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El Miedo y El Amor (O el Amor y el Miedo)

Por Esteban Moreno Giraldo

Mientras esperaba el sonido de la campana para el descanso, la angustia me empezaba a invadir. La soledad en la que estaba y el temor a ser rechazado hicieron que las horas de colegio parecieran una eternidad. Era mi mente la que había quedado en este limbo del cual pensaba, nunca podría salir. 

Tomé la decisión no solo de enfrentar mis temores, sino también de enfrentar a quien había emprendido este ataque contra mí, a derrotar ese monstruo que se había creado. Tomé la decisión de reescribir la historia a mi manera.  

Matt, quien seguramente había encontrado una válvula de escape en sus ataques, veía en mí la mejor opción de sobresalir entre sus amigos. Medía unos dos metros, tenía ese físico de jugador de fútbol americano que arremete contra cualquiera que se interponga en su camino. Pelo negro, corpulento y fornido.  Me llevaba dos años y por alguna razón, que aún no entendía, se había enfilado contra mí como perro rabioso.

Cuando salí de clases encontré nuevamente mi locker con todos los libros destrozados, sabía que era él, quien nuevamente me estaba enviando un mensaje de temor. Comencé a imaginarme cómo podría vengarme por todo el dolor que me había hecho sentir durante el último año. Tal vez ridiculizarlo frente a sus amigos, o tal vez vincularlo a un hecho vandálico que generaría una suspensión inmediata del colegio, o, ¿por qué no?, las dos. 

Con la ingenuidad de un joven adolescente, sabía que necesitaba aprender de alguien que hubiera vivido algo difícil; fue entonces cuando decidí contarle a mi padre lo que estaba pasando. Él siempre ha creído que la violencia no es el mejor camino para solucioncar los conflictos, que con la inteligencia se puede vencer a cualquier enemigo, pero yo tenía una sed de venganza inmensa. Ese día, después de mi entrenamiento de béisbol, llegué de sorpresa a su oficina, él nunca estaba ocupado para mí. Su asistente me dejó entrar y después de saludar y presentarme, continuó con su reunión.  Todo parecía estar seguro al lado de mi padre, siempre me dio esa impresión de tener todo bajo control. Esperé a que salieran las dos personas con las que estaba para contarle la procesión que estaba viviendo. 

Al contarle sobre mi situación, me escuchó con interés y seriedad, se quedó pensando, prendió un habano como siempre lo hacía cuando tenía alguna situación difícil. Mientras se llenaba de humo su oficina, me dijo que siempre estaría a mi lado: “tus problemas son mis problemas”, me afirmó. Hablar con él liberó un gran peso emocional, me sentía más tranquilo. Mi padre buscó en su biblioteca un libro con una portada roja y un título en chino y me lo entregó, me pidió que esa noche antes de dormir, abriera al azar una página y aplicara en los próximos días el primer párrafo que leyera.

Esa era mi primera misión, sabía que la solución no llegaría en un solo día, así como tampoco las lecciones de mi padre. El tiempo y la experiencia te darán las herramientas para avanzar por la senda de la vida. Esa noche, antes de dormir, abrí el libro tal como me lo pidió, me detuve en aquella página y leí, Toda guerra se funda en el engaño. Concilié el sueño dando vueltas a esta frase y tratando de encontrarle sentido hasta que me quedé dormido. Este ejercicio lo hice durante varias noches. 

Al siguiente día me sentía con más fuerzas. Hace mucho tiempo no sentía estas ganas de levantarme. Sin embargo, nada había cambiado. Quienes antes decían ser mis amigos, ya no estaban a mi lado. Al montarme al bus y buscar dónde sentarme, dos personas no me dejaron hacerlo a su lado. Tuve que buscar un puesto adelante con los chicos de primaria. Traté de no dejarme afectar por la situación y cambiar mi actitud. 

Matt era el último en montarse al bus, siempre se hacía en el mismo puesto frente a la ventana, en la última silla. Afortunadamente este bus tenía las sillas altas y se hacía difícil ver a los chicos de las sillas del frente. Recuerdo ese día cuando su hermana se sentó a mi lado, me saludó y comenzamos a conversar con gran naturalidad, hasta me preguntó sobre mi música favorita y coincidimos en varios artistas que estaban de moda en aquel entonces. Creo que ella no sabía que yo era el enemigo de su hermano, me habló con dulzura. Desde ese día mi corazón quedó a su lado. Por alguna razón creamos una conexión. Durante varias semanas, en los recorridos al colegio, escuchamos del mismo walkman las canciones que nos gustaban y hasta se quedaba dormida en mi hombro.

