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Libertad en Re menor

Por Juan Carlos Ballesteros Uribe

“Acá es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda  hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cual es el agua del río, o lo que cayó del cielo; o como si un arroyito pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse”  (Sic) Teresa de Ahumada, 7M:2,4.

María se dirigió en silencio a una esquina de su habitación. Cerró sus ojos y empezó a meditar. De repente un llanto dentro de sí la estremeció. Había nacido dentro de ella. Desde el más profundo centro de mi madre, y en medio del matrimonio espiritual, entre el alma de mi madre y Dios, voy a narrar una maravillosa desgracia.  Habito en el interior de la mujer más bella del universo. Su pureza permite que vea un castillo dentro de ella, como de diamante, en cuyo centro está lo Eterno, el esposo de las almas, el creador de todo cuanto nos rodea. Abrumado por un escenario tan auténtico puedo ver a través de los ojos de mamá el sufrimiento de Papá: La tragedia de mi tío Sayf Al Din que es prisionero en Tanzania. El caso de mi tío Sayf al Din me ha vuelto muy sensible. Siento el dolor de toda mi familia, pero lo que más me conmueve es el sufrimiento silencioso y crónico que padece mi tío Sayf en un lugar donde la dignidad se confunde con la resiliencia y la esperanza con el hambre.

Papá intuye que antes de nacer, en el vientre de mamá, todo lo eterno me ha sido susurrado al oído y, que al nacer, en unos momentos, un ángel tocará mis labios con un dedo y aparecerá esa ranurita que todos los seres humanos tienen  bajo la nariz, como señal del silencio que debo hacer durante mis primeros años para poder comprender el sentido de la existencia. Ya estoy preparado para nacer. Gracias a la tragedia de mi tío Sayf, que nos libera a todos, podré llegar a transitar por las siete habitaciones del castillo que mi madre en su interior me ha dejado ver. Solo que debo viajar a mi propio interior. Dispongo mi ser para este maravilloso viaje que no ha podido ser posible sin la maravillosa desgracia que rodea a mi amado tío Sayf Al Din. “Hay un mundo interior acá dentro”. Puedo ver los dedos del ángel…

Primera morada. La prisión

Magereza Keko, es una expresión en el idioma swahili que significa la cárcel de Keko. El castillo que observé en el interior de Mamá, como era de cristal, me permitió ver cada morada nítidamente. Y esta primera morada es como una prisión. Allí habitan todos los miedos, frustraciones, ansiedades, depresiones, angustias, lamentos e injusticias que cometemos contra nosotros mismos. Es el inicio del viaje. En realidad  todo comienza en la puerta del castillo donde es indispensable pronunciar la frase Mungu anakupenda sana, que equivale al ábrete sésamo de Alí Baba y los cuarenta ladrones. Una vez dicha esta expresión, se abre la puerta del castillo. Descubrimos que el sol está adentro, y a pesar de lo dramático que vivamos, nunca ha dejado de brillar. Acoger el presente y reconocernos como luz hace la sobrevivencia como un terreno abonado.

Cuánto dolor padece el tío Sayf en esta morada. Lejos de su familia, abrigando sus hijos con el tan anhelado calor paternal. Litros y litros de lágrimas caen a diario por el surco de sus ojos bañando sus prendas y, en medio del secuestro en el que se encuentra, empieza a descubrir ante todos un camino de vida interior que pude apreciar en la interioridad de mamá. De repente, un rito celebrado en el estrecho espacio mal denominado “celda”, sirve para el encuentro de toda nuestra familia. Cada alma puede sentir el sufrimiento pero también percibe la alegría del encuentro, hecho que se convierte en una semilla para soñar incansablemente con la libertad. Incluso sirve para imaginarse que hacen un pedido de comida a domicilio, cada uno toma su plato preferido y una sensación muy real de llenura los extasía y les permite acostarse, como de costumbre, uno al lado del otro sobre sus costados, literalmente sintiendo el calor humano en todo su esplendor a más de 40 grados de temperatura.

