Por Juan Carlos López Salgado
Desperté y aún estaba borracho, era la mañana del 6 o 7 de diciembre de 2005, ya no recuerdo la fecha con exactitud. Definitivamente estar cerca de los 47 años después de una vida de excesos tiene sus efectos, en especial si desde los catorce fuiste amante de la pola, del aguardiente, del whisky, de la ginebra, del ron, del cigarro, de la marihuanita y de uno que otro pericazo. Por eso hoy, en agosto de 2023, no recuerdo bien esa fecha. ¡Qué garra!, antes no estoy muerto, lisiado o en la cárcel, parece que es verdad que Diosito cuida bien a sus borrachitos.
Lástima que uno de borracho no para la rumba hasta que la caga, antes no; antes de cagarla con toda, la rumba es muy bacana, que “el ritmo no pare, no pare no, que el ritmo no pare, no pare”, como dice la canción. Es que la pachanga es muy chévere, todo es amistad, alegría, amor, riesgo, aventura; todo es “hágale de una, mi perro”, “pa las que sea”, “meto”, “sin mente”; todo es diversión, desenfreno, sexo, noche, amanecer estallado y seguirla, acabando con los cunchos de cerveza y las colillas de cigarrillo del cenicero. Nada es culpa, todo es goce.
Y lo mejor, todo vale nada, en el momento más alto de la rumba, de la fiesta, solo importa seguir disfrutando de la felicidad, del éxtasis que implica estar enrumbado. Vale huevo si a uno le están poniendo cachos o si uno es el infiel, no importa si la familia de uno es una mierda, el trabajo vale cero, “que me echen qué hijueputas y ojalá me saquen como a un perro de esa empresa para poderles cantar la tabla a todos esos gomelitos y arribistas que trabajan en ese chuzo”.
En pleno fiestón, en plena orgía bailable, ni la salud importa: no interesa que a los diecisiete años el médico le haya dicho a uno que ya tiene el hígado graso, por la hepatitis B que le dio a los diez y por culpa del alcohol que ha bebido desde los trece, qué hijuemadres, cualquier vaina pues que nos trasplanten un hígado para que la parranda siga, siga y siga; que nunca acabe esta fiesta tan chévere, que nunca acabe el sentirse rodeado y acompañado de los amigos de rumba, de los vampiros de la fiesta que la necesitamos para poder sobrevivir en este mundo de porquería.
También el estudio, en plena ebriedad, importa tan poco que nada impide que uno llegue borracho bien juicioso a estudiar después de estar gozando la vida sobre la carrilera del tren de la sabana a las once de la mañana, antes de entrar al colegio en la jornada de la tarde, tomando con tres amigos aguardiente Néctar Rojo, el original; pues en esa época el aguardiente Néctar solo tenía un color: rojo encendido. Nada de colores pendejos, dizque verde, azul, plateado y ahora dizque el guaro es amarillo, no, ni por el putas, el guaro debe ser transparente, sin color, como el güarito que tomé desde los trece años: fuerte, arruga jetas, rico, muy rico, Dios mediante, bien frío.
No interesa llegar ebrio a estudiar y que en la entrada del colegio, frente a la carrera séptima con calle 32, los compañeros le digan a uno: “No sean tan maricas, ¿cómo van a entrar al colegio así?”, pues uno está enfiestado y quiere seguir así en las clases, enrumbado, en éxtasis, sin sentir ningún sufrimiento ni tristeza por el pasado o por el futuro incierto. Solo importa el presente embriagado, fumado, culiado, llevado del hijueputa.
Pero un “llevado” chévere, no como la llevadés mala, pésima, que tenía esa mañana del 6 o 7 de diciembre de 2005, puesto que al momento de despertarme ya sentía los síntomas del guayabo y del cargo de conciencia por otra vez no ir a trabajar a causa de mi alcoholismo y, además, me sentía mal porque desde ese momento ya sabía que este guayabo iba ser diferente.
