Por: Ángela Ávila
Alguien alguna vez me preguntó si yo tenía una persona famosa a la cuál admirara. Recuerdo que me tomó un momento pensarlo. Transcurrió un minuto hasta que dije que la persona que yo más admiraba en este mundo era mi padre. Confieso que me lo preguntaron meses posteriores a la muerte del ‘Gordito’, así era como yo le decía de cariño. Puedo decir, honestamente, que la nostalgia me embriagaba y que aprovechaba cada momento para hacerle un poquito de honor a lo mucho que fue para mí. Pero si hoy me lo preguntaran de nuevo, volvería a responder lo mismo.
La ironía de la vida es hoy sentirse incompleto con lo que antes se sentía seguro. Porque así es esta existencia. Recuerdo en plena madrugada del 16 de septiembre del ya no tan cercano 2015. Aunque la memoria me lleva a una noche común y corriente de descanso, aún tengo las imágenes vívidas de un sueño de esa noche. Un sueño, que aunque extraño, me hacía sentir cómoda en la familiaridad de estar en algún lugar con mi papá. Y ese es el último recuerdo que tengo de mi padre con vida. ¿Será que puedo decir que estaba vivo en mi sueño?
Y es que los sueños vívidos nos generan una sensación de realismo, que sólo se puede comparar con la realidad misma. Por eso son tan confusos, muchas veces ilógicos, pero casi siempre son los que más recordamos una vez nos encontramos despiertos. Y así fue mi sueño: me encontraba en un pasillo con una luz similar a la de un hospital. No veía absolutamente nada diferente a una camilla y sobre esta, él, mi papá con su pijama color azul, ubicado en infaltable posición entrelazando los dedos de sus dos manos, reposando, con un ánimo de espera.
Así inicié mi sueño. Concluyo que mi inconsciente reflejaba nuestro día a día de esos últimos seis meses juntos. Empezaron en la primera semana de abril, cuando los médicos nos avisaron que mi papá se encontraba enfermo y no sabían la razón exacta de su malestar. Más adelante, entenderíamos que la rareza de su enfermedad se debía a un agresivo pero común cáncer de páncreas. Con la experiencia previa con mi madre, yo sabía de primera mano que el éxito de cualquier tratamiento dependía fervientemente de su detección temprana. Pero sin importarnos lo avanzado, empezamos con el desfile entre médicos con esa ilusión de volver a la normalidad, que siempre nos acompañó hasta el momento en que la realidad nos golpeó y se hizo insostenible.
Entonces yo me encontraba con él, en ese pasillo de apariencia hospitalaria, a su lado, como siempre lo estuve durante su enfermedad. Y con esa imagen de lo que recuerdo, se me viene a la mente un pensamiento. Siempre nos compadecemos de la persona que vive la enfermedad. Y con esto no quiero desestimar, ni mucho menos, a quien realmente la sufre en carne propia. Pero ¿cuándo nos ponemos a pensar en el que dedica gran parte de su vida, salud y ánimo al acompañamiento del enfermo? Y es que ese fue mi rol, el de una hija cuidadora que postergó su vida durante seis meses, en un sacrificio de amor por su padre.
Sin saber cuánto tiempo estuvimos en ese pasillo, fue allí donde mi padre y yo empezamos a mirar un punto hacia la lejanía. No sé exactamente qué había en aquel punto, no lo recuerdo. Es más, creo que la María Ángela consciente no lo visualizó, solamente la María Ángela del sueño lo pudo ver, y hasta quizás entender. Ahí estábamos con él, mirando hacia ese extraño lugar. Fue entonces cuando el ‘Gordito’ empezó a hablarme a su manera.
Y es que su manera de hablarme nacía de un momento que lo marcó para siempre. Mi madre falleció cuando yo apenas llegaba a los diez años y mi hermana a los dieciocho. Él se convirtió en mamá y papá al mismo tiempo, aunque eso sí, nunca pudo heredar el típico calor maternal. Y aunque era imposible sacarle un “te amo” de la boca, lo recuerdo intentando peinarme para mis obras de teatro o ayudándome a escoger la ropa para los bailes del colegio. Si yo pudiera catalogarlo, no lo haría precisamente en la línea de los padres amorosos. Siempre fue un hombre de pocas palabras, introvertido y rozaba la línea de la tosquedad con las nuevas caras que conocía. Pero él nos demostraba su amor a su manera.
