Por Andrés Felipe Giraldo L.
Es infame tener que recordarle a un gobierno legalmente constituido, en pleno siglo XXI, que masacrar niños es un crimen de lesa humanidad. Es desgastante tener que citar las normas del Derecho Internacional Humanitario y los Derechos de los niños, niñas y adolescentes, para aclararle a un gobierno que se comporta de manera criminal, que los menores de edad siempre, léase bien, siempre, serán víctimas y no victimarios dentro de un conflicto armado. Es absurdo tener que explicarles que los protocolos sobre las acciones bélicas de los ejércitos regulares no permiten considerar como blancos legítimos a los niños que han sido llevados a la guerra por los grupos armados, salvo contadas excepciones, ya sea obligados por sus reclutadores o disuadidos por las condiciones difíciles que rodean su realidad. Y es indignante, por no decir repugnante, que un Ministro de Defensa llame a niños que han sido despedazados por las bombas de las Fuerzas Militares “máquinas de guerra”, mostrando un desconocimiento total de las causas que llevan a los menores de edad a engrosar las filas de los grupos armados en los campos de Colombia.
Además, el señor Diego Molano revela con sus declaraciones una sangre fría y una indolencia pasmosas, teniendo en cuenta que en el pasado dirigió al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), la entidad del Estado encargada de velar por la protección de esos menores que ahora llama de manera descarnada “máquinas de guerra”.
Basta conocer la Colombia profunda para comprender por qué los menores están a merced de los grupos armados ilegales en las zonas más apartadas. En departamentos como Caquetá o Guaviare, en donde se han presentado los dos episodios conocidos en los que este gobierno ha bombardeado campamentos de los grupos residuales de la guerrilla, arrasando con la vida de varios niños, la presencia del Estado es prácticamente inexistente. El acceso a la educación es difícil, porque las escuelas son escasas, están mal dotadas y conseguir profesores para estas regiones es complicado, dado que viven en permanente estado de amenaza. A esto se suma que las vías de comunicación son precarias y están en mal estado, lo que hace que los desplazamientos de los niños hasta sus centros educativos sean toda una odisea. De otro lado, la salud no es mejor. Los hospitales con algún grado de complejidad están en las capitales de departamento y en los lugares más lejanos a lo sumo hay un centro de salud, sin dotación ni personal que atienda a la población. Además, la pobreza es atroz. En estas zonas habitan campesinos pobres y comunidades indígenas, que viven escasamente del pancoger y cuya única fuente de ingresos son cultivos que nadie compra porque no hay cómo sacar los productos por la falta de vías. El único trabajo medianamente remunerado es raspar hoja de coca, que tampoco es que los haga ricos. A lo sumo les da para vivir. Los cultivos ilícitos son controlados por los grupos armados, que son la ley en la zona e imponen sus reglas. Ni hablar de servicios públicos o comodidades, que son artículos suntuarios en esas regiones. Es decir, el bienestar no es precisamente una forma de vida en los campos en donde dominan los grupos armados ilegales y la paz y la tranquilidad no son más que quimeras, porque estos grupos están en permanente conflicto por el control territorial con los demás actores ilegales y el Estado solo aparece para fumigar, ya sea con glifosato a los cultivos o con balas a las personas.
Dado esto, la violencia más que una elección es parte de la cotidianidad, y las comunidades deben adaptarse o, en su defecto, hacerse desplazar o matar. No son muchas las alternativas y tampoco es suficiente lo que el Estado contribuye a mejorar esta situación de miseria en las regiones apartadas que es centenaria. Colombia es un país centralizado, en donde más de la mitad del país está en completo abandono, y son los grupos armados los que han suplantado a la autoridad porque han tomado el control territorial y mandan en sus zonas de dominio. Esto para nadie es un secreto y mucho menos una novedad. El Estado cuando llega es a arrasar con su aparato militar y abandona nuevamente, sin ningún acompañamiento social y sin resolver los problemas de fondo que aquejan a estas regiones, que tienen que ver con la falta de oportunidades, escasez de empleo y un sinnúmero necesidades básicas insatisfechas, entre muchos otros males que sufren estas comunidades.
