Reconocer el propósito de la vida es un reto en el que se nos puede ir la vida misma. Además, resulta paradójico encontrarle sentido a algo que en sí mismo es un milagro. La combinación de factores y circunstancias que propician la vida humana para que hoy esté escribiendo acá desubicado, perdido, un tanto desanimado y confundido, son un verdadero desperdicio en honor a ese espermatozoide que se esforzó tanto por llegar de primero a fecundar el óvulo en ese espacio en el que crecieron abrazados hasta el frenesí en el vientre de mi madre, hinchándole la panza, hasta que por fin ella me abrazó a mí.
Soy el menor de ocho hermanos y desde muy pequeño pude identificar la ruta del éxito. Mi hermano mayor era un estudiante brillante. Cuando tuve uso de razón, él se fue a hacer estudios de posgrado de ingeniería en Inglaterra. Todos en mi familia estaban muy orgullosos. Supuse que ese era el camino. También siendo un niño descubrí que esa ruta iba a ser muy empinada para mí. En los primeros años de colegio nos pedían disciplina, sacrificio, compromiso y concentración, creo. Porque mientras nos explicaban la importancia de estar concentrados en las labores que debíamos hacer, yo me entretenía con el recorrido errante de la mosca y me preguntaba por qué ella no veía el vidrio con el que se estrellaba una y otra vez intentando salir. Cuando me preguntaban de qué estábamos hablando, yo solo podía hablar de esa mosca. Le preguntaba a la profesora por qué ese animal que parecía tan astuto, no podía ver el vidrio. Y no solo por qué no podía verlo, sino por qué insistía en atravesarlo con desespero a pesar de tantos intentos vanos. Era un niño y me podía dar el lujo de preguntar estupideces sin que se viera tan extraño. Cuando fui creciendo, tenía que pensar mejor mis preguntas y suponer que entendía las respuestas. Para alimentar mis silencios empecé a dibujar, pero dibujaba tan mal que tenía que responder una y otra vez qué era lo que había pintado. Me cansé de explicar y decidí escribir al lado de cada uno de mis mamarrachos qué era lo que había pintado para que no me preguntaran tanto. Así fue que empecé a escribir. Y así descubrí el único lenguaje maravilloso que disfruto porque hablo con los dedos sobre el teclado o con la pluma sobre el papel sin que nadie me interpele, sin que nadie me pregunte, sin que nadie me interrumpa.
A pesar de que he intentado seguir la ruta del éxito (sin éxito), presionado por los moldes que me rodean, graduándome de una carrera universitaria inútil, haciendo una especialización que me permitiera escribir mejor y dejando una maestría botada en la tesis, no he encontrado aún el propósito de mi vida, que parece tan claro para algunos desde muy temprana edad, cuando eligen sus carreras y saben de antemano cuál es la ruta para materializar sus aspiraciones. Yo nunca lo he sabido, no sé cuál es esa ruta. Para mí la vida es un fin en sí misma, los latidos y las respiraciones son suficientes para comprender mi existencia y no entiendo por qué me pesa tanto esta sensación de no haber logrado nada, como si lo quisiera lograr, cuando sé que no me importa y con la certeza de que tampoco me voy a esforzar. Mis noches son largas porque es allí en donde está el refugio de los solitarios, en el silencio y en la oscuridad que son tan placenteros para esas batallas ocultas en donde los pensamientos bajan y las emociones suben para encontrarse justo en la garganta y batirse allí en combates épicos que sacan esas lágrimas y esas sonrisas que a nadie le importan porque nadie las ve. En esos momentos que son tan fugaces y etéreos es en donde presumo que le encuentro propósito a mi vida. La única forma que tengo para drenar mi alma es a través de las palabras, las frases, los párrafos y los textos que plasmo cada tanto para intentar comprender al mundo y sus demonios. Entonces escribo y creo que soy escritor. Un escribidor, como me decía mi papá.
No vivo de esto. Mis intentos por tratar de vivir de esto han sido un fracaso. Aún me quedan varios ejemplares en cajas de un libro que no se vendió. Un día mi padre en sus días de pensión y antes de irse de este mundo, se metió a mi blog y me dijo que quería publicar un libro con mis textos, que le habían gustado y que había pasado semanas haciendo una selección de los que más le habían llamado la atención. Así lo hizo. Yo pude comprender que lo único que quería mi viejo, lo único que aspiraba de mí, era verme feliz, a pesar de que me había señalado la ruta del éxito una y otra vez que yo esquivaba, porque quizás así se me iba a hacer más fácil sobrevivir. En el ocaso de su vida se rindió conmigo y me ayudó a publicar ese librito. Entendí que, si bien no vivo de esto, sí vivo para esto. Comprendí que la inercia de los días ha sido benévola conmigo, porque de alguna manera el pan ha llegado a la mesa y el techo me sigue evitando las nubes lluviosas y las noches frías porque esa carrera inútil me ha servido para encajar de alguna manera en el mundo laboral, porque las personas que me quieren me han sabido descifrar y me han ayudado en los momentos más difíciles, porque mi madre nunca me ha dejado de abrazar y porque la mujer que comparte su vida conmigo realmente me ama a pesar de mí. Ella ha sabido acoplar sus sueños con mis noches de insomnio.
Este es el propósito de mi vida sin propósito, escribir sin otro fin que drenar mi alma, narrar las batallas en mi garganta e interpretar el mundo que me rodea y que tanto me molesta. A pesar de ello, cargo con el lastre de lo que no fui, de lo que nunca seré y de lo que no quiero ser. De vez en cuando vivo en el reino del hubiera sido y me pregunto qué sería de mí se me hubiera montado en la ruta del éxito que estaba tan demarcada. Decidí irme por la selva de la incertidumbre en la que todavía ando perdido, sin buscar sendero alguno, sin pretenderlo, sin querer volver. El único lugar en el que me interesa encajar es en donde quepa mi espalda para poder ver las estrellas y sentir que en la insignificancia de lo que soy está mi verdadera tranquilidad, que ese milagro que se llama vida es finito y que también me iré, que el único propósito de mi vida es vivir sin propósito y escribir lo que se siente. Así iré soltando el lastre de lo que no fui y llegaré el punto al que llegamos todos, exitosos y fracasados: la nada en un Universo inmenso. La nada, que también es el punto de partida.
Soy esa mosca intentando pasar el vidrio sin éxito con la convicción de que algún día se abrirá esa puta ventana. Así por fin sabré qué hay más allá de ese cristal que no veo.
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