Por Italia Samudio Reyes
1964 fue un año convulsionado. Los sectores políticos y económicos tradicionales y emergentes se disputaban a sangre y fuego el poder para decidir el futuro del país. Y mientras unos estudiantes agitaban en tierra firme las banderas de una nueva sociología, capaz de mirar con lupa las entrañas territoriales de esa violencia, otros pocos, pálidos, tartamudeantes y a diez mil metros de altura, apenas atisbaban a rezar entre las nubes para sobrevivir y contar la historia para la posteridad. Eso fue lo que se encontraba pensando Marina Reyes cuando en junio de ese año, en pleno vuelo, vio por la ventanilla del pequeñísimo avión de la Fuerza Aérea Colombiana, que el motor ya no giraba.
Y como los estudiantes rebeldes en tierra firme, ella tampoco estaba dispuesta a bajar los brazos justo ahora que iba, por fin, a graduarse como abogada de la Universidad La Gran Colombia, sorteando a pulso la recriminación de una familia conservadora que censuraba a una joven viviendo sola en la capital, a una mujer que decidió estudiar en la jornada nocturna mientras trabajaba como profesora en el día y que desafió el destino convencional de maternar una prole la vida entera.
Marina nació en Santa Rosa de Viterbo, Boyacá; un pueblo que en tiempos pretéritos había sido capital de provincia y que parió a presidentes, poetas, reverenciados jurisconsultos y también a mujeres irreverentes como Casilda Zafra, que leía los sueños y regalaba caballos blancos como palomos a los grandes héroes de la Independencia. Allí, en el balcón de su casa, en pleno marco de la plaza, había visto pasar en 1948 las filas de camiones de hombres armados con palos y azadones gritando que iban a liberar, nuevamente, a la patria del yugo empobrecedor de los rojos o de la opresión oligárquica de los azules. Y unos y otros se anunciaban mutuamente el infierno en esta vida.
Fue en el solar de esa misma casa donde escuchó un domingo al cura en la iglesia vecina azuzar a los feligreses con fervor y obediencia religiosa para que el sagrado derecho a la propiedad privada se respetara, mientras en la hora del chocolate en la sala escuchó a los jóvenes noviciados jesuitas hablar de la educación liberadora para los campesinos. Todos ellos hablaban, opinaban, decidían, pero a ella nadie le preguntaba cosa alguna, porque las mujeres estaban para avivar el fuego doméstico y nada más.
Marina no quería resignarse a una vida impuesta, sin poder al menos otear algunas opciones porque le parecía que el mundo ocurría afuera y ella permanecía ajena. No soportaba la idea de contar las lunas desde la cocina donde su madre soplaba el fogón sin pausa hasta que se hizo vieja, mientras su padre, el boticario del pueblo, debatía y resolvía con los grandes señores el destino de esta nación rota, entonces, como hoy.
Ya había escuchado en la radio las noticias anunciando el despelote que se abría paso en varios rincones del país por cuenta del plan anticomunista que hacía carrera en todo el continente. Pero a esas alturas, lo único que ella tenía claro es que terminaría casada y con mil hijos si no intentaba doblarle el brazo a la convención.
Cuando terminó su colegio donde las monjas, su destino era solo uno. Se escabulló de casa para encontrarse con su mejor amiga quien le entregó un papel que le informaba que, si quería irse a Bogotá y estudiar una carrera profesional, entonces la oportunidad estaba servida, porque se abrirían unas becas para mujeres bachilleres que quisieran continuar con sus estudios.
Anunció la noticia como un milagro, pero en casa nadie lo celebró. Su madre se oponía, sus tías se oponían, las monjas del colegio se oponían. Los únicos que guardaron un silencio cómplice ante la idea de que tomara el tren a la capital fueron su papá y su abuela porque ambos sabían que los tiempos estaban cambiando muy rápidamente y que no estar allí para ser testigo de primera mano carecía de gracia. No en vano, su papá había decidido estudiar por correspondencia, a falta de recursos para ir a una universidad, y su abuela se había encargado de criarla despotricando sin contemplación de la tediosa y monjil vida que les esperaba a las mujeres que se acogían temprano a la vida matrimonial.
