Por Isabella Cano
A pesar del tiempo y la distancia, siempre está presente el recuerdo de tu dulce compañía en tiempos inciertos. Era tan sólo una niña cuando te vi por primera vez. Recuerdo tu hermosa sonrisa y esos ojos verdes que siempre me miraban con amor y ternura. Corriste hacia mí con libertad y sin control, demostrando todo el cariño que tenías para dar a todo aquel que gritara tu nombre.
La libertad de la selva nos decía, con el viento fresco y el día soleado, que el mundo era nuestro, que estábamos exentas de los problemas de los adultos y sus dramas. Nuestro mundo eran los juegos de princesa y soldados, nuestras acrobacias y la comida que robábamos a escondidas de la cocina cuando nadie miraba. Pronto, así te convertiste en mi familia (o debería decir más que eso) y te volviste esencial en mi vida.
Nos reunimos en lugares donde la selva habla, donde la brisa fresca y el calor pegajoso azotan esos territorios alejados de las grandes ciudades. Esa tierra misteriosa, aún virgen, ha sido corrompida por el hombre. La naturaleza protesta con sutiles cambios de temperatura, inundaciones, sequías y mitos. No quiere invasores allí; le hacemos daño con nuestras pescas y cazas, afectamos la tranquilidad de aquellas comunidades que, con esfuerzo, forjaron un lazo sagrado con nuestra hermosa Amazonía. Allí, en medio de la lejanía, te encontré, mezclada con la crueldad del hombre y el quejido de la selva. La pureza de tu suave pelaje blanco y ojos resplandecientes me hicieron sentir abrazada y bienvenida.
Siendo tan sólo una pequeña, empecé a descubrir que no estaba allí por diversión o por una vida mejor. Fui entendiendo que más allá de la burbuja segura en la que vivía, el mundo estaba lleno de conflictos, guerras, corrupción y pobreza. Empecé a abrir mis ojos y a entender el trabajo de mi mamá. Aunque sabía que era una labor honorable y aventurera, no me resultaba fácil dejarla ir una vez al mes a esas comunidades alejadas de la carretera, a tierras incomprendidas que, al estar distantes de la civilización, mantenían intacta su inocencia, pero no todos podían respetarla.
Recuerdo que me sentía desolada al verla partir tantas veces con su morral, sus botas y una o dos bolsas de mercado que utilizaba para donar, intercambiar y para comer en tan largos viajes donde la subsistencia depende de la caza y la pesca, donde las tiendas sólo venden algunos dulces para los niños. Todas las despedidas de ese entonces parecían definitivas. No era fácil pasar dos días sin saber de ella, por la falta de señal en la zona, y luego al ver las noticias descubrir que en el territorio donde estaba se ubicaban esos que los periodistas (y gran parte del país) llamaban asesinos despiadados. No sabía si ella volvería a mí, si volvería a escuchar su risa y si me contaría sobre sus historias en esos territorios. ¿Qué sería de mí si eso pasaba, si ella ya no estaba? ¿Qué pasaría con esta niña de once años sin su madre?
Mi padre era un hombre que con gran esfuerzo y dedicación trabajaba casi todos los días jornadas largas en el aeropuerto como bombero. Por eso era difícil estar con él, ya que llegaba cansado para jugar con sus niñas. Siempre he admirado el trabajo de mis padres, que aunque muy diferentes, yo los tomaba con la misma importancia. Como toda una chiquita pensaba que ellos salvaban al mundo, que sin el trabajo de mi padre el control aeroportuario sería un caos y sin la ayuda de mi madre el gobierno no podría ayudar a las familias indígenas a tener una mejor vida. Entendía el esfuerzo que hacían cada día para hacer de este país un mejor lugar, pero era difícil estar sola tan pequeña con mi hermana y una niñera. La soledad me abrumaba, y no por el hecho de no tener personas a mi alrededor, sino por no sentir un vínculo con casi nadie. Los pensamientos y las tristezas se acumulaban, el interés por la sociedad crecía y cuando esto pasa ya no puedes parar, cuando tu vida se colma de nuevos conocimientos, canciones y charlas para comprender y analizar el comportamiento de las otras personas, eso ayuda a generar una conciencia propia sobre lo que es el bien y el mal para ti. Pero estas ideas vienen cargadas de voces internas, que si no las sueltas o las compartes, podrían quemarte por dentro.
