Por Sandra Osorio Torres
Cuesta mucho, después de todo lo que ha luchado y vivido, verla ahora perdida entre sus pensamientos, desconcertada ante la realidad, temerosa de cualquier paso a dar, todo por culpa de una ruinosa y vil enfermedad. Huyendo de un presente que no puede enfocar, pero evocando un pasado que aún recuerda con algo de facilidad. Tiene 84 años y cada vez son más escasos sus momentos de lucidez, pero en el último en que estábamos las dos solas, atinó a decirme: “Mija me quiero morir, me desespera el saber que no sé quién soy y que no recuerdo nada”.
Era el día 8 del último mes del año 1925 cuando Aurora nació en el seno de la numerosa familia Guzmán. La niña Aurora llegó ocupando el puesto siete de un total de once hermanos, ocho hombres y tres mujeres. Su madre fue una mujer de campo, entregada a la crianza de los hijos, cultivadora de caña de azúcar y café, así como experta en hacer panela. El padre fue un trabajador incansable cuando podía, pues su salud corporal y mental lo afectaba sobremanera y muchas veces lo veían como a un ser enfermizo. Aurora acababa de celebrar su tercer cumpleaños cuando se presentó la primera tragedia de su vida. Una mañana el padre, atribulado por sus dolencias mentales, decidió acabar con su vida disparándose con una escopeta de cacería. Fue un golpe demasiado duro para toda la familia. La madre, a pesar de tan inmensa pérdida, no podía derrumbarse, aún tenía niños pequeños por los que debía luchar. Acordó con sus hijos mayores que juntos saldrían adelante; la finca daba para vivir, pero todos tenían que hacer un gran esfuerzo conjunto para lograrlo. Los menores asistían a la escuela rural que estaba a cuarenta minutos a caballo.
Aurora cursaba segundo año de primaria cuando una tarde llegó a la finca un forastero de apellido Salazar pidiendo trabajo. La madre estaba reacia a contratarlo, pues aun no llegaba la cosecha de café. El forastero de manera insistente abogó por quedarse, le contó que podría ayudarle en muchos oficios, dio una vuelta por los alrededores de la casa y le dijo:
—Doña, a usted le falta un huerto más completo, déjeme yo le armo uno, le aseguro que no va a necesitar comprar ni una cebolla fuera.
—No tengo cómo pagarle —respondió la madre de Aurora.
—No se preocupe me paga con techo y comida.
—Está bien, me ha convencido, pero eso sí, después de que acabe la cosecha se tiene que marchar.
Un año después, el forastero Salazar se convirtió en el padrastro de Aurora, los hermanos mayores lo aceptaron a regañadientes, los menores estaban felices, ya que era un ser bueno que les armaba columpios, los paseaba a caballo y estaba pendiente siempre de ayudar a la madre. Al año siguiente, nació el último hermano de Aurora, este ya no tenía el apellido Guzmán, sino Salazar.
La finca estaba compuesta por 36 fanegadas de tierra con una casa grande de siete cuartos, una sala, dos amplios corredores en madera y una cocina inmensa con una gran mesa de comedor y una estufa de leña con su respectiva chimenea. Hacia uno de los extremos del patio principal había una casita pequeña donde dormían los trabajadores que se contratan para la época de la cosecha de café. Tenía un trapiche donde fabricaban unas deliciosas panelas, una despulpadora y un carro con tres inmensos cajones para secar el café. Además, había un galpón de gallinas y un corral pequeño donde criaban cuyes.
Aurora fue creciendo entre vicisitudes, se convirtió en una mano derecha para su madre en todo lo que fue el cultivo del café. Finalizó la educación primaria en la escuela rural, hubo consenso familiar y decidieron enviarla a estudiar interna a un colegio en la Cumbre. Estaba empezando el tercer año de bachillerato cuando fue llamada de urgencia a la rectoría, el hermano mayor llamó al colegio para que le dieran una dura noticia. Aurora recibió el segundo golpe de su vida, su hermana mayor, Lucrecia, había decidido acabar con su vida ingiriendo un veneno que encontró en el cuarto usado para guardar herramientas, sólo tenía 19 años. Así que empacó sus pertenencias y tomó la primera flota para Bitaco, allí la esperó uno de sus hermanos con los caballos listos; a Lucrecia la estaba velando en la finca toda la familia. Aurora sabía que no regresaría al colegio, su mamá la necesitaba más que nunca, aunque el esposo la ayudaba en la mayoría de labores del campo, junto con los hijos pequeños, ella era un gran soporte emocional para tan duro momento. Varios de los hermanos mayores ya no estaban, se casaron y se habían marchado para sus propias fincas y dos de ellos se mudaron a Cali con la promesa de que aportarían dinero para ayudar con el sostenimiento de la finca.