Ese presentimiento sobre que algo malo va a pasar, 14 años después, a los 44, me iba a ser diagnosticado como trastorno de ansiedad y, obvio, tenga sus pastillas psiquiátricas para que calme esa bobada que no lo deja ni siquiera levantarse de la cama, que lo deja con los ojos abiertos mirando para el techo pensando que algo malo va pasar.
Pero en diciembre de 2005, a mis 29 años, qué me iba a imaginar que esa pensadera era un trastorno de ansiedad. Yo simplemente a eso le decía que era guayabo moral, ya que en muchas ocasiones al despertarme enguayabado los amigos de rumba me empezaban a contar las payasadas o las embarradas que había hecho borracho: desde dañar un equipo de sonido en la casa de una amigo del colegio, pasando por salir a caminar empeloto en la casa de Ricaurte-Cundinamarca a la vista de mi cuñado y cuñada, hasta casi lanzarme del borde de una colina por los lados del mirador a Bogotá camino a la Calera, municipio cercano a la Capital.
Volviendo al tema, esa mañana de diciembre, con ese dizque guayabo moral, una vez me desperté lo primero que hice, como de costumbre después de una noche de farra, fue revisar que no hubiese botado la billetera, todo bien, ahí está la billetera, pero sin un billete adentro, como siempre al día siguiente de la fiesta. Después, buscar las gafas, ojalá que no las haya botado o que no estén dañadas como más de una vez finalizada la rumba.
Después de las gafas, revisé si había botado alguna prenda de vestir, era usual botar las chaquetas informales o casuales, las de marcas ARMI o PRONTO que hoy en día ya no existen. También boté sacos de los vestidos de paño de marca ARTURO CALLE, la ropa formal del ejecutivo pobre colombiano, la que dizque usa o usaba el innombrable, pirobo tramador hijueputa.
Acto seguido, ahora sí lo más difícil de revisar, el cuerpo: primero las manos, que si uno las tiene cortadas o golpeadas, graves, algo jodido pudo haber pasado; después los brazos, por lo mismo; luego las piernas; el culo, que no duela para estar tranquilo de que no se lo hayan culiado a uno en plena pérdida de la conciencia —así como de la noción del tiempo y del espacio— en medio de la borrachera. También una ojeada al pipí, que no huela maluco, que no esté rojo o con algún color raro que pueda ser el primer síntoma de una venérea enceguecedora. Y, finalmente, la cara y el resto de la cabeza. Afortunadamente ese 6 o 7 de diciembre no me había jodido la cara ni la cabeza, “todo bien, gracias a Dios”, dicen y decimos por ahí.
Una vez revisado mi cuerpo, esa mañana de diciembre de 2005, me acordé de que tenía que ir a trabajar, ya que era viernes hábil, es decir, día laboral normal; pero ya eran como las 9 o 10 de la mañana y aún estaba muy borracho y con los primeros síntomas de guayabo físico y moral. En todo caso, mientras seguía pensando que algo malo iba a pasar y seguía analizando si iba o no a la oficina, tenía que ir al baño, a orinar y a defecar, a sentir como mi cuerpo expulsaba el alcohol; porque la verdad así lo siento, ya que desde adolescente tengo el hígado graso y mi cuerpo no procesa bien el trago y esa vaina prácticamente pasa intacta de la botella al pipí, puro alcohol, qué alivio era expulsar esa vaina.
Camino al baño, escuché el radio sonar desde la cocina, estaba sintonizado en alguna emisora capitalina en amplitud modulada, es decir en AM, quizás Radio Santa Fe, o Radio Todelar de Colombia, de pronto Caracol Cadena Básica, que eran las emisoras que mi mamá, Betty Lu, doña Betty, Má, Gordis, Gordita, Cucha, acostumbraba a escuchar en esa época en las mañanas entre semana. Ya en la tarde, pasaba a Radio Recuerdos, a Melodía o a otras emisoras que solo ponían música de antaño, las canciones que a papá le gustaban, así como se llamaba un programa de los sábados o domingos que pasaban por Radio Santa Fe.
