Por Jazmín Pérez Cante
Uno de los sentimientos y valores más nobles y bonitos de toda la humanidad a lo largo de la historia es la solidaridad. Ella nos mueve a dar de corazón y sin esperar nada a cambio. No hablo solo de dar cosas materiales, también hablo de muchas cosas más que podemos ofrecer. “Hasta una sonrisa puede cambiar el día de alguien”. Una palabra o un gesto de amabilidad, también. Son muchas, pero muchas, las cosas que podemos ofrecer sin que nos cuesten y que pueden satisfacernos interiormente.
Él era un hombre nacido en Chipaque, Cundinamarca, el 12 de mayo de 1948, de baja estatura, color de piel morena, de contextura delgada, de ojos grises que al estar expuestos al sol cogían un color verde oscuro. Su niñez y adolescencia transcurrieron en Bogotá junto a su familia, la cual constaba de su mamá, el esposo de ella (que no era su padre biológico), y siete hermanos de los cuales él era el mayor. ¿Qué quiere decir esto? Que él debía hacerse cargo del cuidado de sus hermanitos menores, mientras su madre estaba en el trabajo. Ingresó a la escuela del barrio con el fin de iniciar sus estudios primarios, que solo llegaron hasta el grado quinto de primaria, ya que para él, en ese momento, no era de mucha importancia dedicar su tiempo a estudiar. Se preguntaba siempre, ¿de qué nos sirve el estudio? En ese momento, él estaba convencido de que el estudio no servía de nada para la vida, razón por la cual se escapaba de clases para ir a jugar con sus amiguitos de la misma edad. Pero, a pesar de esa circunstancia, él era un niño muy inteligente y con muchas capacidades, las cuales se vieron reflejadas con el paso del tiempo en diversas situaciones que tuvo que afrontar durante su corta vida.
Vivían en una humilde casa, al sur de la ciudad, en un barrio que para ese entonces era como un pueblo pequeño, en el cual todos los vecinos se conocían. Eran como una gran familia.
Con el paso del tiempo, la mamá decidió retirarlo de la escuela, ya que él mismo le manifestó que no deseaba seguir estudiando y, siendo aún muy pequeño, comenzó a trabajar en diferentes oficios. Uno de ellos fue la conducción, oficio con el cual sacaría a su familia adelante y ayudaría a muchas personas.
La mamá, al ver que él no quiso continuar con sus estudios, decidió enviarlo al ejército a prestar servicio, con la esperanza de que le gustara y siguiera una carrera militar. Pero tampoco esto le llamaba la atención.
Él prestó su servicio militar con una excelente conducta en los llanos orientales de Colombia y, terminado el tiempo, regresó a Bogotá junto a su mamá y sus hermanos, que ya habían crecido. Pero su mamá continuaba trabajando los días enteros en la misma fábrica con el objetivo de sacar sus hijos adelante, prácticamente sola, ya que su esposo no trabajaba y solo se dedicaba a tomar día tras día. Por culpa de la bebida empezaron los problemas entre ellos dos y por esta misma situación él decidió salirse de su hogar y dejar a su madre y hermanos.
Aprendió a ganarse la vida de muchas maneras y, sobre todo, honradamente y, eso sí, sin hacerle daño a nadie. Pero poco a poco se fue encaminando a lo que sería su ocupación para el resto de la vida, la de conductor de bus de servicio público.
A pesar de las circunstancias de su familia, siempre fueron muy unidos, y protegían muchísimo a su madre, la apoyaron y le demostraron mucho cariño y amor, al igual que ella se los demostraba a ellos. Aunque crecieron en un hogar humilde, tuvieron mucho amor y unión familiar. Además, su madre les inculcó muchos valores.
Cuando contaba con veintidós años de edad, llegó a su barrio (a la casa del lado exactamente), una linda vecina. Ella visitaba por primera vez la ciudad, ya que venía de un pueblo pequeño en el departamento de Boyacá.