Llegó a Bogotá en 1960 con dos vestidos confeccionados por su mamá a las volandas y enfurruñada, porque la última palabra siempre la tenía el marido, quien había comprado ya el tiquete del tren para su hija. Marina se hizo entonces pedagoga en cursos exprés que ofrecía el gobierno ante el déficit de maestros en toda Colombia, y que explicaba bien el crítico retraso profesional en todos los campos con respecto al resto del continente.
Con los pies forrados con plásticos y los tacones entre la cartera, corría en las madrugadas entre los barrizales del barrio La Perseverancia para llegar a tiempo a la escuela primaria donde enseñaba a leer y a escribir a niños inquietos y a niñas prodigio, como Gladys Caldas, quien a la postre se convirtió en la cantante Claudia de Colombia. Y seguía corriendo en las tardes, como podía, para atender las clases nocturnas de Derecho en la Universidad. Envió su primer sueldo completo como maestra para su casa convertido en tela para pañales, porque su madre seguía siendo madre de otro hijo más hasta que llegó a la docena.
Pero esos cuatro años de rutina frenética y de lucha intensa contra toda adversidad dieron frutos. No solo era la alumna aventajada en materias civiles y penales, sino además una líder estudiantil que no vio como un obstáculo infranqueable la consecución de un avión para poder viajar a hacer las prácticas de investigación de último semestre. Cinco de sus compañeros decidieron atender, junto con ella, la cita a Palacio, cuando les dijo que había gestionado en la Presidencia de la República, que les facilitaran el bendito avión que necesitaban para llegar a Cali. De allí irían en tren hasta Buenaventura y, finalmente, tomarían un planchón para arribar a la Isla Gorgona, donde se había instalado la cárcel de máxima seguridad reservada para los presos más peligrosos del país a juicio de los gobiernos de turno, quienes se habían confabulado, alternándose el poder como solución a la matazón de aquellos tiempos.
A Gorgona llevaban a los asesinos, a los insurrectos, a todo el que representara una amenaza para la plutocracia criolla, a quien osara cuestionar ese orden que tanto anhelaban todos, así ninguno tuviera las manos limpias en ese afán de aniquilamiento de quienes se resistieran a su control absoluto.
Es que 1964 fue un año parteaguas para el país, aunque no muchos lo entendieron entonces ni ahora. Fue entonces cuando nació en Marquetalia, Tolima, la llamada guerrilla de las FARC, con menos de una centena de hombres acorralados por 16 mil soldados bajo la orden del presidente Guillermo León Valencia. Y fue también en 1964 cuando nació la guerrilla del ELN, con 16 hombres bajo la tutela de los hermanos Vásquez Castaño, en San Vicente de Chucurí.
Unos se defendían de los otros y todos se atacaban en nombre del pueblo, autoproclamándose como la alternativa desde entonces y hasta el sol de hoy, mientras los ríos de sangre siguen recorriendo los rincones del país. Y transcurrían los meses y el agitado año dejaba a muchos en la lona y a los vencedores de turno con ganas de refundar el mundo a su imagen y semejanza.
Pero todo ello pasó por la cabeza de Marina como un nubarrón cuando el descenso sin motor ya era caída libre y su compañero le tomó la mano y con rostro de papel le pidió que rezaran juntos. Ella, en cambio, reaccionó dando la voz de alerta a los demás estudiantes y preguntó a los gritos a los dos hombres de la tripulación del destartalado avión qué iba a pasar. Pero sus respuestas la devolvieron a la imagen desde su pequeña ventana: “Mejor ajústense bien los cinturones”. Y así lo hizo, porque rezar no era lo suyo.
Miró nuevamente el motor congelado y más allá vio un río y unas montañas con todos sus colores y pensó que el mundo que no conocía era bonito desde arriba hasta que un chirrido metálico que podía sentir en sus pies la regresó al mundo real. El avión se precipitaba sin remedio y ahora también sin tren de aterrizaje, según lo informaba el copiloto, que insistía en la radio dando aviso del inminente desastre al aeropuerto de Cali, sólo a quince minutos de haber decolado.
