Por Sandra Osorio Torres
La abuelita María, mujer del campo nacida a principios del siglo XX, nació en el seno de un hogar numeroso, conformado por mamá, papá y ocho hermanos: seis mujeres y dos hombres, donde ella ocupaba el tercer puesto. Sus estudios fueron escasos, acabó la primaria con muy buenas calificaciones, pero, para la época, poder estudiar la secundaria significaba ir interna a colegio de monjas y, desafortunadamente, la abuelita María no era devota de ellas. Su adolescencia transcurrió entre los oficios y tareas de la finca familiar.
Una mañana de domingo, en el cual era obligatorio asistir a la misa de siete y luego proseguir a hacer las compras en el mercado ubicado semanalmente en la plaza principal frente a la iglesia, mi abuelita tenía la lista a su cargo, iba adelante con su mamá y su hermana menor, Clovis, agarrada de su mano. Atrás venían los tíos Tulio y Julio con dos enormes canastos que pronto serían llenados, comprarían lo más pronto posible para poder sentarse bajo las toldas de los largos puestos de comida a disfrutar del anhelado desayuno. Habían empezado por el puesto de las papas, cuando de repente alzó la mirada y en el puesto contiguo estaba un apuesto hombre escogiendo tomates en compañía de dos niños quienes rondaban la edad de seis y diez años. El hombre estaría en sus treintas, alto, de contextura gruesa, su piel blanca, aunque curtida por el sol, sus cejas pobladas y bajo ellas estaban sus ojos negros y redondos, tenía el cabello abundante con peinado engominado hacia atrás.
Sus miradas se encontraron, él hizo un saludo con ademán de cortesía retirándose el sombrero. Ella lo miró fijamente y le hizo un ademán con la cabeza. Ella cuenta que se sintió turbada ante tan imponente presencia y prefirió seguir con las compras. Ya estaba dando por finalizada la tarea cuando notó que el hombre apuesto la seguía viendo con interés. La abuelita María prefirió apurar al resto para sentarse en el puesto de doña Dora, quien era famosa por preparar el mejor desayuno y la mejor fritanga jamás vistos. El abuelo siempre pedía para llevar seis porciones de fritanga para el almuerzo-cena, pues por decreto, en la finca no se cocinaba el domingo, escasamente se prendía el fogón de leña para un café o una agua de panela. Todos estaban sentados en las bancas de las mesas largas acabando de degustar sus desayunos. Los hermanos hablaban entre sí y los padres comentaban con doña Dora sobre los rumores que corrían y las noticias llegadas de lejos, acerca de un tal Hitler y la Segunda Guerra Mundial. Estaban en lo más entretenido de la charla cuando de repente apareció el hombre misterioso y, sin titubeos, se presentó a los padres y el resto de los hermanos. A ella, la abuelita María, la dejó de última y con una espectacular y blanca sonrisa, le dijo: “Mucho gusto, Heliodoro”.
Esa mañana entabló conversación afable con toda la familia y presentó a sus dos hijos, Heliodoro y Carlos, aclarando que era viudo hace dos años. Provenía de Manizales, había estado viviendo en Barrancabermeja y llegó a tierras de Cundinamarca donde compró dos grandes fincas cafeteras. Insistió en pagar la cuenta de todos, cosa que el padre no permitió, pero sí le valió para hacerse invitar a un café en la finca, visita que haría el siguiente sábado en horas de la tarde. Cuando se despidieron, él muy amablemente le dio la mano a todos, pero cuando llegó el turno de la abuelita, agarró su mano entre las de él y la miró fijamente. Ese día ella sintió que fue el inicio de algo que sería hermoso.
Los padres se habían percatado del interés de Heliodoro por la abuelita María, situación que no les agradaba del todo, por la diferencia de edad y, además, porque ya era un hombre con dos hijos a cargo.
