Por Andrés Felipe Giraldo L.
Han pasado ocho meses desde que se posesionaron Gustavo Petro y Francia Márquez en los cargos de Presidente y Vicepresidente como el primer gobierno de izquierda en los poco más de 200 años de vida republicana de Colombia. Dirán que hubo otros, como el de Alfonso López Pumarejo en los años treinta, sin embargo, en esa época los liberales solo recuperaron al gobierno de la hegemonía conservadora para equilibrar la repartija desde el Estado para los suyos, con sofismas como la reforma agraria, que repartió millares de hectáreas de tierras entre los amigos de trapo rojo de los López. Pero esa es otra historia.
Sin duda, la expectativa que ha generado el actual gobierno es mayúscula. Para los opositores, porque esperan casi que con deseo que el país sea tan inviable que la izquierda jamás regrese al poder, y para los partidarios, porque esperan que de verdad se sientan los cambios que pide el país a gritos desde hace décadas.
Parece que unos y otros, de una u otra forma, se han sentido defraudados. Pero, paradójicamente, esta sensación de frustración tranquiliza. Me explico: Los acérrimos opositores, odiadores de Petro, se la pasan buscando entre los menús de los restaurantes síntomas del encarecimiento de los productos de la canasta familiar para gritar que el pollo es impagable, que el dólar está por las nubes o que el precio de la gasolina ha rebasado todos los límites de lo admisible. Nada que no haya pasado antes, pero ahora, para ellos, es trágico. Es inevitable percibir la cara de decepción de la derecha porque todavía encuentran papel higiénico en los supermercados o porque no tienen que hacer filas de cuadras para llegar a las cajas de los almacenes de cadena, después de todo lo que se esforzaron para convencernos de que Colombia sería como Venezuela. Colombia no se ha convertido en Venezuela y lejos está de serlo. Si bien los profetas del caos se la pasan anunciando que las empresas extranjeras se van en desbandada y que las nacionales quiebran (algo habitual mientras otras empresas siguen llegando y naciendo), los índices económicos no han sufrido mayores alteraciones que indiquen que el país va peor de lo que ya iba con los gobiernos de derecha. Es decir, más allá de los escándalos ridículos en redes sociales de alguien que va a Kokoriko y encuentra el pollo caro, como siempre, los índices económicos no presentan mayores cambios.
De otra parte, los seguidores de Petro y su gobierno tampoco han visto mayores cambios. Las reformas siguen recorriendo los complejos pasillos del trámite legislativo en medio de difíciles negociaciones con los partidos que se han declarado de gobierno, pero que en realidad solo son máquinas de chantaje y extorsión política como los liberales, los conservadores o la U. Y del pantano parece que no van a salir pronto, porque en cada paso la presión de estos partidos se endurece para cambiar votos en el Congreso por puestos en el Ejecutivo y partidas presupuestales. Son de manual, y el gobierno no tiene más opción que ceder si quiere mantener la gobernabilidad, porque sus bancadas en el Congreso son insuficientes y gran parte de los representantes y senadores elegidos son bisoños, inexpertos y desconocen completamente las funciones de su cargo.
Además, decepciona el manejo de los puestos diplomáticos por parte de este gobierno, nombrando por gratitud o para pagar favores políticos a personas sin requisitos que no tienen mayor formación para el ejercicio de esos cargos, mientras los funcionarios de carrera siguen relegados en puestos secundarios. En el manejo de la burocracia internacional poco o nada ha cambiado en comparación con los antecesores, lo que provoca un desazón inocultable y la sensación inevitable que estamos en más de lo mismo.
La violencia no cede y, por el contrario, en algunas partes del país se recrudece, mientras se alimenta la expectativa de un diálogo plural de lo que se ha llamado “la paz total”, un esfuerzo utópico que pretende convocar a los diferentes actores del conflicto en Colombia para lograr un apaciguamiento paulatino de los focos agresivos que siguen pujando por el control territorial de los cultivos ilícitos y las rutas del narcotráfico, bajo el manto de las luchas ideológicas que quedaron relegadas en un pasado muy lejano. El Comisionado para la Paz, Danilo Rueda, es un personaje oscuro e ineficiente que no convoca y que no genera ninguna credibilidad para la titánica tarea que le ha sido encomendada. El propósito de la paz total es loable y además necesario, la política de sometimiento a la justicia definida para este proceso y la implementación de lo acordado en La Habana sobre la justicia transicional con las FARC, son herramientas imprescindibles para dar pasos en la dirección correcta en este propósito. Sin embargo, sin atacar las causas estructurales de la violencia en Colombia, como una profunda reforma agraria que dé tierra a los campesinos para que no dependan de los grupos armados y de los grandes latifundistas para garantizar su supervivencia, una política contundente y convincente para que la comunidad internacional acepte la legalización, control y regulación de las drogas ilícitas para desestimular el mercado y la diversificación de cultivos para generar riqueza en el campo, cualquier política de paz será insuficiente y pasajera. El camino de la paz es muy empinado para un país que ha optado por la violencia como una forma de vida, la gestión del conflicto se complica porque la lucha no es ideológica sino económica y porque el Estado y sus políticas sociales siguen estando ausentes en gran parte del país.