Marina se preguntó si en su gestión en Palacio había hecho alguna omisión que tal vez explicara la situación en ese momento y sintió la angustia culposa que inculcaron a las mujeres por el hecho mismo de ser mujeres. Al fin y al cabo, ella había tenido la idea de hablar para solicitar el avión, ella había escrito las cartas y ella había intervenido en la cita concedida. Hubo avión, sí, pero viejo y, a todas luces, averiado. Recordó que ese día, en el despacho presidencial, no había ningún presidente y que había sido su hermano quien los había recibido para escuchar su solicitud. A nadie sorprendió que fuera Marina quien tomara la palabra ese día y le explicara que la investigación en curso sobre el sistema carcelario adolecía de una sola visita más para completarse y que esa última cárcel estaba lejos, ir era costoso y ellos no tenían un centavo.
Y fue así como el grupo de 29 estudiantes y 3 profesores pudo organizar su viaje. Marina pidió prestados a su cuñada Betty dos trajes adecuados para clima caliente y un par de zapatos de tacón a tono. Los mitones no harían falta porque en clima caliente menos es más, concluyó. Todo debía caber en una pequeña pero pesada maleta de cuero porque el avión bimotor resultó ser una reducida bodega de carga con literas en cada lado que hacían las veces de sillas para transportar soldados. En el centro iban las maletas amarradas con una malla de cuerda, ancladas a unos aros de acero en el piso y, a sus espaldas, cuatro ventanillas distribuidas en cada costado.
El vuelo sería corto, pero para ser la primera vez en avión, seguido de la lentitud monótona del tren a Buenaventura y las diez eternas y flotantes horas en planchón hasta la isla, debía convencerse de que todo sería parte de la aventura. En sus cálculos, el mismo trayecto de regreso no logró restarle entusiasmo. Desde Bogotá el itinerario se desarrolló con puntualidad militar. El mismo día que llegaron a Cali tomaron el tren que los llevó hasta Buenaventura. En el puerto ya estaba dispuesto el planchón que, luego de ser cargado con el correo y las provisiones para la alimentación de los presos, de los guardias y de los funcionarios de la cárcel quienes vivían allí tan tristes y solitarios, como si todos pagaran una misma pena, sonó su bocina anunciando su salida a los exultantes estudiantes. Navegarían en la noche y el último tramo lo harían temprano en la mañana del día siguiente cuando arribarían a las playas blancas y paradisíacas de la gran Gorgona.
También para Marina era la primera vez en el mar. Sabía que era grande, sabía que era salado, pero no sabía que, en algún punto en alta mar, muy lejos de las postales con las playas de Cancún que tenía su papá colgadas en la droguería del pueblo, no habría turistas relajados y sonrientes bajo la sombra uniforme de las palmeras bebiendo cocteles helados. Solo azul de agua y de cielo y un sol canicular que pintaba de rojo ardiente cualquier humanidad. Se sentó en la barandilla con los pies al aire y se propuso ver a las famosas ballenas que había estudiado a escondidas de su padre en la única enciclopedia de su casa. Con los brazos encendidos por el sol, pero feliz de saberse conocedora de algo más, desembarcó junto con sus compañeros y los tres eximios profesores que sudaban a borbotones entre sus camisas de cuello almidonado, apurando sus pañuelos bien planchados.
Pero el paraíso no es como lo pintan. Una vez en tierra isleña, fueron recibidos por una cerca de alambre de púas electrificada y una edificación que le pareció a Marina un galpón abandonado para aves de corto vuelo. Los gendarmes que les aguardaban recelosos, con voz marcial los saludaron, al tiempo que les advirtieron de las culebras que reptaban por doquier. Luego condujeron al grupo por una escalerilla oxidada de hierro hacia lo que parecía ser el segundo nivel de la cárcel, que era el lugar exclusivo para todo el que no estuviera allí por algún delito conocido. Resultó que la cárcel no era el galpón sino su sótano y que la vigilancia se hacía hacia el suelo interior por unos pasillos aéreos conectados entre sí. Las culebras, el alambre electrificado y el mar abierto se encargaban del resto en la tarea de controlar alguna improbable fuga.
Desde arriba vieron a los reclusos asomando sus brazos desnudos entre las rejas inferiores al tiempo que iniciaban su ritual de gritos e insultos a todo pulmón. Había quienes reclamaban su inocencia, mientras otros se concentraron en las faldas cortas de las estudiantes. Marina alcanzó a escuchar algunos de los nombres de esos hombres espetados con frenesí y suplicando avisar a sus familiares que estaban aún vivos, mientras otros, mostrando aún algún signo de cordura, preguntaban si había entre los estudiantes algún litigante disponible. Los estudiantes formularon las preguntas de rigor al lánguido director del penitenciario y a su escaso equipo administrativo. Cuando terminaba la jornada de sol, sed, angustia, y el planchón aullaba en la playa recordando el tiempo, iniciaron su descenso por la misma escalerilla. No les permitieron hablar con ningún recluso, sólo mirarlos.