La semana pasó rápido entre todos los quehaceres de la finca y llegó el sábado. Las hermanas cuchicheaban entre sí, pues oír comentar a sus padres acerca del interés de Heliodoro por la abuelita María les despertó una curiosidad infinita. Se acercó la tarde y de repente en el filo de la colina vieron aparecer al borde del camino al visitante. Venía en un caballo zaino castaño oscuro, se fue acercando hacia la entrada, luego lo vieron desembocar por el camino que lo dejaba en frente a la casa. Los perros salieron a su encuentro y el padre de la abuela a la par. Se bajó del caballo e inmediatamente desató un costal que traía amarrado a la cabeza de la silla de montar y se lo pasó a la madre quien le agradeció el presente. Lo hicieron pasar para que se sentara en un gran escaño que hacía parte del comedor. Heliodoro vestía impecable, de sombrero, camisa blanca almidonada con cintillo color café al cuello y pantalón gris oscuro. Buscaba a la abuela María con la mirada. Ella apareció enfundada en un vestido azul aguamarina que le llegaba más abajo de la rodilla, con su pelo recogido en una semi-cola con un moño del mismo tono del vestido. Se saludaron, no sin antes preguntar por Heliodoro y Carlos, los hijos. Él respondió que los había dejado en la finca a cargo de dos empleadas que le servían de nanas.
La tarde corrió rápido, la visita fue atendida con todo tipo de colaciones y frituras, que entre todas habían preparado para poder degustar tan apetecida y ofrecida taza de café. Las visitas se tornaron sucesivas, algunas veces acompañado de sus hijos y otras solo. La abuelita, después de cada visita, terminaba más enamorada y convencida que Heliodoro era el hombre correcto. La pedida de mano fue rápida, apenas llevaban un año de novios y decidieron casarse. Heliodoro prometió de todo a los padres, además de amarla quererla y respetarla, aseguró que económicamente no le faltaría nada.
Un soleado sábado del mes de mayo, la abuelita dio el sí frente al altar con la bendición del padre Benancio, a quien sus padres, a modo de confesión, le decían que había algo que no terminaba de convencerlos del novio. El ágape arrancó con el regalo de bodas que Heliodoro le tenía a la abuelita: una yegua criolla colorada. Después del festejo ofrecido por los padres de la novia, los recién casados se montaron en sus caballos y partieron hacia el nuevo hogar que esperaba a la abuelita María, donde pasaría pocos momentos hermosos, pero sí muchos amargos.
Cabalgaron más de cuarenta minutos cuando divisaron la finca El Limonar. Terminaron el camino, cruzaron una quebrada y apareció una casa grande circundada por un patio cementado inmenso, casi del mismo tamaño de la casa, en sus jardines había palos de mango y muchos de limón dulce. La finca la componían unas sesenta hectáreas repartidas en el cultivo de café y la crianza del ganado de leche.
Apenas se bajaron de los caballos, Heliodoro llevó a la abuela a la sala donde la esperaban dos enormes baúles llenos de vestidos vaporosos, todos a la moda algunos con el juego de zapatos y sombrero, cinco abrigos para cuando viajaran a la capital, un cofre pequeño con dos aderezos de oro y tres hermosos anillos. Era el complemento al regalo de bodas. Mi abuela se quedó sorprendida pues todo era nuevo, de buen gusto, se notaba que Heliodoro había gastado mucho dinero en la compra de los baúles y lo que estaba en su interior. Ella agradeció encantada ese esplendoroso regalo y se sentía la mujer más dichosa y complacida del universo.
A la semana siguiente, Heliodoro le avisó que el domingo en la noche irían a Bogotá, quería comprarle algunos vestidos más y también para que pasaran unos días en la capital, visitando unos parientes de él. Los hijos se quedarían al cuidado de las empleadas, sería casi como un viaje de luna de miel. Para la abuela este viaje siempre quedó grabado en su memoria, por lo especial y porque fue el único que hicieron juntos en la vida.
Al regreso de Bogotá, Heliodoro le entregó a la abuela la responsabilidad de El Limonar y la crianza de sus dos hijos. Ella, perpleja y sorprendida, solo atinaba a preguntar por el papel de él en la finca, respuesta que la acabó de dejar peor: “Tengo otra finca más por la que tengo que velar y estoy en proceso de comprar una tercera”. La abuela le refutó si no era mejor dedicarse a El Limonar y hacerla más próspera antes que estar pendiente de otras más. Él, para apaciguar los ánimos, prometió pensar detenidamente la compra de la tercera y dedicarse más a El Limonar.
