Por Rocío Mendieta
¿Cuál fue el precio que le pusieron esos hijos de puta a mi cabeza? Era la pregunta que me retumbaba una y otra vez, mientras trataba de escapar de esos matones. Cuando abrí los ojos, estaba inmóvil sentada frente al volante de mi carro, aferrada a él, solo podía ver mis lágrimas corriendo desbordadamente por mis mejillas reflejadas en el espejo retrovisor. Mi rostro estaba irreconocible, nunca lo había visto tan pálido, tal vez lo veía con la lividez propia de la muerte; mis labios estaban tan blancos que no podía ver su figura, estaban secos y los sentía pegados como si alguien los hubiera cocido para que no pudiera hablar. Recuerdo como si fuera ayer que mi corazón estaba a mil, algo dentro de mí decía que en cualquier momento dejaría de latir para siempre. La adrenalina de la persecución había terminado. Tenía un nudo en la garganta, no podía pronunciar una sílaba, pero quería gritarle al mundo que me iban a matar y que necesitaba ayuda.
Salvador apareció entre la penumbra y llegó con su linterna para iluminar mi noche y arrebatarme de las garras de la muerte. Tras escuchar la balacera y el estridente sonido de las llantas de mi carro, él me abrió la puerta del sótano sin importar que su vida corriera peligro y protegió la mía como si fuera suya. Este vigilante, cuyo nombre es Salvador Gamba, tuvo más pelotas que los propios asesinos, quienes no lograron su cometido: matarme a sangre fría. Gracias a ese hombre, un solitario e indiferente sótano de un edificio ubicado al norte de Bogotá fue el refugio que me resguardó y salvó de las balas que un sicario quería propinarme la noche del 22 de mayo de 2010.
***
El barrio el Guamo en la ciudad de Pereira sería el testigo silencioso de uno de los encuentros más impactantes que he tenido en mi carrera periodística. El protagonista, un sicario de tan solo doce años perteneciente al grupo armado Cordillera. Yo esperaba al despiadado asesino sentada en el piso, al frente del rodadero del parque principal. La mañana del 13 de febrero de 2010 estaba particularmente soleada, el cielo despejado, más azul que de costumbre. Escuchaba atentamente los gritos de los niños jugando en la rueda, balanceándose en los columpios y pintando la golosa en el piso, peleando el espacio con los carros que transitaban por ahí y pitaban cada media cuadra.
El contacto del contacto había llegado. Cerca del kiosco de los dulces, había movimientos raros. Carlos, el patrón del niño sicario y Tato, nuestro contacto, acordaron el lugar de encuentro para la entrevista. Desde la distancia yo podía distinguir la menuda figura de un niño que vestía ropa vieja, fumaba desesperadamente un cigarrillo y acomodaba en la pretina de su pantalón, lo que parecía a esa distancia, un arma. Carlos, Tato y el pequeño sicario desaparecieron por un largo rato.
Hacia mí se acercaban lentamente, pero con cara de preocupación, David Beriain y Sergio Caro, reportero y camarógrafo de la Cadena Cuatro de España, para quienes yo estaba produciendo un documental. El programa contaría la triste realidad de Colombia, específicamente, en Pereira y Dosquebradas sobre delincuencia, sicariato y prostitución de niños entre los seis y 18 años. Ellos habían viajado ocho mil kilómetros para hacer periodismo de inmersión y convivir con estas fuertes historias de vida por once días. Por esa época estaba de moda en España la serie de televisión Sin Tetas no hay paraíso; este era el referente que los españoles tenían en su cabeza sobre los colombianos. Por tal motivo, David y Sergio estaban en Colombia, en búsqueda de historias como las de la novela, porque estaban seguros que se enfrentarían a realidades similares.
Una hora después todo estaba arreglado. Tato nos había conducido a su casa, una humilde vivienda de piso de tierra, muros de ladrillo, muebles viejos, una oscura y maloliente habitación subterránea en la que escasamente podíamos respirar. Cinco minutos más tarde entraría, por la puerta principal, Felipe. Sus hermosos y melancólicos ojos verdes tocaron mi alma. Solo me bastó verlos una vez para no olvidarlos y sentir que había algo especial en ese niño, tal vez no un desalmado asesino como me lo había imaginado.