Uno de los policías que los guiaba en la salida tuvo un arrebato de generosidad turística con los académicos y con su brazo les indicó el lugar de castigo para quienes no siguieran las reglas: el foso. Aprovechando el revuelo que produjo el inusitado anuncio en el grupo, el gendarme deslizó sutilmente en las manos de Marina un trozo de papel doblado como una calilla y, sin mirarla, insistió en llevar a los voluntarios a conocer el terror de todos los presos. Marina guardó rápidamente el papel en el bolsillo lateral de su falda y siguió al vigilante junto con otros dos compañeros. Hallaron dentro a un hombre semidesnudo, parado en un hueco de tierra tan angosto que sentarse no era una opción. A medio metro de la superficie del foso una escuálida hoja seca de palmera clavada sobre cuatro delgados maderos hacía las veces de techo y refugio del sol y de la lluvia. El gesto de abandono absoluto en el rostro de ese hombre que los miraba desde el fondo dejó a Marina en un estado tal de conmoción y angustia que ella solo pudo decirle que lamentaba su suerte. Él le respondió que, en cambio, ya nada le importaba.
Subieron al planchón silenciosos, apesadumbrados, con más preguntas que respuestas en sus cabezas y hambrientos al extremo, porque no habían probado bocado y ya empezaba la tarde. Iniciaron el largo itinerario de regreso fatigados a más no poder y con la certeza de que, una vez llegaran en tren a Cali, tendrían algo de tiempo antes del vuelo a Bogotá para recuperar el cuerpo y el alma deshechos. En sus conversaciones en mar y en tierra, los estudiantes no pudieron ponerse de acuerdo en que si el hecho de conocer su posible suerte resultaría lo suficientemente disuasivo para que una persona no cometiera algún delito, o si esas condiciones infrahumanas surtirían ya en el recluso algún tipo de redención suficiente como para evitar que delinquiera de nuevo. Concluyeron que, en todo caso, conocer a personas sumergidas en el infierno de una prisión como la de Gorgona los había roto a todos y que remendar la idea acunada de justicia, que habían sembrado sus maestros, iba a ser una tarea de toda la vida.
Rumiando estos pensamientos transcurría el vuelo hasta que Marina dio la primera alerta a sus compañeros. El motor no se movía y el avión empezaba a agitarse como una cometa. Fue entonces cuando sintió la mano fría de su compañero aferrándose a la suya con fuerza temblorosa. El capitán les anunció que de la torre de control les habían dado orden de regresar al aeropuerto inmediatamente para hacer un aterrizaje de emergencia, pero en ese momento el ruido metálico llenó el ambiente de espanto entre los viajeros, que en estado de negación se rehusaban a gritar como si al anunciarlo confirmaran el desastre. Pero la torre de control cambió la orden. Ya no aterrizarían en Cali y debían buscar otro lugar porque iban ya sin motor, sin tren de aterrizaje y con el tanque repleto de gasolina.
El copiloto iba comunicando cada mensaje que llegaba a su piloto, esperaba su reacción y luego procedía a anunciarle a los pasajeros las decisiones: “Si ven un lugar plano, avisen”. Unos y otras ya habían recorrido sus pasos en vida en milésimas de segundos y habían sido visitados por sus ancestros quienes los esperarían en el más allá con un benevolente abrazo. Marina, más práctica, optó por buscar desde su ventanita ese lugar plano que necesitaba el piloto porque aún en esas circunstancias creía que era una oportunidad más para hacer algo por primera vez, aunque fuera lo último. “Ajústense más los cinturones”, dijo el capitán, “tenemos que sobrevolar el mayor tiempo posible y quemar combustible”.
