Por Andrés Felipe Giraldo L.
La ilusión es más lejana, más ambiciosa, no parte de realidades tangibles. Para materializar una ilusión, hay que cambiar incluso las realidades por más complejas que sean. La esperanza siempre está en el rango de las posibilidades, tiene un piso cierto, parte de una realidad perfectible, es menos utópica.
Sin embargo, por paradójico que parezca, en este momento de la historia en Colombia es más útil y necesario alcanzar las ilusiones que mantener las esperanzas. Porque Colombia se ha convertido en una eterna agonía, de la que es más viable morir y renacer, que recuperarse. Los problemas de Colombia no son coyunturales ni circunstanciales. Solo hay que repasar la historia para notar que son males culturales y estructurales, que tienen relación con prácticas y costumbres arraigadas en un sistema jerárquico injusto, discriminador, segregador y prejuicioso, en donde unas élites acaparan el bienestar de todos con base en privilegios que asumen como derechos heredados, mientras que las bases sociales amplias y empobrecidas viven mal, con muchas carencias y muy pocas oportunidades. Este sistema viene desde la Colonia, en donde los invasores españoles se apropiaron de todo cuanto sus ojos podían ver, despojaron a los indígenas incluso de su alma y esclavizaron a los negros que sacaron a la fuerza de África.
Dentro de esta estructura injusta que sostiene la pirámide social que se ha establecido con el status quo, se han concentrado las mejores oportunidades en muy pocas manos, el Estado ha sido cooptado por mafias que usan lo público como si fuera de su propiedad, y los recursos del erario fácilmente pasan a engrosar los patrimonios de unas cuantas familias con poder político. En Colombia la corrupción no es una excepción sino una forma de vida, esa corrupción centenaria que mantiene los privilegios de unos pocos, y la de todos los días, que se refleja en asuntos simples como colarse en el transporte público, saltarse la fila o sobornar al policía de tránsito para evitar la multa.
La esperanza se limita a creer en mejoras sobre lo que ya está. Quizás un poco más de oportunidades. Quizás un poco menos de corrupción. Quizás un poco más de justicia. Quizás un poco menos de impunidad. Quizás un poco más de seguridad. Quizás un poco menos de crímenes. La esperanza aspira a poco. La ilusión pretende mucho más.
La ilusión quiere expandir los derechos cuanto sea necesario y restringir los privilegios solo a quienes realmente se los merecen, como lo planteara Emmanuel Sieyès poco antes de la Revolución Francesa. La ilusión pretende aplanar ese risco empinado para que muchos puedan alcanzar el bienestar que disfrutan pocos, distribuyendo las oportunidades para que lleguen a todos los que las quieran aprovechar. Una sociedad en la que solo los ricos pueden aspirar a una educación de calidad porque es tremendamente costosa, empieza a marcar linderos infranqueables en el ascenso social desde la cuna. La esperanza si mucho aspira a que más pobres puedan acceder a educación de calidad con base en políticas selectivas y competitivas, para que algunos jóvenes entren a las universidades caras, lejos de su lugar de origen, para que los discriminen. La ilusión le apunta a educación de calidad, gratuita y con cobertura en todo el país, para que todos los estudiantes de secundaria sepan que tienen garantizado un cupo universitario en donde serán tratados como pares, sin importar si son ricos o pobres, porque la educación pública tendrá la cobertura suficiente para atender las necesidades en la formación de los nuevos técnicos y profesionales, que ya podrán vislumbrar un porvenir más prometedor.