Segunda Morada. 14 de Junio de 2019. El Juicio

Es una batalla que tiene como escenario la sala número cuatro de la alta corte en Dar es Salaam, que significa en árabe remanso de paz. La hipocresía ronda el lugar y perfuma de arrogancia cada espacio del “sagrado recinto” de la justicia Tanzana. “High Court” vocifera una mujer al tiempo que entra el juez. Todos se levantan, incluyendo al amado tío Sayf, Papá y el cónsul Rafael. El juez tiene una toga negra y usa birrete, es un hombre de estatura baja y rostro sin mueca alguna. A su lado derecho hay tres mujeres mayores, con vestidos de colores y elegantes Afros, que son las consejeras del Estado. Frente al juez una abogada de oficio, Robi Simon, y una mujer y un hombre que defienden al tío Sayf, pero es la primera vez que Papá los ve. Al lado de ellos están los abogados de la fiscalía. Tío Sayf se encuentra  cerca de las mujeres coloridas, Papá y el cónsul Rafael están atrás de todos los abogados y diagonal al amado Sayf.

En la segunda morada descubrimos que alguien nos mira. Son almas que empezamos a conocer, se pone delante este verdadero amador, acompañándole, dándole vida y esperanza. En este caso, nadie puede verlos excepto mis ojos que salen de la camiseta que lleva el tío Sayf y que hábilmente Papá estampó con mi rostro y un letrero que dice “Estoy contigo amado tío”, y justo a su lado hay un coro que entona el himno de los querubines de Tchaikovsky, su alma lo escucha y misteriosamente voltea a mirar a Papá como si presintiera aquellas voces de los seres celestiales. La sala se llena de un ambiente extraño. Algo incomoda a los abogados del fiscal. Justamente frente a ellos y en medio del juez, sorpresivamente hace aparición el alma de Antonio Vivaldi dirigiendo el canto de unas mujeres que interpretan “Filiae maestae Jerusalem”, el dolor de las mujeres que acompañan a Jesús en la cruz.  Justo al costado está Sayf Al Din, que alcanza a sentir el alma de Mamá a través de estas mujeres que cantan celestialmente y llevan ese hondo sentimiento hasta el juez y casi todos los presentes.

Papá suspira e intuye lo que pasa. Cumplo un año el 23 de junio. La libertad de tío Sayf es el mejor regalo. Los coros se confunden, Italia, Rusia, Colombia, Tanzania, provocan un sentimiento lleno de grandeza y hermandad. De repente, el Juez Hon Matupa,  recibe de manos de los abogados de la fiscalía un comunicado: El Fiscal ha decidido levantar los cargos. La pequeña estatura de Matupa se puso en pie, miró con vehemencia y casi repudio a los abogados, volteó levemente su mirada hacia las consejeras coloradas, en el recorrido se encontró con la mirada del inocente Sayf pasando entre los querubines y mujeres tristes de Jerusalén. “Tengo un veredicto: Concedo la libertad inmediata a Sayf Al Din por las inconsistencias del caso y tomando en consideración lo expresado por la fiscalía”, dijo. Los coros subieron el volumen. Papá saltó de su silla,  navegó en medio de sus lágrimas hasta llegar al puerto del tío Sayf, lo miró, lo besó y lo abrazó… De repente, solo quedó el aroma de la crucifixión de Cristo. La alegría fue tan pasajera como el canto de un ruiseñor en verano ardiente. Tío Sayf dijo a Papá: “Escuché a los policías diciendo que al salir de la sala me capturarán otra vez”. En medio de la orfandad Él está dispuesto a ser nuestro amigo incondicional y perfecto abogado. Descubrimos y experimentamos la falsedad de los muchos hombres y que todo es mentira o se acaba.

 

El Primer encuentro. Tercera Morada

“Como un águila incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así Él despliega sus alas y te toma, llevándote sobre su plumaje”

 

Agosto 19 de 2014.

