Por Andrés Felipe Giraldo L.
A poco más de un año de la finalización de este gobierno, el primero de la izquierda democrática en más de dos siglos de vida republicana en Colombia, ya se pueden hacer algunos balances. El primero, que resulta evidente, es que este gobierno ha estado lejos, muy lejos de la perfección. Por el contrario, los desatinos, componendas, equivocaciones y decisiones apresuradas, han sido insumo necesario para los ataques inclementes de la oposición, que hablan de no odiar mientras odian, de no polarizar mientras polarizan, de no desinformar mientras desinforman y de no destruir mientras destruyen. Este gobierno no ha sido del todo bueno, pero la oposición ha sido muchísimo peor.
Sin embargo, vale la pena notar que si bien el gobierno ha sido prominente en sus fallas, al menos ha existido la transparencia suficiente en la gestión pública para que la sociedad entera pudiera ver las costuras del mandato, sin restricciones, límites ni censura. La corrupción ha roto la confianza de amplios sectores de la sociedad con respecto de las promesas de cambio del presente gobierno. Desde un inicio tortuoso, debiendo enfrentar las conductas repudiables de Nicolás Petro durante la campaña, recibiendo dineros para enriquecerse, mientras disfrutó de la confianza inmerecida de su padre para dar la batalla política en la Costa, hasta los estallidos que no dan tregua con el caso de la UNGRD, la gestión de Petro ha estado marcada por los vicios tradicionales de la política, que van desde la apropiación indebida del erario, hasta complejas componendas entre los congresistas y las dependencias de la Rama Ejecutiva que se hacen entre chantajes, extorsiones e intercambios clientelistas que son repugnantes.
Es sano y necesario reconocer sin ambages que la corrupción es innegable y que está a la vista de todos. El periodismo del establecimiento ha sido diligente para evidenciar los entuertos que son materia de investigación y que han costado fisuras prominentes entre funcionarios que antes eran compañeros y que ahora son contrapartes en los estrados judiciales. Petro le apostó en un comienzo a un gobierno incluyente, plural y deliberante. Pero no pudo sortear que las diferencias, más allá de ser retóricas, eran profundas y filosóficas, imposibles de conciliar al interior de un gabinete divergente, lo que desembocó en una implosión imposible de controlar al interior del equipo de ministros. Tener a un neoliberal recalcitrante como Alejandro Gaviria o a un godo redomado como Álvaro Leyva era absolutamente incompatible con el proyecto progresista, porque ideológicamente se inclinan (los exministros) por ideas antagónicas a las de la justicia social, mucho más proclives al beneficio empresarial o personal. Era imposible esperar lealtad y compromismo de estos burocrátas consumados, uno en campaña permanente y otro ya desahuciado para la función pública.
Otro aspecto que ha complicado de manera ostensible la gobernabilidad es el de no haber podido conformar mayorías sólidas y leales en el Congreso para poder tramitar las reformas de manera consistente y expedita. La izquierda, a pesar de que tiene muchas más curules de las que históricamente ha tenido, aún no tiene la capacidad para conformar bancadas lo suficientemente numerosas para poder defender y llevar a buen puerto los proyectos de ley que presenta el gobierno nacional. Porque se conformaron listas autocráticas y caprichosas, salidas directamente del bolígrafo de Petro y sus colaboradores más cercanos, sin procesos democráticos ni una deliberación amplia al interior de la coalición que mediara en su elaboración, lo que ha provocado una debilidad legislativa que el gobierno ha debido compensar con enfrentamientos agrios que evidencian la mezquindad del Poder Legislativo como institución, pero que no resuelven de manera alguna el bloqueo que no le permite al Ejecutivo profundizar en las reformas que naufragan en debates entre comisiones y plenarias, porque los congresistas de oposición o desleales, que son mayoría, han sido hábiles para sabotear casi todos los cambios que ha pretendido hacer este gobierno.