Entonces, él me hablaba durante el sueño mientras miraba ese punto lejano. “Ángela, tiene que comer mejor y no tanta chatarra” o su frase favorita: “Ángela, póngase un saco para salir”; o mi favorita, y a la vez la más difícil por cumplir: “Ángela, tiene que tenerle paciencia a ‘La Mona’”. Y es que mi hermana y yo tenemos una relación que ha mejorado con los años, pero hemos tenido puntos de conflicto casi sin retorno. Siempre hemos encontrado la manera de aguantarnos, querernos y estar en contacto. Y como cualquier padre, siempre quiso que sus hijas se llevaran bien.
Muchos de los puntos de inflexión con mi hermana ocurrieron durante la enfermedad de él. Inevitablemente, el enfermo pierde su privacidad y eso era algo que yo no podía soportar. Son los cercanos los que empiezan, para bien o para mal, a inmiscuirse en cosas tan íntimas e intrínsecas de la individualidad del ser. Ya no te puedes bañar solo, vigilan cada paso que das y empiezas a escuchar un vaivén de consejos de personas que muchas veces ni quieres escuchar. Las personas opinan sobre lo que te conviene o no, sobre lo que debes hacer y se permiten opinar hasta sobre lo que debes sentir. En fin, el enfermo se encuentra a merced de su exterior y de los que lo rodean. Sin embargo, y esperando que algún día mi padre me lo confirme, yo siempre procuré seguir hablándole como usualmente lo hacíamos, darle la mayor independencia posible, y eso incluía el ser cómplice de él y de sus amores.
Debo contar que cuando mi madre falleció, mi padre quedó solo a sus cuarenta y tantos años. Apenas en la edad madura que es apetecida por muchas mujeres. Aunque tengo que ser honesta, el matrimonio y su compromiso con mi mamá, nunca fueron un impedimento para ser el don Juan que toda la vida fue. No es que me enorgullezca, ni más faltaba, soy consciente de que mi padre era un excelente papá, pero Dios me libre de encontrarme con un hombre como él en esta vida.
Entonces, durante su enfermedad vivimos momentos tan jocosos, con ciertos tintes de comedia en medio del drama del momento, que permiten dibujar un tanto más lo que fue ese hombre en esta vida. Como esa vez que recibimos un arreglo frutal, de esos que la gente acostumbra a regalar a los enfermos. El arreglo venía sin firma, pero el mensajero comentó que lo enviaba una mujer especial. Yo, sin pensarlo, lo recibí y lo subí inmediatamente al cuarto de él, donde se encontraba reposando su enfermedad acompañado de la visita: la novia. Pensando, genuinamente, que el arreglo lo había enviado ella, me permití tomar la vocería para agradecerle, al tiempo que mi papá me miraba con esa misma mirada de complicidad que compartimos cuando nos hablábamos con solamente los ojos.
O cómo no recordar ese ocurrente momento cuando me disponía a hacer la fila de visitas para ingresar a la UCI. Recuerdo que el número de visitas por paciente era de una persona y solamente durante un horario específico al día. Me acuerdo cuando estaba en la fila con mi hermana y la novia de él, decidiendo quién de nosotras ingresaría primero para el saludo matutino al ‘Gordito’. Nunca olvidaré ese momento cuando llegamos a la cabecera de la fila y nosotras preparadas para nombrar al unísono a la primera de nosotras que ingresaría, el enfermero del piso nos anunció que la esposa se encontraba adentro, por lo tanto, debíamos esperar que se liberará el espacio y una vez saliera la “esposa”, podríamos ingresar. Ni en mis momentos más adolescentes recuerdo hacerle tanto el cuarto a mis amigos, como me tocó con mi padre.
Ahora, cualquier padre o madre que diga que no tiene un hijo favorito, puede fácilmente llenar la fila de las mayores mentiras del universo. Y esos éramos mi padre y yo, afines desde siempre, compatibles y, por qué no decirlo, un poco compinches.
Entonces yo estaba en ese sueño, alternando la mirada entre ese punto desconocido y asintiendo con la cabeza ante cada una de las frases que él decía. Es un recuerdo muy vívido cuando revivo lo sucedido esa noche. Es una especie de sensación que tengo que decir que me sucedía a menudo con él en vida y que recuerdo sentir mientras soñaba. Siempre que mi padre entonaba cada una de sus típicas frases, yo asentía con la cabeza sin darle importancia muchas veces a lo que cada una de esas palabras significaba. Hoy, ocho años después de su muerte, es increíble la fuerza que toma cada uno de sus consejos.
