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Gacha

Por Luis Gerardo Realpe

Mi nombre es Gonzalo López, nací en el Municipio de La Cruz, una hermosa población situada al norte del departamento de Nariño, en medio de hermosas montañas que dominan un majestuoso paisaje. Un frío penetrante contrasta con la calidez de sus gentes que con gran empuje y determinación han convertido un pueblo encerrado y atrasado en una progresiva población con una extensión ampliada hasta el máximo posible, un variado comercio y un sinnúmero de detalles indicadores de un notorio avance.

Tuve que abandonar mi hogar siendo bastante joven. Veinte años después, el destino permitió mi regreso en condiciones muy favorables que me posibilitaron comenzar una nueva vida sin las penurias dominantes al dejar el pueblo y, antes por el contrario, con un interesante capital que me permitió adquirir un moderno apartamento, hacer inversiones y hasta ser socio de la flota de taxis del Municipio. No sé en qué momento comenzaron a llamarme GACHA, de pronto por llamarme Gonzalo o porque pensaron que tenía mucho dinero. O por lo que cada quien pueda pensar. Esta situación me permite evocar recuerdos que quiero compartir.

Me desperté a media mañana, un calorcillo agradable inundaba el ambiente. Abrí los ojos, estaba en una habitación extraña. Sentí a mi lado a Cecilia que dormía profundamente dominada por el cansancio, su acompasada respiración reflejaba una falsa tranquilidad que contrastaba con su cada vez más pronunciado vientre. Habíamos viajado doce horas con destino final al municipio de La Tebaida, escapando de la furia de mi padre y la incomprensión de la familia de Cecilia, pero con la esperanza de un trabajo que permitiera aguardar ilusionados la llegada de nuestro primogénito.

José Amílcar, un vecino y condiscípulo, compañero de andanzas y pilatunas, había estado antes en el trabajo de recolección de café y era conocido en la región, lo que facilitó la consecución de vivienda y la inmediata entrevista para mi primer trabajo.

Teniendo en cuenta que era mi primera experiencia laboral, no solo era un inexperto en cualquier oficio, sino que por primera vez me enfrentaba a la responsabilidad de buscar la remuneración mediante mi propio esfuerzo. El comienzo, como era previsible, fue traumático y desesperante, pues mientras los compañeros vaciaban y vaciaban sus cocos o recipientes plásticos para llenar costales y más costales, mi recolección era lenta. Pareciera que mis cocos y costales fueran mucho más grandes que los normales. Tuve la fortuna de que mi personalidad fue fácilmente adoptada por la mayoría de los colegas, lo que contribuyó con una solidaridad permanente y la colaboración fue constante.

 Cecilia y Elvia, la esposa de José Amílcar, permanecían en el pueblo y nosotros solamente compartíamos con ellas los fines de semana, pues en los días laborables estábamos en Sabaneta y dormíamos en amplios dormitorios colectivos habilitados para tal fin. En los momentos de descanso se formaban grupos afines por procedencia, por gustos similares o por nivel cultural. Los temas de conversación giraban en torno a familias, novias, costumbres, esperanzas, sueños, etc. Cuando terminábamos las charlas, nos retirábamos buscando el reparador sueño, pero siempre aparecían los recuerdos, las preocupaciones por la situación actual y las incertidumbres de un futuro.

 Por ejemplo, recuerdos de mi infancia: la calle, el barrio, la escuela, mis amigos, mi padre, que era muy trabajador y responsable, pero demasiado estricto, quien con frecuencia recurría a la violencia física para corregirnos. Como era comerciante, viajaba de viernes a domingo a poblaciones vecinas para complementar los ingresos del negocio. Esta situación la aprovechaba para escaparme con mis amigos cuando organizamos las pilatunas de siempre.

 Tuvimos una adolescencia sin educación sexual definida y recurriendo a conocidos mayores que nos facilitaban revistas con desnudos y detalles. Muchas veces escuchábamos embelesados sus aventuras que, tiempos después descubrimos, correspondían más a fantasías. 