La abuela se dedicó a sacar la finca adelante, pero empezaron los problemas con los hijos del abuelo porque no la aceptaban como la esposa del papá y menos como reemplazo de su mamá. Desafortunadamente, el abuelo era hosco, huraño y gruñón con ellos, solía resolver las desavenencias con el rejo y en esto la abuela no estaba de acuerdo. Habían pasado seis meses cuando la abuela descubrió lo que la haría la mujer más feliz del mundo: estaba embarazada de su primer hijo, quien crecería para convertirse un día en mi padre. Heliodoro seguía pendiente de su segunda finca y, a pesar de la promesa, compró la tercera llamada El Molino, mucho más pequeña que las otras y cafetera también. Su posición de hacendado le ayudó también para convertirse en propietario de una gran compra y venta de café y, a la vez, se hizo prestamista.
No sé si fue la soledad, el cambio de pasar a ser la señora de la finca o el desespero por tener que cuidar dos hijos ajenos, que no la admitían como madrastra, lo que la hicieron apegarse obsesivamente a ese primogénito, a pesar de que parió tres mujeres y cuatro hombres más, máximo con dos años de diferencia entre uno y el otro. La abuela se sentía abrumada y agobiada con la inmensa responsabilidad de sacar a sus hijos adelante. Además de sus obligaciones con El Limonar.
Sus padres la visitaban de vez en cuando, tenía dos señoras que le ayudaban en los quehaceres de la casa y cuatro trabajadores en la finca, pero para ella sus hijos pequeños demandaban tiempo que en muchas ocasiones no les podía dar. En una de las visitas de los padres, le sugirieron a la abuela tener una persona de la familia que fuera de plena confianza para ayudarla con los tres hijos más pequeños y que, a su vez, fuera compañía. Quien mejor cumplía con esas condiciones era la sobrina Georgina, quien rondaba los catorce años, trigueña, de baja estatura, pero con la lozanía de una adolescente que se estaba convirtiendo en mujer. Ella aceptó encantada, pues no tenía muy buena relación con sus padres.
Los dos primeros años de Georgina en la casa fueron normales, ayudaba a la abuela en los quehaceres y con los pequeños que aún requerían vigilancia. El abuelo seguía repartido en las tres fincas y en la compraventa de café y pasaba dos o tres días de la semana en El Limonar. De los cuatro trabajadores, solo dejó a dos pues, según él, tanto sus dos hijos como los tres mayores con mi abuela estaban en edad de ayudar. Lo único que los salvaría de esas labores era irse a estudiar internos a Mesitas del Colegio, idea que atormentaba a mi abuela, pues no concebía el tener que separarse de mi papá. Suficiente tenía con no tener todos los días al abuelo en casa.
Después del cumpleaños 17 de Georgina, empezaron a pasar situaciones extrañas. Para este momento, los cinco hijos mayores estaban ya estudiando internos en Mesitas del Colegio. El abuelo pasaba más días en el Limonar, se interesaba por los quehaceres de la casa y pasó a colaborar en las tareas de la finca. El hombre hosco y gruñón desapareció y mi abuela, extrañada, pero feliz porque él estaba, trataba de que todo estuviera perfecto y que no hubiese motivo de enojo para que no tuviera queja alguna de ella.
Las labores empezaban a las 4:00 am, con el ordeño y finalizaban a las 7:30 pm con la cena. Una mañana, la abuela le pidió a Georgina que fuera al pueblo a comprar maíz para preparar una masa de tamales. La distancia de El Limonar al pueblo no eran más de tres kilómetros a pie. Heliodoro la escuchó e inmediatamente le refutó a la abuela que Georgina tuviera que ir al pueblo caminando, dio la orden que le ensillaran un caballo y le recalcó que siempre que fuera a ir al pueblo lo debía hacer a caballo. Otro día al atardecer, Georgina le dijo a la abuela que iba a bajar limones pues tenía antojo de comerlos y estaban maduros, la abuela le dijo que sí e inmediatamente escuchó a Heliodoro ofrecerse desinteresadamente a bajarlos. Ese día hubo miradas, risas y halagos, vio sonrojarse más de una vez a la sobrina y pudo apreciar la mirada penetrante de Heliodoro sobre ella. Esa actitud creó sospechas en la abuela y ató los cabos que habían estado sueltos, la amabilidad y las consideraciones de Heliodoro, las atenciones de Georgina para con Heliodoro a la hora de servir la comida, miradas que decían a gritos lo que la abuela no había querido o se negaba a ver y aceptar: entre Heliodoro y la sobrina había un lazo fuerte de pasión.
