Por Andrés Felipe Giraldo L.
Las últimas elecciones en Alemania se han convertido en una especie de fetiche para algunos políticos colombianos. No son extrañas las comparaciones entre los procesos políticos teutones y las contingencias de la accidentada y poco convencional política colombiana.
Hace exactamente un año regresé desde Stuttgart, una de las ciudades más industrializadas de Alemania, pero al mismo tiempo, una de las ciudades con mejores estándares de bienestar en todo el mundo, de acuerdo con diferentes rankings sobre el tema. Es decir, tuve el privilegio de vivir en una de las mejores ciudades de uno de los mejores países del mundo, en cuanto a calidad de vida se refiere. Por eso me causa tanta gracia que en este muladar del malvivir llamado Colombia, algunos políticos, que además están entre los llamados a gobernar, se esmeren por confundir a la opinión pública de esta nación paria con símiles que más bien parecen chistes malos. Como ya lo dije en alguna oportunidad, comparar los procesos políticos entre Alemania y Colombia es como comparar un iPhone 13 con una máquina de escribir dañada. Tan clara es la diferencia, que no hay que esforzarse por averiguar cuál es cuál.
En primer lugar, los sistemas parlamentarios y los presidenciales responden a dinámicas políticas completamente diferentes. Sin embargo, no me voy a detener en el análisis desde la ciencia política (la menos confiable de todas las ciencias que se hayan podido inventar), sino que voy a hablar como un simple habitante que disfrutó durante tres años de su vida de las ventajas de vivir en un país y una ciudad civilizadas, ordenadas y con unos niveles de vida envidiables. Nada qué ver con Colombia. Mientras que cualquier persona sensata quisiera vivir en Alemania, cualquier persona, también sensata, se quisiera ir de Colombia. Las razones no son pocas.
Hablar sobre el pasado de Alemania es hablar de una historia plagada de violencia. Aunque las violencias tampoco son comparables, por supuesto, esta es una característica que la une a Colombia. Sin embargo, la violencia alemana siempre fue desde Alemania. Es decir, la vocación imperial de Alemania la llevó a pasar por encima de las naciones vecinas e incluso, del mundo. Por supuesto, los procesos de aniquilación de judíos y comunistas fueron internos, pero justamente porque Hitler los consideraba foráneos, indignos de hacer parte del Tercer Reich. Por eso la guerra exterior es una constante en sus páginas de historia. Sin embargo, no me voy a detener en ello, porque de esa Alemania de antaño queda poco y nada. ¿Por qué? Porque aprendieron de su nefasto pasado y cambiaron íntegramente como sociedad.
Viví cerca de muchos hogares de tercera edad, en donde los ancianos van a pasar sus últimos días en condiciones más que dignas, entre el cariño de expertos cuidadores, enfermeras, médicos y toda una infraestructura que vela realmente porque mueran dignamente. No como en Colombia, que hasta el derecho a morir dignamente nos lo niegan, porque acá prefieren que la gente muera sin dignidad, con ridículos pretextos camanduleros, rindiéndole pleitesía a un dios, que si existe, nos abandonó hace rato.
Esa generación de ancianos que me crucé a diario en mi cotidianidad, algunos con los cuales hablé con mi mal inglés, fueron quienes en la posguerra levantaron a una Alemania dividida desde los escombros, de manera denodada y silenciosa, a punta de trabajo, solidaridad y empeño, algunos de ellos avergonzados de lo que fue el nazismo en su tierra, pero otros convencidos de que realmente son una raza superior. Hablé con los unos y con los otros, independiente del repelús que me generaban los segundos, porque para acercarse a una realidad ajena es necesario escuchar todas las voces, hasta las voces genocidas, solo para comprender de dónde sale su distopía.
Quedé sorprendido al ver cómo los avergonzados y los nazis, más allá de sus diferencias ideológicas, coincidieron en que las ruinas de una Nación derrotada, así, con mayúsculas, los inspiró para trabajar cada día en la reconstrucción de una Patria, así, con mayúsculas, que adoraban. Alemania es un país que más allá de las idealizaciones tiene muchos problemas. La corrupción no es menor, pero, paradójicamente, como en las guerras, son mucho más corruptos hacia afuera que hacia dentro. Los escándalos de empresas como la Volkswagen, que alteró las mediciones de gases nocivos para engañar a los entes regulatorios medioambientales de otros países o de la Siemens, expertos en sobornar gobiernos corruptos para ganar contratos, no son un detalle menor. Hay alemanes corruptos. Muy corruptos. Además, gran parte de sus ciudadanos siguen siendo xenófobos radicales y detestan a los extranjeros. Afortunadamente no tuve la mala experiencia de ser discriminado, pero creo que eso estuvo más relacionado con mi pinta de germano enano y mis habilidades para simular que entendía el idioma, mientras me alejaba entre asentimientos y sonrisas de los diálogos que evité. Y esta discriminación está tomando fuerza política en un partido que se llama Alternativa para Alemania (AfD), que, como Vox en España, crece cada día entre los nostálgicos de las dictaduras y los deseos de expulsar a los extranjeros.
