todo esto, en lo único en lo que pensaba era en estudiar y hacer algo productivo para salir pronto de ese suplicio. Por ese motivo resistía en ese entorno malsano, ya que necesitaba el apoyo económico para seguir adelante. Después de los trece años, mi vida escolar no fue fácil, me volví huraña y hostil. Nadie sabía de mi dolor. Mis compañeros me cuestionaban porque permanecía mucho tiempo callada y con una actitud poco amigable. Al entrar a la universidad cambié. Tenía 18 años. Me sentí más libre. La niña triste, dolorida y llena de rabia, pudo salir de nuevo a la luz, pero aún con el dolor escondido en un rincón oscuro. El deporte y las clases fueron mi refugio. Salía muy temprano de mi casa y volvía casi a medianoche. No quería estar en ese lugar sombrío para mí. Al año, el monstruo me quitó el apoyo económico, le daba la orden a mi “madre” de racionar mis alimentos. Ella, sin chistar, obedecía como la típica mujer sumisa y subyugada a un hombre.
Un día decidí pedir asesoría psicológica, quería irme de ese sitio, más no encontraba las fuerzas. Hoy, al recordarlo, de manera sorprendente, nunca me sugirieron denunciarlo, solo que me independizara, que me fuera de allí. En esa época, estos temas se trataban en lo privado, no se protegían a las víctimas sino al victimario. Hoy esto sucede cada día menos, hay rutas de atención, seguimiento y judicialización, se expone hacia lo público, más ahora con el auge de las redes sociales, pero vemos con más crudeza a diario cómo la vida de los niños sigue siendo vulnerada.
Luego de la cita psicológica que tuve, decidí pedirle a una tía materna que me permitiera vivir un tiempo con ella, y me acogió de manera generosa y comprensiva. Lo único que tenía en mente era salir de aquel lugar al que hace mucho ya no pertenecía. De ahí en adelante, salí al mundo a tratar de construir el mío, llena de heridas, como una muñeca hecha de retazos, a tratar de olvidar, de no recordar, incluso de perdonar. Pero es un camino lleno de contradicciones, donde sientes una cosa pero debes hacer otra. Donde constantemente estás escuchando que la familia es familia y siempre hay que estar unidos. Y me voy dando cuenta, con el pasar del tiempo, que el lugar horrible de donde salí, seguía siendo el mismo. El monstruo, a pesar de haber formado ya mi propia familia, seguía asediando, seguía viéndome con su mente retorcida. Un verdadero asco, una total decepción. Ni siendo adulta, madre y esposa, me respetaba. De mi parte, mis hijos no tienen abuelos. ¿De qué familia habla la sociedad? ¿Quién dice que debes estar unida al lugar y a las personas que te vulneraron? ¿Cómo vas a sanar volviendo al lugar donde te enfermaste? Y como dicen por ahí, ¿cómo pretendes volar si no te alejas de los que te arrancan las plumas? Hoy puedo decir con propiedad que la familia no la hacen los lazos sanguíneos. La familia es quien te respeta, valora y apoya de manera genuina. Que no debes estar con personas por mero compromiso, sino porque significan el amor y la vida. Y eso hice, después de mucho tiempo de sentirme culpable, al recibir más golpes bajos, de ver las mismas actitudes, las mismas acciones, el mismo ambiente sombrío al que renuncié hace mucho tiempo.
Después de la radical decisión de tomar total distancia, se me vino el mundo encima. Las críticas, los juicios, los malos augurios, pero no me importó. Decidí irme a vivir a otra ciudad, con la convicción de que lo más importante era reconstruirme. Ponerme en primer lugar y darle prioridad a mi bienestar de una manera integral, y sobre todo, proteger a mis hijos de ese ambiente.
Sin embargo, no todo ha sido gris en mi vida; esa fuerza interior aún me acompaña y es la que me da la sabiduría necesaria para saber esperar el sol en medio de nubarrones y luego poder sonreír. Me ha dado la capacidad de ser cada día una mejor versión de mí misma. En ese camino encontré, en medio del trabajo que he realizado en diferentes fundaciones donde acogen a niños y jóvenes en condiciones de vulnerabilidad, abusos de todo tipo, abandono, maltrato, y un sinfín de situaciones tan dolorosas que, siendo mi historia muy triste, me parecía que no había sido nada comparada con lo que estos niños habían tenido que pasar, sufrir y padecer. Ellos fueron y han sido mi consuelo. No soy yo la que los ayuda en su proceso; son ellos los que me han ayudado a mí, al tener que ver la tristeza y el dolor en sus ojos, en su comportamiento difícil, en sus abrazos buscando el afecto y la protección que nunca recibieron. Todo el apoyo que me faltó, lo he brindado en cantidad y creo que eso es mucho más sanador.
