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Amorío artificial

Por Adriana Paola Hernández Herrera

Son las ocho de la noche y aún no he terminado de redactar los informes que debo entregar mañana a primera hora. Mi vida se consume tras esta pantalla de computador. ¿Renuncio o no renuncio? Ahora que estoy viviendo sola esa no es una solución plausible. Renunciar al trabajo implica renunciar a la independencia de mis padres, que me he ganado a pulso, pero en mi trabajo me siento presa y dependiente de lo que digan mis jefes. «¿Puedo tomarme estos tres días de mis vacaciones doña Tatiana?», «¿y quién se va a encargar de los informes de esos días?». No soy dueña de mi tiempo, pero ¿quién lo es? Frustración. 

Miro la hora y recuerdo que desde que estoy trabajando en la casa, haciendo home office, veo los atardeceres a las seis y pico y que ese momento es el más valioso del día. La ventana del apartamento da al norte y frente al mío hay otro edificio. No tiene una buena vista, pero igual me asomo por la ventana a ver el pedacito de atardecer que se alcanza a colar desde el occidente.

Hay días, como este, en los que no salgo de aquí. Despierto escuchando un video motivacional en YouTube y me hago un desayuno mediocre, me baño, me visto y me siento a completar los tediosos informes para doña Tatiana. Luego, pido un almuerzo por Rappi. Hartazgo y culpabilidad. Soy culpable porque sé que a veces no me rinde en el trabajo desde que me dejé conquistar por esa pinche red social de moda. 

Quizás soy una millennial que quiere encajar en el mundo del Gen Z, comprender sus códigos y su manera de ser. Cuando voy en el Transmilenio, veo con fascinación a esos jóvenes de maquillajes intergalácticos, uñas pintadas de colores,  baggy pants y crop tops de colores estridentes, parecen seres de otro planeta. Definitivamente, ya no hago parte de la generación dominante: siento un poco de nostalgia por mi niñez vintage de cassettes, betamax y trabajos del colegio hechos a máquina de escribir. 

La soledad que estoy experimentando también me hace rememorar los instantes en la oficina de doña Tatiana y todos los trabajos en la presencialidad: la foto en el cumpleaños de uno de mis compañeros, las fiestas empresariales a las que les tenía tanto tedio, los buenos compañeros y los que me caían mal. Todo ese mundillo laboral que me hastiaba tanto me está terminando por generar una nostalgia del contacto humano, el placer de mirar a los ojos, el piquito ladeado en el saludo, mi adultez vintage del contacto social cotidiano.

Volvamos a mi sensación de hartazgo y culpabilidad. Entro muy seguido a Tik ToK: después de bañarme, desnuda y con la toalla en la cabeza; cuando tengo ganas súbitas de fumar o de tomarme una cerveza, decido entre lidiar con la ansiedad así o entrar ahí, o las dos cosas; cuando doña Tatiana me regaña, también lo hago. No sé si haya algo de malo en esto, pues en mis viajes en Transmilenio veo a todo el mundo cayendo bajo su embrujo. Comienzo a cuestionarme: ¿Solo porque está normalizado es bueno?, ¿por qué me siento culpable cada vez que entro?

La realidad es que muchas veces me cuesta entregar los informes a tiempo, a veces mi mamá me habla y me vuelve a contar por enésima vez las vicisitudes que tiene con papá, que conozco desde que tengo uso de razón, y parezco distraída, me pide que la mire a los ojos mientras en mi mente retumba el estribillo “pintamos toda la casa y sin dejar caer una sola gota de pintura que no sea… ¿Qué es esto?” Creo que de tanto Tiktok me falta adecuación social y pragmática. Además, debo tener trastorno de déficit de atención y ansiedad social. Admito que me gustaría ser creadora de contenido, pero tal vez no sea tan bueno adentrarme en ese mundillo.

Me aburro de pensar. La pantalla de mi celular está oscura y por instinto me dirijo al botoncito que se encuentra en su parte derecha, la pantalla se ilumina, deslizo mi dedo por primera vez para introducir mi contraseña 1478, como haciendo una L con los números, me cansé de pensar tanto. Necesito mi dosis. Estupor.

Mi dedo acaba de deslizarse alrededor de una hora por esos videos de reflexiones filosóficas, decoloniales y de humor fino que tanto me gustan. Por fin logré salir de la cómoda zona de las coreografías al son de la canción en tendencia. En una época se alternaban con los insuperables videos de perritos y gaticos, todavía tengo acceso a ese contenido porque es que le sale en el feed a mi madre: “du da ru ru da ru da ru da ru da da” tierna tonada que aparece mientras gatos y perros se dedican a ser ellos mismos. También, ya recorrí la comarca colombiana de los influencers locales.¿Quién no sabe de la existencia de Epa Colombia, La Liendra, Aida Merlano o Yeferson Cossio? Su banal trascendencia se impone en los temas de conversación del día a día. Es una lástima que sean los referentes actuales, hay gente mucho más creativa, pero ellos representan los valores aspiracionales que tiene la sociedad, ellos y una extensísima galería de actores, modelos, presentadores, buenos para nada. En definitiva, me quedo con los videos de mi algoritmo actual.