En casa de su vecino contaba con varios de sus amigos, los cuales eran los hermanos mayores de esta hermosa niña. Iniciaron una hermosa amistad, la cual, como muchas historias que conocemos, fue creciendo y se fue transformando en amor, el amor de su vida, la mujer con la cual iniciaría con el pasar del tiempo una hermosa familia, casándose por la iglesia y esperando la llegada de su primer hija, la cual le robó su corazón desde el primer momento.
Después de cuatro años de haberse estrenado como papá ¡Oh, sorpresa! Llegó su segunda hija. Al año exacto del nacimiento de su segunda hija, nació su primer y único varón al cual le colocó uno de sus nombres.
Fue así como juntos, papá y mamá, empezaron a trabajar en una meta común: darles un techo a sus hijos. Él trabajaba como conductor de un bus de servicio público llamado Sidauto, en varias rutas al interior de la ciudad, dentro de las cuales había una ruta hasta un barrio alejado.
Era un hombre bueno que, a pesar de su baja estatura, tenía un gran corazón. Ahora yo me pregunto cómo le cabía en el pecho. Era un hombre con muchísimas virtudes y, claro, también con defectos, como los tenemos todos los seres humanos. Pero este hombre tenía una gran virtud y era su sentido de solidaridad y colaboración hacia las personas, no importaba si eran o no cercanas a él, si eran o no personas conocidas, o si eran alguien que requería de una mano amiga en algún momento duro de la vida: en alguno de esos momentos en que nos sentimos solos y creemos que nadie nos escucha ni nos entiende, o, simplemente, sentimos que no podemos seguir adelante. Y de la nada, aparece una persona con estas características. Yo los llamo ángeles, porque llegan en el momento preciso a regalarnos luz, esa luz que a veces se nos hace tan lejana.
Durante su vida fue un hombre trabajador, buen compañero, con gran sentido de pertenencia para con su empresa, sus jefes y sus compañeros. A pesar de lo duro de su trabajo, nunca perdía su sentido del humor, y esa era una de las características más grandes y bonitas que tenía. No recuerdo que él se negara a hacer algún favor. El barrio donde vivía era un barrio humilde, que se había empezado a poblar poco a poco a partir del año 1972, de esos barrios en los cuales uno encuentra un ranchito lejos del otro, un lugar con muchas carencias, tanto de servicios públicos, como de vías de acceso, pero en el que, a pesar de las circunstancias, se sentía la unión de los vecinos en cualquier situación difícil. Su casa no era la excepción, ya que, a pesar de ser un buen terreno, solo contaba con un ranchito al fondo del predio, con techo de teja de zinc. Cuando llovía, parecía que el cielo se estaba cayendo por el sonido tan grande que emitían las tejas al caer las gotas. La casa contaba con una cocina pequeña sin lavaplatos, sin puerta, con una pequeña ventana y un baño diminuto. El resto del lote se adecuó para guardar el bus con el cual trabajaba, con el cual no solo se ganaba el sustento de su esposa y de sus tres hijos, sino que además fue con el que ayudó a muchas personas en momentos bien complejos. No importaba la hora, no importaba el clima, ni el día, si era de mañana, tarde, noche o de madrugada, para él no había diferencia alguna. Él siempre estaba presto a servir y a ayudar a los demás. Aparte, que para este tiempo el único transporte para poder salir de este barrio era el bus de “Fosforito”, como lo habían apodado, ya que, aunque tenía un gran sentido del humor, cuando se enojaba también se hacía sentir, pues todos los seres humanos en el instante en el que nos ofenden o nos lastiman sacamos ese instinto que nos permite defendernos en momentos difíciles y él no era la excepción.