Aurora era una agraciada señorita de piel trigueña, ojos cafés y cabello con rizos apretados, había heredado algo de genes afrocolombianos de su padre. El cabello fue siempre su talón de Aquiles y fue por ello que terminó tomando ciertas determinaciones que fueron claves para su vida:
—Mamá, odio este cabello, lo peino y lo peino y siento que sigue igual.
—Aurora, hazte una mascarilla de aguacate con miel, para que se te ponga bien suave.
—Mamá, ya he hecho de todo, prefiero cortarlo, pero mientras vamos a Cali lo mantendré con una trenza. Lo que sí tengo claro es que nunca me voy a casar con alguien que no tenga el cabello bien liso, mis hijos tendrán el cabello indio.
—Deja de decir babosadas, más bien ensilla dos caballos que vamos a comprar la leche para hacer el manjar blanco para las fiestas que vienen, ya estamos a 10 de diciembre. Aurora, siento que hay mucho por hacer y que el tiempo no nos va a alcanzar, recuerda que el 23 de diciembre viajamos a Cali para pasar Navidad con tus hermanos.
Se llegó el día, la madre con Aurora y sus hermanos viajaron a Cali, el padrastro prefirió quedarse cuidando la finca, no se sentía bien, su salud estaba algo mermada. La reunión fue bonita y en familia, ya que varios de sus hermanos tenían hijos pequeños que adoraban a la tía Aurora. En la tarde del 2 de enero de 1948, la familia había decidido ir a bañarse al Charco Del Burro, sitio emblemático a donde los caleños iban de paseo. Ese día Aurora y la familia conocieron a un señor muy agradable que jugaba con sus dos hijos.
—Mucho gusto. Víctor Manuel —dijo el señor.
—Mucho gusto. Aurora.
El flechazo fue mutuo, lo presentó con el resto y todos entablaron una amena conversación, él les contó que no era casado y que no vivía con la mamá de los niños: “Los niños viven entre semana con la mamá y el fin de semana conmigo”, afirmó. También les contó que era oriundo de Chipaque, que sus padres ya habían fallecido, pero que tenía seis hermanos que vivían en Bogotá. Aurora estaba tan embelesada repasándolo de pies a cabeza que casi ni oía su historia de vida. Era alto, de contextura media, piel blanca, ojos cafés, sus manos eran delgadas y delicadas, casi de pianista, lo mejor fue ver que Víctor Manuel era peli indio en exceso, Aurora pensó inmediatamente “ahí ni un piojo se puede sostener” y soltó una risilla que llamó la atención de todos. Él era relojero de profesión además arreglaba radios, vitrolas y todo lo que le llevaran a su taller.
Las tardes de los dos días restantes que le quedaban a Aurora para devolverse a la finca las pasó con Víctor Manuel, conoció su taller y la cantidad de clientela que tenía. El noviazgo floreció inmediatamente, sabían que la distancia no iba a ser impedimento. Él prometió ir a visitarla a la finca y ella volver a la ciudad una vez al mes para verlo. La familia gustosa aceptó el noviazgo. Poco después, Aurora se enteró de que su novio padecía de diabetes, una horrible enfermedad que hasta ahora se estaba empezando a desarrollar y que Aurora sabía lo delicada que era, también sabía que requería de extremos cuidados, sobre todo en la alimentación. Había pasado un año cuando Aurora recibió la propuesta de matrimonio, él sí fue rotundo, el novio había reservado la Capilla de San Antonio en Cali para celebrar el casamiento.