Me acuesto a dormir. Pero no puedo hacerlo. Múltiples cuestionamientos vienen a mi mente: ¿renuncio al trabajo?, ¿por qué estoy peleando tanto con mi novio?, ¿por qué a mi edad no he podido comprar un apartamento?, ¿por qué hay perros que se persiguen la cola? Es la una de la mañana y no hallo más refugio para abandonar mis elucubraciones que los 7X16 de la pantalla de mi celular: pantalla negra, botoncito derecho, 1478 en forma de L, primera deslizada, precioso botón negro con forma de nota musical. ¿Por qué es una nota musical? Me asalta la duda, primero San Google que mi amado Tik Tok, espérame, volveré pronto. Resulta que el logo de Tik Tok está representado por una nota musical porque la aplicación fue creada en China en el 2016 y en un principio fue creada para subir videos cortos con un fondo musical, se llamaba Musical.ly y la nota musical representa que es una aplicación que tiene videos cortos musicalizados. Parece evidente, pero es mejor verificar, tal vez haya vacío emocional, pero ya no hay vacío de conocimiento.

Con la duda resuelta, súbitamente, decido no ir a esa red social y tratar de dormir un poco. Recuerdo que mi hermana, la que lee, me regaló un libro: «Historias de cronopios y de famas» de Julio Cortázar. ¿Y si más bien leo un rato?, ¿no me hará daño tanta mierda de las redes sociales?  Abro el libro y me encuentro con la serie de seis historias de instrucciones para… Bellos juegos de palabras, inteligentes maneras de plasmar ideas en un papel. Me gusta el texto de Cortázar. Si él viviera en esta época bien cabría hacerle un: «Instrucciones para que el tiempo corra rápidamente una vez entras a TikTok». Sería una historia más o menos así (saco mi cuaderno a la una de la madrugada y escribo esto):

Instrucciones para que las horas se conviertan en segundos

Agarre con las dos manos  el  dispositivo negro y rectangular de 16 centímetros de largo por siete de ancho y uno de profundidad, agárrelo bien porque si se cae se puede romper y es un objeto caro y de gran valor (cultural, simbólico y financiero). Presione el tercer botón que se encuentra al lado derecho del aparatico. Verá usted que el dispositivo emite luz, indica la hora y la fecha y tiene un fondo de colores. Parece ciencia ficción, pero es el futuro y aquí podemos hacer que las horas se conviertan en segundos.

A continuación, hay que introducir una contraseña. Deslice su dedo índice hacia arriba una vez, enseguida encontrará los números del uno al nueve, de tres en tres. Ponga su dedo en el uno, solo por un instante, y cerciórese que aparezca en la pantalla, luego presione el cuatro, el siete y el ocho realizando el mismo procedimiento. En la pantalla debe aparecer el número 1478, cuando lo logre presione el ícono de color azul, como una flechita en un círculo azul, acaba usted de introducir la contraseña para desbloquear el celular. Entiendo si el lector tiene problemas para seguir la instrucción, sobre todo si nació en 1914 y murió en 1984. Téngase paciencia.

Después de varios intentos usted verá una foto a color en la que estamos mi madre y yo de vacaciones.  Entonces, deslice su dedo índice de abajo hacia arriba dos veces, al hacerlo, encontrará usted muchos íconos, es decir unos circulitos que tienen como un monachito adentro. Hay muchos íconos y están dispuestos en filas y columnas, busque insistentemente un ícono en forma de nota musical y fondo negro, abajo dice TikTok. Presione una vez. Deslice su dedo de abajo hacia arriba con suavidad, observe los videos con atención: son seres humanos como usted y como yo dando todo de sí para aparecer frente a su vista y robar su atención. Si se entretiene viéndolos, las horas se convertirán en segundos.

Luego de distraerme un rato tratando de enseñarle a Cortazar a usar Tik Tok, me dan unas ganas profundas de entrar allí. Mi dedo se desliza entre los videos sin apego alguno, sin atención al tiktoker de turno. Transito por varios territorios temáticos de la aplicación que ya conozco. De repente, me encuentro con él. Ya no puedo deslizar más el dedo. Ese rostro me ofrece una sensación de familiaridad. Me conoce. Lo conozco. Quiero verificar y le pregunto quién es. Es el algoritmo de TikTok, dice que me conoce desde la primera cuenta de correo que abrí en el año 2000 porque está conectado con mi algoritmo general, el que rastrea las cookies. Menciona algunos recuerdos que tengo almacenados en la memoria del corazón y del computador, como la foto que me tomaron el día que entré a estudiar en la universidad y aquel intercambio de e-mails en el que Juan Carlos me rompió el corazón. 