En medio de esa soledad y comienzos de los debates filosóficos conmigo misma, llegaste tú a mi vida, como ráfaga de viento corriendo sin control. Una pequeña rebelde que amaba la libertad que le otorgaban las grandes casas y los caminos amplios. Poco a poco te entrené y te volviste fiel confidente de mis secretos y problemas.
No fueron unos meses fáciles para nosotras, ya que era consciente de que tu adaptación a tu nuevo hogar no fue tranquila. En esas noches en vela, cuando ladrabas por el miedo a lo desconocido, con paciencia te mostré que no estaba mal cambiar de hogar un par de veces. Yo, siendo el claro ejemplo de los cambios y los viajes a diferentes pueblos en el poco recorrido de mi vida, entendía el miedo que te embargaba.
Te llené de amor y cuidados y tú, muy agradecida, siempre sonreíste para mí. Pronto no solo tenías mi corazón sino también el de mi familia, ganaste un espacio en nuestro hogar venciendo el rechazo de ellos a tenerte en la casa, demostraste que podías comprender cuando algo estaba mal o cuando hacías algo bien, llegaste a traer felicidad a esta niña solitaria, pero también a una bebé parlanchina, un padre cansado y una madre aventurera.
Llegó la semana menos esperada, pero la más anhelada para mí. El deseo de partir de Mitú se apoderaba de mí; no por el hecho de no amar mi dulce Amazonía, que por muchos años me acogió y me mostró la belleza de la vida lejos de la contaminación de la ciudad, sino porque necesitaba ver nuevos horizontes, conocer nuevas personas y regresar a la tierra que me vio nacer hace algunos años. Esa tierra donde los colores son vibrantes y se come arepa todos los días, tierra de flores y trovas; aunque madre de unos cuantos delincuentes, todo aquel que pise su suelo se enamora de sus mujeres, comidas y paisajes.
Este cambio también trajo la decisión de dejarte, lo cual parecía lo más adecuado, ya que no era fácil que te adaptaras a un nuevo clima, territorio y hogar. Sin embargo, me negué rotundamente a hacerlo. Me negaba a perderte y a abandonarte. Tal vez fue algo egoísta de mi parte, pero me negaba a seguir este camino sola y a no tenerte a mi lado en lo que sabía que no sería fácil para mí. Me sentía mejor con tu compañía y, así, convencí a mi familia de pagar tu vuelo.
Comenzamos una flamante travesía.
A menudo, cuando pensamos en un hogar tranquilo o un lugar de refugio de los regaños de los padres, el lugar perfecto sería la casa de los abuelos. En mi caso, era lo contrario; amaba a mi abuela pero siempre había sido consciente de su difícil carácter. Sin embargo, estaba dispuesta a vivir con ella, siendo esta la única opción que tenía para salir de Mitú. Así que una nueva aventura empezó para ambas.
Mi abuela era una mujer brillante pero mentalmente inestable debido a las duras pruebas de su vida. Mujer de gran carácter y trabajadora, era la abuela de las vacaciones; es decir, por las largas distancias solo la veía en los recesos escolares, cuando tenía la oportunidad de viajar hacia Guarne, Antioquia, un pequeño pueblo cerca de Medellín. Allí, mi abuela tenía una hermosa finca, una pequeña casa perfecta para ella y para mi abuelo, quien había fallecido unos meses antes. La finca contaba con un gran terreno donde no faltaban flores ni árboles frutales, y un par de columpios perfectos para sus tres nietos, incluyéndome a mí.
El clima del lugar me parecía ideal, ya que por su ubicación montañosa era frío la mayor parte del tiempo. Me parecía el clima perfecto para disfrutar de un buen chocolate caliente con queso derretido. Era distinto en comparación con Mitú, donde, aunque los días no fueran siempre soleados, el calor y el sudor se apoderaban de tu cuerpo y tenías que estar bañándote cada dos horas.