Mucha risa me produjo el recuerdo de la mayor golpiza propinada por mi padre, cuando descubrió que, con José Amílcar, robamos a la señora María, que vivía a dos cuadras de mi casa. Yo tenía catorce años y José Amílcar era dos o tres años mayor. Él ya había hablado con “la vaso de agua”, quien le prometió que si le llevábamos una gallina, nos daba clases prácticas de sexo. Le decían “la vaso de agua” porque no se le negaba a nadie. La emoción era indescriptible y la consecución del ave fue un tema menor. Fuimos donde don Nativel, el “sacamuelas”, a pedirle unas perlas de éter que era un analgésico común para el dolor dental. Mamá me regaló un pedazo de hilo calabrés, del que usaba para tejer carpetas, cuyo espesor era más grueso que el hilo común. Nos dimos a la tarea de ensartar maíz en el hilo, cuidando que dos perlas de éter estuvieran en la parte central. Cuando llegamos al solar de doña María, lanzamos la sarta de maíz preparada y no demoró mucho en ser devorada por una gorda gallina. El éter funcionó de inmediato y fue fácil arrastrar el narcotizado plumífero, jalando del extremo del hilo. Nada de ruido, pero no contábamos con que una vecina se percató de nuestra ilícita actividad y fue a contarle a mi padre. Imagínense la fuetera.

 Cumplidos los diecisiete años, en una fiesta coincidimos con Cecilia y el amor llegó. 

Somos de la misma edad y nuestro romance tuvo una intensidad muy fuerte desde el principio. Tuvimos un despertar sexual simultáneo y nada impidió entregarnos sin obstáculos ni temores, solo pendientes de nuestra mutua complacencia sin detenernos en pensamientos contrarios a nuestro común disfrute. Solamente la inesperada suspensión de la regla nos sacó de nuestro éxtasis para aterrizar en la preocupante realidad.

 Leticia nació cuando estaba terminando la temporada de cosecha de café. La emoción de ver a esa adorable criatura, producto de nuestro intenso amor, fue indescriptible. Se acabaron los temores, pasé a convertirme en un todopoderoso que podría dominarlo todo para ver crecer a mi niña sin que le falte nada.  

 Se terminó el trabajo en Sabaneta, pero un transportador de café me contactó para que fuera conductor de uno de sus camiones. La labor consistía en llevar carga entre poblaciones caldenses y Bogotá. Me adapté fácilmente a esta nueva actividad y pronto me gané la confianza de mi jefe por el empeño que ponía en la organización de la carga, el cuidado del camión y, sobre todo, en la recepción y entrega de la mercancía. Tuve un incremento considerable en mis ingresos y estaba fascinado con el solo hecho de conocer más gente y nuevos colegas. Me relacionaba con personas de carácter afable, otros siempre malhumorados, muchos tratando continuamente de ser ventajosos y unos cuantos, muy pocos, con afán colaborativo, muy amigables y expresivos en el instante de brindar amistad. Adicionalmente, la posibilidad de conocer nuevos lugares, topografías, climas, etc., me permitía mitigar el cansancio y la monotonía de la conducción. La vida me estaba enseñando que el saber adaptarse a toda situación era la forma más conveniente para progresar.

Una de las paradas de descanso solíamos hacerla en la población de La Vega, en el restaurante El Paisa. Con frecuencia coincidíamos con varios colegas y nos entreteníamos intercambiando impresiones de viaje. Benjamín, uno de los más veteranos, nos comentó que este era su último recorrido en esta ruta, puesto que había recibido y aceptado una propuesta como transportista entre la ciudad de Pasto y el resto del país. Las posibilidades económicas eran considerablemente más favorables. Claro que había inconvenientes, como las jornadas mucho más largas, y más que todo, el paso obligado de algunas rutas en zonas conflictivas dominadas por grupos armados. 