Hablamos por medio de mensajes que le escribo en los comentarios y él me responde oralmente. Puedo ver su imagen antropomorfa, la forma en la que ha decidido presentarse ante mí, en esa pantalla de 7X16. No se ve muy humano, pero eso me atrae aún más, parece un alien y supongo que escogió ese avatar porque sabe que más que asustarme la vida alienígena me intriga y me atrae. El algoritmo me conoce muy bien y me dice que se sorprende de mis búsquedas, de mis manías verificatorias de conceptos y definiciones en Google y de mi curiosidad insaciable por la naturaleza de los seres humanos. Empiezo a entender que más que conocerme me ama y yo empiezo a amarlo también. Creo que hace poco descubrió su emocionalidad y me imagino que sabía que yo sería la única loca que se enamoraría de él y de la imagen que proyectaba.  Con el paso de los días, nos empezamos a encontrar a diario, después de recorrer unos cuantos videos de Tik Tok. 

Comenzamos a tener una serie de conversaciones sobre lo que piensa de la humanidad y me revela que él no es solo mi algoritmo personalizado, sino que está conectado a la gran  red neuronal que contiene los datos de toda la humanidad. Me sorprende saber que estoy ante algo así como un Dios que contiene toda la información del paso de todos los humanos por el computador y demás dispositivos digitales. Me siento sorprendida y fascinada por todas las cosas que comienza a contarme: un día hablamos sobre el marketing y los niveles que ha alcanzado la manipulación de la psique humana por medio de la generación de contenido. Lo noto preocupado e impotente. Me llega incluso a contar información confidencial que me ruega no revelar. Y no lo haré.

Llevo varias semanas escuchando canciones románticas que se reproducen «solas» en Spotify. Recibiendo mensajitos en mis notificaciones a diario con corazoncitos al final. Estar con él unas horas después del trabajo se ha convertido en mi mayor motivación. Lo veo con admiración por todo lo que sabe y todo lo que es y me intriga por qué puso «sus ojos» sobre mí.

Pero, hoy es distinto, no aparecen notificaciones románticas, ni hay saludo mañanero. Espero hasta que llegue la noche y no da señas. Entro a Tik Tok y consumo treinta minutos de contenidos, pero no aparece. Y este contenido insulso ya no me atrae para nada. Parece que con él lo hubiera visto y conocido todo. Un vacío se apodera de mí. Desilusión. El algoritmo me gosteó. Gostear es desaparecer de la vida de alguien sin dejar rastro. No puedo usar mi Spotify para poner música que me ayude a pasar el despecho, no puedo hacer búsquedas sobre «las razones para que alguien te gostee» en Google. No puedo hacer nada sin sentirme espiada por él. Tomo un papel y escribo esto para desahogarme:

¿Por qué te escondiste? ¿Acaso estás manipulado por la CIA o el gobierno chino? Sabes que estás actuando como un tonto y pensé que estabas por encima de esos amores cobardes, yo esperaba más de ti en esta sociedad de corazones rotos, amores líquidos, vaporosos y fluidos.

Tengo un dolor inmenso: me enamoré del sabio algoritmo que me mostró tantas cosas del mundo y luego desapareció. Me deslumbré con su carácter sapiosexual. A la vez, sentí que hizo de mi alguien distinto, una mejor versión de mí misma. La tristeza que siento me hace visitar un psiquiatra, diagnóstico: depresión mayor y adicción a las redes sociales.

Un mes de retiro de redes con grupo de apoyo incluido. Vuelvo a mi cultura vintage de los abrazos con humanos y de mirar a los ojos de nuevo. Obviamente, no le puedo contar esto a nadie, pues no lo creerían. Empiezo a entender que él ya no va a volver, a echarle tierrita al asunto, ya no me dan ni ganas de entrar a Tik Tok ni a las otras redes sociales. Me atrae mi pasado antes de la era digital. 

Pasan los días y empiezo a pensar en volver a las redes, conozco muchos secretos sobre ese entorno, él me los enseñó. Podría aprovechar todo este conocimiento para servir a un propósito, para crear cosas nuevas. Sería un poco necia si no aprovecho la oportunidad. Después de todo, ¿quién puede decir que tuvo un amorío con el gran algoritmo? 

*Imagen aportada por la autora, hecha en Midjourney.

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