Mientras planeaba mi venganza, lentamente mi corazón se endulzaba con ella. Nos encontrábamos en los descansos, lo cual hizo que mis días fueran más felices en el colegio. Cuando estaba con ella, por alguna razón, Matt no aparecía, nunca nos encontró, nos reunimos en el campo de béisbol, en mi territorio. Algo en mí despertó interés en ella. La forma como me hablaba, como me miraba y como me tocaba, movió todas las fibras de mi cuerpo. Se había convertido en mi bálsamo emocional.  

Ese fin de semana viajamos a la finca: allí crecí al lado de  perros, vacas, gallinas y muchas plantas de café. Corríamos por los cafetales y nos perdíamos en caminos que conducían a casas típicas de la región. Siempre terminábamos en el beneficiadero, que era el lugar en donde los recolectores depositaban el café para quitarle la pulpa por medio de unas prensas y así lavarlo y secarlo.

El olor a café se sentía en todos los rincones de la finca, atraía a los recolectores a la merienda en donde mezclaban su café con panela. Siempre lo hacían a las seis de la tarde. Allí conversaban y contaban historias sobre apariciones y hechos que les había sucedido en sus labores. La madre monte, la llorona, la patasola y muchas otras leyendas que escuchábamos alrededor de una fogata. Regresar a la casa era toda una odisea y más, dormirse pensando en todas estas historias. 

Al siguiente día acompañé a mi padre a revisar una adecuación que haría en el cuarto de insumos agrícolas. Me preguntó sobre mi situación en el colegio y si Matt me había agredido físicamente alguna vez. Le conté que todas las agresiones habían sido verbales y de incitación, pero no le faltaban intenciones para pegarme.  

Mi padre siempre me contaba historias de su niñez y de los retos que tuvo que afrontar para sobrevivir. Su mamá era alcohólica, llegaba tarde a casa todas las noches y su padre los abandonó desde muy jóvenes, nunca tuvieron esa figura paterna. En su juventud estaban casi siempre solos en casa, su hermana mayor había tomado ese rol de madre y padre, se preocupaba por su estudio y su alimentación. Vivían en un barrio popular de la ciudad en donde se fueron forjando hasta lo que son hoy en día. Como buenos paisas, echados para adelante, se adaptaron, estudiaron y salieron de la pobreza con mucho trabajo y dedicación.

Mi padre nunca tuvo tiempo para ser pesimista, las adversidades lo llevaron a ver siempre algo bueno en todo lo que sucedía a su alrededor, era su método de supervivencia. Incluso, para aquella época las decisiones del Gobierno de turno sobre la apertura económica desmedida y regresiva para los productores locales, las veía como una gran oportunidad para el porvenir de su país, y aunque nos hablaba de los beneficios que esta traería en el futuro, la misma historia nos haría ver que no fueron las medidas correctas, ya que quebraron importantes empresas agroindustriales. Así, cada nuevo gobernante o política implementada la veía como una gran oportunidad que beneficiaría a las generaciones futuras y a nosotros, sus hijos. Encontré muchas lecciones en sus historias, hablamos por largas horas y después volvimos a cenar con la familia. 

Para ser yo un niño de quince años, creía que tenía una mayor percepción de la realidad que los chicos de mi misma edad, leía fácilmente todas las situaciones sociales y se me hacía muy sencillo comprender la intención de las personas. Nunca he podido entender si es una virtud o un defecto, pues ahora creo que la vida se debe tomar como una taza de café, disfrutando cada sorbo. Así lo hacía mi abuela, quien gozaba de sobremanera cada instante, reía todos los días, cantaba, recitaba y siempre estaba bien donde estuviera.

Cuando llegábamos a casa los domingos por la noche, pedíamos hamburguesas a domicilio. Ese día decidí llamar a Sara y decirle lo mucho que la había pensado. Al timbrar el teléfono, contestó Matt. Mi voz quedó paralizada y mi cuerpo petrificado, no pude hablar. “Aló, Aló”… preguntaba Matt. Colgué la llamada y en ese momento decidí poner en marcha una de las cuantas ideas que había pensado ese fin de semana. Volví a llamarlo, pero esta vez en compañía del guarda de seguridad del edificio, Marlon, quien tenía un tono de voz militar, por su largo servicio en el ejército, firme como soldado, y le pedí que siguiera mis instrucciones sin desviarse: 

Hola, Matt, te habla el señor Martínez, director administrativo del colegio, te quería informar que tuvimos una falla estructural por la ola invernal de este fin de semana la cual afectó los techos del salón del grupo once. Por tal motivo realizaremos el  mantenimiento a los techos el día de mañana y le hemos pedido a los estudiantes que no asistan al colegio.  Matt se quedó en silencio por algunos segundos y respondió -ok, pero…. ok-. Y colgó la llamada, sin decir una palabra más.  