Sabía que no sería fácil vivir con mi abuela; seríamos solo ella y yo en la casa. Ella estaba triste por el reciente fallecimiento de su “enano”, como solía llamar a mi abuelo por su baja estatura, y tenía una manera algo brusca de tratar a quienes no eran ella. Jairo, que no era mi abuelo de sangre, me había acogido en sus brazos como si lo fuera, y aunque no era la persona más cariñosa del mundo, siempre tenía sus maneras de demostrarnos a mí y al resto de mi familia que nos amaba y estaría para nosotros siempre que lo necesitáramos.
Nunca vi a mi abuela más feliz que con su enano, a quien le costaba mostrar su afecto, pero que en sus últimos años se lo dio todo a ella. Durante esos años, mi abuela vivió más tranquila y feliz de lo esperado; era todo lo que se espera de una abuela cariñosa y feliz, o al menos, eso percibí yo en las pocas semanas que estuve con ellos durante las vacaciones escolares.
Lamentablemente, la felicidad de esos queridos viejos no duró eternamente; mi abuelo murió un día inesperado, un aneurisma cerebral se lo llevó. Después de esa dolorosa despedida, mi abuela fue la más afectada; poco a poco, su alegría se fue apagando. Dejó de usar sus faldas y empezó a usar los pantalones y camisas de él. Cambió su actitud y comportamiento, y su mente comenzó a desvanecerse.
Nuestra llegada sería beneficiosa para ambas partes. Para ella, seríamos compañía en su luto, y para nosotras, una oportunidad de ver nuevos horizontes y cambiar de ambiente.
Entrar a nuestro nuevo hogar provocó un cúmulo de emociones tanto para ti, que el estrés del viaje te agobió, como para mí, que al momento de cruzar esa gran puerta de madera y no escuchar la voz de aquel viejito gritando “¡ya llegó la peladita!”, como solía hacer cada vez que llegaba a su hogar, desató una oleada de pensamientos y sentimientos intensos al saber que ya no estaría ahí. No sentir su aroma, que siempre impregnaba gran parte de los espacios de la casa, me sumió en una nueva clase de soledad. Sólo había experimentado ese vacío una vez en mi vida: cuando mi abuelo paterno partió a mejor vida, y ahora lo volvía a sentir con quien consideraba mi abuelo materno.
Fueron días en los que nuestra adaptación fue algo complicada. El desespero y la nostalgia por aquellos que dejé atrás, mis amigos y familia, me dejaban sin aire. Y aunque sabía que mis padres y mi hermana vendrían a visitarme, y que en algunos meses estaríamos juntos de nuevo, eso no disipaba los pensamientos fatalistas de que aquel momento nunca llegaría. La invasión de tan terrible idea solo me provocaba abrazarte, jugar contigo y tratar de evitar que hicieras demasiados daños a la propiedad de Bertha.
El momento de entrar al colegio llegó pronto y sabía que tenía que dejarte sola en la finca. No fue fácil para mí ese primer día; nunca fui muy buena para hacer amigos en los primeros días en los colegios. Estar allí donde no conocía a nadie, ni ellos a mí, además del hecho de que entré a mitad del curso, suponía una doble carga, así que sabía que tenía que esforzarme más que los demás. Pero rendirse y agachar la cabeza no era algo que me hubieran enseñado, así que, como toda una mujer de mi familia, dejé mis tristezas e inseguridades a un lado, entré por esa puerta principal y no dejé que mi miedo a lo desconocido me agobiara.
No voy a decir que todo fue perfecto y que me adapté fácilmente tanto a las personas como a mis deberes, porque no fue así. Al ser una escuela privada con una metodología totalmente diferente a la que estaba acostumbrada, me llevó más tiempo adaptarme. Mis compañeros me parecían muy superficiales y poco interesantes, hijos de finqueros o personas con dinero de Antioquia, a quienes poco les interesaba lo que pasara más allá de sus familias.
Mi momento más feliz del día era cuando volvía a casa después de sobrevivir a esas arpías y tú me recibías moviendo tu cola de felicidad y ladrando como si quisieras protestar por haber estado sola todo el día en una finca fría y sin compañía para jugar. Créeme que todo hubiera sido más simple teniéndote a mi lado.
Ya que eras mi única confidente, me sentaba contigo a contarte mi día, a jugar y a ver nuestra serie favorita: Supernatural. Y aunque no la entendías, te sentabas conmigo a verla mientras esperábamos a que Bertha llegara del trabajo. Esas eran nuestras tardes entre semana, las mejores que pude haber tenido.
