Por Andrés Felipe Giraldo L.
Es claro y está documentado desde diversas fuentes y desde hace tiempo que el mayor combustible del conflicto armado en Colombia es el narcotráfico. Los rezagos ideológicos de los grupos de extrema derecha y extrema izquierda que se baten a fuego en los campos del país no son más que la excusa de una disputa feroz por el dominio de los cultivos de uso ilícito y las rutas para traficar con drogas. Esta ya no es una lucha entre revolucionarios y reaccionarios por el poder, sino una puja de carteles por el control del lucrativo negocio del narcotráfico que viene tiñendo de violencia y sangre todo el territorio nacional desde hace más de 40 años.
Así pues, las banderas del conflicto de antaño que apelaban a nobles objetivos como las reivindicaciones populares por un lado, y la defensa de las instituciones por el otro, ahora no son más que la fachada de una encarnizada lucha por los millones de dólares y euros que entregan sin pudor los adictos de todo el mundo sin importar qué tan cara sea la droga, porque la adicción es una enfermedad costosa y ellos continuarán dispuestos a pagar lo que sea para calmar su ansiedad porque la vida, por las razones que sea, los ha llevado hasta allá.
La humanidad sufrió un proceso similar a comienzos del siglo XX cuando se intentó prohibir el consumo de licor, principalmente en los Estados Unidos. Lo único que se logró con esto fue un incremento absurdo de los precios, lo que llevó a una guerra encarnizada por el control del contrabando del alcohol, con la consiguiente ola de sangre y niveles exacerbados de corrupción en todas las instancias. Al final, la única solución fue la legalización y una tímida regulación del consumo para desestimular el negocio y así mitigar la violencia. En este sentido, funcionó, y si bien en el mundo hubo, hay y habrá alcohólicos, accidentes por cuenta de la inconsciencia de los ebrios, y toda una serie de implicaciones nada deseables derivadas del consumo de licor, el mundo ha aprendido a convivir y darle manejo a este flagelo sin que el resultado sea una violencia salvaje y sin control. Con las drogas debe pasar igual.
Además, más nocivo que el consumo mismo de drogas por parte de millones de personas en el mundo, que es fatal pero que se puede abordar desde otras soluciones y perspectivas, el saldo nefasto del narcotráfico está reflejado en la traquetización de la cultura, que consiste en el enriquecimiento súbito de muchas personas que pierden la noción del dinero, y por ende se degrada el valor de la vida, que pasa a ser un bien secundario en un ambiente plagado de poder y ambición desmedida, en donde el fin último está en tener y ostentar lo que se tiene, como un mecanismo de posicionamiento social en el que el respeto se gana a punta de riquezas y bala. A ese nivel de degradación han llegado los conflictos armados en Colombia y México, por ejemplo, en donde los cárteles de la droga se han apoderado de las dinámicas políticas y sociales a través de la intimidación, el soborno y las armas. Para nadie es un secreto que el dinero del narcotráfico en Colombia y México ha cooptado grandes sectores del Estado, que trabajan en complicidad con los cárteles desde las diferentes ramas del poder público para garantizar la impunidad y mantener aceitadas las máquinas de guerra. En este sentido, el discurso de la lucha contra el narcotráfico por parte del Gobierno resulta hipócrita y poco creíble, porque se entiende que solo es una facción de narcos trepados en los cargos públicos enfilando su artillería contra la competencia. Cómo creerle esta lucha a un Gobierno como el de Colombia, por ejemplo, cuando existe evidencia de que el presidente Iván Duque hizo campaña con dineros de un narcotraficante, el Ñeñe Hernández, que los miembros de su partido son familiares y amigos de narcos reconocidos, y que el líder de la secta empezó su carrera política en los años 80 de la mano del mismísimo Pablo Escobar. Es ingenuo pensar que allí hay una lucha honesta y transparente, cuando a un embajador nombrado por este gobierno le encuentran cuatro laboratorios de cocaína en su finca a pocos minutos de Bogotá.