Y que el radio sonara con algunas de esas emisoras capitalinas solo significaba una cosa, que mi mamá esa mañana de diciembre de 2005 estaba en el apartamento; qué pena, una vez más que me iba a ver borracho y enguayabado, menos mal no tenía la jeta jodida.
—Buenos días, má —le dije en saludo cordial de borracho apenado.
—Ajá —me contestó ella de mal genio.
Entré al baño y de una sentí el alivio después de hacer del 1 y del 2. Uff, a puro guaro, cigarrillo y pola quedó apestada esa tasa, qué pena con mi mamá. “Mejor duchémonos de una mientras baja ese olor, mientras baja un poco esta borrachera, se incrementa el guayabo y decido si voy o no a trabajar” a la empresa que se dedicaba al negocio de la asistencia al vehículo y al hogar. Dicho sea de paso, cuando entré allí, no tenía idea sobre ese tipo de negocio y menos para qué servía un abogado en él. Inicié a trabajar más o menos en marzo de 2002, estaba recién egresado de derecho.
Me gradué, si la memoria no me falla, el 11 de noviembre de 2001, después de iniciar mi primer año de carrera en 1995, en la jornada de la mañana, en la Universidad Libre sede Centro de Bogotá, D.C., y de haber terminado materias en 1999.
Si bien era un abogado novato, joven y obviamente inexperto, me empezó a ir bien, debido a que yo soy guerrero para el trabajo, me gusta hacer lo que hago, sea lo que sea y, además, la dueña del negocio, no sé por qué, me dio la oportunidad de trabajar ahí, en todo caso siempre estaré muy agradecido con ella por haberme dado esa oportunidad de crecer como persona y profesional. Lógicamente, mi vinculación laboral primero fue a través de una empresa temporal; después de un año firmé contrato directo. Al principio fui jefe jurídico y después director jurídico, con buen sueldo y además con bonos sodexo pass que me servían para comprar el trago y la pola cuando la rumba era en alguna casa, y que también utilizaba para hacer mercado de vez en cuando.
No recuerdo el valor del salario, era bueno para esa época, además vivía en el apartamento de mi mamá, soltero, sin hijos y sin mascota. Apenas para pasarla de rumba en rumba. Y cuatro años después de iniciar a trabajar, sí que la había y la estaba pasando muy bien, inclusive laboralmente íbamos para arriba. Ya no era jefe jurídico. Para diciembre de 2005 ya era director jurídico, un par de meses antes me habían asignado una asistente y coordinaba un grupo de abogados a nivel nacional. También para el primer semestre de 2006 iba a iniciar a estudiar una especialización en criminalística en accidentes de tránsito pagada cien por ciento por la empresa.
Así lo había anunciado la dueña en una reunión en un club de estrato diez mil en Bogotá, “pura clase alta, papá”, frente a todos los jefes y directores. Ese día me sentí muy bien, muy orgulloso de mí, pues llegué a trabajar sin palancas, sin contactos o recomendaciones políticas, nada de eso. Llegué por mi propia cuenta con mi hoja de vida debajo del brazo y me mantuve en ese trabajo por mi esfuerzo, por mis méritos.
Pero ese día del anuncio de la dueña, además de mi felicidad, también sentí que algo malo iba a pasarme. Así lo sentí y lo vi en los ojos de envidia de cada uno de los directores nuevos, todos bien gomelos y creídos de mierda, quienes me habían ya sentenciado a sacarme del trabajo, aunque a mí me importaban un culo, ya que prácticamente mi jefe directa era la dueña y ella me tenía mucha confianza laboralmente.
Para mí lo más importante eran los intereses de ella y del negocio, razón por la cual nunca me arrodillé ante las grandes aseguradoras del país que a veces intentaban sacar provecho o ventaja al momento de negociar los contratos o clausulados de las asistencias, y esas bestias de directores nuevos solamente sabían inclinar la cabeza y decir “ok, accedemos a todas sus exigencias”, sacrificando las ganancias de la compañía, por lo que me tocaba recordarles a esos idiotas, en plena reunión con las aseguradoras, quién les pagaba el sueldo y que ahí estábamos era para negociar y no para dárselo gratis a esos monstruos del sector asegurador colombiano.