Pero no todo lo perfecto dura para siempre. Mi abuela se pensionó y comenzó a pasar más tiempo en casa. Las discusiones se intensificaron y llegó el punto en que empecé a sacar esa parte de mí que poco conocía. Siempre me consideré alguien calmada, una niña que acataba órdenes, pero todos tenemos un límite y ella supo derribarlo. Me volví más gritona y, por primera vez en mi corta vida, comencé a defenderme con palabras más elaboradas. Poco se habla de lo mucho que duele una simple frase con las palabras correctas, cuando sabes que duele y que hace sufrir. Cuando aprendes ese método de tortura te vuelves mucho más peligroso que si tuvieras un arma blanca.
Mi abuela me atacaba con palabras hirientes cuando no estaba de buen humor y yo, como poco esperaba de ella, le respondía con cosas peores. Sin pensarlo ni verlo venir, eso se convirtió en el día a día de lo que alguna vez consideré mi segundo hogar. Ahora era una casa fría, que aunque tenía momentos de calidad familiar, estos se veían opacados por discusiones sin sentido, discusiones por lo mínimo que se convertían en un día con la ley del hielo para no activar ese volcán de discusiones y gritos.
Siempre traté de ser silenciosa con mis problemas, veía a otras personas quejarse de los suyos y sólo pensaba: “Son absurdos, hay quienes son más miserables que yo y ellos: personas sin hogar, sin comida y viviendo violencia intrafamiliar no solo psicológica sino también física. Niños que, por hambre y necesidad, salen todos los días a trabajar vendiendo unas cuantas cosas en la calle, que aunque muy triste, es la realidad de tantas personas, no solo en mi amado país, sino en otros donde la moneda, la educación y la salud se desvalorizan cada día más y obligan a la población a hacer lo que sea necesario para vivir”. Al conocer la desgracia de estas personas, ¿qué derecho tenía yo de quejarme de unas cuantas discusiones con Bertha? Lo mío se arreglaba con el tiempo, unas cuantas lágrimas y hielo para bajar la hinchazón de los ojos, pero nunca pensé en hablar con nadie que no fueras tú, que aunque no entendieras la situación, la preocupación y la tristeza, siempre tratabas de ofrecerme el amor y el alivio que necesitaba en esos momentos de soledad en los que me sumergían esas situaciones.
No eras perfecta ante los ojos de algunos que no sabían apreciar la libertad que embargaba tu cuerpo, que no comprendían que eras un alma libre y no podían encerrarte como a un animal doméstico. Tú, con la astucia que te dio la Madre Tierra, lograbas saltar, derribar e incluso escabullirte por debajo para explorar ese nuevo hogar que se presentaba ante ti, frío y montañoso en comparación con el calor y la selva a los que estabas acostumbrada.
No hubo cerca que impidiera tus salidas diarias, hasta decidiste quemarte parte de tu pelaje para hacer tus recorridos diarios. Como esa vez que, al probar diferentes maneras para evitar que te escaparas, decidimos poner una cerca eléctrica esperando que el impacto de la corriente te hiciera pensar dos veces antes de salir. Pero tú, testaruda, preferiste cruzar esa línea de metal sin importar las consecuencias antes que quedarte restringida en un pedazo de terreno como una prisionera.
Te encantaba hacer tus recorridos por las hermosas fincas vecinas donde encontrabas nuevos amigos en el camino: perros, gatos y hasta vacas, sin juzgar la raza ni procedencia de tus amistades. Aunque para mí era divertido verte cada día llegar con una nueva compañía, claramente para Bertha no lo era tanto, ya que a ella no le gustaba que salieras y estuvieras expuesta a los robos, envenenamientos y otros peligros a los que está expuesto un perro solitario.
Los meses pasaron y tus aventuras continuaron. Las peleas y discusiones con Bertha no cesaban, mientras que mi adaptación al colegio y al hogar se hacía cada vez más sencilla. Pronto llegó la noticia que tanto esperaba: el traslado de mi mamá a la central de Medellín. Era la mejor noticia que podría haber recibido, aunque me dolía que mi papá no pudiera estar con nosotras porque lo habían trasladado a trabajar en la Costa. Pero al menos volvería a ver a mi mamá y a mi hermana; ya no estaría más sola.