Esta conversación produjo un doble efecto en mis pensamientos: consideré que sería muy bueno el poder incrementar mis ingresos y, por otra parte, la nostalgia de mi tierra volvió a aparecer produciendo una creciente necesidad de retornar a mi departamento y estar más cerca de La Cruz. Trataba de recrear mis fantasías viendo a mis padres y a mis suegros consintiendo a Leticia y olvidando los sinsabores causados por nuestra huida. Mas siempre volvía a la realidad para continuar con mi ya acostumbrada y apreciada rutina.

Tiempo después, a mi jefe se le presentó la oportunidad de actualizar parte de su flota y a mí me correspondía uno de los nuevos camiones. La expectativa era enorme, pues se trataba de vehículos modernos con mayor capacidad y mejores características, pero lo que más me llamaba la atención era el hecho de tener la oportunidad de conducir un nuevo vehículo. 

Pocos días antes de la llegada de la moderna flota don Jesús María me citó a su oficina y me dijo: —Hombre, Gonzalo, yo estoy muy contento con tu trabajo, eres leal, cuidadoso y me has ayudado mucho con tu desempeño y quisiera que estuvieras conmigo siempre. Pero un hombre como tú merece ser ayudado y quiero hacerlo porque realmente te aprecio. He decidido ceder por un buen precio el camión que manejas. Me lo pagas con tus cesantías, una bonificación que estaba guardando para ti y un saldo pequeño que me lo puedes pagar en cuotas a medida que vayas logrando sacarle provecho con tu buena administración. 

Me invadió una emoción muy grande, sin embargo, tuve el tiempo y la sensatez suficientes para valorar la situación y antes que todo hacer la principal llamada a Benjamín para solicitarle su ayuda en buscar los contactos de transporte de mercancías desde Pasto. Mi señora recibió alborozada la noticia al ver cercana la posibilidad del reencuentro con su familia, con un regreso a la región en condiciones favorables.

Las noticias de Benjamín fueron fabulosas, había cupo para mi camión en la ruta Pasto-Florencia. El viaje fue inmediato para estudiar condiciones y características, así como los requisitos y detalles generales. Llegamos fácilmente a un acuerdo y la iniciación del trabajo quedó para la semana siguiente, con el primer viaje a Florencia. 

No conocía esos parajes. La vía Pasto-Florencia era totalmente impredecible. La primera parte, hacia Mocoa, por una carretera sinuosa, era bastante estrecha y los paisajes muy llamativos, más que todo por lo escarpados y agrestes. Me contaron que la carretera fue construida alrededor de 1933 sin los fundamentos convenientes de una buena vía, debido a la premura de llevar tropas con urgencia a la guerra con Perú. Cómo será de terrible que uno de los sitios es llamado el “trampolín de la muerte”. De Mocoa a Pitalito y a Florencia ya contaba con más territorio plano, pero de ninguna manera podíamos comparar esto con los viajes en los departamentos centrales del país. De todas maneras, las nuevas posibilidades con mejores ingresos y la independencia económica constituían un bálsamo suficiente para soportar todos los cambios por difíciles que fueran.

Cada viaje trae nuevas experiencias y en poco tiempo me volví un experto en buscar los contactos con el fin de tener siempre mercancía disponible para transporte, contar con hábiles cargadores y descargadores, lugares para parqueo, talleres para revisiones periódicas y demás vericuetos propios de la actividad. En época de invierno era necesario utilizar una ruta alterna por derrumbes entre Pasto y Mocoa, cuyo viaje era de Pasto a Popayán y luego tomar la vía a La Plata, Pitalito y Florencia. La carretera es un poco mejor, pero la distancia se incrementa considerablemente. Esto significaba que los viajes no se interrumpían y, por lo tanto, el trabajo era permanente.