Al día siguiente, tenía una gran expectativa de lo que iba a suceder con Matt . Sara apareció y se sentó a mi lado, estaba más bella que nunca, su presencia me tenía hipnotizado. 

Matt había caído en el engaño, nunca se montó al bus. Sara me contó sobre algunos  arreglos que realizarían en el colegio. Guardé silencio, me dolió en el alma no decirle la verdad. Ese día, acordamos vernos en los descansos, incluso, almorzamos juntos. Caminé por el colegio tranquilo, sin prisa y sin temor a encontrarme con él. Días después, me enteraría que Matt fue castigado por sus padres quienes pensaron que él había inventado toda esta historia para no asistir al colegio. Hasta hoy, para él sigue siendo una incógnita lo que sucedió realmente. 

Al día siguiente, durante el almuerzo, el Padre Juan solicitó a todos los estudiantes que quisieran apoyarlo durante la misa del viernes que se insribieran en su oficina. Los acólitos cambiaban cada semana y, mientras muchos repetían como loros los aprendizajes memorísticos de la iglesia, otros trabajaban como sirvientes vestidos con batas blancas frente al colegiado. Me alegré de ver a Matt allí, vestido como un angelito, se veía tan dócil pero a su vez molesto por la actividad que a pocos nos gustaba hacer. Ese día en la misa, el Padre Juan contó con el apoyo del mismo monaguillo del último año y de Matt. El padresito le colgó una bata blanca y un crucifijo.  

Verme con Sara era cada vez más difícil, evadir a su hermano para encontrarme con ella requería de astucia y a veces suerte, “como todo en la vida”. Ya los amigos de Matt rumoraban sobre nuestra relación, sobre lo poco que sabían de nosotros. Sus ataques contra mí recrudecieron, empujones y ofensas eran el pan de cada día.  

Aquel día, por la tarde, de regreso a casa en el bus, Matt me buscó y se sentó a mi lado, me miraba fijamente a los ojos, retándome. Yo intenté levantarme para salir de allí, pero su brazo, agarrando la silla delantera me lo impidió. Me dijo que si continuaba acercándome a su hermana sabría realmente quién era él. Apoyé las piernas contra la ventana dándole la espalda y lo empujé con fuerza hasta que se cayó en el piso. Quedó allí tirado,  saqué mi bate de béisbol y lo golpeé con contundencia. Matt quedó inconsciente por unos segundos, fueron dos golpes muy rápidos, uno en la cabeza y otro en el brazo. No tuvo tiempo de reaccionar.  La ambulancia no tardó en llegar y llevarlo a urgencias. La sangre me hirvió, estaba cansado de sus ataques, estaba cansado de sus ofensas y su amenaza despertó en mí, a un león dormido.  

Guardé mi bate en el morral y tuve que regresar al colegio para dar los descargos de la situación. A las dos horas llegaron mis padres al colegio y me llevaron a casa, hubo silencio durante todo el recorrido. Ese silencio que tiene palabras. 

Matt estuvo internado en la clínica hasta altas horas de la noche, tenía una pequeña contusión en la cabeza, nada grave, y el radio del brazo izquierdo fracturado. Recuerdo a mi padre llamar a su casa y preguntar por el estado de salud de Matt. Mi papá se comprometió a pagar los gastos hospitalarios y los padres de Matt no pondrían la denuncia. Lo escuché hablando con mi madre, “el muchacho está bien, ya están de regreso en  su casa” le dijo. Yo nunca había sido un tipo violento, pero ese día exploté.

A Matt y a mí nos suspendieron por dos semanas del colegio, tiempo en el cual mi papá me pidió trabajar en la finca. Cuando regresamos, la directora nos reunió en un salón, allí hicimos las paces, comprometiéndonos a que ninguno volvería a violentar al otro. Matt me estiró la mano rígidamente, me miró a los ojos, ahora lo hacía de una manera diferente. Después apreté su mano, su postura se veía rígida por el yeso que llevaba en su otra mano. 

Volver al colegio después de estas dos semanas fue algo extraño, el rumor en los pasillos sobre nuestra pelea fue el tema de conversación entre todos los chicos. Las batallas de la mitología griega eran minúsculas comparadas con nuestra confrontación. Se hablaba de una manera exagerada de la situación, no digo que fuera poca cosa, pero tampoco era como para crear esta epopeya. Sin embargo, esta realidad aumentada me sirvió. Los mayores me comenzaron a respetar y los chicos de mi grado querían estar conmigo. 