Por eso llamar “máquinas de guerra” a niños que crecen en un entorno tan adverso, que nacen prácticamente entre el abandono y las balas, denota una crueldad absurda y una ausencia total de sentido de humanidad, que indique una mínima lógica para comprender una realidad compleja que debe ser asumida con políticas sociales capaces de mejorar las condiciones de vida de esa media Colombia territorial que vive en la miseria. Sacar a los niños del conflicto destrozados en pedazos por las bombas no habla de ninguna victoria militar, sino de un fracaso rotundo de las políticas de un Gobierno incapaz de llevar paz a ninguna parte. Llamar “máquinas de guerra” a menores absorbidos por el conflicto que les rodea, al que ellos no van sino que les llega porque han nacido en medio de las hostilidades, refleja la miopía institucional del Gobierno y la mezquindad de un Ministro de Defensa al que no le sirvió para nada haberse desempeñado en cargos con vocación social, sino que, por el contrario, terminó imbuido en la pequeñez moral e intelectual de quedar bien con sus jefes políticos, actuando como el simple mandadero de un régimen autoritario y violento.
Molano llama “máquinas de guerra” a unos niños masacrados por las bombas de un régimen que en el pasado asesinó en total estado de indefensión, amarrados, engañados y disfrazados de guerrilleros, a por lo menos 6402 colombianos inocentes. Molano, pusilánime y apocado, pero deslumbrado por el cargo, está cumpliendo a rajatabla el mandato de destrozar los acuerdos de La Habana, y ordena bombardear un campamento guerrillero repleto de menores de edad, mientras que siguen cayendo líderes sociales y desmovilizados de las FARC todos los días, sin que las autoridades hagan nada más que alterar las cifras para aparentar que la situación mejora, capturar sicarios de poca monta y perejiles mal parados, sin descifrar qué fuerzas oscuras están detrás de esos crímenes sistemáticos.
Para ser claros, en el país la verdadera máquina de guerra es el uribismo, que no ha entendido que la mayoría de la gente está cansada de este conflicto absurdo que lleva casi setenta años, y que insiste en la vía militar, la que ya está probada de todas las maneras sin resultados positivos, para acabar con un enemigo etéreo y cambiante que existe y se nutre de la miseria en el campo porque el Estado no le ofrece nada nuevo ni mejor a todas esas personas que viven en condiciones infrahumanas en la Colombia profunda. Molano se limita a decir que el gran enemigo de la paz es el narcotráfico, pero no es capaz de trascender ese discurso trasnochado para notar que los cultivos ilícitos se convirtieron en la única fuente de ingresos de una población rural empobrecida porque el Gobierno del que él hace parte no se ha tomado en serio la sustitución de cultivos ni ha respetado la reforma agraria integral que se planteó en La Habana. Por el contrario, para los cultivos insisten con las fumigaciones que no solo mata las plantas sino que contamina el agua y afecta la salud de las personas, y sobre la tierra no hay más propuesta que las que se imponen desde los gremios que representan a los latifundistas y terratenientes como Fedegan o los grupos antirestitución.
Molano se equivoca si cree que arrasando campamentos llenos de niños le está haciendo algún daño al narcotráfico o está ganando alguna guerra, mientras que el exembajador Sanclemente aún no explica con claridad por qué tenía tres laboratorios de cocaína en su finca y aún no se esclarece el episodio de la financiación del narcotraficante alias “el Ñeñe” Hernández a la campaña de Duque Presidente, entre otras cosas, porque no hay quién investigue, dado que el Fiscal General, como no, es otro funcionario de bolsillo del uribismo. Lo que se percibe es que al Gobierno uribista no le molesta tanto el narcotráfico como la competencia.
La máquina de guerra volvió al Gobierno en 2018 y ahora masacra sin pudor a niños en campamentos guerrilleros violando las normas del Derecho Internacional Humanitario para proteger a los menores de edad en situación de conflicto armado. Por eso salió el Ministro Guillermo Botero en noviembre de 2019 cuando era inevitable que resistiera la moción de censura que se promovió desde el Congreso por haber ordenado el bombardeo de un campamento en Caquetá que dejó ocho menores de edad muertos. La situación del Guaviare es similar, los informes de prensa preliminares y los testimonios de familiares hablan de al menos doce niños y jóvenes desde los nueve hasta los 19 años víctimas de las bombas de las Fuerzas Militares. Si a Molano le quedara un poco de dignidad, si recordara un poco la labor social que desempeñó en el sector público y privado, si fuera consecuente con haber sido director del instituto encargado de proteger a los menores de edad, renunciaría al cargo y le pediría perdón a las familias de esos niños asesinados. Pero no, Molano es un pobre diablo a quien el uribismo le ha dado todo lo que es, como el nazismo le dio a un ser acomplejado y resentido como Goebbels todo lo que fue. Entonces, seguirá llamando “máquinas de guerra” a los niños destrozados por las bombas de esta guerra absurda. Pero todos sabremos que fue él quién perteneció a esa máquina de guerra infame llamada uribismo, cuyo dominio caducará inevitablemente y para siempre en 2022. Porque estamos cansados de la guerra. De su guerra.
Fotografía tomada de la página de InSight Crime.
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