Por lo tanto, esos nuevos directores tenían muchas ganas de salir de este personaje, de sacarme como fuera. Y yo me encargué de facilitarles esa tarea, a pesar de que no la tenían fácil, pues mi trabajo era impecable y mi ambiente laboral era el mejor, ya que la iba bien con todos los trabajadores, con los abogados externos que coordinaba a nivel nacional e incluso les caía muy bien a las personas de una aseguradora de las más grandes del mundo con quienes llevabamos a cabo temas de asistencia a los vehículos, es decir, “todo bien, parcero”.
Pero, como decimos los ñeros, “todo bien es todo mal”. A pesar de todo eso tan bueno, hubo algo que no pude controlar que fue la rumba, el trago, las hembritas; el sentirme bien contento y feliz acompañado de mis amigos y amigas en la fiesta y la recocha en medio del descontrol fiestero.
Y esa mañana del 6 o 7 de diciembre de 2005 estaba muy mal por culpa de la rumba, de la fiesta y, además, porque sentía que algo malo iba a pasar esta vez, que no iba a ser un guayabo normal sin consecuencias negativas, como tantos muchos otros por los cuales había pasado.
Salí del baño y ya el guayabo estaba peor, me metí en el cuarto, me acosté y ya no pude levantarme, estaba muy mal. Fuerte dolor de cabeza, el estómago revuelto, un calor infernal y la tembladera más re malparida que me dejaba sin fuerzas. Y lo peor era que no dejaba de pensar que algo malo iba a pasar, que este guayabo no iba a ser igual.
Antes del medio día, me despertó el timbre del celular que no dejaba de sonar, estaba seguro de que no era de la empresa, pues allá más de uno sabía que si al medio día no llegaba a trabajar era porque estaba ebrio y no me llamaban; yo tenía coordinado laboralmente todo tan bien que en ocasiones no hacía falta mi presencia y mucho menos un viernes. Además, había compañeros y subordinados de trabajo que me cubrían la espalda.
Por fin me decidí a contestar el celular.
“¿Aló?, ¿qué hubo huevón, ¿dónde está?, ¿en la casa?, ah bueno, ¿y está bien?, ah bueno, ¿y mucho guayabo?, este muisca sí es la cagada, ¡qué borrachera la que se pegó!, ¿y la siguió?, no sea huevón, ¿en serio la siguió?, no sea tan marica. Oiga, huevón, levántese ya y venga para acá y almorzamos y pues nos echamos un traguito pa el guayabo. Listo, marica, lo espero entonces”.
Y ahí sí fue que la cagué, en lugar de irme para la oficina a pasar el guayabo, como de costumbre, me fui para un restaurante que estaba cerca del trabajo, como a unas cinco cuadras. Qué estúpido, bien pendejo. Arribé al restaurante y después de bajarme el primer trago de ginebra con tónica —que estaba delicioso, rico, frío, apenas para ese guayabito—, se me olvidó que temprano en esa mañana del 6 o 7 estaba pensado que algo malo iba a pasar. Una vez finalicé ese trago, me enrumbé otra vez.
Al fin, y después de pensarlo mucho, tomé la decisión de no ir a trabajar ese viernes, apenas llamé para decir que no podía ir y que le pasaran mis llamadas a otro abogado por si alguna dificultad se presentaba. En la noche terminé en una fiesta en otro club gomelo de la capital y otra vez severo farro; pero algo moderado, pues al día siguiente, el sábado en la noche, teníamos un concierto de Andrés Cepeda en el teatro Colón, en full primera fila, así me lo había dicho quien me llamó en la mañana y me invitó a que le cayera al restaurante.