Papá se enteró que mi tío Sayf había sido detenido y encarcelado en un país que nunca había escuchado, ni siquiera sabía en qué parte del mundo quedaba. Esa noche, a la luz de una vela, frente a su altar, y a un lado del mural que había pintado una madrugada, y que simbolizaba la subida al monte Carmelo, Papá se tiró al suelo y se revolcó de impotencia. Sus lágrimas casi que inundaban la base del monte y por tanto sus ropajes sufrían la humedad del momento. Gritos acompañaban sus sollozos. De repente desde adentro, en su profundo centro empezó a escucharse el salmo 27 cantado en hebreo. Una herencia de su vida en Israel. Ya era la madrugada, y ahora las lágrimas se convertían en alabanzas y cánticos al huésped de la séptima morada. Al terminar los cantos prendió el computador, compró crédito de Skype, e intentó llamar al número que había descubierto su amigo, el Sargento del ejército. Al tercer intento papá se hallaba ante la voz de un hombre que hablaba un inglés un poco confuso, Andrés, Andrés, repetía Papá; del otro lado, en otra dimensión, respondieron: “Call again in ten minutes”. Papá contó cada segundo, y justo al cumplirse los diez minutos volvió a marcar. De forma increíble apareció la voz de Andrés, Papá casi lloraba. “Tranquilo Hermano, dijo Andrés, estoy bien. Es solo algo de rutina, ya me bañé, jugué fútbol, todo es muy ordenado, limpio y hay buenos amigos, todo es una equivocación y saldré pronto…”, dijo.

Nueve meses más tarde, Papá estaba en la oficina del director de la prisión. En el interior de Magereza Keko. Solo un milagro, de esos que únicamente  ocurren de tanto visitar las moradas del castillo, propició ese instante de eternidad. El rey del castillo descubre ante nosotros la humildad como único medio para volar sobre nuestros infortunios. Allí lo abyecto es un escalón para trascender y no un obstáculo para tropezar.

Mayo 9 de 2015

Al atravesar la calle polvorienta hay una fila de personas tratando de pasar los controles antes de ingresar. Llegan a  una rudimentaria caseta. Ladrillo a la vista, techo desvencijado y paredes amarillentas por el polvo entremezclado con pantano en tiempo de lluvias.

Los visitantes son ingresados a una oficina improvisada, allí preguntan por el nombre del prisionero a visitar, en el caso de ser extranjero piden, rigurosamente, el permiso para visitar al interno. Todo esto pasa a la entrada de esta oficina, atendida por un policía de bajo rango; luego, a un metro, diagonal de esta mesita, hay un policía de rango más alto que el anterior, el cual revisa los documentos y hace una serie de preguntas que llegan a intimidar.

Una vez superadas estas inspecciones,  dos mujeres, de una edad superior a los 50 años y hablando solo en swahili,  revisan los alimentos y paquetes con la ayuda de un aparato muy sofisticado para el lugar, que detecta papeles, metales y objetos extraños, además de juegos de mesa y celulares. Las dos primeras veces que Papá visitó “Magereza Keko” llegó sin un permiso para visitar extranjeros. Lo único que tenía a su alcance era un Rosario de madera, obsequiado en Israel por una joven sueca que quería ser Monja de Clausura. Hacía solo unas semanas tenía como costumbre con Mamá y el monje Polaco Jarek salir por las calles de Ávila, España, a orar con el rosario en la mano, los tres estaban convencidos que con pureza en el corazón y realizando este acto todos los días a las tres de la tarde se lograban cosas asombrosas que quizá nunca podrían ver, pero tenían fe que algo pasaba en favor de seres sufrientes o aquellos necesitados en cualquier parte del planeta. Papá descubrió ese poder. Fue testigo de primer orden.

Los policías penitenciarios, al saber que papá no tenía el permiso le dijeron que se fuera a sacarlo y volviera solo cuando lo tuviera en la mano. Pero Papá no tenía tiempo ni sabía cómo hacer esa diligencia que, sin duda, representaría el pago de una cantidad de dinero para obtenerlo. Eran la una y treinta de la tarde y desde ese instante Papá sacó el Rosario y empezó a hacer una oración al Espíritu Santo, en voz alta.