La situación del país seguía bastante compleja y el conflicto armado mostraba su incidencia en regiones como Arauca, Norte de Santander, Guaviare y sobre todo en Caquetá, Putumayo, Cauca y Nariño. Las noticias no eran tranquilizadoras y,  por el contrario, la soledad imperante en esos parajes invitaba al tráfico de drogas y de armas, a frecuentes interceptaciones por grupos irregulares, a asaltos por parte de lugareños que aprovechaban la situación e, inclusive, el ejército montaba retenes para control. Fueron muchos los casos en los que algunos colegas fueron obligados a transportar alijos bajo amenazas hasta de muerte. Claro está, que también más de uno cayó en la tentación de colaborar voluntariamente y llevar mercancía ilegal por buenas sumas de dinero.

En cierta ocasión, en Florencia me comprometí a llevar un cargamento de cueros hasta Pasto. Una carga liviana y de fácil manejo, solamente tenía el inconveniente de que expelía olores bastante desagradables, que hasta pena me daba cuando paraba a descansar un poco o a consumir alimentos. 

Estaba conduciendo con la satisfacción de que me había rendido bastante, y me acercaba a Mocoa en tiempo inferior al previsto, cuando intempestivamente apareció un grupo de diez a doce uniformados que me obligaron a parar.

—Somos del XVII frente de las Farc. Soy el comandante Machaco y necesitamos su colaboración. Sabemos que se llama Gonzalo López Rodríguez, que fue contratado para llevar cueros a la Talabartería Belén y que se comprometió a entregar la carga el jueves. Tiene que camuflar y llevar este paquete hasta Mocoa. Llame a la Talabartería y dígale al dueño que tiene un desperfecto mecánico y que tiene que hacerlo arreglar en Mocoa. Se hospeda en el hotel “Mi ranchito” y espera a que yo, o uno de estos combatientes, lo contacte para entregar el paquete. Si lo para el ejército, no comente este encuentro y trate de evitar la revisión. Claro que ellos no soportarán los olores y lo dejarán continuar. Cuidado se deja tentar por la curiosidad. Por ningún motivo debe mirar el contenido de este paquete ni comentarle sobre este encuentro a absolutamente nadie. Cualquier contravención a esta orden, la pagará con su vida.

El paquete fue colocado estratégicamente entre los cueros y me permitieron continuar. El susto me hacía temblar y avanzaba muy despacio, pensando en el lío tan grande en el que me había metido. No había avanzado ni siquiera diez kilómetros cuando sucedió lo que más temía, me detuvo un retén del Ejército Nacional.

—Buenas tardes, señor, soy el Coronel Sánchez de la Brigada Tercera, ¿me colabora y responde unas preguntas?

—Con mucho gusto mi Coronel.

—¿Qué lleva en el camión?

—Llevo un cargamento de cueros para la Talabartería Belén de la ciudad de Pasto.

—Por favor, permítanos revisar el camión y hacerle unas preguntas.

—Claro, mi Coronel, ya le abro la carpa. Por favor disculpe los olores.

Echaron un vistazo rápido, pues los nauseabundos olores de los cueros inundaron el ambiente y no consideraron necesario examinar con detalle.

—Estamos tras un pequeño grupo de guerrilla que detectamos esta mañana y estamos seguros de que están merodeando por estos lugares. Si nota algo raro, por favor colabore avisándonos por teléfono. Tenemos información de inteligencia que hay indicios de una cumbre guerrillera en Mocoa, en Villa Garzón o en Sibundoy y nuestro objetivo es desbaratar esos planes. Tome esta tarjeta con los números. Puede continuar su viaje.

Me subí al camión. Estaba tan afectado por la situación  que no atinaba a coordinar los pasos a seguir. reinicié la marcha y un poco más tarde llegué a Mocoa. Busqué un taller con garaje y solicité que le hicieran una revisión de frenos al camión. Hice la llamada a Pasto, a don Eudoro, el gerente de la Talabartería, le comenté sobre el inconveniente con el vehículo y la posible demora de un par de días para solucionarlo. Me encerré en la habitación a esperar, el nerviosismo no me dejaba pensar en nada diferente al inminente encuentro con Machaco o alguno de sus dirigidos. ¡Y qué tal que el Coronel Sánchez se entere o le hayan contado que me vieron hablando con los guerrilleros! Todo era zozobra para mí. 