Lentamente, un timbre de llamada me sacó del sueño. Una vez consciente de que el sonido no era una invención de mi cabeza, me levanté de la cama estrepitosamente hacia la mesa del televisor. Mi celular se encontraba conectado cargando sobre la mesa. No alcancé a ver quién me estaba llamando, pero sin pensarlo contesté y murmuré un saludo casi imperceptible. Era la voz de la enfermera de mi papá anunciando lo que yo temía. Me dijo que mi papá no se encontraba bien y que había decidido llamar a una ambulancia.
Los siguientes momentos han tomado claridad con el tiempo. Colgué y me dirigí a la sala. En ese momento yo vivía en un apartamento pequeño en Bogotá. La sala se encontraba vacía. Las únicas adquisiciones que tenía en ese apartamento de soltería eran una cama, un televisor y un par de ollas para un tinto. Recuerdo que al estar en sala, empecé a caminar en círculos intentando reconstruir lo que acababa de soñar al tiempo que comenzaba a darle cierta lógica a la llamada que acababa de recibir. Vi la hora y me di cuenta de que eran casi las cuatro de la mañana. Mi novio, que se encontraba conmigo esa noche, fue quien intervino y terminó con mi frenético caminar alrededor del espacio, tomándome con los brazos. Junté el recuerdo de mi sueño con la llamada y lo único que pude decir en voz alta fue: él se está despidiendo. Y sin poder evitarlo, rompí en llanto. Un llanto que aún me acompaña hoy, cada vez que hago remembranza de este recuerdo.
Me tomó veinte minutos alistarme y salir corriendo hacia un terminal de transportes. Mi papá estaba en Tunja. Fue su ciudad natal y nunca quiso vivir en alguna ciudad diferente. Inclusive durante su enfermedad le rogué que viviera conmigo en Bogotá. En menos de una hora, yo me encontraba en camino. El trayecto de Bogotá hacia la capital boyacense es relativamente corto, de alrededor de dos horas. Sin embargo, lo sentí mucho más largo de lo normal. La ansiedad de poder llegar, encontrarlo con vida y poder despedirme de él, carcomía todo mi ser. Inexplicable la sensación de saber que un ser amado está próximo a la muerte.
Una vez me encontré en mi ciudad natal, decidí tomar un taxi directo a la clínica en donde me habían comunicado que mi papá se encontraba. Algo de lo que no caí en cuenta era que había viajado sin un peso en mi bolsillo. En la madrugada, con afán, mi novio había pagado el tiquete del bus y yo solamente subí en él sin pensar en el siguiente paso. Quizás porque la llegada a Tunja siempre venía acompañada de la hospitalidad del ‘Gordito’. El ‘hotel mamá’ para mí fue el ‘hotel papá’. Él siempre procuró recogernos a nuestra llegada a la ciudad. Siempre fue una especie de chofer que nos llevaba a todas partes, siempre lo hacía con mucho cariño. Ese fue el primer momento en que caí en cuenta que las cosas nunca volverían a ser igual.
Mientras estaba en el taxi, decidí empezar a contar todas las monedas que me acompañaban. Ante mi frustración al ver que el dinero no me alcanzaba ni para la mitad del trayecto, rompí a llorar en silencio. No hay mayor tristeza para mí que llorar a escondidas. Entonces los sentimientos se me juntaron y se hizo imposible ocultarlo al señor taxista. Me preguntó qué tenía y tuve que confesarle que me dirigía a despedirme de mi padre que se encontraba respirando sus últimos alientos, y que en el afán de poder llegar a verlo no tenía un solo peso para pagarle. Sin decir una palabra, inmediatamente el señor taxista empezó a acelerar a lo máximo que daba ese carro, intentando esquivar cuanto obstáculo se le presentaba por el camino y con solo un objetivo en su mente: llegar rápido a donde ‘El Gordito’.
Al llegar a la clínica, procedí a darle mis pocas monedas al señor y él las recibió sin reclamo alguno. Cuando me estaba bajando del carro, el señor taxista me deseó la mejor de las suertes, me dio una bendición. Sin más, yo le agradecí y me bajé del carro. Hasta hoy recuerdo perfectamente su cara; esté donde esté, le envío los mismos deseos multiplicados por lo equivalente a su empatía.