Sara había desaparecido durante estas semanas, mas no de mi mente. Esperaba que las llamadas con prolongados silencios que hacían a  mi casa fueran de ella. No sabía qué estaba pasando por su mente con esta situación. No esperaba que me perdonara, pero tampoco quería que me olvidara. Decidí esperar a que el tiempo nos guiara. Mientras tanto, yo seguía embriagado con “la gloria” de haber vencido a Matt. 

Las conversaciones con mi padre continuaron con metáforas que traían siempre aprendizajes. Nunca hablamos de la situación, tampoco se alegró de que yo hubiera golpeado a Matt. Mi madre, en cambio, se preocupó bastante. Durante varias semanas me hablaba más de lo habitual y me acompañaba en las noches antes de dormir. Me expresaba preocupación y me demostraba amor a su manera.  

Dejé de borrar los días en el calendario, dejé que la vida transcurriera con su ritmo natural y trajera consigo la felicidad que tanto deseaba. Aunque aún no creía en el destino, las coincidencias me decían que iba a pasar algo grande. Decidí relajarme, disfrutar y no preocuparme por las notas de clase o cuántos “outs” ayudaba a mi equipo a lograr. También me había desinteresado por el concepto que las personas tuvieran de mí, había perdido la fe en muchas de ellas. Si les agradaba, o no, me daba igual. Al soltar ese peso emocional, la vida comenzó a fluir.

Comencé a ser invitado a fiestas los fines de semana. El cumpleaños de Matilde, de grado once, sería el viernes y la intuición me decía que allí estaría Sara. Ese día me fui caminando. La casa de Matilde quedaba a unas pocas cuadras de mi casa, quería  pensar y respirar un poco la ciudad. 

Se sentía un aire diferente en aquella época, una libertad apacible, una libertad con seguridad. Me detuve en la tienda de Blanquita, que era la tienda tradicional de barrio colombiano, donde se puede comprar desde una jarra de leche hasta un destornillador. Años después, incluso su hijo “emprendió negocio”. Compraba “la yerba” y la camuflaba paquetes de piel roja para venderle a mis amigos de aquel barrio. Utilizaba la tienda de su mamá como fachada. 

Después de conversar con Blanquita, me mostró varias alternativas de regalos que podía llevar: Un oso de peluche blanco escarchado abrazando un corazón y una chocolatina. Aunque cursi, creo que era lo mejor que podía encontrar allí y así no llegar con las manos vacías.

Al entrar a la casa de Matilde, le entregué el osito. Afortunadamente, dentro de la emoción de su cumpleaños, no le prestó mayor atención y lo dejó al lado de otros regalos que habían llevado sus invitados. Entonces fue ese instante en que la vi, al final de la multitud de personas que habían llegado. Mi corazón se detuvo por un momento, los nervios me invadieron. A medida que la noche avanzaba cruzamos varias miradas y nos encontramos saliendo al balcón. “Hola” me dijo Sara con dulzura. -Me alegra verte nuevamente-. Sara siempre tomaba la iniciativa, tenía más experiencia que yo en estos temas del amor y supo cómo acercarse a mí. Lo hacía sin temor y segura de lo que hacía. 

Mi corazón comenzó a latir con rapidez y le respondí con un beso. No tenía más palabras que un beso. Nos tomamos de la mano y nos quedamos en silencio mirando la gente pasar en aquel balcón. La noche se pasó volando; hablamos de lo que sucedió. Le pedí excusas por los golpes que le di a su hermano, no quería hacerle daño, le dije. “Tu hermano me llevó al límite y creo que exploté”. Al parecer ella ya había resuelto la situación internamente. Me perdonó, también me dijo que había hablado con él, le había contado sobre nuestra relación, me dijo que después de más de un año, había aceptado por fin nuestro amor y reconoció que se había equivocado impidiendo este romance. -¿Por más de un año?- pensé. 

Esa noche entendí la razón por la cual Matt me odiaba. Todo había comenzado hace un año cuando escuchó a Sara hablando con su mejor amiga sobre mí, eso incentivó los celos de hermano y posterior el ataque contra mí. 

Sara era una mujer muy madura para su edad. Haber tomado la iniciativa de hablar con su hermano, manifestando que nuestra relación era lo que ella quería, me demostró su voluntad, su carácter y su interés por mí. 

Al finalizar la noche, me dijo que ya era el momento de irse. Me pidió que la acompañara,  bajamos por las escaleras cogidos de la mano, nos detuvimos en cada piso para abrazarnos y besarnos.  Al llegar a la portería, estaba Matt, saludó a Sara y me estiró el brazo empuñado como gesto de amistad. En su mirada y en su actitud se notaba que ya comenzaba a aceptar nuestra relación y que la conversación con Sara había generado un efecto positivo. Salieron de allí caminando… el amor y el miedo.

*Fotografía aportada por el autor.

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