Esa noche no pudo conciliar el sueño, le era imposible aceptar que aquel hombre que la enamoró, que sí, tenía muchos defectos pero también virtudes, con el que ella construyó un hogar, con el que tuvo ocho hijos, siquiera fuera a tener ese proceder pecaminoso y decepcionante, y menos con su sobrina. La abuela cerró sus ojos con fuerza para ver si todo era un mal sueño o si solo estaba en su imaginación. Era ya la hora de levantarse para el ordeño, sus pies se arrastraban del cansancio y su mirada había amanecido triste y a la vez oscura. Se sintió marcada por la decepción y vacía hacia cualquier sentimiento diferente a la rabia que se había apoderado de ella desde la noche anterior. Se le hicieron eternas las primeras horas de la mañana, fue una autómata haciendo los oficios. Estaba desesperada porque sus hijos se fueran a la escuela, pues tenía que confrontar a Heliodoro. No iba a esperar un minuto más.
La abuela aprovechó que Heliodoro estaba cepillando un caballo y Georgina le ayudaba y sin más le lanzó la pregunta a él: “¿Estás encaprichado con Georgina?” Georgina se ruborizó y abrió los ojos cual platos, pero la mirada fulminante de la abuela la hizo dar un salto y a carreras entró a la casa. Él la miró sin responder nada, primero con sorna y luego con rabia por sentirse descubierto. Sin dejar de cepillar la bestia, le contestó: “Sí, y mucho”. Por un segundo, a la abuela le fue imposible dar crédito a esa respuesta, aún sus oídos querían negar lo escuchado. Súbitamente, un halo de dignidad la cobijó y arremetió con toda sus fuerzas contra él, por mentiroso, embaucador e infiel. Y le dio el ultimátum: “Ella o yo”, y si la respuesta era ella se tendría que marchar inmediatamente y olvidarse que tenía familia.
La abuela entró a la casa y se despachó a insultos contra esa sobrina que ella había considerado como a una hija o a una hermana. Cuántos consejos, cuántas ayudas, cuánta comprensión casi maternal para terminar pagando de este modo. Georgina, con la mirada en el piso, solo se limitó a oírla, para después soltar la frase lapidaria para la vida de la abuela: “Creo que estoy embarazada”. La abuela no pudo dar crédito a lo que sus oídos escucharon. Esas palabras fueron dagas hirientes que acabaron de fulminar cualquier acto de amabilidad o decoro. Roja de furia, insultó con más fuerza a la sobrina, la tildó de casquivana, aparecida, roba maridos y acaba matrimonios. Ella ni una palabra de disculpa o perdón emitió. Minutos después, Heliodoro, furioso y desencajado, pues había escuchado la arremetida de la abuela contra Georgina, ensilló dos caballos y antes de marcharse con ella, solo atinó a gritarle a la abuela: “A usted solo le toca el El Limonar, ojalá no lo deje acabar, si no se quiere morir de hambre con sus hijos. Ella va a ser desde ahora la señora del Molino”. Ante esas palabras, la abuela intentó tumbarlo del caballo pero él se sostuvo fuerte, le lanzó una mirada de desprecio y partió junto con Georgina.
Ese día el cielo se cerró para la abuela, su corazón estaba roto, las lágrimas le salían a borbotones y le era imposible contenerse. El hombre con el que se había comprometido ante Dios era un farsante y un atrevido, acababa de abandonar el hogar, un completo desconocido para ella. Cómo explicarles a los hijos, sobre todo a los tres menores, las andanzas del padre. El qué dirán en un pueblo pequeño, sus padres y el resto de la familia qué irían a decir, qué iba a ser de ella ante tanta responsabilidad junta.