Antes de iniciar la entrevista, Felipe nos pidió que mostráramos su rostro en el documental por si su mamá lo veía, para que ella lo buscara y se enterara sobre la suerte que había corrido durante esos años de abandono. Quería reprocharle el porqué se había convertido en un asesino a sueldo. Cobraba $350.000 por cada víctima, de los cuales dejaba una pequeña porción para su vicio y lo demás se lo entregaba a sus hermanos. Fue impresionante escuchar su desgarrador testimonio de violencia, maltrato por parte de su padrastro y la permisividad de su madre, una joven recicladora llena de hijos de diferentes padres, ex prostituta y adicta a las drogas.
En la mitad del relato no pude contener las lágrimas, mientras David hacía la entrevista yo me derrumbaba a pedazos. Había un silencio incómodo, estábamos llenos de preguntas, pero ninguno se atrevía a hacer ninguna. Este era solo el inicio de lo que encontraríamos en esos días de rodaje.
Al día siguiente, fue el turno de Uber y Lisette, también sicarios, 14 y 17 años. En esa oportunidad, la reunión fue en casa de Lisette quien ya tenía tres muertos en su espalda y nos confesó que se dedicaba a la prostitución, pero prefería ser sicaria que prostituta. Le daba asco que le pagaran por dejarse tocar. Sus confesiones nos dejaron aún más perplejos, al saber que su padre sabía a lo que se dedicaba y estaba escuchando la entrevista en la habitación del lado. Nos separaba de él un metro. En uno de los cortes para cambio de batería de la cámara, Jorge, el papá de Lisette, se acercó a David y le aseguró que a su hija la había perdido hace muchos años atrás. “Ella ya no tiene remedio, todas las noches cuando sale, me quedo pensando en que será la última vez que la vea”.
Esa misma noche la Policía de Pereira y Dosquebradas nos dejó acompañarlos a un exitoso operativo de captura de sicarios. En menos de dos minutos, esa noche arrestaron al más temible de todos, apodado Satanás. Él era un menor infractor que ya había asesinado a más de 50 personas. Estuvimos en su casa, vimos cómo su hijo de un año era usado para esconder droga en el pañal, su esposa tenía un arma de fuego camuflada en la vagina y su madre lloraba desconsoladamente viendo la escena de la captura de su hijo. Yo temblaba solo de ver la cara del presunto asesino. Las múltiples cicatrices en su cuerpo me dejaban ver la historia de violencia que tenía encima a sus 17 años. Me miraba fijamente, con odio.
La noche anterior yo pensaba que lo había visto y escuchado todo, pero no. Ahora era el turno de conversar con algunos jóvenes privados de la libertad, ellos estaban recluidos en el Centro Marceliano Ossa, la correccional para menores infractores. Al entrar al patio central estaban reunidos los sicarios más grandes del reclusorio, tan pronto cerraron la puerta con candado, sentí mucho miedo, yo era la única mujer y finalmente, aunque fueran niños, también eran asesinos y podrían poner mi vida en peligro si así lo quisieran.
Juan Manuel y Carlos eran dos de los más temibles asesinos a su corta edad. El primero que decidió hablar con nosotros en la capilla del Centro fue Juan Manuel, un joven de escasos 14 años, él le había quitado la vida a la hermana de su mamá por robarle algunos pesos. El plan inicial era hacerlo a puñaladas, pero todo se complicó. Él y su cómplice le propinaron tres tiros, uno en el pecho, otro en la nuca y para finalizar en la cabeza. Esa cruel escena me llevaba a pensar qué estaría pasando por la cabeza de Juan para asesinar a su propia tía.
Carlos, un ferviente admirador de Pablo Escobar, fue el segundo asesino que nos contó su historia. Su abuela, mamá y hermanas, eran prostitutas; no tenía la menor idea de quién era su papá. Desde muy chico sentía curiosidad por el dolor, la tortura y la muerte. A él lo buscaban para hacerle encargos de matar a violadores, hacer ajuste de cuentas y hacer “cantar rancheras”, como él mismo le dice a hacer hablar a otros delincuentes.
Si me había horrorizado con la historia de Juan Manuel y Carlos, ahora el turno era la de Luis Manuel de 17 años, quién pagaba una condena de 33 meses y 21 días por un asesinato por el que nunca cobró: era una prueba para su patrón, él simplemente decidió hacerlo para probar que era todo un asesino. Sus hijos no tenían qué comer y él solo podía pensar en que necesitaba un trabajo rápidamente . Desde los 12 años vivía en las calles, a los 14 ya hacía parte de un grupo armado y había sido testigo de cómo sus compañeros descuartizaban campesinos para luego botar sus cuerpos a los caimanes. A los 16 ya era padre de dos hijos, trató de alejarse de las armas, pero, según él, sin dinero para mantener a sus pequeños, decidió volver al único oficio que conocía y le daría dinero rápido… el sicariato.