Al inicio,  los presentes se rieron, luego, al ver que no claudicaba y cada vez lo hacía con más pasión y entrega, empezaron a preguntarse, según intuía Papá, qué clase de persona era esa. El cien por ciento de los habitantes de Tanzania son creyentes, cada uno a su estilo. Ya eran las tres de la tarde y quedaba solo Papá porque la visita había terminado. Ahora la oración estaba acompañada por lágrimas desconsoladas, el sitio se apoderó de un silencio contemplativo, a la vez que cierta compasión empezó a invadir a los policías. Ahora el alma de Schubert organizaba un arpa, el cello y un coro de niñas, que habían muerto en un campo de concentración, para interpretar “Ave Maria”. Primero el arpa con unos acordes inmortales, luego el cello produjo sonidos desgarradores que se unían al coro. En ese momento,  una de las encargadas volteó a mirar a Papá y al ver sus lágrimas, tuvo una sensación inexplicable de paz. Quizá era un enviado de Dios y no podía perder la oportunidad de ayudarle. En medio de la lluvia, que se apoderaba de la tarde, envió al policía de rango inferior a hablar con el director de Magereza Keko. Resultó que esta mujer era familiar del alto mando. Pasados unos minutos, el policía regresó mirando a Papá, casi armonizando con el perfume musical de cielo que se vivía, le hizo una señal para que se levantara; sin querer, produjo una felicidad difícil de narrar en el corazón de Papá. Caminaron bajo un paraguas de colores en medio de la lluvia (acompañados de la bella composición que se quedaba atrás pero se mantenía en el corazón de los dos ángeles). Las botas del oficial y los tímidos zapatos de Papá se acompañaron, en medio del lodo y las piedras, por espacio de ochenta metros que fueron testigos de los latidos desbordantes del  corazón de Papá; volteó a mirar al policía y le dijo: Mungu Anakupenda Sana. El joven oficial sonrió y devolvió una mirada de amor y agradecimiento que presagiaba un encuentro maravilloso con el  tío Sayf.

La puerta solo se abre con unas palabras mágicas y Papá la hizo abrir al cantar las misericordias del Señor, en complicidad con el Monje Polaco y Mamá que a esa misma hora también cantaban: ¡Misericordias domini in aeternun cantabo! Funciona, se repetía Papá en su interior, es verdad! Unirse en oración para pedir por la necesidad de otros es un misterio. La puerta de la prisión se abrió. El joven oficial de rango inferior tocó una aldaba justo encima de una ventanita de la puerta. Dijo una palabra cifrada y allí estaba, frente a Papá, el interior de la prisión.

Cuarta Morada. Descanso en ti.

En medio de esta habitación descubrimos quién es el señor que nos acompaña, nos da la vida y descansamos en Él. Por eso buscamos recogernos muy dentro de nosotros, como la tortuga que se retira hacia sí.

La noche anterior el tío Sayf no pudo dormir. Como de costumbre. Estar rodeado de 65 personas con múltiples enfermedades, desde el VIH hasta la tuberculosis pasando por la malaria, diarreas y problemas respiratorios, impedían al tío Sayf conciliar el sueño. Pero esta noche había un ingrediente mucho más fuerte que las penurias vividas durante esos primeros nueve meses: la visita de Papá. Extraños sonidos, que fueron como un bálsamo para las decenas de hombres que acompañaban al tío Sayf,  llegaban a sus oídos con los pasos de Chopin y la interpretación de sus nocturnos.  Al levantarse tuvo un sentimiento confuso entre alegría y preocupación. Hizo un chiste a su amigo Griego Thanus, sonrió con Michael de Indonesia, abrazó a Sunday de Nigeria, el mismo que respondiera la llamada de Papá. Escuchó la palabra “Amigo” de su alumno de español Rama, quien unos meses más tarde pudiera salir de aquel infierno.

Quinta Morada. La muerte sabrosa

El tío Sayf estuvo atento a la entrada de la prisión desde las cuatro de la mañana, aunque sabía que las “visitas” empezaban a las nueve. Fueron pasando las horas y la confraternidad de los cinco en pleno empezó a inquietarse. Empezaron a pensar lo peor, y ahora se imaginaban que Papá no los visitaría sino que iba a entrar por la puerta pero a hacerles compañía, todo podía pasar en Tanganika, como solía llamarse Tanzania antes de la gesta libertadora, que tuvo como protagonistas a  Fidel Castro, el Ché Guevara y el mismo Mandela. Aunque la forma de vida actual no tenía diferencia con el tiempo de la esclavitud.