Y lo mejor de todo, quien nos había invitado al concierto era la subgerente de la empresa, entonces “todo bonito, una más de la que me salvaba, todo bien”.
Ya en la entrada al concierto, el sábado en la noche, me saludé con la subgerente. Los que íbamos de la empresa entramos al concierto y pues bien, chévere. A la salida, me despedí de ellos y todo sin novedad. Excelente, ya me quedaba confirmado que nada malo iba a pasar por no haber ido el viernes a trabajar.
Del concierto nos fuimos con el personaje que me había llamado el viernes en la mañana a rumbear a la Casa del Ekeko, el restaurante de Andrés Cepeda, allá nos enrumbamos con el famoso cantante y pues muy chévere la fiesta, una más.
El domingo, para descansar, pasé el guayabo solo en el apartamento de mi mamá, puesto que ella se había ido para Girardot. No sé por qué estaba solo esa mañana de domingo, es decir, sin alguna hembrita. Raro, de pronto estaba muy borracho y ninguna me quiso recibir así. Nada peor que pasar un guayabo solo un domingo en la tarde tipo cuatro o cinco, cuando ya la ciudad empieza a quedar en silencio, eso es lo más triste y deprimente que pueda haber en el mundo, o por lo menos yo lo siento así.
El lunes fui a trabajar normal, llegué como a las nueve con algo de guayabo, no estaba bien pero tampoco estaba tan paila. Antes del mediodía, el personaje que me llamó el viernes en la mañana al celular me preguntó que adónde iba a almorzar, le dije que aún no sabía, entonces me dijo que fuéramos a almorzar al Fridays de la novena con setenta y dos, cerca a la oficina. Yo le dije que listo, que de una, que terminaba de escribir algo y que arrancábamos a almorzar.
Antes de levantarme de la silla del escritorio, sonó el teléfono, contesté y, adivinen, era la subgerente. Me dijo que me necesitaba en la oficina de ella, que fuera de una vez. Ah, triple hijueputa vida, preciso en ese momento me acordé de que el viernes en medio de ese desgraciado guayabo tenía ese presentimiento de que algo malo iba a pasar.
Ya estaba de pie frente al escritorio de la subgerente y ella lo primero que me preguntó fue: “¿Juan, por qué no viniste a trabajar el viernes?”. Me quedé frío, no me esperaba esa pregunta. Cuando iba caminando a la oficina de ella, pensé que me iba a preguntar algo sobre un recobro que le estábamos haciendo a una aseguradora. Pero no fue así, después de que me hizo la pregunta, mi vida pasó por mi cabeza en segundos, desde que nací hasta ese momento. Y lo único que se me ocurrió para responder fue decir una mentira. Pedazo de estúpido.
Me inventé que no fui porque en la mañana del viernes había ido a la Universidad Nacional a preguntar por unas notas de unas materias de mi especialización en derecho del trabajo y que en la tarde había ido a la oficina de un abogado a preguntar cómo iba el registro de la marca de la empresa en los países del cono sur del continente. Pura y física mierda.
Ella me dijo: “Ok, Juan”. Luego, me contó que la aseguradora había aceptado pagar el dinero del recobro que yo estaba coordinando y esto era una buena noticia. Pensé que otra vez me había salvado de otra embarrada por causa del alcoholismo, que ya todo bien.
Al fin no almorcé con el personaje, pues me demoré hablando con la subgerente, así que comí algo solo y me tomé más de una hora de almuerzo, debido a que me quedaba algo de guayabo y me fui a dormir un rato al carro.
Cuando volví a la oficina, me encontré con una gran y desgraciada sorpresa. En la sala de juntas estaban reunidos la subgerente, la directora gomela de talento humano y el director gomelo financiero. Sí, los mismos que me la tenían cazada, además estaba el abogado laboralista. Tan pronto vi a ese man, se me cayó el mundo a pedacitos, sentí que ese era mi fin, sentí que quienes estaban en esa reunión iban a ser los integrantes de una corte celestial que me iba a juzgar y a decidir que me tenía que ir de la empresa a la gran puta mierda de la cual nunca debí salir desde que nací.