Al no tener un referente sano de padre y madre, no fue fácil para mí serlo. Y más aún si tu compañero de vida tampoco lo sabe y trae su propia historia. Es un camino complejo. Lo que menos quieres es que tus hijos pasen por el mismo sufrimiento que tuviste. Lamentablemente, sucedió. Mientras yo debía salir a trabajar, los confiaba a personas cercanas de la familia por parte de su padre. Qué dolor tan grande. De nuevo sucede y a mis propios hijos. Y empiezas a cargar un doble dolor, a sentirte culpable por no haberlos protegido lo suficiente. Una vez más, mi fuerza interior es la que me sostiene y me ayuda a ser hoy ese muro de contención que ellos necesitan. Ya no somos víctimas sino supervivientes de un flagelo, de una plaga que no cesa, que ocurre en todas las esferas del mundo. Para el abuso en todas sus formas, no hay clase social, cultural, económica o religiosa. En todos lados existen seres enfermos mentales y emocionales que no están en capacidad de asumir su propio dolor para sanarlo, sino que prefieren darle continuidad a la herida, como una especie de venganza, pasando de ser víctimas a victimarios.
Este es un tema complicado y doloroso, que la mayoría de las víctimas no se atreven a afrontar, porque significa recordar lo que quisieran borrar definitivamente de sus vidas y de sus mentes. Muchos se van de este mundo con ese íntimo y doloroso secreto. Hoy, siendo superviviente, solo puedo decir que ese dolor y esas imágenes te van a acompañar toda tu vida. Así que, en mi caso, no tuve más opción que convivir con ese dolor, con ese recuerdo amargo, verlo a la cara, enfrentarlo y decirle a esa niña que fui: “No fuiste culpable de nada”. Decidí comprender que las personas que te hacen daño son seres heridos que eligieron no sanar, sino continuar el mal. En esa medida, lo hago por mi propio bien, por mi estabilidad física, mental y emocional, para tratar de sobrellevar los traumas y las secuelas, y lograr ser un adulto funcional. El perdón no significa que redimas al verdugo o tengas la obligación de convivir con él; hay perdones que no merecen la presencia. El perdón es por ti y para ti, porque no merecemos una carga tan pesada de por vida, ni seguir bebiendo a diario el veneno del odio y el resentimiento; eso es para espíritus débiles. Yo tengo un espíritu fuerte. No nací para odios eternos. Como el ave fénix, nací para renacer todas las veces que sea necesario, libre, sin apegos, soltando y dejando por el camino todo lo que no me hace bien, mirando siempre hacia el sol.
Una de mis pasiones ha sido explorar temas que conmueven mi alma, y descubrí que allí está mi refugio ante las tormentas de la vida. Como esa pequeña chispa que debes guardar, de la que habla Bukowski en sus escritos, “mientras la tengas, podrás volver a encender el fuego”. De ahí que leer filosofías orientales, entre otros temas, me ha ayudado a superar el dolor y las consecuencias que te dejan ser vulnerado en tus primeros años de vida, más si se trata de las personas que te trajeron al mundo y quienes debieron cuidarte. Hoy, los monstruos ya son pequeños. Ya están en el ocaso de su existencia. No tengo sentimientos dañinos hacia ellos, solo compasión; por ese motivo, hoy puedo narrarlo sin derramar lágrimas. Mientras veo constantemente expresiones de amor y gratitud a los padres, yo me quedé con la imposibilidad de decir un “te quiero”. Es como quedarse vacío y en neutro. Solo puedes verlos como dos simples seres humanos que brindaron lo que pudieron. Afortunadamente, ser amorosa y alegre me identifica ante quienes me quieren bien. De alguna manera, no permití que esa nube gris que empañó un tiempo mi vida permaneciera. Hoy simplemente comprendo y me alejo si es necesario.
De algo de lo que cada vez estoy más consciente es que, a medida que vas entrando en el cuarto oscuro de tu memoria para sacar los recuerdos dolorosos, las heridas, los traumas y las tristezas, la carga se hace más liviana. Vas comprendiendo mejor el porqué de tus decisiones, reacciones y acciones, e incluso la respuesta a tus males físicos, mentales y emocionales. Es poner el foco con toda su luz en el rincón sombrío que anida en tu interior, al que ignoramos todo el tiempo para protegernos del dolor.