Los estudiantes y sus profesores no solamente debían prepararse para la caída, sino que, además, debían hacerlo estirando el tiempo porque el desplome no debía convertirse también en un voraz incendio al tocar tierra. La clave estaba en tratar de permanecer en el aire el mayor tiempo posible con un motor y planeando en círculos mientras ubicaban el lugar más adecuado para intentar el barrigazo. Eso pensaba la tripulación, pero los sollozos de algunos pasajeros, que ya para ese momento se habían convertido en lamentos y lágrimas, disputaban la orden del capitán: “!Manos en la cabeza y cabeza entre las piernas!”. El precipitado descenso puso el credo en la boca de los más creyentes, súplicas de perdón en los soberbios, por cualquiera que haya sido el daño hecho en vida, y palabras de despedida a familiares que jamás serían escuchadas.
Hasta que llegó el estruendo de latas doblándose mientras proyectiles de mazorcas y cañas cercenadas por el único motor golpeaban todo a su alrededor. Marina levantó su mirada cuando el ruido se hizo ensordecedor. Las cajas y maletas en montonera se incrustaban en las piernas de los pasajeros y ahora sentía que giraban velozmente hacia la izquierda y que ella saldría despedida por pura física. El motor izquierdo se clavó entre la vegetación haciendo girar completamente el avión sobre su propio eje y dejando a los estudiantes sentados en la litera derecha, estrujados unos contra otros. Y luego, un silencio que se podía cortar con un simple pestañeo.
Treinta y dos pares de ojos desorbitados intentaron reconocerse, como si el mundo acabara de ser creado o destruido, y ellos fueran la única señal de vida. Solo el copiloto se movió, saltó como un corcho desabrochándose su cinturón de seguridad y con sus brazos convertidos en tentáculos se abrió camino entre las maletas y las cajas hasta llegar a la puerta del fuselaje que era a la vez cabina y bodega. Haló con todas sus fuerzas la manija hacia arriba y con sus hombros empujó la compuerta hacia afuera. La respiración entrecortada de conmoción de algunos pasajeros, que no podían creer que estuvieran aún vivos, fue interrumpida por el piloto quien les dio la orden de evacuar en el menor tiempo posible. Todos reaccionaron y sin orden alguno empezaron a saltar del avión con desesperación, sabiendo que en cualquier momento el fuego tomaría sus lugares. Pero Marina no logró zafarse el cinturón. En vano, pidió ayuda a los que se abrían paso y por primera vez pensó que su suerte no era tan grande.
En tierra, el piloto inició el conteo de pasajeros a los gritos hasta confirmar que le faltaba una persona. Volvió a subir al avión y descubrió a Marina desesperada tratando de romper la cincha que hacía las veces de cinturón de seguridad en los aviones militares de carga. Con furia rompió el broche y sin pensarlo tomó a Marina de un brazo y la llevó hasta la puerta del avión. No habían transcurrido cinco minutos desde la caída cuando entendieron que su situación seguía siendo crítica. El maizal en el que habían terminado había amortiguado el golpe mortal pero debían alejarse cuanto antes del avión. Les pidió a los estudiantes dejar todo atrás: maletas, bolsos y zapatos no eran prioridad. No habían sobrevivido ilesos al accidente para tener que lidiar ahora con las llamas.
El capitán se abrió camino entre las cañas de maíz con un tubo metálico que se había desprendido del tren de aterrizaje y los sobrevivientes lo siguieron. Sabía que hacia el occidente se toparían con el río Juanchito mientras que hacia el oriente era más factible encontrar alguna vivienda campesina. Llegaron al borde del maizal eufóricos y rasguñados en brazos y piernas por las hojas del maíz, pero sabiéndose a salvo lejos del avión. Marina recogió una mazorca y se la estaba guardando en el bolsillo cuando el capitán les reclamó a todos su atención. No se podía cantar victoria, no aún. Del otro lado del potrero que tenían al frente, se podía ver la línea dibujada en la montaña de lo que podría ser una vía carreteable y allí fijó su objetivo. El único inconveniente por lidiar en ese momento, literalmente, eran los diecisiete toros miura que los miraban fijamente desde ese potrero que los separaba de su potencial rescate. Marina tuvo tiempo de contarlos porque desde siempre había sentido que ser una maja taurina, una Europa fenicia capaz de domar la bravura de un animal que la superaba en todo, era un reto que le exigía conocerlos bien.