Me senté en mi escritorio y había un silencio absoluto. Nadie me miraba y si alguien lo hacía sentía con su mirada algo entre tristeza, rabia y desilusión, como preguntándome por qué la había cagado así. Pero todo en silencio, solo con miradas.
Ya sabía que no pasaba de ese día en el trabajo, entonces empecé a organizar mis archivos, de una empecé a hacer mi back up o mi copia de seguridad y después me quedé esperando el momento en el cual me fueran a llamar a esa reunión.
Así fue como unas casi dos horas después de llegar de almorzar y de ver a través de las paredes de vidrio transparente que la directora de talento humano entraba y salía de la sala de juntas, por fin ella me llamó.
Entré y de una vez me preguntaron con quién había hablado el viernes en la mañana en la Universidad Nacional. Me dijeron que ellos enviaron a alguien a averiguar si era cierto que ese día estaban dando información de notas, es decir, ellos confirmaron que yo no había ido. Me dijeron que hablaron con el abogado de marcas y patentes y que él les contestó que yo no había pasado por su oficina el viernes en la tarde. Sapos hijueputas.
Después de señalarme eso, tomó la vocería la de talento humano para solicitarme que les firmara la carta de renuncia, yo me había dado cuenta de eso y cuando ella iba a empezar hablar, no la dejé, le dije que se callara, le quité la carta de la mano, la firmé de una y les exclamé: “A la única persona a quien yo le escucharé que me echa es a la dueña”, les tiré la carta en la mesa y le dije a la subgerente que me excusara, que mi mala actitud en ese momento no era en contra de ella, ni de la dueña, ni de la empresa. Mi rabia era contra esos directores que me la habían jurado desde que llegaron y también en contra mía por haberles dado ese papayaso, por haberme dejado llevar de la vagancia en total descontrol.
Era más la ira en contra mía, ya que varias personas me habían aconsejado que le bajara al trago, que no tomara tanto, que dejara esa loquera, o por lo menos a ese nivel pro-max -premium. No obstante, yo solo los oía y no seguía las recomendaciones. Inclusive yo era consciente de que esa locura no iba a terminar bien. Fácil es escuchar esos consejos, pero difícil es no poder dejar de beber porque sabes que si lo haces, de inmediato el dolor regresa automáticamente. La fórmula sería: a menos alcohol, menos rumba; y a menos alcohol y menos rumba el resultado es igual a tristeza, dolor y soledad.
La cuestión no era solo el tema de la fiesta, había algo más que me llevaba a ese extremo alcohólico. Ese algo hoy en día tampoco lo sé definir o describir en una forma concreta, pues es una mezcla de recuerdos buenos y malos; de personas amables y de otras que fueron una verdadera mierda; de sentimientos de amor y de odio; de ganas de sentirse bien, pero al mismo tiempo de estar mal de ánimo o triste; de sentir felicidad o tranquilidad y al mismo tiempo de sentir tristeza; de sentir y pensar que tienes a la peor familia del mundo, pero a la mejor mamá y hermana del universo; de sentir que has amado a solo una mujer con todo el corazón, el alma y tus fuerzas, pero que te quieres comer a todas las mujeres nacionales y extranjeras; de sentir odio hacia los miserables humanos, pero de sentir admiración por muchas personas tan inteligentes y amables con las cuales te encuentras en la vida o que ves por los medios de comunicación, ahora por las redes sociales.
Ebrio o en plena parranda, no sentía nada de eso, simplemente estaba bien, no pensaba en lo bueno ni en lo malo, no pensaba en nada, me sentía contento, no padecía de soledad o de estar desprotegido, especialmente cuando estaba con mis amigos y amigas del colegio, con mis parceros del corazón, de las vísceras y del alma.