Y en este proceso, vas analizando el camino recorrido. Tus relaciones fallidas, en el intento de “ser feliz al lado de…” o en el ideal absurdo y mágico de “juntos por siempre y hasta que la muerte nos separe”, producto de creencias culturales y religiosas inculcadas. O, peor aún, una búsqueda incansable de encontrar a mi “media naranja” o la pareja ideal y de que “el amor todo lo soporta, aguantar todo por los hijos”, nada más lejos de la realidad. Por supuesto, le apunté a casi todos. Mi mente era una nebulosa, sin brújula, autómata, profundamente dolorida. Y en ese camino me encontré con otro ser más perdido que yo en sus heridas. Ellas eran quienes dirigían. Así formamos un hogar donde llegaron los hijos, inconscientes de que ninguno de los dos no estaba listo para sacar adelante de manera sana y responsable una familia. En mi caso, y hasta hoy puedo verlo, se perpetuó el abuso que sufrí en mi infancia. Casi de manera patológica, tus parejas se convierten en tus nuevos abusadores, en contextos y condiciones distintas, al permitir faltas de respeto de todo tipo. En tu interior queda grabado, casi de manera imperceptible, que no vales nada y, de manera ilógica, un sentimiento de culpa. Pueden ocurrir dos situaciones cuando has padecido un abuso: o te conviertes en vengador o sigues siendo la víctima perpetua en cuanto a las relaciones de pareja. Llega el día en que, al hacerte consciente de tu propia oscuridad, te cuestionas y te preguntas: “¿Qué estoy haciendo con mi vida ante ese anhelo de amar y ser amado?” Seguir en el mismo ciclo ya no es una opción; solo te queda comprender, sanar y seguir, aunque de una forma distinta y más consciente. Ya la herida no es quien decide ni dirige; soy yo quien toma el timón de este barco llamado vida. Empiezas a darte el valor que mereces, a conocer lo que tienes para dar y a saber de manera perfecta qué necesitas en tu vida y qué no. Tus relaciones se vuelven más sanas, responsables y equilibradas. Al fin aprendes a amarte y a elegir. A decir sí o no sin culpa. Y sobre todo, ya no ves la soledad como una tragedia, sino como esa tierra fértil donde se fortalece el espíritu y reina la tranquilidad. Como reza el dicho: “Mejor solo que mal acompañado”, y es porque se aprende que, si sabes ser feliz en tu propia compañía, estarás en capacidad de disfrutarla con otros. También está la otra cara de la moneda que queda por siempre: ejercer el rol de madre cuando no tienes las bases ni las herramientas suficientes, necesarias e indispensables para ser guía y ejemplo.
El instinto maternal siempre lo he tenido, aun cuando no tenía hijos. Pero esa niña triste que me habitaba se manifestaba sin darme cuenta a medida que ellos crecían. El miedo, la inexperiencia y la inestabilidad emocional reinaban. Ellos tuvieron que padecer una madre que, aunque dio todo de sí para tratar de darles lo mejor en su infancia, su carga era demasiado pesada y no tuvo la lucidez y la sensatez para haberlo hecho mejor. Al mirar hacia atrás, quisieras devolver el tiempo, pero la vida también te enseña que no todo está bajo tu control, y la mejor opción es soltar la culpa, mala compañera y amiga de otras peores que no te dejan avanzar. Hoy puedo decir que, entre más rápido te hagas consciente de tus sombras, menos espinas dejarás regadas por el camino. El tiempo también se vuelve tu aliado cuando decides que tu principal proyecto eres tú mismo. La madre que soy en este momento me lo demuestra y me llena de satisfacción. No existe nada más grande que, siendo padre o madre, seas ese refugio cálido y amoroso al cual tus hijos acuden aun siendo adultos.
Tomar la decisión de sacar tu oscuridad a la luz no es fácil. Por eso, muchos prefieren caminar por la vida viviendo sus propios infiernos y siendo la causa del tormento de otros. Cada quien hace lo que puede. A mis 17 años, sin darme cuenta, decidí escribir una carta donde narraba todo lo que me había sucedido, sin filtro, sin omitir detalle. Luego la quemé para que nadie se enterara. Sin saberlo, fue mi primera catarsis, la primera oportunidad que le di a mi ser de vaciar un poco tanto sufrimiento que llevaba en silencio. Aquella asesoría psicológica a la que acudí antes de salir de lo que fue mi casa más bien fue una recriminación a que me fuera a empezar mi propia vida. No fui escuchada en aquella ocasión. En la universidad, acudí a mi profesor de psicología social, quien tenía un taller de terapias. Fue él quien verdaderamente aportó mucho a mi proceso de soltar y sanar el basurero que llevaba dentro. El resto del trabajo lo ha hecho mi voluntad, mis ganas de seguir adelante y ser un mejor ser humano, resistiéndome a permitir que un pasado que ya no existe siga dominando y arruinando mi presente.