Tal era su pasión por la tauromaquia, que con su amiga Elsa, había abierto un minúsculo restaurante de comida española que ofrecía paella y un espectáculo de toreo de vaquillas en una improvisada plazoleta. Los fines de semana se iba entonces a Mosquera a cocinar y a atender comensales, con lo cual obtenía algunas ganancias para invertir en las incesantes actualizaciones de los códigos penales que acumulaba en su cuarto de estudiante. En sus mejores momentos en el restaurante, llegó a vestir de luces y se lanzó al ruedo a torear, y también renunció dignamente cuando una vaquilla la revolcó y la dejó enredada entre el capote rosa y masticando arena húmeda.
Marina contó los toros y supo por esos ojos negros, profundos y serenos que los animales estaban tan asustados como ellos mismos. El piloto discutía en susurros con su copiloto las opciones hasta que les comunicó a los demás el plan. Atravesarían el potrero en fila india, unos pegados a los otros, sujetándose con las dos manos de los hombros de la persona de al frente, moviendo los pies al mismo tiempo y en absoluto silencio. Serían un solo gran animal grande, uniforme, avanzando con los pies desnudos en una marcha lenta.
Los toros empezaron a acercarse a la hilera humana y los estudiantes pudieron sentir su respiración profunda y entendieron su descomunal peso porque sus pisadas hacían vibrar el suelo. Los animales humanos quisieron ser invisibles, livianos y también, hubo algunos de memoria corta que quisieron volar de nuevo, mientras clavaban sus manos en el compañero de al frente como tratando de tomar impulso y regresar a las nubes. Pero recriminaron sus pensamientos y agradecieron no poder hablar. El capitán encabezaba la fila, el copiloto la cerraba. Ninguno se secaba las lágrimas, ninguno confesaba su último deseo y todos tenían el rostro de la pregunta abierta: sobrevivir al accidente aéreo no parecía ser el final del cuento.
Pero ningún toro embistió. Entre más cerca estaban del límite donde terminaba el potrero de estacas y alambre, más conscientes eran de su fortuna, buena o mala, dependiendo del estado de conmoción de cada quién. Llegaron por fin al riachuelo que bordeaba la montaña donde ya había un barquero con su palo largo impulsando su pequeña canoa con capacidad para cuatro personas. Los carros de los turistas dominicales que hacían su paseo de olla a orillas del río Juanchito empezaban a acumularse en la carretera. De pronto, la sirena de una ambulancia tronó y luego más carros.
Marina sintió por primera vez en su vida que no era vista como una persona, ante los gestos de curiosidad de quienes miraban, sin dar crédito, la escena de los sobrevivientes. Habían visto el avión una hora antes dando vueltas cada vez más cerca del suelo. Habían aguantado la respiración al ver la danza rítmica de los caídos convertidos en cordón humano entre los cachos acechantes y ahora, los veían como almas en pena con pies y brazos al aire. Marina se sintió como mono de zoológico y pensó que caerse en un avión, arañarse entre maizales, mirar con pavor, cara a cara, los ojos azabache de esos toros y esperar su turno en la pequeña barca para salir a la vía, resultaba menos apabullante que esas miradas inquisidoras de quienes los imaginaban ya muertos. Ella estaba viva, sus compañeros también, pero verlo con sus propios ojos no resultaba suficiente para los curiosos.
En el pueblo, la radio de su padre anunció la noticia: “Alerta, nos reportan accidente aéreo al occidente de Cali, se desconoce el estado de sus pasajeros con destino a la ciudad de Bogotá. Seguiremos informando esta lamentable noticia”. Él corrió desesperado a darle la noticia a su esposa. Sabía bien que su hija mayor estaba en ese vuelo y la angustia lo venció. Su madre puso en el fogón una infusión de toronjil y empezó a rezar el rosario. Luego, llegaron los vecinos que se iban enterando y los menos optimistas ofrecieron sus condolencias. Las monjas del colegio ofrecieron misa por Marina con estribillo mental: “se lo dije”.