Además, tener a un personaje tan desacreditado como Armando Benedetti al frente del Ministerio del Interior, encargado de lograr acuerdos y consensos políticos, sobre la base de su habilidad, conocimiento y experiencia para las transacciones y las componendas burocráticas y clientelistas, lo único que ha logrado es minar aún más la credibilidad en el gobierno y debilitar la gobernabilidad para el Presidente. Benedetti es un error persistente, inexplicable y lamentable en el que insiste Petro de manera terca e intransigente, llevándose por delante gente honesta, valiosa y seria como los exministros Luis Carlos Reyes o María Ángela Buitrago, que han estado lejos de la política, y que le apostaron a este proyecto justamente porque creyeron, equivocadamente, que estaba alejado de los viejos vicios clientelistas, de los vicios que justamente representa Benedetti, que tiene ocho investigaciones penales abiertas y un llamado a juicio en la Corte Suprema de Justicia. Parece una provocación deliberada de Petro insistir en mantener a un personaje siniestro como Benedetti agenciando el juego político del gobierno. Una provocación que no ha tenido los mejores resultados, y que además da munición a diario a la oposición para decir, con razón, que Benedetti no representa ningún cambio, porque desafortunadamente tienen razón. No tienen autoridad moral, pero sí razón. Creer que Armando Benedetti puede movilizar al pueblo para que se manifieste en contra de prácticas políticas que son repudiables, y que él mismo representa, es al menos hilarante. Y para muchos, hasta ofensivo.
En fin, podría seguir enumerando y enunciando las fallas indeseables de un gobierno que se conduce indefectiblemente a su ocaso porque el tiempo se acaba, pero no sin hacer historia, no sin retar a la inercia de dos siglos de gobiernos ininterrumpidos del establecimiento, no sin abrir la brecha democrática para dar mayor participación a sectores que habían sido tradicionalmente excluidos, marginados y oprimidos.
Me explico: El gobierno de Gustavo Petro está lejos, muy lejos de la perfección. Los idealistas hemos sido atropellados por una dosis letal de realismo, debiendo reconocer con tristeza que es imposible desprenderse de los viejos vicios de la política que tienen que ver más con un factor cultural que con un anhelo social, para aspirar a un mínimo de gobernabilidad y a una esperanza cierta de transformación. Tendremos que lidiar con eso y entenderlo en retrospectiva, con enormes retos para transformar estos males desde la estructura, desde la formación de valores y principios que se tomará generaciones para impactar en una sociedad acostumbrada a la degradación ética desde la acción política. Pero ese es otro debate.
Lo que sí es de resaltar es que el gobierno de Gustavo Petro ha asumido un reto complejo, difícil e histórico con altura, aunque los malquerientes hagan de sus defectos condiciones insuperables, vociferando entre el tremendismo, la exageración y el deseo destructivo que este ha sido el peor gobierno de la historia, o el más corrupto, o que gracias a este periodo la izquierda jamás volverá al poder. Ninguna de las anteriores. Ha habido gobiernos peores, que han llevado al país realmente al borde del abismo y del caos, ha habido gobiernos más corruptos, mucho más preocupados por ocultar la corrupción que por superarla, y además la izquierda no solo volverá a gobernar, sino que ha entrado a la contienda democrática con argumentos, estructura y futuro, algo que no había tenido hasta ahora.
La izquierda hasta hace muy poco solo era una fuerza marginal, reducida al poder local sin mayores aspiraciones nacionales, con bancadas minoritarias y casi intrascendentes en el Congreso, acostumbrada a ser la víctima silenciosa de su propia tragedia, aniquilada por las fuerzas oscuras del establecimiento e invisible para los electores, que no le percibían ni como alternativa. Eso ya quedó atrás. La izquierda, con todo y sus defectos, llegó para quedarse en el espectro democrático, para disputar la presidencia en otras elecciones una y otra vez, para gobernar de nuevo y para ser una alternativa permanente de poder.
Y esto, muy a pesar de los profetas del caos que se quedaron esperando a que Colombia fuera como Venezuela, que Petro rompiera el orden constitucional y que se perpetuara en el poder. Eso no pasó y no va a pasar. Si por algo se ha caracterizado este gobierno ha sido por el respeto a las libertades, los derechos y por las garantías a la protesta, para unos y para otros. Incluso, las brutales arremetidas de la prensa tradicional, que por fin se dieron cuenta de los males tradicionales de la política, con los que habían sido tan complacientes en los anteriores gobiernos, han sido resistidas por el Presidente desde su cuenta de X, con palabras, pero sin persecusiones desde los organismos de seguridad del Estado, sin perfilamientos ni intimidaciones, sin coartar esa libertad o cerrando y censurando medios. La prensa ha dicho lo que se le ha dado la gana con toda libertad. Incluso, han dicho, con toda libertad, que este gobierno les persigue y les reprime. Usan la libertad para mentir, retorcer, tergiversar e inventar, impunemente y sin consecuencias. Han menospreciado, insultado y tratado de alcohólico, drogadicto e interdicto al Presidente, sin ninguna consecuencia. No recuerdo que un Presidente hubiera sido tan irrespetado por tantos sectores poderosos del país de manera tan hartera y frecuente con tanta libertad y con tanta impunidad. Y sin embargo, aún algunos le llaman “dictador”. Y lo hacen porque no tienen la menor idea de lo que es una dictadura, porque no la han padecido. Al menos no en este gobierno.