Entré corriendo a la sala de urgencias de la clínica, preguntando por mi padre. Usualmente hay que esperar para que el encargado apruebe el ingreso, sin embargo, me dejaron ingresar sin mayor objeción, más adelante sabría el porqué. Entré y me dirigí a un cuarto a mano derecha, en donde lo pude ver. Ahí estaba ‘El Gordito’ en la misma camilla del sueño, pero esta vez, no tenía su pijama azul. Entré, vi a varios familiares y a él en la mitad del cuarto. Me dirigí hacia él con precaución y sin saludar a los que me rodeaban. Me acerqué a y lo único que pude pronunciar fue el aviso de mi llegada. Y ‘El Gordito’ no me respondió de vuelta.
Mi padre siempre fue una persona inquieta en la búsqueda de conocimiento. De él heredé su gusto por la lectura, su inclinación política, su visión crítica de la vida, de la sociedad. Fue curioso cuando del estudio de las religiones se trataba. Pasó por un sinnúmero de doctrinas en búsqueda de su propia espiritualidad. Alguna vez nos enteramos de que él, con 18 años por allá en el año 1.972, le escribió un telegrama a un grupo de rosacruces de Nueva York desde la lejana Tunja, con el fin de aprender sobre su manera de ver la vida. Les tomó meses responder. Era un ávido por el conocimiento y la exploración de las letras.
Yo creo que gran parte de ese camino en la intelectualidad, acompañado de la búsqueda de un significado espiritual en esta mundana vida, le proveería de una tranquilidad que, lastimosamente, no heredé. A pesar de que le había avisado a él que ya estaba junto a su lado, sin respuesta alguna, yo sabía que esa tranquilidad estaba con él, sin saber en dónde. Y era extraño. Me sentía en calma con el hecho de saber que él lo estaba, así eso significara no volver a escuchar su voz. Increíble las contradicciones que el amor nos puede hacer sentir. Quizás solamente el amor verdadero nos haga anteponer a una persona antes que a nosotros mismos.
Eran alrededor de las nueve de la mañana y caí en cuenta de que había viajado sin siquiera un pan en el estómago. Entonces, en compañía de un familiar, decidimos ir a comer algo a la cafetería de enfrente de la clínica. Uno de esos lugares repletos de personas que se encuentran visitando enfermos, de esos que parecen ser la antesala a las funerarias. Horribles esos lugares. Estando en esa cafetería, y sin saber cuánto tiempo pasó, recibí una llamada de mi hermana. Contesté y lo único que logró decirme fue: “Ángela, se está yendo, venga”. Lo siguiente que recuerdo, vagamente, es estar corriendo hacía donde estaba él mientras colgaba la llamada. Entré a la clínica lo más rápido que pude, nuevamente sin reparo por parte de la vigilancia y los enfermeros. Y pude comprender por qué estaban dejando ingresar a verlo sin necesidad de anunciarse. Aprendí que la muerte despierta la empatía y eso era lo que realmente estaba pasando. Mi papá se estaba muriendo.
Cualquiera diría que desde la llamada en la madrugada yo debería haber leído entre líneas que ese iba a ser el último día de él. Pero no es tan fácil. Comprender que la persona más importante de la vida de uno algún día no estará, es algo con lo que no se nace aprendido. Se aprende a trancazos. Entonces entré a su habitación. Lo primero que noté fue ese sonido de las máquinas de signos vitales. Se escuchaba ese pitido típico que sale en las películas. Con el tiempo entendí que, prácticamente, desde que llegué ese día él ya no estaba, pero solo hasta ese momento lo comprendí. Fue cuando me acerqué a él, lo tomé de la mano y lloré.
Le tomó unos cuantos segundos dejar su humanidad. No creo que hayan llegado a ser minutos. Yo seguía sosteniendo su mano a medida que lentamente la vida se escapaba de su ser. Recuerdo verlo en ese preciso instante. La vida seguía con su ironía. Yo, sosteniendo su mano sin fuerza, intentando devolverle la fortaleza que él siempre me transmitía a cada momento. Esta vez, yo sosteniendo su mano, de la misma manera que él lo hizo con la mía tantas veces. Hasta que su último aliento abandonó su cuerpo.