Los sobrevivientes fueron trasladados a un apartamento desocupado que pertenecía a la familia de uno de los estudiantes porque ninguno podía pagar una noche de hotel mientras resolvían su regreso a Bogotá. Allí intentaron dormir entre las cajas y las maletas recuperadas del lugar del accidente que los soldados les llevaron en la noche. Alguien preguntó por las tres cajas que permanecían en una esquina contra la pared y al corroborar que nadie las reclamaba decidió abrirlas. La alegría se apoderó de todos cuando dentro descubrieron decenas de pasabocas bien servidos en bandejas metálicas y cubiertas con lienzos blancos y, como ninguno había probado bocado ese día, cuando uno de los soldados regresó preguntando por las viandas de la recepción presidencial que tendría lugar esa noche en Bogotá, ya no había rastro de comida, ni de cajas ni de bandejas. “Aquí solo llegaron las maletas, mi cabo”.
Al día siguiente quedaban cuatro estudiantes en el apartamento deshabitado. La mayoría madrugó a buscar un bus que los llevara por tierra hasta Bogotá jurando nunca más tomar un avión. Marina estaba en ese pequeño grupo que no podía darse el lujo de viajar por otros medios así que cuando los delegados del aeropuerto llegaron a hacer preguntas sobre el accidente pidió que el presidente -que no su hermano- los pusiera en un avión de regreso a la capital. Era lo mínimo, pensaba ella. Los demás la miraron incrédulos y discutieron si era realmente sensata la exigencia. Ella les respondió que sí se iban a morir en un accidente aéreo, ya la parca lo había intentado sin resultados. Metió en su bolso la mazorca de recuerdo y la pequeña carta que le había entregado el preso en Gorgona y les dijo a todos sin dudarlo: yo estoy lista. Tal vez por la pena, tal vez por la culpa, los sobrevivientes que no regresaron por tierra viajaron en el avión presidencial a Bogotá. Alguno de los hermanos Valencia consideró que esa era la mejor alternativa para reparar el daño aunque hubiera sido más lógico reparar antes el avión prestado a los estudiantes.
Ya en Bogotá, Marina remitió la misiva a la familia del preso a la dirección escrita en el papel y envió un mensaje por telégrafo a su pueblo: Estoy viva. Grado en diciembre. Enviaré dinero de pasajes de tren para mi padre y mi madre. Marina Reyes. Un mes después, los estudiantes organizaron un agasajo para la tripulación en agradecimiento por la proeza aérea y la taurina también. Pudieron ver las fotos tomadas luego del accidente y entendieron que llamarlo un milagro no sería suficiente para explicar por qué habían resultado ilesos. Sin embargo, ningún medio nacional registró la noticia. Eran tiempos de muerte y guerra, sobrevivir no era noticia.
El piloto les confesó que había seguido su instinto desde el primer momento. Haberse entrenado para emergencias no se traducía en fórmulas disponibles para ser aplicadas automáticamente. Sintió miedo, sí, pero no podía dejar que los pasajeros lo notaran porque, según él, alguien podría morir de un infarto. El pánico suele ser tan letal como un avión en picada, sentenció.
En su pueblo entendieron con los años que a Marina no se la puede atajar. Retomó sus clases como profesora y como estudiante y, tal como se lo había propuesto, se graduó en diciembre con honores. Continuó enviando dinero y ropa y también ahora libros a sus hermanos asegurándose con ello de que la universidad no fuera una oportunidad individual ni exclusivamente masculina. Fue juez durante treinta años en muy diferentes municipios y conoció de primera mano los riesgos de una profesión ejercida en este país bajo amenazas y atentados. A todos sobrevivió porque no estaba en sus planes para la vejez renunciar a la oportunidad de descubrir un nuevo destino. Envió a la cárcel a corruptos, a asesinos y a ladrones y en todos los casos pensaba que ningún castigo podría ser peor que el foso de la Gorgona.
Cuando fue nombrada Magistrada, habló sin titubear sobre la educación como la única fórmula efectiva para erradicar el crimen y, llegado el momento de su retiro, se dedicó a viajar por el mundo sin olvidar que tiene aún pendiente un safari en el África salvaje para conocer leones. Su maleta y su nuevo bastón están listos siempre, porque descubrir el mundo es una tarea que toma toda la vida y un poco más.
Su padre conservó en su biblioteca la mazorca fosilizada de 1964 como recuerdo de lo que pudo haber sido pero que no fue porque la historia no se escribe en tiempo presente. Sólo lo vivido. Y ella ha sobrevivido.
*Marina Reyes Peñalosa. Fotografía mosaico graduandos Universidad La Gran Colombia. Archivo familiar.
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