Por Adriana María Cañón Domínguez
Los caminos guardan historias y algunos lugares son nombrados en recuerdo de eventos ocurridos. Mataviejas es uno de tantos abismos que acompañan las carreteras de Boyacá, Colombia, departamento ubicado sobre la cordillera oriental de los Andes. A Sebastián lo acompañaba la maldad o eso decían sus vecinos; su ceño siempre fruncido, hombre de pocas palabras, alto, de tez morena, delgado, manos fuertes, de quien trabaja con el hacha y el machete, botas pantaneras, camisa de apuntar y sombrero de paja que llevaba a todas partes. Pocas veces salía al caserío, solo de ser necesario a comprar sal, manteca y pólvora, lo único que su pobreza le permitía adquirir. Hombre huraño, introvertido y taciturno, los que lo conocieron evitaban cruzar palabra con él, cuando Sebastián salía de cualquier lugar, decían: «Ese hombre desayuna alacranes». Es probable que Sebastián supiera que había murmuraciones sobre él, aun así, caminaba seguro de sus pasos, sin titubear, como quien tiene un objetivo claro.
Se le veía poco en el caserío, de él solo se sabía que tenía mujer y dos hijos. A su finca no llegaban ni siquiera las brigadas de vacunación contra la malaria, pues su esposa y sus hijos eran aún más reservados que el mismo Sebastián, no se sabe si ese aislamiento era por costumbre o por órdenes del jefe de hogar. Lo que sí era un hecho es que no se atrevían a asomarse cuando los perros salían furiosos ladrando hacia el sendero que conducía al camino de herradura.
Pocas personas trataron con la señora de Mayorga, una mujer de contextura menuda, de piel blanca, cabellera negra hasta la cintura y facciones sutiles. Entre ellas estaba la partera que le ayudó a recibir a sus dos hijos y que algunas veces se asomaba a la casa cuando el esposo se internaba en la selva o se iba al pueblo.
Doña Leonilde fue una de esas almas que Dios pone en la tierra para socorrer a los menos favorecidos, o eso pensaba la señora de Sebastián. En cada una de sus visitas no dejaba de traer sus ungüentos que curaban los hematomas y el dolor que aquel hombre le ocasionaba. Ni en una sola de sus visitas Leonilde llegó a ver a su vecina sin golpes, ella la recibía con una tristeza tan profunda que al verla provocaba compasión. Ellos eran analfabetas, estaban aislados y a merced de ese ser sin bondad.
Este era el caso de aquellas tres almas abandonadas en aquella selva, hacia el lado del Cerro del Morrocoy, viviendo en la escasez de vestido y la ausencia de calzado, por no mencionar todas las demás penurias. En aquel lugar, la probabilidad de salir al pueblo se reducía al día del casamiento, no sin antes bautizarse; a hacer la primera comunión y confirmación, todo en la misma visita. O, para el caso, el día en que, por presión más que por sugerencia, la hicieron cedular, por supuesto, adoptando el apellido del esposo y reafirmando que le pertenecía, para poder votar y hacer parte de la «democracia».
Se cree que a Sebastián solo le nacía una chispa de afecto por los perros, ejemplo de ello fue cuando se le perdió una perra y recostado en una banca decía: «Dónde andará mi angelito de perra». Sus dos perros de cacería, Jalisco y Muñeca, dos animales fieros y leales con su amo, siempre procuraban su bienestar. Tenía una manera particular de comunicarse con ellos por medio de silbidos, a tal punto que entendían cada una de sus órdenes.
El fondo del abismo de Mataviejas se veía azul verdoso, por lo profundo. También se observaba la quebrada de La Cobre con sus aguas cristalinas. Las copas de los árboles simulaban una alfombra verdosa; aún hoy en día al pasar por ese lugar se escucha el zumbido del viento y de vez en cuando el canto del gavilán. Esa tarde Sebastián debió ser invadido por la locura o, quizás, tan atroz crimen fue premeditado. La señora de Sebastián lo acompañó al caserío, desde que recibió la orden de prepararse para salir le recorrió un escalofrío por la espalda. Ella sabía que ese día iba a ser extraño.
A causa del embarazo de su tercer hijo, estaba cansada después de caminar cuatro horas. Alguien comprensivo hubiese entendido la razón de su paso parsimonioso, pero Sebastián no era comprensivo y, además, traía un pensamiento que le carcomía por dentro, necesitaba desaparecer a su esposa para lograr su objetivo. Esa tarde fue decisiva, cuando llegó al punto más alto se sentó en una piedra, se secó el sudor con el revés de la manga de su mano derecha e hizo varias exhalaciones profundas. Al ver que su esposa se acercaba, se puso en pie, la tomó con fuerza de un brazo y de tres zancadas estuvieron al filo del abismo, donde la empujó con tanta fuerza que cayó como una piedra al fondo.
Solo encontraron el cuerpo que denunciaban los chulos o aves de carroña; Sebastián huyó con sus dos hijos hacia la selva profunda.
Pasados los años, en una mañana calurosa, Mariano, un poblador de aquella selva, llegó a la desembocadura de la quebrada de La Cobre, que va a parar al río Minero, exactamente a un lugar nombrado el Salto del Mono. Entre el sonido que producía una caída de agua de más de diez metros de altura, Mariano escuchaba un aleteo y unos ladridos de perros, lo cual llamó su atención y decidió acercarse. Al llegar al punto, la escena era escalofriante, observó el cuerpo sin vida de Sebastián. Lo habían matado a machetazos, los perros ladraban a las aves de carroña para evitar que se comieran a su amo. Mariano se dirigió con los vecinos para convocar un convite, dejar constancia con testigos de los hechos y abrir un hueco cerca al muerto para luego enterrarlo.
Nunca se supo quién mató a Sebastián, sus hijos huyeron río Minero abajo. Los rumores dicen que pudieron ser sus propios hijos, cansados de los abusos de su padre, almas sin temor y con el único instinto de sobrevivir. Finalmente, hasta el día de hoy existe el abismo de Mataviejas, pero pocos conocen la sórdida historia que guarda su nombre.
Fotografía aportada por la autora.
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