De otro lado, Colombia es uno de los países más desiguales, especialmente en el campo, en donde el índice gini está siempre alrededor de 0.8, en una escala en la que 1 indica la mayor desigualdad posible. De acuerdo con el último censo nacional agropecuario, en Colombia existen 69 millones de hectáreas en zonas rurales que son de propiedad privada. Las personas que tienen más de mil hectáreas, es decir, los latifundistas, que son solo el 0.2% del total de propietarios, poseen más de 44 millones de hectáreas, mientras que los que tienen menos de cinco hectáreas, los minifundistas, que corresponden al 71% del total de productores, controlan menos de dos millones de hectáreas. La concentración de la tierra no es un asunto que anime muchos cambios desde la orilla de la esperanza. Les emociona que el Ejército cuide las carreteras para que puedan volver a sus fincas, grandes o pequeñas, pero poco hacen por los campesinos desposeídos que son eternamente despojados de sus tierras, que viven eternamente desplazados y se la pasan buscando una chacrita para sembrar su pancoger. La ilusión va más allá. La ilusión no concibe que una sola vaca ocupe cientos de hectáreas en latifundios improductivos mientras los pequeños campesinos terminan empleados en pésimas condiciones por sus asesinos y despojadores. La ilusión le apunta a una verdadera reforma agraria que le dé la tierra a quien la trabaja, que distribuya de mejor manera todas esas hectáreas improductivas que han sido robadas por usurpadores que las han obtenido a sangre y fuego en complicidad con autoridades y notarios. La ilusión propende por que se haga justicia, al fin, con la causa más profunda del conflicto armado en Colombia: La propiedad de la tierra.
La esperanza lee estadísticas en powerpoint y desde allí interpreta la realidad. La ilusión convoca a las personas en sus veredas y en sus barrios. La esperanza une a políticos que van detrás de los cargos de elección popular. La ilusión atrae comunidades entre el barro y la tierra que quieren transformar al país para que el bienestar deje de ser el lujo de una minoría perfumada. La esperanza se conforma con las migajas que se caen de la mesa a los poderosos. La ilusión lucha por una mesa en la que quepamos todos. La esperanza llega hasta donde el establecimiento no se incomode, porque al establecimiento se deben, de allí vienen y para él trabajan. La ilusión desafía el poder desde las bases, porque la ilusión sabe que superar las necesidades básicas de todos los colombianos le quita al poder a los políticos que se han dedicado a crear necesidades para resolverlas a medias, en un círculo vicioso de lealtades malsanas, como si trabajar para el pueblo fuera un favor que la gente debe agradecer con votos.
Yo palpito con la ilusión, me emociono, escribo y lucho. Creo que el pueblo está despertando y que las masas están tomando conciencia de su poder. La esperanza es una brisa tenue ante el huracán de la ilusión. En Colombia lo hemos perdido todo. Perdimos la paz, la tranquilidad, la seguridad, la dignidad y el bienestar. Poco nos queda ya por perder. La esperanza es conforme y pretende poco, es tímida y timorata, servil y arrodillada. La ilusión se la juega entera, cree y se entrega por las causas populares, la ilusión es la única forma de recuperar la justicia, la equidad y la armonía que solo habitó en esa parte de la historia que los invasores arrasaron.
Colombia merece ilusionarse y las voces se están uniendo en un solo clamor para ser escuchadas. El oprimido está cansado de cargar las literas de sus opresores, el reprimido ya no soporta más la macana del represor, el que exige sus derechos ya no soporta los privilegios que arrebatan las oportunidades por quienes lo han acaparado todo. Forjar la conciencia popular es un deber de los alfareros de la revolución. Y este es el momento. Ya pasaron los tiempos de dejarle un mejor país a nuestros hijos. Nosotros somos esos hijos y debemos luchar por nuestros propios sueños, con los medios que nos dan la historia y la democracia. La ilusión es la fuerza para morir de una vez por todas a ese país mezquino, injusto y discriminador, para renacer a un país amplio, prolífico y generoso para todos.
La ilusión es la comunión firme, honesta y genuina de todos aquellos que nos cansamos de la violencia que somete las ideas con balas. La ilusión es la fuerza del pueblo que sabe protegerse para que la democracia recupere su esencia en las urnas. La ilusión es la revolución construida con razones para que la historia no sea un lastre permanente en la que siempre se imponen los verdugos del establecimiento. La ilusión es todo este discurso romántico convertido en fuerza incontenible, capaz de cambiarlo todo, capaz de devolverle al campesino su tierra y su dignidad, al trabajador sus derechos, a los ciudadanos la paz y a Colombia un mejor porvenir. Yo me la juego por la ilusión y soy consecuente con ello. La esperanza es poco. Y Colombia necesita mucho más que eso. Colombia necesita una ilusión. Tenemos el derecho a la ilusión. Tenemos el deber de luchar por ella. El reto es inmenso, pero nadie lo va a asumir por nosotros. Es el momento. Es el momento de la ilusión. Vamos juntos a convertirla en realidad. Este debe ser un pacto histórico.
Fotografía tomada del portal de DW.
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