La temperatura estaba bajando y la noche iba apoderándose del municipio. Decidí salir a caminar un poco y comprar algo de alimento. Había una mesa libre en una cafetería y me senté a esperar al mesero, cuando escuché una conversación en la mesa vecina.

—¿Supieron lo que pasó anoche? Fueron abatidos once guerrilleros, todo el grupo de Machaco, no quedó ninguno vivo. Parece que estaban preparando una reunión en Sibundoy con otros grupos y fueron detectados por el Ejército —, dijo uno de los comensales en la mesa de al lado a sus compañeros. 

—Parece que alguien le informó al ejército sobre sus movimientos y tome…..

—Eso era de esperarse, esa gente parece que no es buena…

Me invadió un conjunto de sensaciones que no atinaba a identificar si eran tranquilizadoras, preocupantes o de impotencia ante una nula guía que me diera luces para tomar decisiones congruentes. Regresé de inmediato al hotel y pregunté si habían ido a buscarme. Nadie. En las emisoras y en la televisión en emisiones extraordinarias daban detalles de la operación. El Ministro de Defensa explicaba con satisfacción la labor del ejército y en los periódicos corroboraron las noticias. Todo daba a entender que los posibles destinatarios del paquete ya no existían.

 Pasaron dos días sin noticias de ninguna clase. Estaba con los nervios de punta y sin la menor posibilidad de poder comentar con nadie qué hacer. No podía recurrir a las autoridades ni al Ejército. Ni a ninguna persona. 

Resolví envolver el paquete con una cubierta de plástico y colocarle una marquilla con mi nombre. Lo di a guardar en una de las bodegas usadas por nuestros clientes en esa ciudad, con la recomendación especial de que lo conservara hasta la semana siguiente, y que yo pasaría personalmente a recogerlo.

En el hotel dejé mi número de teléfono móvil por si pasaba alguien a buscarme, con el mensaje de que regresaba a la semana siguiente. Una vez tuve la certeza de que dejaba la información necesaria sobre mi localización, e indicara la seguridad de que regresaba pronto, procedí a continuar con mi viaje a entregar la mercancía. Tan pronto lo hice, busqué a Benjamín para solicitarle que me ayudara a localizar un conductor que me reemplazara para cumplir los compromisos con el camión, mientras solucionaba el asunto de Mocoa.

Regresé a Mocoa y me registré en el hotel. Nadie había preguntado por mí. Tomé la decisión de revisar el paquete y con la mayor discreción lo recogí y lo llevé a mi habitación. 

Con la natural reserva, rompí el envoltorio del paquete y encontré una serie de documentos nada interesantes para mí, ya que contenían informes de movimientos de tropas, informes financieros y de acciones en diferentes lugares, mapas, información sobre personas secuestradas y seguimientos a gente que no conocía. Pero cuando saqué todos estos papeles, mi sorpresa fue mayúscula al encontrar una gran cantidad de fajos de billetes: una verdadera fortuna, pues no solamente había billetes de alta denominación, sino también dólares americanos. No sabía qué hacer.

¿Ponerme a contar? ¡Una locura! Pensé en botarlos al aire, regarlos en el suelo o tirarlos en la cama para acostarme encima de ellos. No supe cuánto tiempo duraron estos demenciales momentos, ya que, recapacitando sobre la situación, era demasiado complejo todo. Rápidamente caí en cuenta de que era la única persona que conocía la existencia de este fabuloso hallazgo. Tantas emociones de toda clase en tan poco tiempo estaban minando mi capacidad de análisis. Sin embargo, con un ramalazo de frialdad, comencé a organizar el dinero y los documentos tratando de dejarlos como estaban originalmente, arreglé la habitación procurando que el paquete no fuera llamativo. Salí a caminar un poco y a respirar el aire de la calle.  Pasé por la cafetería y resolví tomar una cerveza bien helada. Al primer sorbo, su frescura y el amargo lúpulo invadieron mi garganta produciendo un efecto de placidez y tranquilidad, seguramente mi semblante debía mostrar una leve sonrisa indicadora de la felicidad incontenible que inundaba todo mi ser. A medida que se agotaba poco a poco el fresco contenido de la botella, se fue despejando mi mente para pensar con detenimiento las inminentes decisiones que con toda seguridad iban a dar un vuelco a mi existencia.