Sin perder tiempo, ensilló un caballo y fue a la alcaldía a pedir prestado el único teléfono del pueblo, necesitaba llamar al internado y hablar con mi papá, quien cursaba su último grado de secundaria, y a quien ella desde el momento que lo trajo al mundo lo percibió como su consejero, su guía, su sostén y su todo. Con voz entrecortada, logró informarle lo sucedido y colgó. Mi papá reunió a sus dos hermanos, que cursaban tercero y cuarto grado de bachillerato respectivamente, les contó la tragedia por la que pasaba su madre, e inmediatamente pidieron permiso en la rectoría del colegio para ausentarse de clases por una semana, pues el caso era de fuerza mayor. Adujeron que su padre se había enfermado gravemente y que su madre los requería con urgencia. El rector les dio el permiso, no sin antes recalcar a mi papá que por más buen estudiante que fuera, no debía faltar mucho a clases y menos aún por estar cursando su último año. Hicieron las maletas y ese mismo día lograron viajar para encontrarse con la abuela. Llegaron a las 9:30 pm. Era una noche estrellada que les iluminó el camino, el croar de las ranas y los ladridos de los perros de los vecinos fueron su compañía hasta llegar a la finca que estaba completamente a oscuras, pues las lámparas de petróleo estaban apagadas. Todos estaban en sus cuartos a la luz de las velas a punto de dormir. Los perros dieron el aviso de su llegada, la abuela salió presurosa al encuentro de sus tres hijos, presintió que al fin algo bueno pasaría después del aciago día vivido.
La abuela les contó lo sucedido sin omitir una coma, sin derramar una lágrima, una coraza de fuerza y templanza la cobijó desde ese día. La preocupación inmediata era organizar todo de tal manera que El Limonar les sirviera para subsistir, era lo único que tenían. Esa noche giró en torno a las ideas que todos tenían y a las decisiones inmediatas que había que tomar. Mi papá determinó que sería el último año que la finca produciría café, era más rentable comprar más vacas de leche, dedicarse a la venta de esta y construir dos grandes galpones, pues la región no contaba con soporte avícola y él creía que ellos lo podrían proveer. También acordaron ampliar la huerta de tal manera que sus productos pudieran ofrecerse a los ya habituales compradores de leche. Desafortunadamente, los tíos decidieron no volver al colegio, pues si algo necesitaba la abuela eran trabajadores para empezar a organizar El Limonar. El único que regresó al internado fue mi papá. La abuela, a pesar de tenerlo lejos, había puesto todas sus esperanzas en él. De manera inconsciente, lo puso en el lugar del abuelo. El compromiso de regresar cada quince días quedó pactado y desde ese día ni una hoja se volvió a mover en esa familia sin la aprobación de mi papá.
Mi papá es un hombre que nació con una inteligencia y una disciplina envidiables. Excelente alumno y consagrado estudiante, desde que inició el bachillerato se había puesto como meta ser médico. Mi abuelo, que veía con muy buenos ojos su dedicación, siempre le decía: “Aproveche que plata no tengo, pero estudio sí le doy”. Desde quinto grado de secundaria, el rector del internado había hablado con un amigo suyo para que mi papá, por sus buenas calificaciones, fuera recibido en la Universidad Libre de Bogotá.
Cuando regresó al internado habló con el rector y le contó lo sucedido. Le preocupaba la parte monetaria para ir a la universidad. El rector le dio la buena noticia que su amigo le daría una beca para que empezara a estudiar, pues no se perdonarían que alguien tan inteligente no lograra graduarse de la universidad. El tiempo pasó de prisa, mi papá se graduó de bachiller e inmediatamente empezó estudiar medicina en la universidad, gracias a las promesas cumplidas de los dos rectores.
La vida en El Limonar transcurría entre afugias y alguna que otra situación difícil de resolver. Un domingo de mercado a primera hora de la mañana, la abuela mandó al cuarto de sus hijos a comprar unas libras de carne con el poco dinero que le había quedado de la venta de la leche, unos pollos y unas hortalizas. El tío llegó corriendo al puesto de Don Tobías el carnicero, justo estaba en la fila esperando ser atendido cuando apareció Heliodoro. Escasamente saludo al tío y se dirigió al carnicero sin importar que otros estuvieran primero que él:
—Tobías, necesito que me consiga unos ocho zuros, mi mujer acaba de parir y los necesito para ella. —Mi tío se puso rojo y volteó a mirar para otro lado. Heliodoro notó la molestia y le dijo—: Necesito que se vaya al Molino a llevarle los zuros a Georgina, el mercado y el desayuno que doña Dora ya está empacando. —Mi tío, quien apenas tenía doce años, le refutó:
—No, mi mamá me está esperando a que llegue con la carne.