Nuevamente la tragedia visitó a la familia. Esta vez el padrastro querido murió de una infección pulmonar severa. Aurora veía como su felicidad junto con su matrimonio se alejaban: su mamá nuevamente sola, ya más vieja, para tanta labor que requería la finca.
El día del velorio estaban todos reunidos, incluido Víctor Manuel. La madre, a pesar de estar apesadumbrada por la muerte del marido, le habló a la pareja y le dijo:
—Su matrimonio no tiene por qué aplazarse, todo sigue en pie.
—Mamá, pero me vas a necesitar —replicó Aurora.
—yo me las apañaré. Víctor Manuel, tienes que hacer muy feliz a Aurora.
—eso haré, lo prometo —respondió Víctor Manuel.
Se casaron en el año 1950, Aurora se radicó en Cali y se dedicó a cuidar de la salud del marido, así que compraba cuanto libro de medicina natural encontraba:
—Qué tanto lees, Aurora —le preguntaba Víctor Manuel.
—Que el agua de berenjena te puede ayudar con tu enfermedad, mañana voy a la galería a primera hora y te compro para hacerte el agua.
—Tantos cuidados me tiene embelesado, jamás creí que alguien se preocupara tanto por mí y mi salud.
—Yo te adoro, Víctor Manuel, por ti y tu bienestar hago lo que sea.
En el lapso de cuatro años, Aurora y Víctor Manuel trajeron al mundo tres hijos, dos mujeres y un hombre. La mayor, Lucero, sería mi mamá; luego le siguió Fred, y la menor fue la tía Gladys. Todos salieron peli indios, como Aurora los había imaginado. Para el abuelo, la felicidad estaba completa; aunque el hijo empezaba a mostrar problemas de salud, puesto que a los dos años tuvo su primera convulsión de la nada. Corrieron a urgencias al hospital pediátrico, los doctores no entendían por qué convulsionaba, no había fiebre y no se había golpeado la cabeza; entonces decidieron darle un tratamiento para ver la reacción. Aurora, con su fe puesta en Dios, confiaba en que los malestares de su hijo iban a ser pasajeros o que a medida que fuera creciendo iban a mermar o a desaparecer. Nunca imaginó lo equivocada que estaba.
Una tarde recibió la visita sorpresa de su hermano menor, quien venía de la finca a comunicarle que la madre estaba muy grave de salud. Inmediatamente Aurora viajó con Víctor Manuel a la finca para traerla de urgencias al hospital. Desafortunadamente la encontró demasiado grave, al parecer venía enferma desde hacía meses pero no había querido preocuparla. Llegaron al hospital y los médicos trataron de salvarla; pero fue imposible, la madre falleció. Aurora había pasado ya por dos pérdidas muy difíciles en su vida, entendía acerca de la finitud de la vida, pero la partida de su madre le quebrantó su fortaleza, las miles de escenas compartidas pasaban como ráfagas por su mente, así como los apoyos mutuos que siempre habían compartido. El saber que ya no podría contar más con ella la afligía demasiado; el sentimiento de orfandad la acompañó por un tiempo. Víctor Manuel fue un gran soporte emocional en ese momento de su vida.
Empezaba el año de 1963 cuando los hermanos de Víctor Manuel le propusieron que se fuera a vivir a Bogotá con la familia, la opción de hacer una sociedad para formar una empresa de transporte lo deslumbró, habló con Aurora y, a pesar de que la muerte de la madre era reciente, ella aceptó mudarse.
—¿Crees que en la capital la medicina esté más desarrollada y puedan saber el porqué de las convulsiones de Fred? —le preguntó Aurora a Víctor Manuel.
—Claro, lo pondremos en manos del mejor especialista posible, vas a ver que todo va a mejorar —contestó él.
Se instalaron en una casa modesta de dos pisos con sala comedor, tres cuartos, una cocina amplia y pisos en madera. Todos llegaron a estudiar al Colegio Americano, las niñas eran las más reacias al frío capitalino y eran las que más extrañaban Cali.