Y a pesar de todo, ha sido un gobierno capaz de dignificar a los indígenas haciéndolos parte de la deliberación pública, abriéndoles espacios de gobierno y de acción política, trayéndoles para hacer parte de las transformaciones a las ciudades, que tanto les repelen, para mostrarles a los ciudadanos de las capitales que ellos también son colombianos, que también tienen derechos y que también están dispuestos a luchar por esos derechos del lado del primer gobierno que los ve como parte del poder y no como un problema que el Estado debe resolver, como si no fueran nuestra cultura ancestral, sino como un lastre. Un gobierno que ha dignificado a los campesinos retornándoles tierras que ya daban por perdidas, porque el establecimiento se ha encargado de acaparar todo, hasta las desgracias de un conflicto armado de setenta años. Mientras el campo sangra, los políticos tradicionales se quedan con las tierras que les quitaron a los campesinos a sangre y fuego. Eso está cambiando y lo está cambiando este gobierno. Por primera vez no somos un apéndice despreciable de los Estados Unidos en la política internacional, y hemos sido capaces de sentar posiciones consecuentes y fuertes, llamando Estado genocida a un Estado genocida y genocidio al genocidio, sin medias tintas y sin miedo, siendo ejemplo para otros países, cuando antes no éramos más que un homúnculo intrascendente del Tío Sam. Se le ha dado dignidad al colombiano deportado, ante la incredulidad del biempensantismo nacional que es timorato, taimado y conveniente, que dentro de su miopía selectiva solo notaron que el Presidente estuviera despierto a las tres de la madrugada, devolviendo un avión infernal para que retornaran a nuestros nacionales en condiciones decentes y respetables. Se quedan en la minucia estúpida, y no reconocen la acción trascendental.
Este gobierno está muy lejos de la perfección. Pero es real. Llegó para mostrarle a la nueva Colombia que la izquierda tiene aún mucho para evolucionar, pero que de ahora en adelante lo hará con vocación real de poder, sin amilanarse y sin retroceder. Bastante sangre derramaron los mártires de la Unión Patriótica, Jaime Pardo Leal, Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo Ossa, para pensar que este gobierno condenó a la izquierda a ser eterna oposición. No, para nada. La nueva Colombia tiene un nuevo actor determinante en la vida política. Un actor empeñado en lograr cambios sociales profundos, perdurables y estructurales desde las instituciones, a las que seguiremos llegando a través de la democracia y las elecciones.
Pueden seguir inventando que este gobierno es el peor o el más corrupto. Pueden decir que el dólar va a llegar a los 10 mil pesos o que nunca íbamos a tener una peor taza de desempleo mientras pasa todo lo contrario, pero lo que ya no podrán hacer es obviar que ahora existe un punto de referencia diferente del tradicional. Ahora a la derecha se le hará más difícil gobernar sin que una sociedad los escrute con mayor severidad, sin que los medios tradicionales no se vean cómplices, y sin que los grandes grupos económicos evidencien que no tienen candidatos, sino mascotas adiestradas para satisfacer sus intereses y sus ambiciones. El gobierno de Gustavo Petro está muy lejos de ser perfecto. Pero desnudó la realidad a la que la derecha nos tenía acostumbrados, la normalización de un uso feudal del poder para el beneficio de unas pocas familias destinadas a manejar al país sin que nadie les desafiara. La realidad ahora es otra. Y se tendrán que disputar el poder con esa nueva Colombia que nació justo en este cuatrienio.
Quizás Colombia no cambió tanto como hubiéramos querido. Pero nunca será la misma.
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