La reforma a la salud avanza lento y se convirtió en moneda de cambio para los partidos del chantaje. Es claro que el sistema actual es perfectible y que desde que el paciente se convirtió en un cliente se desnaturalizó la humanización de salud en Colombia. Hacer del sistema algo sostenible y a la vez humano es un reto difícil. Además, hay que considerar que los grandes empresarios que están detrás del negocio de la salud no van a ceder fácilmente ante un mercado en donde las EPS contratan servicios que no pagan a los prestadores del servicio o que no autorizan a los pacientes-clientes, mientras las arcas de la salud se desangran, las EPS son intervenidas por el Estado una y otra vez, y los prestadores se quedan con acreencias que no se pagan porque no hay quién las haga pagar. Son muchas las concesiones que se van a tener que hacer para que pase esta reforma y es muy posible que al final no llegue a más que a cambios cosméticos.
No pretendo hacer un inventario de todos los sectores que abarca el Plan Nacional de Desarrollo, aún en trámite en el Congreso, pero sí quiero mostrar cómo el panorama del actual gobierno muestra una combinación de buena voluntad de muchos funcionarios serios y diligentes, la réplica de los mismos vicios de la política tradicional que decepciona y una oposición hinchando para que este mandato colapse, algunos de una manera franca y destructiva, como la derecha radical y otros con disfraces de buenos deseos, como el llamado “centro” político, que ni propone, ni hace, ni tiene vocación de gobierno.
Para resumir, el actual gobierno está en proceso de evolución y debe dar resultados pronto, para no acrecentar el escepticismo propio y el deseo de fracaso de la oposición, que tiene de todo menos de inteligente. Es difícil apaciguar el descontento cuando la corrupción salpica a la propia familia del Presidente, cuando los congresistas que llegaron en paracaídas como Susana Boreal o Agmeth Escaf muestran una total incapacidad para legislar y cuando en entidades como el Ministerio del Deporte estallan vergonzosos escándalos de corrupción que no tienen la menor justificación.
Sin embargo, tranquiliza saber que la política económica sigue en cabeza de un tipo capaz y conocedor como José Antonio Ocampo, que los organismos internacionales y multilaterales siguen viendo las reformas con beneplácito y que las Fuerzas Militares han demostrado, que si bien tienen miembros radicalizados, en términos generales responden a los principios de subordinación y no deliberación que manda la Constitución Nacional y no han mostrado el menor interés o alguna intención de ser un factor de desestabilización.
En conclusión, no hay grandes cambios, ni para bien, ni para mal. Pero alivia saber que la institucionalidad soporta los infundados temores de la oposición conspiranóica que teje teorías absurdas sobre la perpetuación de Petro en el poder, que tampoco da el menor indicio de tener ese propósito. La división de poderes se mantiene, con el agravante de que la Fiscalía y la Procuraduría se han convertido en punta de lanza de la persecución institucional desde la oposición, y el legislativo, como siempre, es insaciable en cuanto a su apetito burocrático y presupuestal. Y ni hablar de los medios de comunicación tradicionales del establecimiento y los de “centro”, que se han encargado de empañar la gestión gubernamental a punta de tremendismo, amarillismo y desinformación.
No es fácil revertir la inercia de 200 años de gobiernos plutocráticos del establecimiento tradicional. Es claro que sin acuerdos y transacciones indeseables las reformas serán imposibles. Pero el gobierno debe agenciar lo que puede agenciar: No puede seguir usando el servicio diplomático como caja menor del pago de favores políticos ni debe cohonestar la corrupción de sus legisladores. Se entiende que trasegar el camino político de las reformas sin tranzar es imposible, pero no se puede concebir la corrupción como una práctica natural de un gobierno que ha enarbolado la bandera contra la corrupción como un estandarte. Ha pasado poco tiempo para lograr grandes reformas, es verdad. Muchas de ellas seguramente se quedarán en el camino y otras apenas verán la luz. Pero lo importante es que este gobierno sea lo suficientemente consistente para que la izquierda siga teniendo vocación de poder, con la inmensa angustia de no vislumbrar liderazgos sólidos mirando hacia el futuro cercano.
La responsabilidad del gobierno del cambio es inmensa y no se puede quedar en mera retórica. Es hora de empezar a ver resultados concretos que se puedan medir en bienestar, satisfacción, mejores servicios para todos los colombianos y por supuesto, más tranquilidad y paz para poder vivir en un país que ha pertenecido históricamente a unos pocos. La tarea no es fácil, pero era aún más difícil ganar en las urnas después de haber sido aniquilados física, moral y electoralmente durante décadas por la mano larga y oscura del establecimiento que arrasó a todo un partido y mató a varios candidatos presidenciales.
Señores de la izquierda, ahora que tienen la oportunidad de gobernar, háganlo lo mejor posible, por el bien no solo de la propia izquierda, sino de la democracia en general. Yo aún tengo fe. Pero no soy iluso. Hay que avanzar más y mejor. El tiempo apremia y los buitres del establecimiento están volando en círculo.
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