Aurora ya había llevado a Fred donde tres costosos especialistas, pero ninguno acertaba con el diagnóstico correcto. Las convulsiones seguían y a medida que crecía, se le fueron intensificando. Lo peor era que después de cada fuerte convulsión él reaccionaba queriendo salir a caminar sin rumbo. Aurora corría a cerrar la puerta con llave, Fred no podía pisar la calle en ese estado, pero él buscaba la forma de burlar la vigilancia usando el patio y escalando la barda. Muchas veces le pasaba estando en el colegio y ella tenía que dejar todo tirado y salir corriendo para traerlo a casa, desafortunadamente él dependía mucho de ella. Su corazón de madre la llevaba a protegerlo de lo que fuera, ella sabía lo indefenso que terminaba después de cada uno de estos episodios.
Los tres primeros años fueron completamente normales, Víctor Manuel viajaba mucho, esto era algo que no agradaba a Aurora, pues no podía cuidar su enfermedad como debía si él no estaba en casa. Cuando regresaba compartían tiempo en familia, paseaban por los alrededores los fines de semana y se divertían a montones. No se supo en qué momento Víctor Manuel empezó a distanciarse del hogar, Aurora notó algunos indicios pero para ella era increíble siquiera pensar que existía alguien más en la vida de él, creía que ella y sus hijos eran su todo. Estaba muy equivocada y debió hacerle caso a sus presentimientos. Después del regreso de uno de sus viajes, Víctor Manuel le dio una de las peores noticias.
—Aurora, no sé cómo empezar a decirte esto, has sido una mujer demasiado especial en mi vida, me has dado tres hermosos hijos, de lo cual estaré siempre agradecido, pero yo necesito marcharme de la casa, he conocido a alguien y me voy a vivir con ella. —Aurora sintió un corrientazo de pies a cabeza y sólo logró decir:
—¿Qué me estás diciendo? Tiras a la basura nuestro matrimonio por otra, ¿qué pasará con los niños?, ¿cómo van a tomar esto? se nota lo poco que te importamos, yo sí sabía que venirnos para Bogotá no traería nada bueno.
—Cálmate, hablaré con ellos y estaré pendiente de pasarte una mesada, no va a poder ser mucho, pues esa persona está embarazada y tendré que dividir el dinero entre ustedes y nosotros.
Aurora sintió que le faltaba el aire, palideció de tal manera que sólo atinó a sentarse, no lograba organizar las ideas que estaba escuchando de Víctor Manuel, hubiera preferido que ese hombre nunca hubiese sido tan perfecto, hasta hubiera preferido un maltrato, una mala palabra, que oír todo lo que decía.
—Necesito que apenas los niños regresen del colegio, les hables e inmediatamente te vas. Todas tus herramientas te las llevas para que en mi casa no quede rastro alguno de tu existencia —sentenció Aurora.
Era tanta la ira y la tristeza que se encerró en el cuarto de las niñas y rompió a llorar. Su carácter fuerte y recio se quebró, sintió que el cielo se le juntaba con la tierra, sabía que Víctor Manuel no iba a poder suplir el dinero que necesitaban para vivir y menos con las caras consultas que estaban pagando por Fred. La sociedad con los hermanos, por la cual habían decidido trasladarse a Bogotá, no estaba funcionando del todo, escasamente daba para sobrevivir. No paraba de llorar y hablar en voz alta “cuánto extraño a mi madre, cuánta falta me hace para poder contarle por lo que estoy pasando, necesito oír sus consejos”. Oía al marido juntar todas las herramientas, cuando de repente oyó las voces de sus hijos que al unísono gritaron:
—Hola, papá, ¿y esas maletas?
Aurora se estremeció, se limpió las lágrimas con un pañuelo que tenía en un bolsillo del delantal, se pasó las manos por el cabello, respiró profundamente y se revistió de una valentía envidiable, como fuera le haría frente a la vida, sus hijos la necesitaban más que nadie, además su fe en Dios era inquebrantable y sabía que la iba a ayudar a salir de tan aciaga situación. Aurora salió con los ojos tan rojos que parecían más bien dos grandes gotas de sangre, los niños al verla se sobresaltaron, necesitaba oír lo que les tenia que decir Víctor Manuel, pero más que nada, necesitaba que sus hijos la vieran fuerte, en ese instante presintió que los cuatro tenían que aprender a vivir sin la ayuda de él. Víctor Manuel no sabía cómo empezar explicarles a sus hijos su decisión, solo titubeo y les dio una desteñida justificación.