Lo que siguió después de su muerte fue el sinfín de las diligencias. Legalización de su defunción, las vueltas con la funeraria. La tramitología, que bien o mal, te distrae de la realidad, pero de vez en cuando, los recuerdos te aterrizan en picada en ella. Pero no todos los recuerdos son tristes. Aun después de su muerte, las situaciones jocosas nos seguían persiguiendo. Una vez estando en el funeral, tuvimos que presenciar los reclamos de uno que otro de sus amores cuando se encontraban inevitablemente entre ellas. No podía creer que incluso después de su muerte yo seguía siendo cómplice de sus inigualables historias.
Los días siguieron transcurriendo con algo semejante a la normalidad. Sintiéndose muy extraño. Las personas más cercanas siempre aconsejan que es importante volver a la vida lo más pronto posible. Y es que cuando se tiene un familiar enfermo es como si la vida se pausara. Todo se vuelca a esa persona. Y cuando esa persona ya no está, volverse a subir al ruedo de la vida cuesta.
Y parte de volver a la vida, fue poner en orden la herencia. Nosotras por poco no sobrevivimos a ella. Pero aquí estamos hoy, hablándonos casi que a diario y reconociéndonos como nuestra propia y única familia que nos queda. Tal y como ‘El Gordito’ lo quería cuando me decía: “Téngale paciencia a ‘La Mona”‘. Y es que, en ese proceso, revolvimos lo más profundo de él y pudimos darnos cuenta de lo solitario que estaba a pesar de sus incontables amores. Como hijos siempre esperamos que nuestros padres sean nuestro soporte, compañía e incondicionalidad. Pero como hijos, ¿cuántas veces nos preguntamos si nuestros padres se sienten comprendidos y acompañados por nosotros? Yo nunca me lo pregunté. Siempre lo vi tan invencible que ni siquiera me lo imaginé. Pero al escarbar en los rincones del ausente, pude descubrir la faceta que usualmente los papás esconden. La del humano.
Profundizando en su vida íntima, me di cuenta de que él era un hombre que se sentía solo. Me di cuenta de que no tenía con quién expresarse. Siempre le costó transmitir lo que sentía y supongo que, al estar viudo y encargado de dos niñas, decidió tragarse su humanidad y sacar a relucir su cascarón de fortaleza. Y esa realidad me golpeó. Seguramente porque la muerte no viene sola. Viene en un paquete de dolor, remordimiento y arrepentimientos.
Su último año lo vivió solo en Tunja. Nos enteramos de que sufrió de problemas financieros. Alguna vez recibió una demanda que nunca dimensionamos lo impactante que fue para él. Descubrimos que a partir de eso sufrió de gastritis porque encontramos un par de frascos de Mylanta. Poco a poco, descubrimos lo solo que se sentía. Empecé a sentir que nuestra complicidad no fue suficiente o que quizás ni siquiera había existido. Me sentí en deuda con él. No hay nada más horrible que deberle a un ausente. Hay quienes dicen que el sentimiento de desamor es el peor que se puede sentir en la vida. Yo les respondo que no hay peor sensación que sentirse en deuda con el que ya no está. Fue un momento de mucha oscuridad que tuve que enfrentar. Entonces, casi que de inmediato, empecé a soñar con él.
Recuerdo un día en que me sentía embargada por el duelo, casi que en desespero con mi nueva realidad sin él. Lloré. Lloré hasta que me quedé dormida. En seguida estaba en un túnel, similar a los túneles que conectan las estaciones del metro bajo tierra. Recuerdo estar caminando, a paso rápido, detrás de alguien que simulaba una juventud inigualable. Era un hombre de contextura delgada y con un envidiable afro. Ese hombre llevaba un maletín en su mano derecha. Yo seguía caminando detrás de él a paso afanado, porque sus grandes zancadas dificultaban mi ritmo y me hacían casi que correr para poder alcanzarlo. Hasta que decidió girarse sobre sí. Era ‘El Gordito’.
Y es que no siempre fue gordito. En los álbumes de fotografías que popularmente se tienen en las casas colombianas recuerdo que había una, en específico. Estaban todos mis tíos en la entrada de la casa de mis abuelos paternos. Todos lucían con las típicas vestimentas de los setentas, pantalones bota ancha, camisas cuello tortuga con manga larga y un infaltable afro. Ahí estaba mi papá con un cigarrillo en la mano, posando para esa foto que alcanzaría la posteridad. No era gordito. Era bastante delgado. Y así lo recuerdo en mi sueño.