A este punto del documental ya tenía mis primeras conclusiones, no como periodista sino como ser humano: estos sicarios no mostraban el más mínimo signo de arrepentimiento, no tenían ningún respeto por la vida humana, pero sus miradas me dejaban ver que seguían siendo unos niños anhelando jugar de nuevo, tener una familia, saber quién es su padre y que su madre ya no sea una prostituta nunca más.
Era hora de conocer ese cruel entorno en el que muchos de nuestros entrevistados habían crecido, sentíamos la necesidad de conocer a sus familias, cómo viven y qué piensan. Cada vez más conocíamos el comportamiento de los sicarios, unos seres fríos, calculadores, consumidores de sustancias psicoactivas, miembros de familias disfuncionales, excluidos de la sociedad, maltratados y por qué no decirlo, “orgullosos” de ser asesinos.
Buscando ese mundo de pobreza, droga y perversión llegamos al barrio Guadualito en Pereira; ese lugar tiene todos los ingredientes de la marginalidad: familias desplazadas por la violencia que se hacinan en pequeños espacios, niños que se crían solos, un entorno lleno de drogas, armas, bandas y el criadero perfecto para los sicarios. Cuentan sus habitantes que con tan solo mencionar que provienen de ahí, asustan a cualquiera.
Guadualito fue nuestro primer aterrizaje en el mundo de las bandas. No eran más de las tres de la tarde cuando escuchamos el primer disparo proveniente del barrio del lado, El Martillo. Esta situación era el pan de cada dia pero se recrudece en las noches, cuando la oscuridad ayudaba a hacer de las suyas a los actores de una guerra que empezó hace más de veinte años pero que nadie recuerda por qué. Solo 200 metros separan a los dos barrios, ni los habitantes de Guadualito pasan al Martillo ni los del Martillo a Guadualito. Este es solo un ejemplo más de las fronteras invisibles que se viven en toda Colombia, esas zonas cuya delimitación se refiere a ese carácter violento, en donde los habitantes de un barrio no cruzan al otro por temor de ser asesinados. Este enfrentamiento sin sentido ha cobrado centenares de muertos. La única autoridad que cuenta en esos dos barrios son las balas.
A la entrada de Guadualito nos encontramos con un grupo de no más de diez niños que gritaban por las calles: escopetas, changones, metralletas… Aún me pregunto por qué lo hacían. Al lado de los niños, los pandilleros pasaban mostrando sus armas. Era como si la noche abriera paso a otro mundo. Ellos las exhibían con orgullo, mostraban su poder e inspiraban a los más chicos a unirse a la banda.
En una lúgubre casa cerca de donde los niños jugaban con palos con forma de metralletas, se llevó a cabo la primera entrevista de la noche con uno de los jefes de la banda de Guadualito, Jason, quien se cubría la cara con una pañoleta del Barcelona. Minutos antes, él le enseñaba a los más chicos de la banda a cómo disparar en plena calle. Con lágrimas en los ojos recordó a Daniel, un “baby sicario” de 9 años que se había muerto por accidente cuando su pistola se le había disparado. El niño estaba tan drogado que en un descuido fue su propio verdugo.
Luego de conocer su realidad a lo largo de una semana, ya estaba harta de lo que veía a mi alrededor: toda clase de drogas, armas, agujas compartidas, niños abandonados, sicarios, en fin, estaba asfixiada con tanta podredumbre humana. Con una especie de desasosiego decidí abandonar repentinamente Pereira, tomé el último vuelo hacia Bogotá. Si bien es cierto que mi trabajo ya había terminado, no podía dejar de pensar en el drama detrás de esos bandidos y lo poco que vale la vida. Una mierda.
***
¡Ahora resulta que los periodistas somos los bandidos de nuestras propias historias! Fue lo primero que pensé tras escuchar la W Radio y leer un par de mensajes en mi correo electrónico la mañana del 29 de abril de 2010. Mi teléfono celular no paraba de sonar, un par de colegas periodistas me llamaban insistentemente, mi familia y mis amigos también; yo sentía que mis entrañas se iban a explotar de la ira incontenible que me producía escuchar tanta basura. Para mí, pura basura. No podía creer lo que estaba pasando. Mi intachable carrera como periodista estaba siendo señalada, cuestionada por colegas y autoridades.