—Ehhh, mis niños, esas maletas son porque me voy de la casa, estaré muy pendiente de ustedes, pero acá ya no puedo vivir más. —Para los niños, esa explicación dejó más preguntas que respuestas, además de una amarga tristeza en sus tiernos corazones. Aurora intercedió:
— Yo les explico luego detalladamente. —A pesar de todo, rompieron a llorar. Víctor Manuel agarró sus maletas las puso en la cajuela de su Ford verde modelo 60 y se marchó.
Desde ese día, Aurora se revistió con una coraza de acero y se convirtió en una fortaleza humana. A los pocos días, logró mudarse de casa a una más pequeña donde el arriendo y los servicios no fueran tan caros. Los hijos no superaron la ida del padre, la tristeza estaba aposentada en todo los rincones de la nueva casa, cual nube densa antes de una tempestad. Aurora empezó a buscar un trabajo que pudiera hacer desde casa, así no tendría que descuidar el hogar y podría seguir cuidando de Fred. Se ofreció como modista en el barrio y así empezó a ayudar al desvencijado hogar. El aporte del ex marido no era mucho pero ayudaba. No habían pasado tres años de la partida de Víctor Manuel cuando una tarde recibió una llamada.
—Aló, Aurora, ¿eres tú?
— Sí, qué necesitas.
—Te cuento que la sociedad está teniendo muchos problemas, económicamente la vamos a tener que disolver, en este momento estoy muy alcanzado de dinero, así que por ahora no voy a poder cumplir con la mesada para los niños.
—Ahh, alcanzado económicamente, o más bien, ¿no será que tu mujer está por dar a luz a tu segundo hijo y necesitas la plata de mis hijos para dársela a ellos?
El silencio al otro lado de la línea fue ensordecedor, Víctor Manuel no sabía que alguien había corrido con el chisme a donde Aurora de que su mujer estaba nuevamente en embarazo. Sólo atinó a decir:
—Aurora, no sabía que ya estabas enterada, te juro que no es por eso, te prometo que apenas vuelva a trabajar en forma arreglando los relojes, te envío todo el dinero completo.
—A mí no me prometas ni me jures, qué decepción fue haberme fijado en ti para que fueras el padre de mis hijos. —Y le colgó, un sentimiento de vulnerabilidad la embargó, ¿en qué momento lo había sublimado tanto?
Sabía que iba a tener que trabajar el doble para lograr mantenerse ella. Además, los hijos estaban en la adolescencia y el gasto era mayor. Las jornadas de trabajo eran duras, se sentaba en su máquina Singer y cosía sin parar hasta bien entrada la noche. Aprovechaba cuando ya los hijos se dormían para adelantar cuanta costura pendiente tuviera, pues plata era lo que necesitaban.
Una tarde llegó una vecina a recoger un vestido y le contó que hacer obleas era un negocio rentable. Si se conseguía uno o dos clientes grandes, fuera de la venta en la misma casa, terminaba siendo un negocio que dejaba bastante utilidad. No le prestó mucha importancia al comentario, pues no quería que la vecina notara su interés. Pero la idea le empezó a retumbar cual trombón de banda de guerra en su cabeza, ¿y si ella tenía razón?, ¿y si de verdad era rentable? Fue a la Biblioteca Nacional y consultó sobre recetas de cómo preparar obleas y los diferentes modelos de máquinas para hacerlas. Al día siguiente, se dirigió al centro y ubicó un local donde vendían maquinaria de segunda para diferentes cosas, entre esas la máquina de hacer obleas, sin titubear entró y compró una. Los ingredientes la esperaban en casa, tenía que ensayar inmediatamente, necesitaba encontrar clientes, al igual que el punto perfecto para que la lámina delgada con el contacto del manjar blanco se deshiciera en la boca. “Con todo lo que me gusta el dulce espero no terminar comiéndomelas todas yo”, pensó. Sí, fue un negocio que la ayudó a subsistir; pero bastante sacrificado, pues la máquina tenía que estar muy caliente para que la oblea estuviera en su punto, por lo que si había que hacer muchas, el calor en las manos y brazos se volvía insoportable y el producto ya terminado se tornaba bastante delicado para manipularlo. Las niñas trataban de colaborarle, pero tenían sus obligaciones con el colegio y muchas veces le tocaba a Aurora sola.