—¿A usted qué le pasa berriondo?, ¿ya se le olvidó que yo soy su papá y soy el que mando?
─Como usted mande, papá.
Lo único bueno que pasó ese día, fue que Heliodoro pagó la carne de El Limonar e hizo que le sumaran unas libras más. Mi tío, rojo de ira y con sus ojos llenos de lágrimas, reclamó el envío donde doña Dora y partió para el Molino que quedaba a casi una hora del pueblo. En el camino lo asaltaban las imágenes del padre abusador, del dolor que había visto padecer a su madre gracias a Georgina, de cómo su vida y la de sus hermanos les había cambiado injustamente. De repente, paró el caballo al lado de un frondoso árbol y se bajó, abrió el costal donde iba el desayuno para Georgina empacado en hojas de plátano, se sentó y entre lágrimas e ira se lo comió completo. Se subió a la bestia y continuó el camino hasta llegar al Molino, donde una señora desconocida salió a su encuentro y le recibió la encomienda que mandaba Heliodoro. Él, sin siquiera bajarse, dio la vuelta y se fue a El Limonar. Apenas llegó, vio que la abuela estaba molesta y preocupada por su tardanza, él le explicó lo sucedido sin omitir nada, entregando la totalidad del dinero y la carne. La abuela lo increpó por haberse comido lo que no era para él, pero a la vez entendía la reacción del tío después de todo lo vivido. Se preocupó más, pues conocía las reacciones de Heliodoro y su corazón de madre intuía que algo malo venía.
Era mitad de la tarde cuando la abuela fue hacer el encierro de los terneros con el segundo de mis tíos, los otros se habían quedado haciendo tareas varias, aunque no muchas, pues era domingo, cuando de repente vieron aparecer al abuelo en el patio. Estaba rojo de la ira preguntando por mi tío. Mis tías, las menores, que hacía casi un año no lo veían, salieron felices a abrazarlo, pero él de un manotazo las apartó. Solo buscaba a gritos y con la mirada al tío, quien de un momento a otro apareció. El abuelo lo agarró por el brazo y con el zurriago empezó a golpearlo con fuerza, los más pequeños empezaron a gritar y mi tía, la mayor de las mujeres, logró avisarle a la abuela en la mitad del potrero, quien en menos de dos minutos llegó a defender a su hijo de las manos del monstruo.
Mi abuela gritó con todas sus fuerzas:
─¡Heliodoro!, ¡suéltelo ya mismo!
─No, a las buenas o las malas va a aprender a respetarme y lo que hoy hizo se llama robar. —Heliodoro seguía iracundo golpeándolo.
─Que lo suelte inmediatamente, lo va a reventar.
─Es lo que se merece por ladrón.
Como pudo, mi abuela se lo arrebató de las manos y lo asió a ella. Mi tío, quien tenía la piel extremadamente blanca, estaba a punto de que las heridas ocasionadas por esos golpes se abrieran y la sangre empezara a brotar. Heliodoro echaba fuego por los ojos, no paraba de gritar y vociferar. En ese momento la abuela nuevamente se llenó de valor. Fue a la mediagua, un cuarto inmenso donde se guardaba de todo y salió con una escopeta de perdigones que alguien había dejado ahí guardada. Automáticamente, Heliodoro al verla, se apaciguó. Ella, quien había tratado de mantener la calma, le seguía apuntando y con la voz pausada pero segura y fuerte le sentenció:
─Esta es la primera y última vez que viene a mi casa a golpearme a mis hijos, si hay una segunda, le juro que le disparo. Y le aclaro que ellos no son mandaderos suyos, si necesita mandadero, pues espere a que crezca el que acabó de nacer.