A lo largo de su vida laboral, ya que no se contaba, como lo dije anteriormente, con transporte público en el barrio, a su casa llegaban a tocar la puerta a altas horas de la noche, o en la madrugada, los vecinos con un abuelito enfermo, un padre enfermo o un hijo enfermo. Incluso, ayudó a una de las vecinas que llegaron a este barrio y eran de esas personas, como las hay muchas, que se creen de mejor estrato. Ella vivía diagonal a su casa, tenía su esposo y tres hijos. Estaba esperando su cuarto bebé, que era una niña, y no contó con que se le adelantara la fecha probable del parto. Un día cualquiera de la semana, a la madrugada, le comenzaron los dolores y el trabajo de parto, cuando ya se encontraban durmiendo en su casa, todo estaba en silencio y todas las personas estaban descansando de un largo día de trabajo y preparándose para iniciar una nueva jornada laboral.
Transcurría el año 1980, mi padre tenía 32 años, ya éramos tres críos, dos niñas y un niño, y mi mamá se dedicaba a sus hijos, a su esposo y a su casa. Era una época tranquila, vivíamos felices en nuestro hogar con los problemas de todas las familias, claro está, pero, a pesar esto, nuestra vida era tranquila.
Una noche, casi de madrugada, y después de un largo y agotador día de trabajo “Fosforito” se dirigía hacia su casa por la autopista cansado, y con algunas preocupaciones en su mente, pero, eso sí, pensando en su familia. Bastó solo un pequeño descuido, o tal vez un microsueño, para que la vida cambiara en un segundo. Todo se puso oscuro, todo fue silencio, nadie sabe exactamente cuánto tiempo pasó. Por un momento él sintió paz, sintió calma, sintió tranquilidad, pero esto solo era el comienzo del fin.
Cuando empezó a recobrar el conocimiento se sentía aturdido, con un fuerte dolor de cabeza que él nunca antes había sentido. escuchaba una voz que le decía “¿Cómo se siente? ¿Está bien?”. Poco a poco fue dándose cuenta de la magnitud de la tragedia, escuchaba las sirenas de las ambulancias, de la policía y veía mucha gente a su alrededor curioseando lo que acababa de suceder.
Al ver los paramédicos que recobró el conocimiento y ante la negativa de él de acompañarlos a realizarse un chequeo y exámenes médicos, tomaron la decisión bajo su propia responsabilidad y riesgo de dejarlo ir a su casa a descansar y a prepararse para afrontar las consecuencias de lo ocurrido, ante su empresa, sus jefes y su propia familia.
Al llegar a su casa, todo se encontraba en silencio, su esposa lo esperaba angustiada, presintiendo que algo malo había pasado, sin embargo, no le comentó nada a ninguno de sus hijos. Peor fue la angustia de su esposa cuando lo sintió llegar sin su herramienta de trabajo, la cual jamás, por más fuertes que fueran las circunstancias, dejaba en ningún lugar.
Llegó nervioso, pálido, temblando, aún sentía que estaba en shock. Abrazó a su esposa y en ese momento cayó en cuenta de que habría podido no volverla a ver ni a ella ni a sus amados hijos, los cuales, para este momento, todavía eran pequeños y no entendían la magnitud de la tragedia que acababa de empezar esa noche oscura y fría.
Con lágrimas en los ojos le contó lo sucedido a su esposa: “Venía por la autopista a gran velocidad. Había ocurrido un accidente en el cual un camión de Coca Cola estaba involucrado y terminó volcado sobre la vía. En este instante la grúa estaba tratando de levantarlo y de pronto, sin saber cómo ni cuándo, me estrellé contra la grúa y quedé incrustado con todo y bus, perdí el conocimiento de inmediato y cuando logré recuperarlo tenía a mi alrededor ambulancias, policías, bomberos y muchas personas curiosas que solo deseaban alimentar su morbo, pero que en ningún momento mostraron algo de compasión o ayuda”.
Su esposa le preguntaba constantemente, ¿te sientes bien?, ¿te duele algo?, ¿vamos al hospital a que te revisen?… Pero él, “terco” como era, también se negó de todas las maneras posibles, afirmando que se sentía bien. Tal vez lo único en lo que podía pensar era en las explicaciones que tendría que dar sobre lo sucedido esa trágica noche que parecía no terminar. Esta sería una de las noches más largas y tristes de su vida.