En otras palabras, Alemania no es un país perfecto ni los alemanes contemporáneos son dignos de ninguna idealización. No obstante, son un país que se ha esmerado por brindar condiciones bastante favorables de bienestar a todas las personas que allí habitan. Al menos fue lo que viví a diario en Stuttgart. La capital de Baden-Wurtenberg no tiene más de 700 mil habitantes. Su sistema de transporte es impecable. Un perfecto y coordinado complemento entre los buses, los metros y los trenes hacen del desplazamiento un placer, no un calvario. Las políticas de inmigración son tremendamente generosas, comparadas con las del resto de Europa, especialmente en cuanto a las condiciones de asilo y de refugio se refiere. Y a decir verdad, las cicatrices de las guerras anteriores han permanecido porque ellos las mantienen como recordatorios de lo que jamás deberían volver a vivir. La Alemania reconstruida y unida es absolutamente encantadora en sus paisajes urbanos y rurales.
Por todo lo anterior, y para no extenderme más porque el espacio de la columna no me lo permite, puedo concluir que esas comparaciones, que han surgido desde todas las corrientes políticas colombianas para equiparar a Colombia con Alemania aprovechando la coyuntura electoral y política, son patéticas.
En Colombia los políticos serios deberían estar preocupados no por forzar comparaciones absurdas frente a realidades que nos superan en siglos de bienestar, organización y madurez política, y más bien deberían estar enfocados en por lo menos reivindicar la Constitución de 1991, que este año cumplió 30 años de ser prácticamente ignorada. Por ejemplo, el Partido Verde alemán es realmente ambientalista, plural y progresista. No es el Partido Verde colombiano, que es una vergüenza depredadora en lo ambiental, pusilánime en lo político y maquiavélico en lo electoral. El Partido Verde alemán estaría avergonzado del Partido Verde colombiano, y el Partido Verde colombiano tacharía de “extremista ambiental” al Partido Verde alemán, como bien me lo hizo notar un interlocutor en Twitter.
Comparar a Colombia y Alemania en esta coyuntura política no es comparar peras con manzanas, que al menos son frutas. Es comparar lo incomparable, valerse de una realidad envidiable de progreso y bienestar construida a pulso durante siete décadas de posguerra en las que Colombia se dedicó a cavar su propia tumba de desarrollo eligiendo una y otra vez gobiernos retrógrados, opresivos, elitistas y tremendamente corruptos que convirtieron de lo público un fortín de sus privilegios particulares.
Para terminar, y contradiciendo todo lo que he venido expresando sobre la inutilidad de comparar a Colombia con Alemania, me tomaré la licencia del escritor que es capaz de hablar sin que lo refuten ni lo interrumpan en esta comunión maravillosa con la pantalla que no reclama: Alemania está despidiendo a una gran estadista que estuvo al frente de esa poderosa Nación durante 16 años. Ángela Merkel escribió una página gloriosa de la historia de Alemania con su gran capacidad de concertación y su firmeza a la hora de tomar decisiones. Colombia, en cambio, en agosto de 2022 se estará deshaciendo de un párvulo arrogante y caprichoso que, montado en el caballo del abuelo nefasto del siglo XXI en Colombia, llegó por accidente a la presidencia de un país bananero y tropical que lo eligió con el pretexto de que era “el menos barrabrava de la camada”, según algún representante de ese “centro” tibio, aguachento y conveniente que siempre ha vivido del establecimiento para el cual trabajan.
Alemania decidió reconstruirse desde las ruinas asumiendo con gallardía su pasado y cambiando la estructura política, social y económica desde sus cimientos. Colombia se empeña en mantener un establecimiento corrupto, plagado de privilegios que las élites consideran sus derechos, y sin derechos, que los vulnerables y marginados consideran privilegios. Hay mucho por aprender de Alemania. Mucho. Pero muy poco para comparar.
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