Por Andrés Felipe Giraldo L.
Siete menores de edad fueron asesinados en menos de dos días, dos de ellos en Leiva, Nariño, y los otros cinco a las afueras de Cali, en la comunidad Llano Verde del distrito de Agua Blanca. Estos últimos fueron encontrados en un cañaduzal, con tiros de gracia, uno de ellos degollado.
El pasado lunes 10 de agosto Cristian Felipe Caicedo de doce años y Maicol Stiven Ibarra de 17 años, se dirigían a su colegio desde el municipio limítrofe de Balboa, Cauca, a llevar sus tareas escolares al municipio de Leiva, en Nariño. En el camino fueron interceptados por hombres armados, en hechos que todavía son “materia de investigación”, como se rotulan esos crímenes que casi siempre quedan en la impunidad. Sus cuerpos quedaron tirados en uno de los caminos polvorientos de Leiva, uno de esos pueblitos perdidos en la costa pacífica colombiana, a donde el Estado llega poco y en donde los que mandan son los grupos armados ilegales.
Al día siguiente, el martes 11 de agosto, los menores Juan Manuel Montaño (15 años), Jair Andrés Cortez (14 años), Jean Paul Perlaza (15 años), Leyder Cárdenas (15 años) y Álvaro José Caicedo (14 años) desaparecieron de sus viviendas en Cali sin que sus familias pudieran encontrarles, pasadas ocho horas. En la noche aparecieron sus cuerpos sin vida, con disparos y machetazos. Al parecer fueron torturados antes de ser asesinados. Como si este crimen atroz no fuera suficiente, en el funeral unos desconocidos arrojaron una granada a un CAI cercano al lugar de las exequias, hiriendo a trece personas más. Actos demenciales, con una sevicia tal que no se pueden entender.
Ese es el balance que deja esta semana en Colombia, un país ensañado en contra de su infancia, en donde a los bebés recién paridos se los encuentran metidos en maletas o botados en los basureros, con hipotermia y agonizantes, en el que muchos infantes son abusados sexualmente con solo meses de edad, en donde millares de niños son maltratados, golpeados y vejados incluso por sus propios padres y familiares cercanos, y en donde los adolescentes deben madurar a los golpes para hacerse cargo de sus respectivos hogares, la mayoría de estos disfuncionales, en los que se vive en un ambiente de violencia y maltrato malsano para cualquier persona que se esté formando.
Es desesperanzador que un país con un pasado plagado de violencia y un presente en el que el gobierno asfixia las últimas esperanzas de paz; el futuro sea tratado de esta manera. Sobre los hombros de los niños y niñas de hoy reposa la ilusión de que las futuras generaciones alcancen la paz que a nuestras generaciones les ha quedado grande. Pero qué les podemos pedir si este es el trato que les estamos dando. Colombia es un país que no cuida ni protege a su infancia. Por el contrario, los hechos de violencia en contra de los niños, niñas y adolescentes se incrementan día a día, en formas cada vez más crueles, dejando un panorama aterrador. El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), la entidad encargada de liderar las políticas públicas para la protección de la infancia y la adolescencia por parte del Estado, no es más que un botín burocrático del gobierno de turno y un dispensador de contratos a dedo, es decir, un foco más de corrupción de los muchos que tiene el gobierno. Los niños se mueren de desnutrición en la Guajira y en el Chocó, en Vichada se les encuentra buscando comida entre la basura, y así, gran parte de la infancia del país muere en condiciones inhumanas y precarias, ante el abandono total del Estado.
Y como si el abandono del Estado no fuera lo suficientemente grave y preocupante; resulta irritante que la desmovilizada guerrilla de las FARC desconozca que en sus filas hubo reclutamiento forzado de menores de edad, un crimen que está documentado de maneras incontrovertibles, como para que sea admisible por parte de la opinión pública, soportar tanto cinismo. Griselda Lobo, quien fuera pareja del líder máximo de las FARC, Pedro Antonio Marín, alias “tirofijo”, quien ahora es senadora en el Congreso de la República, niega una y otra vez el reclutamiento forzado de menores en las filas de las FARC. Esta actitud poco contribuye en la construcción de paz para una sociedad ávida de verdad y de reparación. Lo único que se logra con estas negativas, que son contraevidentes, es darle argumentos a los detractores del proceso y hacer perder la fe en la genuina voluntad de paz y reconciliación de los guerrilleros desmovilizados. Cuánto bien le haría a la credibilidad del proceso que los comandantes guerrilleros desmovilizados reconocieran este crimen y se comprometieran con la reparación integral de las víctimas. Sería un gesto digno y necesario en esta coyuntura, que pasa por tanta crueldad en contra de los menores de edad.
En Colombia urge un pacto social para proteger la infancia. Pero más que un acuerdo explícito, de esos que ya ha habido tantos, con mucha parafernalia, cartillas y eventos, pero con muy pocos resultados, lo que se requiere es un compromiso individual inquebrantable de cada ciudadano por hacer respetar los derechos de los niños. Ninguna persona tiene el derecho a causarle daño a un menor de edad, de manera alguna. Ninguna persona con un poquito de empatía y sentido de lo que es correcto se puede quedar inmóvil y callado ante el maltrato de un menor. Ninguna autoridad puede abstenerse de actuar de manera ágil, oportuna y eficaz ante el llamado de un familiar o de una comunidad para proteger a un menor. Es decir, la protección de los niños, niñas y adolescentes es una obligación de toda la ciudadanía y exigirles a las autoridades que actúen con eficacia, eficiencia y efectividad para proteger la vida, integridad y honra de los menores, es indispensable, con el fin de reconstruir el tejido social del futuro, que se está deshilachando a fuerza de crímenes en contra de los menores.
Reitero que lo que pasó esta semana contra estos siete menores de edad asesinados en total estado de indefensión, en circunstancias tan extrañas, turbias e incomprensibles, es un recto a la mandíbula a las esperanzas de paz y reconciliación del país. Además, porque esto hace parte de un entramado más grande y abarcante de hechos que atentan contra los derechos de los menores, que tienen una característica, y es que por muchas circunstancias y condiciones no se pueden defender por sí mismos. La protección de los niños, niñas y adolescentes le corresponde a los adultos, es decir, a esta generación fracasada que se sigue matando por intereses cada vez más mezquinos, y a la que solo le satisface una paz a su medida, esa que los declare vencedores de una guerra fratricida que lleva más de 60 años dejando solo miseria y muerte, en la que no se han ganado sino duelos y tristezas.
Démosle una oportunidad a nuestra infancia. Dejémosles vivir, ser felices, crecer sin miedo, sin rencor y sin cicatrices imborrables. Ya que nosotros no pudimos dejarles un país en paz, al menos no los torturemos en su proceso de crecimiento para que ellos evolucionen con sentimientos más nobles en sus corazones. Si seguimos como sociedad así, matando a nuestros niños, niñas y adolescentes, también estamos matando el futuro y la esperanza. Es hora de parar y reflexionar. Es importante. Es necesario. En esas generaciones que vienen debemos concentrar los esfuerzos de la paz. Y el primer paso es reconocer de corazón cuánto daño les hemos hecho y protegerlos, protegerlos para que ellos puedan construir una sociedad mejor.
Fotografía de mi archivo particular. Guapi, Cauca, año 2006.
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