Habían pasado ya unos años cuando una fría mañana de mayo la llamó una de las hermanas de Víctor Manuel.
—Hola, Aurora, soy Rosa, ¿cómo estás?, ¿cómo están los muchachos?
—Hola, Rosa, todos bien, ¿y allá?
—Aurora, llamo para comentarte algo de Víctor Manuel. —Antes de que Rosa hubiera terminado la última sílaba, Aurora la increpó:
—Sólo me interesa saber que existe para que me pague lo de la manutención de mis hijos. Ya son más de dos años que no recibo un céntimo de él.
—Aurora, entiendo que estés contrariada, pero mi hermano está muy regular de salud, por favor manda a mis sobrinos para que lo visiten, él los extraña, y mucho. —Aurora se quedó en silencio por un eterno momento—. Aurora, ¿estás ahí?, ¿Aurora?
—Rosa, te aviso cuando los vaya a mandar, te tengo que colgar, estoy ocupada.
Se sentó, debido a que sentía que el aire le faltaba. Los recuerdos llegaban como ráfagas a su cabeza, cual destellos de luciérnagas en noche oscura. Cuántos cuidados tuvo ella para con él, cuántos libros leyó para estar enterada de cómo tratar esa horrible enfermedad desde la alimentación, ¿para qué?, ¿para que prefiriera a otra mujer? Cerró los ojos con fuerza y unas lágrimas tímidamente se le asomaron, se pasó la mano rápidamente por la cara y solo atinó a decir: “No vale la pena”. Habló con los hijos y les comentó la llamada de la tía Rosa. Al fin de semana siguiente, fueron a visitar al papá, pasaron la tarde con él, charlaron de muchas cosas. La hija mayor le contó que tenía novio y que estaba muy enamorada. La tarde pasó rápido, se tenían que ir, pero prometieron regresar a verlo. A la casa llegaron tristes porque no lo habían visto bien de salud.
Pasó un año para que la hija mayor tomara la determinación de casarse, a Aurora le pareció que era muy joven y que lo mejor sería esperar, pero Lucero ya tenía clara la decisión y se casó, los nuevos esposos se fueron a vivir al pueblo de donde era oriundo el novio. Al año siguiente, nació la primera nieta de Aurora y Víctor Manuel, él pedía constantemente poder verla, aunque estaba muy mermado de salud disfrutaba a más no poder la visita de la nieta.
Aurora se destacó siempre por ser una autodidacta y muy buena lectora, uno de sus refugios fue la Biblioteca Nacional, donde no paraba de buscar en libros información acerca de la enfermedad que aquejaba al hijo, pero era muy poco lo que encontraba. Los ataques seguían con mayor frecuencia, él buscaba siempre salir corriendo a caminar sin dirección, muchas veces llegaba a las horas de haberse marchado, otras veces pasaban 2 o 3 días y aparecía en estado deplorable, golpeado, porque le daba el ataque en la calle o porque la gente lo confundía con un indigente y lo maltrataba. Aurora limpiaba sus heridas y golpes, lo alimentaba y abrigaba, pidiéndole que por favor no se volviera a marchar, estas escenas pasaron muchas veces, del muchacho quedaba poco, ya era un hombre alto y atlético, pero enfermo mentalmente. En sus momentos de normalidad, era querido por los vecinos y la policía que vigilaba el barrio, incontables veces lo encontraron vagando a cientos de kilómetros de la casa, lo rescataron de la calle y se lo trajeron a Aurora, quien cada vez que lo veía llegar sentía su corazón brincando de emoción, era su hijo y, así llegara magullado, lo abrazaba con fuerza, pues lo volvía a tener cerca de ella.
Corría el año de 1972 cuando la tía Rosa volvió a llamar.
—Aurora, te llamo porque tienen que venir pronto, Víctor Manuel está agonizando —Aurora se estremeció de pies a cabeza y le contestó:
—Llamo a Lucero para que se venga y nosotros tres ya vamos para allá.