Llegó el día siguiente, se dirigió a la empresa a presentar los descargos de lo sucedido la noche anterior, a enfrentar a su jefe que era una persona tan buena y especial con él, ya que cuando retiraron ese mismo bus del concesionario, le había hecho la siguiente propuesta: “Fosforito tome las llaves de este bus cero kilómetros, trabaje, páguemelo como pueda y quédese con él”. Ahora, ya no querría volver a emplearlo como conductor en esta empresa. Eran tantas y tantas las preocupaciones que tenía ahora en su cabeza.
Pasaron varias semanas, mientras se realizaba la investigación en torno a este accidente y finalmente cuando se veía que las cosas se habían calmado, le entregaron otro bus para que pudiera trabajar, ya que, con este tiempo inactivo, las cosas en su casa no estaban bien.
Pero, a pesar de las circunstancias tan difíciles, sintió la solidaridad y el cariño, cuando en varias ocasiones, después de este desafortunado suceso, llegaba dinero o mercado para él y su familia de parte de sus compañeros.
Regresó a su trabajo con otro bus y, claro, con otro jefe. Era como volver a empezar con todas las ganas, con toda la moral y, sobre todo, con la enseñanza que le había dejado este mal momento en su vida.
Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Nadie se imaginaba las consecuencias tan terribles que tendría para él y su familia ese accidente, ya que, a raíz de este golpe en su cabeza, se estaba formando un hematoma que rápidamente se transformaría en un tumor que se alojaría en su cerebro.
Él siguió su vida normalmente, trabajando como siempre desde tempranas horas de la mañana, hasta altas horas de la noche. Un día, como de costumbre, salió a cubrir la ruta asignada con la mejor actitud, sin imaginarse ni siquiera por un momento a lo que se debía enfrentar. Cuando llevaba más o menos la mitad del recorrido, sintió un fuerte dolor de cabeza, sentía que su cabeza se partía en dos, perdió la visión se orilló como pudo y, como pudo, pidió ayuda a su compañero que realizaba el mismo recorrido, el cual le colaboró recogiendo los usuarios que él llevaba y aviso a la empresa y al jefe.
Inmediatamente llegó la ambulancia lo remitieron al hospital más cercano y le realizaron los exámenes pertinentes, los cuales mostrarían la gravedad de la lesión en su cabeza. Rápidamente fue hospitalizado. Los médicos se reunieron. La decisión era inevitable. ¡Había que operarlo de urgencia!.
Citaron a su esposa, ella llegó con su hija mayor a escuchar la triste noticia del estado de salud de su esposo. No había más remedio, les indicaron cuál sería el procedimiento y los riesgos del mismo. Les dijeron que él podría quedar ciego, mudo, tonto, inválido. O que podría morir durante la operación.
Se programó el día y la hora, la cirugía duró más de diez horas. Recuerdo mucho ese día: estábamos con mi abuelita, mi mamá y mis tíos, todos pendientes de él y, sobre todo, pidiéndole mucho a Dios que lo sacara adelante de la mejor manera. Por fin salió el médico y nos indicó que la cirugía había salido bien, pero que lamentablemente no se había podido extirpar todo el tumor, dado que estaba pegado al cerebro. Lo dejarían en estado de coma inducido durante un tiempo para ir mirando su evolución. ¡Increíble! Después de varios días en coma, poco a poco fue reaccionando y, contra todos los pronósticos, despertó bien, con todos sus sentidos y todas sus capacidades. ¡Un milagro de Dios!, decían los médicos que lo atendieron. Sin embargo, decidieron dejarlo en observación y mirar su evolución. Él cada día se sentía mucho mejor y, como era su esencia, no se podía quedar quieto. Nos pidió llevarle ropa diferente a sus piyamas.