Habían pasado apenas unas horas tras la emisión del documental en España y ya se había hecho viral en Colombia y en el mundo entero, poniéndome un enorme yugo en el cuello, quitándome la calma y, sobre todo, la tranquilidad. “Que tal los hijueputas españoles esos, vienen a inventar mierda de nosotros, como si ellos no tuvieran la propia”. “¿Qué pasó?”, “Rocío, los pelados de Dosquebradas te andan buscando y si no les das dinero te van a matar, finalmente tú eres el único contacto que quedó en Colombia y ellos dicen que te estás lucrando con su nombre”. Esos molestos mensajes no paraban de llegar, me retumbaban en los oídos, se repetían día y noche, no me dejaban pensar. “¡Te vamos a matar!”, “Las autoridades quedamos muy mal paradas frente al país entero por su documental, aténgase a las consecuencias, la vamos a destruir”. “¿De verdad usted hizo eso que están diciendo?”, “La cagaste Mendieta, la cagaste”.
Para nadie es un secreto que en Colombia matan todos los días a los periodistas, somos una crónica de una muerte anunciada en los titulares de los medios de comunicación. ¿A quién le importa? Al parecer a nadie.
Acá vamos de nuevo ¡Era mi turno una vez más! Lo diferente de la situación es que ahora estaba siendo acosada por las propias autoridades, sicarios y periodistas locales.
Los sicarios de Pereira y Dosquebradas estaban felices porque ahora eran mundialmente famosos, habían mostrado sus fierros, su poder, cómo operan, cómo viven, por qué lo hacen, cuánto cobran, pero ahora estaban inconformes porque según ellos, yo debía pagarles por la entrevista que nos habían concedido meses atrás. Estaban convencidos que me había hecho millonaria con sus declaraciones. David ya estaba en España, así que el único contacto local que guardaban era el mío y el de una psicóloga, quien nos había contactado con ellos y que desgraciadamente también resultó amenazada y perdió su trabajo con la alcaldía local por su participación en el programa.
El jefe de prensa de la policía de Dosquebradas nos señalaba abiertamente en todos los medios como mentirosos, según él habíamos inventado las cifras de delincuencia que ellos oficialmente nos habían proporcionado meses atrás. Lo mejor del asunto es que el propio Gobernador de la época, Germán Darío Saldarriaga, era consciente del problema y a diferencia de la Policía, no quiso tapar el sol con un dedo. Nos dio datos y cifras reveladoras .
Había pasado una semana y seguía recibiendo llamadas, mensajes de correo. Ya no veía la televisión ni escuchaba la radio. Estaba harta de tantas mentiras. Mi instinto como periodista me decía que todo este ruido terminaría en algunos días, tal vez meses, no era la primera vez que me amenazaban por mis investigaciones periodísticas, así que decidí no dejarme afectar por todo ese lodo que me estaba cayendo encima.
Sin lugar a duda, mi instinto falló, la menuda figura de un niño me perseguía en una moto para matarme. Esos ojos de mi verdugo no podré olvidarlos. Sus pequeñas manos empuñando el arma y disparándome son el recuerdo que tengo de un trabajo inconcluso. Gracias al universo, destino o Dios, él falló y yo sigo viva contando las historias que usualmente no contamos los periodistas: las de nuestra propia muerte.
Nueve años después desde mi exilio, desde el lugar más lejano que se puedan imaginar de Colombia, soy capaz, por primera vez, de contar mi historia y reírme a carcajadas de esos hijueputas que me persiguieron por cuatro años y no pudieron matarme ni física ni profesionalmente. Todo valió la pena: haber dejado a mi familia, amigos, trabajo, todo, absolutamente todo, por proteger mi vida. He aprendido a vivir entre dos mundos, Colombia la tierra de mis amores, y acá, de donde no soy pero donde volví a nacer.
22 de mayo de 2010. Hay detalles de esa noche que no puedo recordar, por más que lo intento. Es la pesadilla que me acompaña desde entonces y que nunca podré olvidar porque me llevó al exilio, pero no como castigo, sino como el más grande de los premios: estar viva y seguir ejerciendo el periodismo.
Nota del Editor: El periodista David Beriain, periodista de Canal 4 de España para el momento de los hechos relatados en esta crónica, quien trabajó con Rocío Mendieta en el documental de los baby sicarios, autora de este texto, fue asesinado junto con dos personas más el pasado 26 de abril en Burkina Faso mientras adelantaba un reportaje sobre caza furtiva. La fotografía se ha tomado del enlace https://www.scmp.com/news/world/africa/article/3131367/european-journalists-executed-terrorists-burkina-faso-ambush que da cuenta sobre esta noticia.
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