La tan esperada llegada estuvo llena de cambios; el espacio era pequeño para acogernos a todas, pero con esmero hicimos todo lo posible para adaptarnos a vivir en una habitación mientras la situación se arreglaba. Con el paso de los días observaba con recelo la relación que comenzaba a formar Bertha con mi hermana. Cada día veía más ese cariño de abuela hacia su nieta, cariño que poco mostraba hacia mí. Cuentos nocturnos y canciones de cuna adornaban su cuarto cuando la noche llegaba y aunque mi hermana ya no era una bebé, disfrutaba de esos pequeños actos de amor que antes me pertenecían. No entendía por qué sus actitudes eran diferentes hacia nosotras.
¿Qué hacía mi hermana que yo no? ¿Merecía el trato dado por mi abuela? ¿Eso significaba crecer, perder el amor de tu familia?
Entendía que los sentimientos se transforman con el tiempo, pero ¿por qué esa transformación se sentía como odio? No era una niña problemática, solo tenía cambios de humor propios de la adolescencia, pequeños o grandes, dependiendo del punto de vista.
Mi mamá trabajó duro los primeros meses que estuvo en la oficina. Llegaba cansada cada día, dispuesta a escucharnos y estar ahí para nosotras, pero esa dinámica de verla seguido no duró mucho. Pronto la mandaron a otros pueblos y veredas más alejadas. Las noches se hicieron más solitarias en una habitación con tres camas y solo una persona ocupándolas.
Todo fue cambiando para nosotras. La llegada de tus cachorros fue una de las mejores cosas de mi vida; verte en ese papel de madre primeriza me llenó de ternura el corazón. Además, tuve la fortuna de tener tu confianza para poder acompañarlos y jugar con ellos, lo que fue una gran bendición. La llegada de los cachorros trajo nuevos cuidados para ustedes y también la llegada de aquella que consideraste como tu hermana después de un tiempo.
Pequeña y hermosa, su cuerpo marcado con tres colores diferentes y en su pelaje un olor inconfundible a miel. Y aunque no llegamos a la respuesta del porqué de su particular aroma, este se volvió adictivo en el hogar. Era chiquita pero testaruda; a sus pocos meses de nacida se ganó el cariño de todas en la casa. Temíamos que la rechazaras, sin embargo, acogiste a esa pequeña gatita como parte de la familia y la trataste con cuidado y cariño, dada la diferencia de tamaño entre ustedes dos. Así, poco a poco, se fue creando ese lazo inusual entre una canina y una minina.
Esta relación fue esencial para que no cayeras en depresión por la pérdida de tus bebés, que aunque ninguno murió, la verdad es que no podíamos tenerlos todos en casa, así que fueron adoptados por familias increíbles que los acogieron con el mismo amor que les hubiéramos podido dar nosotras. Miel fue tu acompañante en la terrible pérdida de ellos.
Los meses fueron pasando rápido y sin piedad, arrasando con lo poco que habíamos construido. Todo fue cambiando con cada pestañeo que dábamos, cambio de casa, nueva región de trabajo para mi mamá, cambios en mi cuerpo y pensamiento, todo esto pasó sin que nos diéramos cuenta y, cuando menos lo esperábamos, ya estábamos haciendo otra vez las maletas para viajar a un nuevo lugar por descubrir.
La mudanza estuvo llena de mis negaciones, pero las opiniones de una adolescente suelen ser ignoradas si el adulto responsable decide lo que considera mejor. En este caso puntual, mi mamá tomaba las decisiones en nuestra pequeña familia. Ahora entiendo que fue lo mejor, pero en ese momento solo quería quedarme con los amigos que ya tenía y en la comodidad de una casa que empezaba a llamar mi hogar.
Con las maletas ya hechas, todas volvimos a tomar un avión, llevando solo lo necesario para un nuevo comienzo y partimos hacia un futuro que se hacía más presente con cada minuto que pasaba.
Puerto Carreño, en Vichada, nos recibió con sus altas temperaturas y la amabilidad de su gente, llaneros expertos en carnes, música y baile; grandes bebedores de cerveza y entusiastas de la pesca. Aunque no eran las personas más cultas, era divertido visitar sus fincas y admirar los hermosos paisajes que siempre brillaban al atardecer.