Me sentía prácticamente realizado en la fiesta bailando, hablando carreta, sonriendo, mamando gallo, bebiendo, comiendo, solamente pensando cómo iba a seguir la fiesta esa noche y cómo iba a ser la parranda de la noche siguiente. Necesitaba sentir eso para no sufrir dolor, tristeza, soledad, melancolía y ese miedo que siempre me rondaba, me acechaba y no me era posible derrotarlo.
Miedo y ansiedad que hoy en día, a mis 47 vueltas al Astro Rey Sol, no sufro por un medicamento psiquiátrico de 10 miligramos que tomo todos los días en las mañanas después del desayuno, evitando de tal manera que vuelva a cagarla como en ese diciembre de 2005.
Era un vampiro de la rumba; la necesitaba para no morir o por lo menos para evitar pensar y sentir que día a día estaba muriendo cada vez un poquito más; que cada día, en silencio, detestaba más a muchas personas. Necesitaba la rumba para sentirme bien, solamente bien. Pero esa satisfacción tenía un costo muy alto, como el que pagué en ese momento en que decidieron que me terminaban el contrato por mentiroso y borracho. Por huevón.
Regresando a uno de los peores días de mi existencia, salí de la sala de juntas y ya mi computador no estaba en mi escritorio. Un señor de seguridad, a quien yo le caía muy bien, me dijo que estaba triste porque ya sabía que ya no trabajaría más ahí; yo le dije que así era, que pailas, ni modos y que en todo caso, “cero es-tres”, que todo bien, que esas no eran penas, que yo la había cagado y tome pa que lleve. El “security man” me dijo que una vez reuniera mis cosas personales, me acompañaría a la salida de la oficina. El lugar estaba en total silencio.
Antes de salir, la subgerente me dijo que fuera a la oficina de ella. Entré y me explicó que no pudo hacer nada para evitar mi echada, que me había acolitado en muchas ocasiones mis borracheras, pero que esta vez los directores nuevos habían aprovechado mi error y, finalmente, me señaló que uno debía asumir las consecuencias de sus propios actos.
Le dije que yo estaba muy apenado con ella, le agradecí por el buen trato que me había dado, le afirmé que lo único que me dolía era haber quedado mal con la dueña de la empresa que había creído en mí, que me había dado la oportunidad, y que a pesar de eso yo le había salido con tremenda estupidez. Me despedí con los ojos llorosos y la voz entrecortada, me sentía de lo peor. Fui por mis cosas y me dirigí a la salida.
“Vampiros de la fiesta, les hago un llamado en este momento, los convoco a que nos reunamos y salgamos de rumba, nos vemos esta noche a las siete en punto, no espero a nadie, solo a Edwin, mi super amigo, quien nunca llega a tiempo a ningún lado, menos a temas de parranda.
Vampiros de la fiesta uníos todos, nos vemos esta noche para primero ir a comer algo bien deli y bajarnos unas polas y quizás un par de ginebras para ir prendiendo motores, mientras pensamos cómo vamos a convocar también a todas las vampiras del “pari” al gran rumbón que arranca desde hoy lunes en la noche, después de ir a trabajar como unas yeguas ciegas, y no va a terminar nunca, la fiesta va a seguir por los siglos de los siglos, amén. Esta locura de rumba nunca va a parar. Los invito a un parrando eterno, al éxtasis fiestero total, vamos a bebernos hasta el agua del florero, nos vamos a manosear, a besarnos y a culiarnos entre todos mientras bailamos un merengue bien movido o un vallenato bien romántico. Vamos a comer, a comer y a comer para poder beber más, más y más. Esta rumba que empieza esta noche de lunes nunca va a terminar, va a ser eterna. VAMPIROS DE LA FIESTA, NOS VEMOS ESTA NOCHE, ¡PA LAS QUE SEA!”.
Eso fue lo que pensé muy rápidamente al caminar acompañado del señor de seguridad rumbo a la puerta de la oficina, pero esa idea se quedó en mi mente. Salí a la séptima con calle 72 y seguí sintiéndome muy mal, triste y solo. La fiesta por fin se terminó.
*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.
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