Entonces él se giró y me miró. Con cara de preocupación y paternidad, recuerdo que inició diciéndome: perdón por dejarlas solas. Frenó y me dio un papel. Me volvió a pedir perdón y siguió caminando, sin antes decirme que, por favor, le dijera lo mismo a mi hermana. Recuerdo que me dijo que el papel era para las dos, siguiendo el método de comunicación que usábamos entre mi hermana y yo, cada vez que peleábamos. Y es que precisamente ese sueño llegó en un difícil momento entre las dos.
Cada vez que nos peleábamos con mi hermana, la que tomara la iniciativa le escribía una carta a mano a la otra. Sin importar la que hubiera tenido la culpa. La remitente le dejaba una carta en la habitación de la otra, de manera sigilosa, sin que nadie se diera cuenta, pero en un lugar lo suficientemente visible para que no fuera inadvertida para la destinataria. Recuerdo que en esas cartas siempre nos pedíamos perdón por las bobadas que siempre acompañan a las peleas de cualquier par de hermanos. Inmediatamente la destinataria respondía con otra carta aceptando las disculpas. No recuerdo ninguna carta en que no nos hubiéramos perdonado. Quizás por esa razón, mi padre decidió que era la mejor manera de pedirnos perdón.
Muchas veces las personas piden perdón, pero no por el daño que hacen, a veces es porque ellas mismas lo necesitan. Creo que ese era el caso de él. Yo no necesitaba perdonarlo. Yo quería volver a tenerlo en vida y a él no le correspondía pedir perdón por eso. Quizás su petición era por eso. Era imposible no dejarnos solas y él sabía que no necesitábamos perdonarlo por eso. Pero él no se lo podía perdonar. O eso concluí yo.
Siguió caminando cada vez más rápido por ese túnel. Apenas lo podía alcanzar, sin embargo, fue inevitable no asombrarme con su juventud. Se veía vital. No recuerdo qué decía la carta. Hago un esfuerzo por intentar recordar lo que decía, pero definitivamente lo olvidé. Y como con el primer sueño en que no comprendí hacia donde miraba, en este sueño no sabía hacia donde caminábamos. Pero cada vez era más rápido. Esta vez, mi sueño no se vio interrumpido por una llamada, simplemente me desperté.
Los minutos posteriores a mi intento de procesar el sueño, no supe cuántos fueron, pero comprendí sin dificultad lo que pretendía ‘El Gordito’. Necesitaba hablar con mi hermana. Decidí llamarla, a pesar de las diferencias que vivíamos en ese entonces. Le conté sobre el sueño, el mensaje de perdón y el papel que ‘El Gordito’ me había dado. Lloramos las dos con la historia. Quisimos pensar que él se tomó el tiempo de hacernos una carta para las dos. Él no quería pedir perdón, él quería reunirnos a las dos una vez más, antes de su partida hacia ese punto que él estaba mirando durante mi primer sueño, o hacia ese final del túnel por el que caminamos durante el segundo.
Hoy, en retrospectiva, es imposible no recoger esta historia y reflexionar sobre lo que fue mi vida con él. Increíble la comodidad con la que nacemos los humanos cuando nos topamos con una buena persona en la vida. Siempre tuvo la perfecta palabra en sus labios, los consejos rebosaban de él, cuando se dignaba a musitar algo más que su acostumbrado refunfuñar al hablar. Pero nada como la seguridad que emanaba. Él siempre fue un refugio, a pesar de un día de tristeza. Siempre daban ganas de volver a casa. Mientras mis amigos inventaban una y mil historias para escaparse a un bar, él era el cómplice que me negaba al teléfono cuando yo no quería salir. Yo siempre quería estar bajo ese techo. Y con solo eso, puedo reconocer lo afortunadas que fuimos.
Yo creo que el amor es lo único que puede trascender las barreras de lo conocido. No se trata de creer, ni de querer darle una explicación a algo que seguramente no lo tiene. No estoy segura de si él estuvo realmente en mis sueños, pero creo que la conexión con una persona que no se encuentra dentro de este plano material debe significar algo. Pero de algo sí estoy segura. Yo tuve al mejor padre del mundo.
*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.
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