Heliodoro, en medio de su arrogancia, no daba crédito a la acción de la abuela. Enmudecido completamente, no paraba de sudar, salió del letargo cuando el segundo de mi tíos, quien ya era un hombre, lo invitó a abandonar la finca lo más pronto posible.
Sin falta, mi padre viajaba cada quince días para darle vuelta a la finca, a la familia, solucionar problemas y demás. Llegó el sexto semestre con más obligaciones que nunca, la finca no era del todo autosuficiente, mis tías las menores ya eran jovencitas y, en conclusión, se necesitaba una entrada de dinero fija.
Mi papá tomó la drástica decisión de cambiarse de carrera, pues necesitaba con urgencia poder trabajar y la carrera de medicina implicaba más dedicación. Solo hasta después de dos años, más el año rural, no podría empezar a devengar el tan necesitado dinero. El rector lo entendió y la universidad le ayudó a convalidar las materias. Pasados dos años, se graduó con honores como licenciado en bioquímica e inmediatamente logró colocarse como maestro de anatomía en el colegio Americano en Bogotá.
La situación económica de la familia mejoró ostensiblemente. La ayuda económica de mi papá hizo impulsar a El Limonar y empezó a ser una finca autosostenible. Pero, según la abuela, no había felicidad completa. A la par, el tercero de los hermanos decidió dejar la finca e irse a buscar fortuna a los Llanos, la mayor de las mujeres se casó y se fue a vivir a Bogotá, situación con la que la abuela no estaba de acuerdo, pues ella quería poder tener el control de todos sus hijos. El grado de molestia fue tal, que amenazó al tío con sacarlo de la herencia y a la tía con no asistir al matrimonio y nunca jamás volverle a hablar. Mi papá tuvo que interceder por las decisiones de sus dos hermanos y al final pudo convencer a la abuela que cada quien era dueño de su destino y podía tomar las decisiones que quisieran. Ella aceptó a regañadientes.
A mi papá le empezó a rondar la idea de que el pueblo tuviera un colegio donde los graduados escolares pudieran hacer la secundaria sin tener que salir a otros pueblos vecinos a estudiar, y menos a que sus familias tuvieran que costear un internado, que para la época era un lujo que pocos podían darle a sus hijos. Comentó la idea con algunas personas influyentes del pueblo quienes no estaban muy convencidos, ya que los trámites eran muchos y ni siquiera había terreno para empezar dicha construcción.
Una tarde de sábado, que mi papá tuvo que ir a comprar unos medicamentos para vacunar las vacas, infortunadamente se encontró con Heliodoro, a quien no veía desde hacía tres años atrás. El saludo fue cordial pero cortante.
─Octavio, usted por qué se cambió de carrera, ¿es que es bruto? Pasarse de ser médico a ser profesor, en qué cabeza cabe.
─Pues en la mía, papá, o ya se le olvidó que usted nos abandonó, que la finca necesita entrada de dinero fija. Tuve que ponerme a trabajar inmediatamente acabé la universidad para ayudar a mi mamá y a mis hermanos. Y si usted cree que educar jóvenes para ser mejores personas es un fiasco, le cuento que con la ayuda de la gente voy a lograr que el pueblo tenga un colegio.
—Eso no va a ser fácil, se necesita mucha plata para lograrlo.
─Yo veré qué hago y como usted piensa de esa forma, pues mejor no volvamos a hablar. —Heliodoro no tuvo más alternativa que agachar la cabeza y pedir perdón, no sin antes entregarle una suma considerable de dinero para lo que pudiera necesitar.
Mi papá llegó ese día al Limonar más empecinado que nunca, con la meta fija en su cabeza de que, como fuera, el pueblo iba a tener su propio colegio. No iba a ser fácil, pero tampoco imposible.
─Mamá, quiero que el pueblo tenga su propio colegio, mis hermanas están creciendo y ellas necesitan cursar el bachillerato, lo ideal sería que fuera acá.
—Es una idea algo descabellada, usted no tiene tiempo, es muy difícil que lo pueda lograr.
A pesar de la negatividad de la abuela, mi papá perseveró. Primero tuvo que lograr que la población sintiera que la idea del colegio era un beneficio general, que entendieran que iba a ser un trabajo en equipo, así el compromiso sería mayor y a pesar de las trabas que surgieron.