Entre la puerta y las rejas de la prisión había un espacio de tres por tres metros. El sitio semejaba una de las celdas. El piso de cemento empolvado con grietas a cada paso, las paredes sin pintura y el techo alto de concreto. Una mesa con dos gavetas a los lados donde guardaban desordenadamente múltiples papeles. En la parte izquierda, de afuera hacia adentro, había una pequeña e insospechada oficina con una mesa y una banca larga donde hicieron sentar a Papá, mientras daban crédito a la presunta orden que había dado el director de la prisión para que pudiera visitar al tío Sayf. Había más de quince policías penitenciarios con su uniforme café, el mismo color del hábito del Monje Polaco, que rodeaban la entrada, al tiempo que a Papá, porque ya no quedaba ningún “visitante”. Miradas amenazantes, gestos enmarcados en el odio al colono blanco que los tuvo esclavizados por varios siglos. Y sobre todo deseos de acabar de entrar a Papá a la prisión pero a compartir el lumpen de vida ofrecida allí.

Papá pudo observar, con disimulo, hacia el interior de Magereza Keko. Luego de las rejas había un patio sin asfalto. Polvoriento y con piedras que provocaban grandes heridas a los que osaban jugar fútbol con una pelota hecha de trapos viejos. En la mitad de esa zona al aire “libre” se encontraban decenas de centenares de prisioneros, amontonados, uno al lado del otro. Algunos con la mirada en el firmamento, otros buscando algunas sobras de comida en el piso, todos en un silencio casi cómplice con sus infortunios. En medio de ese panorama Papá intentaba ver al amado Sayf. En ese instante Papá se contempló en la maravilla del dolor. Estaba en peligro inminente pero a punto de ver a su amado Hermano. Al lado de Papá, un violín dejaba emanar los acordes del Adagio de Albinoni. Papá estaba lejos de la familia, el país, el continente, sin conocer el idioma swahili, hospedado en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad, pero a punto de encontrarse con el tío Sayf. Un oficial apareció con la orden de llevar a Papá al segundo piso. Mientras caminaban Papá aprovechó para llevar su mirada allende los barrotes. Solo veía centenares de hombres con harapos como prendas. Subió las gradas y una vez en la parte superior tuvo otra panorámica de Magereza Keko. Desde allí pudo ver la entrada a las celdas y llegó a sentir nauseas y un dolor invadió lo desde el corazón hasta la médula, que quedó helada. Afortunadamente en este momento del viaje la persona empieza a vivir cosas sobrenaturales que le regala el rey del castillo, como sentir la compañía de un chelista justo a la entrada de la oficina del director.

Sexta morada. La noche oscura

 

Nuestro amado Sayf  y Papá habitaron el mismo vientre. Pueden intuir mucho el uno del otro. Al igual que yo, en el vientre de Mamá, recibieron muchos secretos de lo que iba a ser la vida y estaban preparados para esta maravillosa desgracia. La injusticia que vive el tío Sayf ha hecho que toda la familia se sumerja en la noche oscura. “¡Oh noche que guiaste! ¡Oh noche amable más que el alborada! ¡Oh noche que juntaste Amado con Amada, Amada en el Amado transformada!”. En la víspera de este encuentro, Papá escucha susurrante a su amigo Juan de la Cruz que conmueve su oído al igual que el de toda la familia, porque también había sido encarcelado siendo inocente y en medio de la noche oscura escribe en Toledo lo mejor de su obra. Quizá esa inspiración haya llegado a todos y nos hemos podido mantener como almas a punto de consumar un matrimonio espiritual: “En la noche dichosa en secreto, que nadie me veía, ni yo miraba cosa, sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía”.

 

Séptima Morada. Cuarto movimiento de la novena sinfonía de Beethoven: ¡Libertad!

 