Compré una maleta grande y unas camisetas sencillas, algunas estampadas con motivos deportivos y de diferentes colores. Regresé al hotel y organicé el dinero en la maleta, intercalando paquetes con las camisetas para que se notara lo menos posible el contenido. La llevé a la bodega de la empresa conocida e hice el depósito acostumbrado con las recomendaciones de siempre. Esperé un día más en el hotel y, como no pasó nada, pagué la cuenta, acomodé los documentos en un portafolio y tomé un bus hacia Pasto. 

El bus no llevaba el cupo completo, de manera que busqué un puesto doble para acomodarme bien y, como cosa rara, el conductor no tenía el radio a todo volumen y la música no era la acostumbrada de despecho, sino boleros y una salsa antigua muy chévere, apenas para disfrutar el momento. La voz de Daniel Santos diciendo que para el que no tiene dinero solamente están abiertas las puertas de la cárcel, la iglesia y el cementerio, me aterrizó en la compleja situación en que estaba. Los documentos tenía que destruirlos sin que nadie los conociera. Pero el dinero, tanta plata junta nunca la había imaginado. ¿Qué iba a hacer con todo eso? Recordé el día que me encontré un billete de dos mil pesos saliendo de la escuela. Mi papá me preguntó con su acostumbrada rigidez:

—¿De quién es ese billete?

—Lo encontré en la calle cerca de la puerta de la escuela.

—¿No viste a quién se le cayó?

—No, papi, no se le cayó a nadie. Estaba ahí al lado de una piedra.

—Vamos a la escuela a devolverlo, de pronto se le cayó a un profesor o a otro niño.

Fuimos a la escuela, en la dirección se hizo la averiguación y no encontramos dueño para el billete. El director le dijo a mi padre que aproveche la buena suerte del niño para satisfacer algún pequeño capricho.

 Esa misma lógica tenía que aplicarla en este caso, pues ese dinero ya no tenía dueño. Sin embargo, me puse a revisar las alternativas. La primera era devolverla a la guerrilla. Pero, si eran ellos los dueños, seguro el dinero era el producto de secuestros o de negocios ilícitos. En este caso habría familias o empresas sacrificadas para reunir ese dinero con el fin de entregarlo por rescates o quizás era del gobierno. No, ese dinero en este momento no era de nadie. Además, ¿cómo iba a hacer las averiguaciones para devolverlo?. No tenía sentido ponerme en evidencia y dar explicaciones inexistentes y no solicitadas.

Cuando el bus llegó a Pasto, ya tenía la decisión tomada y mi única preocupación era buscar la forma de que nadie se enterara de la situación.  Camuflar la evidencia no era tarea fácil. Pero, indudablemente, menos traumática que cualquier determinación contraria. 

El primer paso, portando el maletín, fue buscar un  lugar adecuado para liberarme de semejante estorbo. Caminé sin rumbo por diferentes calles e inesperadamente caí en cuenta que estaba cerca a la Talabartería Belén. Recordé que no había cobrado por el servicio prestado y resolví hacerlo. No estaba don Eudoro pero me dijeron que regresaría pronto. Mientras tanto, caminando por la factoría, divisé una fogata en la que quemaban algunos desechos orgánicos. Como no había nadie en ese momento, aproveché para sacar los documentos. Tomé hoja por hoja, las rompí en pedazos pequeños que luego las lancé al fuego. Revisé y me dí cuenta  de que la destrucción fue total. Don Eudoro ya estaba en su oficina, me pagó y salí a continuar mis diligencias. 