Persistieron y lo lograron. Empezó a organizar comités donde involucró gente pudiente y gente del común, donde la lluvia de ideas sobre actividades para recaudar fondos tuvo un espacio significativo; después de leer y releer los aportes de los distintos comités, otro grupo elegía las ideas más sensatas, sobre todo porque para iniciar se necesitaba mucho dinero. Así logró que la mayoría se sintieran comprometidos con la idea de que el pueblo tuviera por fin su colegio.
Iniciaron con un bazar de domingo, aprovecharon ese día, pues campesinos de veredas cercanas mercaban en el pueblo. El cura les ayudó a regar la voz del bazar en las misas de la semana, ofreciendo una alborada, y en esa fecha se dio inicio a un sueño en los que muchos resultaron beneficiados.
Llegó el anhelado día donde la resolución del Ministerio otorgaba al colegio la aprobación de los grados primero a cuarto de bachillerato, pasados dos años de funcionamiento del colegio, se tenía que tramitar el permiso para los grados quinto y sexto. El 8 de septiembre de 1970 el sueño de mi papá y de toda la gente del pueblo se cumplió. El colegio fue inaugurado por el alcalde, el gobernador y cinco altos funcionarios del Ministerio de Educación. Fue una gran fiesta municipal. Mi papá le pidió el favor a la abuelita María y a sus hermanos que pararan las labores de El Limonar y fueran a hacer parte de los invitados de honor de tan anhelado evento. Pobladores de municipios y veredas cercanas acudieron al ágape y vieron como esa cinta amarilla y verde fue cortada con tanto orgullo en medio de la celebración.
Ese fue uno de los días más alegres para la abuela, su hijo, su orgullo, su razón de ser, había logrado con la ayuda de muchos un sacrificado triunfo que había valido la pena de principio a fin. Mi papa divisó a Heliodoro en medio de la multitud apostado en un gran ceibo en la mitad de la plaza, quien con una amplia sonrisa y levantando el sombrero lo saludó.
Para finales del mes de septiembre, le llegó una carta al alcalde del pueblo de parte del Ministerio de Educación donde se le informaba la planta de profesores licenciados, nombrados para trabajar en el colegio, ahí estaba el nombre de mi padre, con un cargo extra al de profesor: el de rector.
Estaba finalizando el año 1973, la abuela María estaba junto con las tías en los preparativos de la Navidad, el colegio ya estaba de vacaciones y aunque mi padre ya se había independizado, vivía en el pueblo. Aprovechaba el descanso para dedicarse a hacer arreglos a El Limonar y para revisar todo lo pertinente a las cuentas de los productos vendidos.
De Heliodoro ya sabían poco, mantenía mucho más tiempo en la compraventa de café y dedicado al préstamo de dinero. De vez en cuando, alguien de la familia se lo encontraba, pero del saludo cordial nadie pasaba. Él continuaba viviendo con Georgina y su hijo en el Molino. Todos los días ese desplazamiento lo hacía a caballo, pues el pueblo estaba distante de la finca. El miércoles 19, mientras Heliodoro retornaba a su casa, en la mitad del camino lo esperaron unos maleantes. Le dispararon dos tiros por la espalda, él cayó de bruces y unos vecinos que venían metros atrás se encontraron con dos encapuchados que huían velozmente. Lo llevaron rápidamente al puesto de salud del pueblo, pero lamentablemente llegó sin signos vitales. Estaba empezando a caer la noche cuando el comandante de la policía llegó a El Limonar en búsqueda de mi padre para informarles la mala noticia.
El abuelo fue velado en la casa de mi papá. Fue un día largo para la abuela, había dolor por la partida intempestiva. Era algo que no se podía negar, los recuerdos buenos se atropellaron en su mente, fue el único hombre de su vida, el que la llevó al altar y con el que tuvo ocho hijos. Negar que hubo momentos hermosos era como ponerle un dedo al sol. Sentada en la sala donde lo velaban al lado de sus hijos, se despidió del marido y del padre, no se separó del féretro hasta que fue enterrado el 21 de diciembre de 1973.
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