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Amanece en otoño

Estoy solo. El pequeño Felipe duerme y Ángela está de viaje. Son poco más de las diez de la noche y cuando termine de escribir quizás esté entrando la madrugada. Sé que voy a escribir lento, con muchas pausas. El sol ya no se ve pero aún pinta el cielo de azul oscuro, profundo, silencioso. La noche se resiste a aparecer y yo la llamo a gritos. Me responde que ya viene, que tranquilo. Siempre me he sentido más seguro en la noche, menos inquieto, como si ya me entregara a la oscuridad y a la infinita misericordia de sus contornos indescifrables. La oscuridad me da la sensación de que el mundo no existe, que aquello que habita en las penumbras no son más que trazos borrosos sin ánima, que nada me atormenta ya. O casi nada. Solo me jode saber que de nuevo van a llegar el día con su luz. Con el mundo.

Es muy difícil llegar de nuevo a este teclado con la voluntad quebrada y las palabras perdidas. Es muy difícil para mí encontrar los términos adecuados para poder expresar lo que siento y tener que usar las palabras “términos adecuados” que me parecen un maldito cliché sin gracia. Las letras se me caen en desorden al vacío, al vacío de mi alma que ya no le encuentra sentido a nada. Estoy acá con las luces apagadas entregando mis retinas al resplandor de la pantalla. Dicen que eso no es bueno para los ojos, pero lo hice deliberadamente para ver si por fin me concentro, para no ver nada más, para expiar todo este mazacote que tengo por dentro mientras mis pupilas hacen lo que pueden.

Hace mucho tiempo no escribía por la noche. Es decir, ya es de noche, escribo lento mientras voy sorbiendo una cerveza despacio. Las 11:20 pm, para ser precisos. No recuerdo hace cuánto dejé de escribir a oscuras, pero sé que son años, porque no lo recuerdo. Y estar acá sentado tirándole letras a la pantalla me ha llevado en el recuerdo a momentos sublimes de noches pasadas, muy pasadas, cuando despuntaba de una prolongada adolescencia a una adultez furtiva que vino con una paternidad inesperada. Y recuerdo que mis noches de escribir en esos años llenos de pasión juvenil eran un ritual con todas sus ceremonias. Yo escribía a mano sobre papeles amarillentos, a la luz de velas y con un fondo de música clásica. Escribía frenéticamente en hojas y hojas que casi nunca llegaban a ninguna parte. Escribía para mí y eso me extasiaba.

Con el tiempo desaparecieron los papeles, las velas y los rituales. La música clásica si está a la mano y solo cuando tengo que pensar sin nada que me distraiga, pero qué va, hasta esa música me distrae. Y escribir, bueno, escribir para mí es tan natural como respirar, pero como hago cuando respiro, ahora escribo sin consciencia. La inspiración dejó de ser esa musa reveladora de los secretos que le arrancaba a la bohemia ebria para convertirse en el mero acto de esnifar aire.

Creo que siempre he estado ubicado fuera de mí, viviendo como en un cuerpo prestado para poder hacer evidente mi presencia a los demás. Pero en realidad mi mundo interno, del que salgo poco, vive en guerra, en tragedias griegas que solo son visibles de vez en cuando, cuando exploto y se me salen por la nariz y la boca unas cuantas escenas del Tarantino que habita en mi psiquis que solo riega sangre falsa con la mejor interpretación posible.

*****

Ahora las penumbras están llegando antes de lo previsto. Ni siquiera recordaba que había dejado acá estas palabras inconclusas hace unos meses como si de carne olvidada en el congelador se tratara. Ya ni sé por qué el Tarantino que habita en mi mente salió de su guarida ni por qué estaba tan triste. Solo sé que en todo este tiempo mis tristezas se han vestido de colores no porque estén menos tristes sino porque se cansaron de andar por ahí andrajosas, como dando lástima. Mis tristezas ya no quieren esa maldita lástima disfrazada de caricias suaves en el pelo, ahora solo quieren reventar este teclado con los toques de mis dedos impregnados de esta vida que no puedo dejar de vivir. Mis tristezas se han resignado a convivir con mi respiración hasta que el corazón lo decida, y no ese corazón literario coloreado de rojo escarlata y de simetría perfecta entre sus dos lados, sino este corazón que habita en mi pecho aunque yo me empeñe en llenarle de grasa las salidas y las entradas con las porquerías que me trago a diario para matar la ansiedad de mis días estripada bajo kilos de chatarra comestible.

Quizá los días cortos y las noches largas me han subido el ánimo porque soy más feliz en la oscuridad que trae la melancolía y la nostalgia, que me inspiran, mientras yo expiro. Quizás el solo hecho de estar acá de nuevo retando a esta pantalla en un día tan opaco como mi espíritu libre y decidido sea el sofá confortable en el que descansan mis amarguras. Porque acá, mientras escribo, incoherente como siempre, atormentado como siempre, noto con un dejo de sonrisa que mis tristezas siguen habitando en mí pero que han tenido la decencia de ponerse cómodas para no incomodarme. Me han abierto un espacio tan amplio en el alma que ya no hacen presión sobre los anhelos, los propósitos o los logros esperados. Simplemente se han ganado un espacio allí muy dentro y están pagando el alquiler a tiempo para que yo no las pueda sacar y han ignorado mi futuro para no molestarlo, para que él no las moleste. Mis tristezas han transado conmigo sin que yo me diera cuenta en los momentos en lo que extasiado me quedé mirando cómo las hojas dejaban sin resistencia al árbol para hacerse ceniza crujiente en el piso mientras yo las pisaba en el camino que siempre recorro para llegar a ninguna parte. Mis tristezas me han dado una tregua que yo acepto dejándolas vivir en mí con el único compromiso de que me ayuden a escribir. Ellas han accedido generosas porque mis tristezas también se alimentan de lo que yo escribo.

Pues bien, no sé cuándo solté este escrito tan lleno de amargura y tampoco sé por qué lo retomé hoy. Es como si hubiese mirado hacia esa habitación que aún tiene muebles pero que ya nadie la habita porque quién allí estaba se fue para siempre. Decidí entrar, sentarme en la cama, tomar una almohada y abrazarla contra mi pecho para sentir que ese algo, ese alguien, aún habitaba allí. Mis lágrimas se han arrojado al vacío para caer en su mullida textura y las tristezas han gritado desde muy adentro que esté tranquilo, que no me preocupe, que ellas ocuparán esa ausencia por siempre tratando de hacerme el menor daño posible. Yo les agradezco con un sollozo sincero y apretando mis parpados para escurrir el agua salada que le sobra a mi alma.

Estoy solo, el pequeño Felipe está en el jardín y Ángela está trabajando. Son poco menos de las diez de la mañana y terminé de escribir unos meses después. El sol no se ve porque lo ocultan las nubes densas y grises que lloran conmigo. Mi día apenas está empezando, el lavaplatos pide a gritos que le quite toda esa loza de encima, los pisos me recuerdan cada paso que los debo limpiar, la cama me trae el recuerdo de una noche intranquila, mal dormida, con las cobijas enredadas y la sábana desprendida del colchón en una esquina. La luz forzada de este día gris me da la sensación de que el mundo está triste como yo, que aquello que habita en los contornos de mi ser no son más que trazos borrosos sin ánima, que nada me atormenta ya. O casi nada. Solo me jode saber que de nuevo van a llegar las noches con las preguntas que ninguna luz podrá resolver por brillante u opaca que sea. Ninguna.

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