El director de la prisión era  un hombre bajito, con gafas, uniformado y con sonrisa cínica. Hizo entrar a Papá y le pidió que se sentara. Silencio intimidante. Pasaron casi diez minutos. Papá tuvo ganas de llorar. Intempestivamente apareció nuestro amado Sayf. 1.85 Metros de estatura. Ojos negros. Cejas pobladas. Labios gruesos y bien delineados. Cabello largo apreciable como el de los indígenas. Tez mucho más morena que de costumbre. Pantaloneta roída, camiseta sin mangas, calzado mínimo con suela acabada, descubierto y arrastrado, corpulencia extraña ante la adversidad vivida, y sobre todo una sonrisa tan expresiva que iluminó aquella oficina con una presencia inusitada para un ser humano que ha vivido en una situación tan deplorable. Ningún alma quería perderse ese momento, ni yo que aún estaba lejos de mi nacimiento. El compositor Ruso Shostakovich también hizo su aparición con el vals número dos. Y ahora la música y la sonrisa del tío Sayf bailaban esta pieza. Su rostro se engalanó al dejar ver su dentadura blanca y el lugar se convirtió en la misma séptima morada donde el Altísimo todopoderoso se desposa con las almas que lo siguen y no pierden su dignidad. Papá se abalanzó sobre su amado hermano, se sintió hasta indigno de amarrar o desamarrar los cordones de su humilde calzado. Profirió un grito de júbilo que retumbó en los oídos de los oficiales y los 1600 prisioneros hacinados en Magereza Keko. Los dos fueron uno con ese abrazo sempiterno. En ese instante no fue solo Papá el que abrazó al tío Saif, sino la abuelita Luz, el abuelito Guillermo, el primo Nicky y la prima Valentina, la esposa del tío Sayf, las tías, los amigos y miles de personas que a diario oran y hacen lo posible para buscar los caminos de lograr la libertad de nuestro amado tío Sayf. Todo se convirtió en un cuadro famoso, quizá la versión moderna de “La vocación de San Mateo” de Caravaggio o “El beso” de Klimt.

Un instante de eternidad que se repitió el 14 de junio del 2019, cuatro años más tarde, cuando el juez Hon Matupa le diese la libertad al tío Sayf, y Papá, pronto a celebrar mi primer año de nacido, abrazara al amado hermano de la misma forma. Los violoncellos, cercanos en sus sonidos a la voz humana, empezaron a mostrar su desagrado, bajo la misma de dirección de Beethoven, su alma que había escrito la Novena Sinfonía como una oda a la libertad, se solidarizaba con la causa de nuestro amado Sayf Al Din. La orquesta hace oír los primeros compases. Los violoncellos tampoco están de acuerdo. Luego de dos tiempos del juicio y cinco años de reclusión injusta, la orquesta sugiere el tema de la alegría solidaria. Ahora los cellos se muestran complacidos. El alma del amado Sayf vibra, al igual que la de Papá, al presentir la llegada de refuerzos. El plan hace que las cuerdas de los cellos se muestren complacidas. Los africanos mueven sus cuerpos de las sillas y no entienden qué pasa. Las mujeres del consejo agitan sus trajes y sus afros parecen seguir un ritmo que se escapa a su comprensión. Tanto los abogados de la defensa como los del fiscal ven moverse de forma inusual sus togas. El Juez Hon Matupa toma su lápiz como si fuera una batuta, sin saber que a su lado está Ludwig Van Beethoven. ¡Un ambiente privilegiado para la Libertad! Ahora varias familias de instrumentos entran en juego con los cellos y tejen un contrapunto tan bello como el rostro y corazón del tío Sayf ; tan bello como el  acercamiento de la abuela Luz y el abuelo Guillermo abrazando a su amado hijo. Al concluir el tema se añaden nuevos instrumentos, la sala está rebosante, para indicar que se incrementa la unidad entre los hombres. Finalizando el nuevo tema, hay una brisa del océano Índico que se incorpora al acto, la orquesta entera interpreta el tema de forma homofónica, mediante columnas sonoras intensamente expresivas. Momentos de euforia en la orquesta, que ya cuenta con el advenimiento del Juez y sus consejeras. Beethoven conoce tan bien el corazón de la humanidad como el viejo Tolstoi y pese a lo sublime del momento sabe que pueden volver a encarcelar a nuestro amado Sayf Al Din, entonces incorpora un barítono para provocar un éxtasis en la sala y,  entre tantas almas en júbilo por la libertad, dejar el terreno libre a Papá para que se deslice con el tío Sayf sobre las cuerdas de los cellos. “Oh Freunde, nicht diese Töne, sondern lasst uns angenehmere und freundenvollere anstimmen!” frases que salían del barítono y que daban tiempo a nuestros amados Sayf y Papá para dejar la sala abrazados, sin ser notados, y salir en medio de acordes con total libertad.

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