Es hora de que el mundo comprenda que casi medio siglo de represión contra el narcotráfico lo único que se ha logrado es una exacerbación desproporcionada de la violencia en países que han puesto y siguen poniendo una cuota de sangre infame, porque no hay forma de regular los precios y ponerle coto al negocio, que en últimas es lo que estimula la guerra. Es absurdo que se siga insistiendo en la misma fórmula fallida que va corroyendo las bases de sociedades como las de Colombia o México, en donde las autoridades que no pueden ser sobornadas son asesinadas, ante la indiferencia del establecimiento que cuando no se beneficia de los dineros sucios mira para otro lado. En Europa se avanza a paso lento pero efectivo en el camino de la legalización y la regulación con muy buenos resultados, ampliando la perspectiva de acción y pasando el problema de las drogas al campo de la prevención y la salud pública, que es en donde debe estar la solución humana e integral de esta problemática, y no en una guerra cruel, sin fin, que lo único que deja es corrupción, desolación, muerte y precios exorbitantes que repiten una y otra vez esa espiral de violencia incontrolable.
Es hora de que el mundo deje de mirar al adicto como un delincuente y empiece a tratarlo como el enfermo que es. Así lo han hecho países como Portugal o Países Bajos, en donde el adicto encuentra la droga y el tratamiento en los hospitales y centros de salud, o como en Islandia, en donde las políticas para promover actividades deportivas y lúdicas para los jóvenes han reducido enormemente el nivel de consumo y han mejorado el bienestar de la ciudadanía. Persistir en la lucha armada contra las drogas es perpetuar el negocio y por ende la violencia. Es una especie de lobotomía social, en donde se pierde la consciencia del daño y se cree que por la vía de las armas se va a lograr algún nivel de disuasión en la producción o en el consumo. Esta fórmula lleva casi 50 años fracasando.
Es hora de que el mundo indague a profundidad qué intereses soterrados favorecen el negocio del narcotráfico y que se hagan estudios serios de a dónde van a parar esos grandes capitales. Seguro, allí descubrirán el por qué de esa inmensa resistencia a la legalización. Finalmente, gran parte de esos dineros van a parar a los mismos establecimientos que dicen luchar contra el narcotráfico. Solo hay que revisar cómo se inflan las utilidades del sector financiero en todo el mundo por cuenta de los dineros de dudosa procedencia, por ejemplo.
Por eso insistir en la fumigación de los cultivos ilícitos y en la guerra contra las drogas a donde el Gobierno llega con bombas a matar niños y no lleva escuelas, saneamiento básico o médicos, no es más que insistir en la estupidez de un Estado fallido que procede sin una estrategia de fondo y sin autoridad moral para enfrentar un flagelo del que hace parte, y que le hace el juego a los grandes capitales que se lucran del negocio del narcotráfico. Colombia es un eslabón débil y sin carácter en este juego de poder mundial, cuyos ciudadanos además eligen para gobernar a uno de los cárteles en disputa para que usen las Fuerzas Armadas no para acabar con el negocio, sino para exterminar a la competencia. Todo mal.
El 20 de julio de 1810 Colombia proclamó su grito de independencia de la Corona Española para tomar las riendas de su destino. Desde hace 50 años Colombia no es más que una colonia de los Estados Unidos por cuenta de la lucha contra las drogas con todos los perjuicios y ningún beneficio de ser una colonia. Es hora de que Colombia dé un segundo grito de independencia y esto solo se logra liderando una cruzada por la legalización de las drogas que desestimule el negocio y obligue a los países consumidores a experimentar fórmulas para controlar las adicciones de sus ciudadanos a través de la regulación, el control, las políticas de prevención y la atención psicosocial.
Y para ello, es necesario que esta iniciativa surja y se consolide desde la ciudadanía misma que ha padecido los rigores de más de cuarenta años de conflicto narcotizado que ha degradado la cultura a principios y valores tan precarios y superficiales ligados al tener y al ostentar, que se han mantenido a punta de violencia, dolor y muerte.
La humanidad no puede seguir negando sus demonios a costa de la muerte de más colombianos. Es hora de que se enfrente el problema de las drogas con otra perspectiva y se requiere de manera urgente la legalización, regulación y control de las drogas. Colombia debe fortalecer esta propuesta y debe ser consecuente empezando por casa. Eso nos permitirá retomar la senda de las luchas sociales más profundas y estructurales. Por eso, no podemos seguir eligiendo narcotraficantes para que nos gobiernen, porque estaremos condenados a cincuenta años más de violencia con el pretexto de la lucha contra las drogas.
Fotografía tomada de la agencia EFE del último atentado terrorista en Corinto, Cauca.
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