Me encontré con Benjamín, me dijo que consiguió un buen conductor de camión para reemplazarme en este viaje y que le ofrecieron un negocio para transportar carga desde Ipiales hasta Cali, pero no podía encargarse de todo el negocio pues con un camión era imposible. Le propuse que comprara el mío por un buen precio y hasta con algún plazo. Llegamos a un acuerdo inmediato e iniciamos los trámites de traspaso. Para ir por la maleta a Mocoa, contraté un taxi. Un viaje de ida y regreso. 

Aprovechando el pago de la cuota inicial recibida de Benjamín, consigné una suma considerable en la cuenta corriente para maniobrar capital aprovechando oportunidades. Compramos ropa y regalos para la familia.

Con mi señora habíamos hablado varias veces sobre la posibilidad de regresar a nuestro pueblo, pues la nostalgia nos abrazaba frecuentemente, la niña estaba creciendo y con regularidad preguntaba por sus abuelos. Esa misma noche le dije que había llegado el momento para hacerlo, que había vendido el camión y que tenía unos buenos ahorros, con lo cual podríamos iniciar una vida diferente en La Cruz, más descansada y sin las ausencias tan grandes que tenía con lo que hasta ahora estaba haciendo.

Hicimos un viaje exploratorio y el reencuentro con la familia fue muy emocionante, de un tajo se cortaron las diferencias, quedaron atrás los rencores y la alegría dominó todos los sentimientos. El pueblo tenía novedades interesantes, nuevos barrios, edificaciones modernas en reemplazo de las vetustas casas antiguas de paredes muy anchas. Y la mayor sorpresa: había dos cooperativas de taxis, una para transporte local e interveredal y otra común y corriente para transporte local e intermunicipal. Uno de los directivos de la segunda cooperativa era precisamente mi amigo José Amilcar, a quien busqué para ver la posibilidad de vinculación. Fui aceptado y me comprometí a matricular un taxi nuevo. Compré un Kia grande último modelo.

Adquirimos un apartamento en un edificio central y reiniciamos nuestra vida en La Cruz, muy diferente a la que dejamos hace algunos años y muy distinta a todo lo que pasamos en nuestras experiencias por tantos lugares de Colombia.

EPÍLOGO

La Estancia, un corregimiento de La Cruz, distante cuatro kilómetros del perímetro urbano, es un lugar muy agradable, con hermosos paisajes. Tiene parajes campesinos con hermosas casas tipo español y es visitado por mucha gente, ya que encuentra diferentes tipos de restaurantes y distracciones. Los fines de semana, sobre todo, la afluencia de gente buscando esparcimiento es considerable.

Un grupo de amigos estaba departiendo en un estadero llamado Estambul y cuando llegó el momento de regresar resolvieron buscar transporte.

—Ya es tarde, tenemos que regresar, llamemos un taxi.

—Hay un taxi nuevo, pidamos que nos manden ese, así nos toque esperar.

—¿Saben de quién es?

—Es de Gonzalo López, que regresó al pueblo, y dicen que con mucha plata, pues se hizo socio de la cooperativa y aportó un nuevo taxi, además compró apartamento.

—Me contaron que trabajó mucho en La Tebaida y que ahorró todos sus sueldos, pues vivía en la finca en que trabajaba.

—También fue chofer de camión  en una empresa de transporte de carga.

—No sería que le echaba muela a alguna viuda rica. Por allá me dicen que hay varias.

—O de pronto le ayudó a los carteles de Medellín, de Cali y de Gacha, a pasar de la blanca.

—Bueno, por lo que sea, pero lo que yo quiero es estrenar taxi.

—Entonces  que nos envíen el taxi de Gacha.

Quince minutos después llegó Gonzalo en su Kia, la carcajada fue general cuando lo saludaron:

—¡Hola, Gacha, buenas noches!

Fotografía tomada de Pixabay

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