La tranquilidad que ofrecía el pequeño pueblo y la espaciosa casa en la que vivíamos era como el paraíso para ti, donde podías correr y jugar con Miel hasta el cansancio. El problema eran las oleadas de calor que azotaban sin piedad, por lo que nunca podía faltar el hielo en el congelador para refrescarte a ti y a tu hermana. Poco a poco nos fuimos acostumbrando, aunque el aire acondicionado nunca faltaba todas las noches en mi cuarto, ese lugar al que, por órdenes de mi mamá, no podías entrar, pero que con habilidades de espías lográbamos desobedecer para dormir juntas como si no hubiera un mañana.
Mientras disfrutábamos de la tranquilidad de nuestro hogar, los problemas seguían creciendo en el exterior. Dos países vecinos como Colombia y Venezuela, que fueron aliados y familia en el pasado, enfrentaban el deterioro de su relación socioeconómica. Los venezolanos comenzaban a salir de su país en busca de nuevas oportunidades debido a la dura situación política, pero la ayuda y comprensión que recibieron como vecinos fue casi nula.
Puerto Carreño, un pueblo fronterizo con Venezuela, era un lugar común para cruzar el río y hacer compras o visitar a familias del otro lado. Tras el desbalance económico, todo cambió y los colombianos empezaron a tener conflictos con los venezolanos que llegaban a trabajar. A mi mamá, en su cargo, le tocaba atender todos estos problemas, enfrentando largas jornadas de trabajo duro a nivel psicológico. Era consciente de su esfuerzo y sabía que debía dar lo mejor de mí para que no se sintiera presionada por las preocupaciones del hogar, aunque todavía deseaba salir con mis amigos, disfrutar de mis últimos años de colegio, pero principalmente, lo que más quería era estar a tu lado, molestarte y abrazarte.
Mi colegio ocupaba gran parte de mi día y los amigos que hice allí se volvieron como una segunda familia. La mayoría éramos de diferentes ciudades y compartíamos el mismo sentimiento de ser extranjeros en esa tierra cobriza llena de rocas y llanos. En mi secundaria, aunque todos fuéramos adolescentes, no éramos ajenos a los chismes del pueblo. Como suele pasar en un pueblo pequeño, todos se conocían y todos sabían lo que pasaba, así que cualquier movimiento político o cualquier persona que hiciera algo inapropiado para la sociedad era tema de conversación al día siguiente. Casi todo lo que sucedía en Puerto Carreño se comentaba en el colegio, y tener una mamá que trabajaba en un alto cargo del gobierno no me permitía pasar desapercibida entre mis compañeros, que me preguntaban sobre los cambios o sobre información que no podía revelar.
Cuando llegaba a casa después de un largo día escolar, teníamos nuestra rutina de descanso a la que nunca molestaste. Te acostabas conmigo en el piso mientras se enfriaba el cuarto con el aire acondicionado, nos abrazábamos y dormíamos una hora antes de seguir con los deberes del hogar. Esa era mi rutina, mientras que la tuya era salir al patio y jugar con Miel mientras llegábamos del colegio. También acompañabas a nuestra niñera, haciendo que su estancia en la casa sin niñas no fuera tan solitaria y aburrida. Demostraste que tú también eras una pequeña que necesitaba atención y te ganaste el cariño de nuestra niñera.
Poco a poco salimos de la dinámica de la casa, íbamos a fincas, a la playa o simplemente caminábamos por todo el pueblo. Pronto casi todo el mundo conocía tu nombre y era imposible que lo pronunciaran sin una sonrisa en su rostro. A diferencia de mí, siempre fuiste más receptiva a la compañía de extraños.
Cuando pensamos que todo estaba bien en nuestras vidas, la noticia de un extraño virus inundó el pensamiento de casi todo un pueblo. El COVID-19 se esparció con tal rapidez entre nosotros que los gobiernos del mundo decidieron confinarnos en nuestras casas. Al principio era divertido no tener que ir al colegio todos los días, pero con el pasar del tiempo, el encierro nos creó una ansiedad por querer salir de esas cuatro paredes. Incluso para ti era complejo estar las 24 horas con nosotras, ya que por el aburrimiento de estas dos niñas te molestábamos más de lo habitual. Mi mamá tenía la ventaja de poder trabajar desde su oficina, lo que le permitía salir y ver el exterior, aunque solo fuera en el trayecto hasta allí, mientras que nosotras nos quedábamos encerradas con nuestra niñera, tratando de encontrar nuevas actividades para salir de esa monotonía de la cual estábamos desesperadas por escapar.