Fue un día demasiado duro para todos, no fue fácil ver a Víctor Manuel agonizando, ciego y con un grave problema renal; la diabetes había hecho de las suyas y prácticamente lo aniquiló. Hacía bastante que Aurora no lo veía, la pérdida de peso había sido exagerada, solo atinó a pensar: “Conmigo jamás hubiera terminado así de mal”. Víctor Manuel murió a la madrugada después de despedirse de toda la familia, a la edad de 48 años. Aurora no asistió a las honras fúnebres, prefirió quedarse en casa con los recuerdos agolpados, con la certeza de que lo había amado y con el dolor de que él había decidido cambiarla por otra. A la semana siguiente, el ex cuñado Luis la llamó:
— Aurora, muy buenas tardes, ¿cómo está?
—Bien, Luis, gracias, ¿ y eso que me estás llamando?
—Ehhh, no sé cómo explicártelo.
—No entiendo, Luis, ¿qué es lo tan difícil de explicar?
—Aurora, Víctor Manuel dejó dos carros que tenía con la sociedad, están en muy mal estado y los pensamos vender, pero tú debes de contratar un abogado para tener derecho al dinero, yo quisiera que fuera tuyo, pero la otra mujer está de por medio, debemos hacer un trámite legal.
—Luis, usted sabe que soy la esposa legítima, sólo conmigo se casó, pero ¿sabe qué?, esa plata no me importa désela a la persona que ustedes crean. Total, jamás fueron soporte para mí, ni cuando me dejó y menos ahora que se murió. —Luis no alcanzó a responder nada, pues la tirada del teléfono más el beep al otro lado de la línea lo ensordecieron. A Aurora la parte monetaria ya no le importaba, llevaba años subsistiendo con el negocio de las obleas y la ayuda que le daban sus hijas.
Una mañana, Aurora se levanta oyendo en las noticias de la radio acerca de las consecuencias de que Nixon hubiera dimitido. Fue al cuarto de Fred para preguntarle qué quería desayunar, no lo encontró, él había tendido la cama como siempre lo hacía después de levantarse. Bajó rápido a la cocina y vio un vaso lavado en el mesón, era señal de que había tomado un poco de leche. Fue al patio, entró al cuarto de la hija, ella tampoco lo había visto ni sentido, Fred no estaba por ningún lado, se había vuelto a marchar. La embargó nuevamente ese sentimiento de dolor de madre y una corazonada muy fuerte, puso su cara entre sus manos y lloró desconsoladamente, la hija bajó a consolarla.
—Mamá, sabes que Fred siempre regresa, no llores.
—No tenía que salir.
—Vamos a la estación de policía, de pronto lo han visto.
—Tú sabes que si ellos lo hubieran visto, ya lo habían traído de vuelta.
—Voy a llamar al hospital, puede que esté ahí, vi que se llevó su billetera.
—Sí, buena idea.
Ese fue el último día que vieron a Fred, pasaron los días, los meses y los años y del hijo jamás se volvió a saber. Aurora albergaba la posibilidad de que volviera, siempre imaginaba que tocaban a la puerta y era él, o que recibía una llamada del hospital donde le avisaban que estaba recluido, o que el carro de la policía llegaba y de ahí se bajaba Fred. Recorrió mil veces las calles de la capital en su búsqueda, visitó hospitales, comisarías y hasta morgues; pegó fotografías y sacó anuncios en la radio con su descripción. Pero todo fue en vano.
Habían pasado más de cinco años de la desaparición de Fred, cuando una tarde sonó el teléfono, era su hermana menor Eva.
—Hola, Aurora, ¿cómo estás?
—Hola, Eva.
—Te llamo para contarte que es mejor que te vengas para Cali, me contaron que hay unos colonos que se quieren adueñar de la casa de la finca y de tu terreno que no está cultivado.
—Yo dinero no tengo para arreglar nada. Además, la casa es de las dos, ¿por qué no vas tú para que te vean y no la invadan?