Se levantaba temprano, se duchaba, se colocaba su ropa y salía de la habitación a recorrer los pasillos y pisos del hospital, con la finalidad de ayudar a las personas que, por alguna razón, estaban atravesando alguna situación similar a la suya. A los que no podían valerse por sí mismos los acompañaba, los ayudaba a ir al baño, les daba la comida o, simplemente, si necesitaban al médico o a las enfermeras, él les colaboraba. Llegó a ser muy popular en la clínica. Muchas veces llegábamos a visitarlo y tenían que buscarlo por el altavoz. Fueron casi nueve meses internado y le dieron salida. Él estaba feliz de volver a su casa, al lado de su esposa e hijos.
Dios nos permitió compartir seis años más después de todo este proceso, tiempo en el cual nos enseñó muchos valores y lo bonito que se siente ayudar a nuestros semejantes sin esperar nada a cambio. Sin embargo, su salud se empezó a deteriorar poco a poco, lo llevábamos al hospital, lo recibían, le practicaban exámenes y nos lo devolvían. Los médicos sabían que no podían hacer mucho por él.
Tenía 42 años y muchos sueños por cumplir, quería acompañar a sus hijos en sus grados, en sus matrimonios, conocer sus nietos. Pero la vida se le fue yendo poco a poco y nos dejó un 4 de marzo de 1990.
Su despedida fue algo nunca visto: familiares, vecinos, compañeros, amigos y conocidos. Todos contaban alguna anécdota con “Fosforito”. Nunca en mi vida volví a ver tantas personas reunidas alrededor de él y nosotros. Su entierro, a pesar de lo triste de la situación, fue un desfile de gente y de carros. Pienso que ese día la empresa no trabajó, porque todos sus compañeros fueron a rendirle un lindo y hermoso homenaje.
Después de ese día, pensamos que sus amigos y conocidos lo olvidarían, como casi siempre sucede cuando una persona nos deja poco a poco y va quedando en el olvido, excepto para sus familiares, puesto que siempre estará presente en sus recuerdos y en sus corazones. Fue una gran sorpresa que con mi papá no fuera así. Por mucho tiempo sentimos la solidaridad, apoyo y compañía de sus compañeros a nuestro alrededor, ellos llegaban a nuestra casa con mercados, y muchas veces con dineros que recolectaban para nosotros. Lo hacían como una forma de retribuirnos tantos detalles que, de una u otra manera, en algún momento él tuvo hacia ellos.
Más o menos al mes de su fallecimiento, llegó uno de sus compañeros a nuestra casa, abrazó a mi mamá y se atacó a llorar de una manera inconsolable. Nos decía que se acababa de enterar del fallecimiento de mi papá y que le dolía muchísimo saber que no lo pudo acompañar.
Quise realizar este escrito sobre mi papá como un pequeño homenaje a un hombre bueno, humilde, sencillo, divertido, con un corazón gigante, que, como lo dije anteriormente, a pesar su paso fugaz por la vida, sé que desde siempre está y estará con nosotros en nuestro corazón y en nuestros recuerdos.
Sus enseñanzas, los valores que nos transmitió, la generosidad que lo caracterizaba y ese sentido del humor que nunca dejó de lado (incluso a pesar de estar en los peores y últimos momentos) marcaron mi vida de una manera tan especial y bonita. Él, sin saberlo, nos dejó un gran legado, aprendimos el valor que tiene ayudar a un semejante, el valor de brindar cariño, de estar ahí cuando alguien te necesita, de dar sin esperar nada a cambio. Pienso, que aunque pequeña, esta puede ser la mejor manera de recordarlo, mantener su recuerdo vivo y sentirlo cerca. Gracias papá por todo lo que me enseñaste, por regalarme un poco de tu esencia, por haber tenido el privilegio de ser parte tuya y, de alguna manera, poder transmitirle un poquito de todo lo que tú eras a mis preciosas hijas.
Te amo mucho papi. ¡Siempre vivirás en mi corazón!
Fotografía aportada por la autora.
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