Tú, como buena compañera, nunca te molestaste o volviste más agresiva por las constantes bromas de mi pequeña hermana, como esa vez que con papel globo rosado te pintó las orejas y parte de tu cola, y así duraste por un par de meses. Te veías graciosa y con tu hermosa sonrisa caminabas feliz, mostrándote orgullosa de ese nuevo color rosa que adornaba con hermosas manchas tu pelaje blanco.
Las tardes pasaban más rápido de lo que pensábamos, teníamos la misma rutina casi todos los días y esto nos aburría, aunque el pueblo tuviera menos restricciones que las grandes ciudades. Aún así, teníamos que cuidarnos de ese virus que estaba arrasando con una gran parte de la población sin piedad ni discriminación, por lo tanto, tratábamos de salir lo mínimo y tener cero contacto con personas fuera de nuestro hogar.
Pero como toda historia tiene su fin, la nuestra estaba a punto de terminar. A mi mamá la volvieron a trasladar, pero este cambio de lugar ya no era para un pueblo donde ibas a tener la comodidad de una gran casa con un patio amplio para correr; nos mudaríamos a Bogotá, una ciudad de grandes edificios y pocas zonas verdes, donde el tráfico nunca para y las personas siempre tienen prisa. Esto no evita que las personas tengan perros en sus apartamentos, pero ¿esa es la vida que se merecen? Una vida en la que no pueden ser libres y correr como su naturaleza lo manda, sino que están restringidos con sus correas. Gran parte de estos animales pierden su naturaleza por el trato que reciben de sus familias en los apartamentos, siendo enseñados a dar la pata, hacerse el muerto, rodar y unas cuantas cosas más. Estoy segura de que los dueños gastan más en guarderías caninas que en su propia comida.
Esta no era la vida que yo quería para ti. Deseaba que siguieras siendo libre y rebelde, sonriéndole a todos cada vez que pasabas frente a alguien, y sabía que ese brillo en tus ojos se iría apagando si por un acto de egoísmo mío te encerraba en ese confinamiento y te adiestraba a ser como esos perros de apartamento que no ven la luz del día hasta que llega su hora de salir. Con dolor en el alma, mi mamá y yo tomamos la que sabíamos que iba a ser la mejor opción: buscamos una buena familia que te amara y cuidara tanto como yo siempre lo hice.
Encontramos una familia a la que ya conocías, buenas personas amantes de los animales, con grandes espacios en sus terrenos por donde corres en estos momentos, dueños de un restaurante donde me han dicho que eres ahora la consentida de los clientes.
Yo, por otro lado, seguí creciendo como persona, amando y apreciando los lugares que he conocido y las personas que se han cruzado en esta vida mía llena de aventuras. Cada día veo nuestras fotos y me voy a esos recuerdos que me llenan de felicidad y nostalgia cada vez que estábamos juntas. Tu sonrisa y tus travesuras, los pelos que dejabas en todos los espacios donde pasabas y esa alegría que generabas a todo aquel con el que te cruzabas. Quisiera tenerte a mi lado siempre que doy un paso más hacia el futuro, pero sé que estás mejor ahora en esas hermosas tierras llaneras, donde no te falta nada para vivir y tienes el amor de la que es ahora tu familia.
Siempre estarás en mi corazón y en mi memoria, mi dulce y amada Perla María de la Santa Gloria Amazónica Cano Upegui.
Es extraño pensar cómo un animal entra a nuestra vida, no nos habla ni nos reconoce al principio, pero se vuelve esencial para nosotros, ese compañero de vida que escoges para amar y criar como si fuera parte de tu familia. Estos seres te lo agradecen con amor incondicional de diferentes maneras, pero con pequeños actos te demuestran su agradecimiento por todo lo que has hecho por ellos. No importa la raza, tamaño o especie, estos seres que no hablan ni caminan, y mucho menos razonan como nosotros, se convierten en la mejor compañía por la cual darías tu vida.
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