—Con mayor razón. Acá hay forma de cultivar y tener dinero, estás en tu tierra y son tus cosas. Yo sola no voy, si vienes vamos juntas. Acuérdate que no se le ha instalado la electricidad y a mí pasar las noches con vela y sola no… me muero del miedo, además a mí el campo no me gusta y tú lo sabes.
—Necesito pensar y hablar con las muchachas, te llamo mañana y te aviso qué decido.
La llamada de la hermana la dejó pensando, la esperanza de que Fred volviera cada vez estaba más lejana, la hija menor se había casado, ya tenía un hijo y la mayor había completado tres, vivían en sus respectivos hogares y ella se había quedado completamente sola. Pensar en la finca le daba tranquilidad, cerró los ojos y se transportó, llegaron a su mente bonitos recuerdos, el cultivo del café, la molienda para hacer la panela, los árboles cargados de naranjas y guanábanas, el clima que no era tan frío como en la capital ni tan caliente.
Decidió irse, “sólo necesito una semana para empacar lo que quiero llevarme, el resto lo regalo”, pensó. Entregó la casa y se dirigió a la agencia del Expreso Bolivariano para comprar el tiquete a Cali. Doce horas después, llegó a la terminal de transporte de la sucursal del cielo, donde su hermana Eva la esperaba. Inmediatamente abordaron el bus escalera, o chiva, para llegar ese mismo día a la finca.
Habían pasado más de dieciocho largos años sin volver a su verdadero hogar, apenas divisó la entrada sintió que su alma se conectaba con su terruño y un gran presentimiento que ahí iba a renacer la embargó. Sí, ya tenía 56 años y había mucho por hacer, empezando por arreglar la casa que estaba demasiado descuidada, así como hacerle conectar la electricidad. También había que arreglar el terreno, 16 fanegadas invadidas de matas que tendría que mandar a limpiar, allí podría cultivar café y plátano a la vez. Sabía que la Caja Agraria le prestaba a los caficultores y la Federación Nacional de Cafeteros daba las semillas y la asesoría completa para quienes fueran a sembrar café por primera vez. Aurora suspiró y en voz alta repitió la consigna que siempre la había mantenido en pie “manos a la obra, porque querer es poder”.
Durante más de veinte años se dedicó prácticamente sola a sacar la finca adelante, aunque tuvo sus bemoles, logró convertir su terreno en un próspero cultivo de café y plátano, donde criaba pollos y cuyes; hasta horticultora de orquídeas y anturios se volvió. Sus nietos crecieron y trataban de pasar las vacaciones acompañando a la abuela en la finca. En los últimos cinco años, fue premiada por la Federación Nacional de Cafeteros porque su café, además de ser tipo exportación, era tipo gourmet.
Los años la estaban mermando y por esto sus hijas y nietos, que ya viven fuera del país, decidieron que la abuela se fuera a vivir con ellos. Puso mil excusas y un montón de objeciones para no irse, al final a regañadientes se marchó, pero su alma y su corazón siempre se quedaron en la finca.
Vive con mi tía, a la que le dice mamá, y su familia; pero cada quince días me visita, pasamos el día juntas, me gusta verla, así me pregunte 10 o 100 veces lo mismo.
—Mija.
—Sí, abuelita.
—¿Dejarían los caballos bien amarrados y con el balde de agua lleno a su lado? Venían cansados por tanto calor.
—Sí, abuela, ellos están bien.
—Mija, ¿a qué horas viene mi mamá a recogerme?
—A la tarde, abuela, después que almorcemos, ella va a llegar a la hora del café. Abue, ¿quieres que pintemos mándalas?
—No, hay mucho por hacer, tenemos que despulpar el café, abrir los carros para que el otro se seque, empacar el que ya está listo e irnos a Dagua a venderlo a la Federación.
Inconscientemente le recuerdo que estamos en Estados Unidos, en la Florida, que ya no hay cultivos de café, porque ya no hay finca. Se para, mira hacia la ventana, luego me mira fijamente y me señala hacia el patio:
—Y esos cultivos, entonces, ¿de qué son? —Entorno los ojos, la quiero refutar, pero inmediatamente recapacito y sólo atino a abrazarla fuertemente y decirle:
—Abue, mejor veamos televisión.
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