La depresión, la ansiedad y el pánico llegaron de visita. Aparecieron de la nada, y no sabía quiénes eran o que existían. La carga ya era insoportable. El cuerpo, la mente y las emociones empezaron a pasar factura. Tras un colapso, después de estar una semana sin dormir, tuve que internarme por una semana. De nuevo se reveló otra realidad. No solamente para mí, sino para la gran cantidad de personas que padecen algún tipo de inestabilidad mental o emocional. La deficiencia en el sistema, la falta de vocación y ética entre algunos mal llamados profesionales de la salud mental. Estar allí me hizo darme cuenta de que no era el sitio indicado para sanar, con personas de todas las edades, incluidos niños, que no ameritaban estar allí, donde todos parecen zombies deambulando debido a la medicación fuerte. Esquizofrénicos, epilépticos, dementes seniles, niños con hiperactividad, e incluso personas con trastornos severos de nacimiento, y otros que teníamos un desequilibrio emocional debido a soportar mucho tiempo las cargas de la vida misma, todos recibiendo la misma medicación. Al segundo día decidí no tomarla más, simulaba que la tomaba pero en seguida la botaba. El resto de la semana me dediqué a observar y concluir que tanto la salud física como mental solo son tratadas por el síntoma y no por las causas, reduciéndose todo a un negocio con las farmacéuticas, que te llenan de pastillas que empeoran la enfermedad, muchas veces inexistente. Y aunque parezca insólito, hubo situaciones cómicas que aún recuerdo con gracia, como la señora con síndrome postraumático por el conflicto armado que nos hizo levantar asustadas en plena madrugada porque había llegado la guerrilla o la mujer que fue internada por su esposo debido a unos celos patológicos y se sentaba al lado mío a decirme que no le fuera a quitar el marido. Una experiencia que me hizo reflexionar aún más acerca de lo enfermos que vivimos los seres humanos y sobre todo el hecho de que en muchas ocasiones somos nosotros mismos los causantes, por no mirar hacia nuestro interior cuando el cuerpo, la vida y el entorno te dan señales de que algo no anda bien. En este sentido, somos nosotros también quienes tenemos el remedio y la solución. En adelante, empecé una tarea titánica de ser mi propia salvadora. Alimentar mi intelecto para nutrir mi alma fue mi punto de partida. Trabajar cada día por conectarme de nuevo a la esencia pura con la que llegamos al mundo ha sido mi propósito. Como dice Isabel Allende: “Todos nacemos felices, por el camino se nos ensucia la vida…”, Y sí, se nos opaca esa alegría e inocencia que tenemos en nuestra infancia, gracias a las diferentes circunstancias que vamos viviendo, pero hoy sé que estamos en la capacidad de empezar a quitar todas esas sombras si tenemos la voluntad de trabajar en nosotros mismos. Creemos que toda solución está en el exterior. Y no, todo nace y termina en nosotros. No hay otro sitio donde debamos ir.
No sé si el camino de cada persona está marcado o no. La vida de todos es tan diferente en el sentido de que cada quien tiene su propia verdad, de acuerdo a lo que lleva en su interior, basado en las experiencias vividas, al entorno en que creció y en el que vive, y en mi opinión, a múltiples factores que a veces no alcanzamos a comprender. El psiquismo humano es definitivamente muy complejo. Hablar del abuso en la infancia es referirse a la experiencia que más me marcó, y que no solo fue el detonante inconsciente de muchas vivencias dolorosas y malas decisiones, sino también el punto de partida para crecer y forzarme a tomar acción en pro de mi transformación interna, logrando así cambios importantes en los diferentes roles que cada persona desarrolla en su vida, a nivel familiar, social, laboral y demás. Para mí, como mujer y madre, es donde he puesto toda mi atención, enfoque y trabajo. La familia fue un tema difícil, pero hoy doy a cada uno su lugar, sin el dolor que significó, haciendo única y exclusivamente lo que mi corazón dicta, desde la paz que tanto me ha costado recuperar. Hoy puedo decir de manera clara que mi proyecto más importante soy yo misma, y por supuesto mis hijos, quienes significan el amor real en esta tierra, a quienes hoy les procuro todo el amor, el respeto y la compañía posible.
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