Hace cuatro años murió mi papá. Ese día lo recuerdo a retazos. Recuerdo cuando Patricia tocó a la puerta de mi casa a las 5:40 de la madrugada para darme la noticia. Ella no me dijo nada. Solo me miró y se le encharcaron los ojos. Ya sabía qué me iba a decir. Solo la abracé y le di las gracias por avisarme. Mi papá ya estaba muy enfermo. Yo vivía al lado de la casa de mis padres, en una finca en las afueras de Bogotá con mi esposa, Angelita, y mi hijo mayor, Nicolás.
Recuerdo cuando entré la casa y vi a mi mamá parada en la puerta de la cocina con una agüita de algo en la mano. Me dijo que ella creía que mi papá estaba dormido y que todavía no despertaba. Recuerdo a mi hermano, Luis, con un suspiro largo y un par de lágrimas bajándole por las mejillas, y recuerdo a mis tíos, Néstor y Cristina, reconfortando a mi mamá con caricias mudas.
Recuerdo que entré a la habitación de mi papá sin prisa, muy lento. Recuerdo que mi padre estaba en la posición en la que siempre dormía, de medio lado, pero ya había descolgado el brazo que sostenía la mano sobre la que siempre recostaba su cara. Esa era la señal inequívoca de que su alma ya había abandonado su cuerpo.
Recuerdo que le tomé esa mano y le acaricié la cara. Le pedí a mi hermano que me ayudara a ponerlo boca arriba, para que el rigor mortis no hiciera más difícil acomodar su cuerpo cuando lo fueran a mover.
Recuerdo que empezaron a llegar mis hermanos. Recuerdo que mi hermana, Mónica, llamó a la casa de mis padres y yo le contesté. Me preguntó que cómo se veía mi papá y yo le dije lo mismo que pensaba mi mamá, que parecía dormido, simplemente dormido. Pero yo ya había sentido su piel fría y ya había visto su brazo desgonzado.
Mi papá murió un sábado en la madrugada mientras dormía. El miércoles por la tarde se puso mal. Todas las mañanas, antes de salir para mi trabajo, yo paraba en la casa de mis padres a tomarme un café con ellos, que mi madre me preparaba sin falta. El jueves, mi papá estaba débil, pero estaba todavía lúcido. Lo último que me dijo antes de que yo saliera fue “llegue temprano y hablamos larguito”. Ese día me fui temprano del trabajo, me avisaron que se había puesto peor y cuando llegué a verlo, ya no habló más. Estaba consciente y despierto, pero muy débil para hablar larguito. Estaba muy débil para hablar, hasta la mirada le pesaba.
Esa noche, cuando iba de salida para mi casa a descansar, le di un abrazo. Aún estaba despierto y nos miramos por última vez. Él se despidió con esa mirada que revolvía nostalgia, melancolía, alegría por todo lo vivido y tristeza por lo inevitable. Me miró con la certeza de que para mí sería su última mirada. Yo le repasé la cara, las arrugas, los lunares en sus manos y no pude detener una lágrima que cayó sobre su regazo. Él asintió con la cabeza y miró al piso. Yo sabía que ya era hora de irme. Él sabía que yo lo amaba.
Al día siguiente, el viernes, salí a trabajar y él aún dormía. Había pasado mala noche. Mi hermana Mónica, que estaba con él, me mantenía al tanto de su día. En la tarde lo llevaron a la clínica. Estaba muy mal. Los médicos le daban pocas esperanzas. Él solo les dijo, a mi hermana y a los médicos, que se quería morir en su hogar, rodeado de su gente, que no le hicieran nada más. Cuando llegué a la casa, lo estaban transportando en ambulancia desde la clínica. Pocos minutos después de que llegué, llegó él con Mónica y dos de mis sobrinos, Juanita y Sebastián, que lo acompañaron todo el día. Lo entraron al cuarto en la camilla. Con Luis y un enfermero lo acomodamos en la cama. Estaba dormido por los sedantes, con la respiración pesada, en un sueño profundo. Así se quedó, hasta que los latidos se le fueron esa madrugada, en tanta paz, que mi mamá a su lado creyó simplemente que la respiración le había mejorado porque no hizo más ruido. Se fue.
El sábado en la mañana, mientras mis otros hermanos y algunos familiares se reunían en la sala a acompañar a mi mamá, el cuerpo de mi padre se quedó solo por un momento. Yo me senté a su lado y le empecé a hablar larguito. Inicié esa conversación que nunca tuvimos, a la que nunca llegué, porque el ocaso de ese jueves ya fue muy tarde. Me prometí no prometerle nada, porque siempre incumplí mis promesas. Él ya estaba acostumbrado. Sabía que yo vivía para donde me llevara el viento y él era quién sostenía la cometa de mis días errantes. Le agradecí por haberme dado la vida y por la vida que me dio, tan libre como pudo, alejado de los dogmas, recalcándome siempre que más importante que las creencias era el criterio, que nos permitía creer con fundamento lo que percibíamos como correcto. Le agradecí por ser mi soporte, por los libros de Victor Frankl que dejó debajo de mi almohada para que yo capoteara mis depresiones, por las conversaciones profundas y distendidas en su tiempo de pensión y mi tiempo de desempleo, sobre sus ideas y mis sentimientos, las ideas que yo no le comprendía, los sentimientos que él no me entendía. Pero nos hacíamos compañía. Solo le di gracias a mi papá, no le pedí nada, no lo quería angustiar más. Yo solo quería que descansara por fin. Recosté mi cabeza en su pecho sin látidos, sin respiración. Tomé fuerte sus manos y acaricié una vez más los surcos de sus arrugas, le consentí su pelo cano, le di un par de palmaditas en su mejilla y me despedí para siempre de su cuerpo, que ya no vi más, porque al rato llegaron de la funeraria para llevarse el cuerpo.
De ese día no recuerdo mucho más. Recuerdo que en la tarde, bien tarde, su cuerpo ya estaba en la sala de velación. Recuerdo que fueron muchas personas a darle el último adiós, muchos de mis amigos me acompañaron. Recuerdo sus rostros, sus palabras de aliento, sus abrazos, su inmenso cariño. Recuerdo que vi a muchas personas que no recordaba, pero que conocían a mi padre. Recuerdo sus palabras cargadas de cariño, de lindas vivencias, de mejores anécdotas, porque mi papá era una fábrica de anécdotas. Recuerdo mi mirada clavada en el piso, que solo subía para corresponder las miradas y volvía al piso. Entre rostro y rostro, siempre el piso. Buscaba en mi memoria la sonrisa de mi padre, sus carcajadas sonoras, sus chistes malos, su última mirada, su intención última para que habláramos larguito y la intriga con la que me quedé para siempre, porque nunca lo pude escuchar de nuevo. No supe qué me quería decir.
El domingo lo cremamos. Él no quería que lo enterraran, prefería que sus cenizas se usaran como abono para unos sauces llorones a la vera de un río. En la misa dije algunas palabras. Me sorprendió ver la iglesia llena, me emocionó mucho sentir el afecto que tantas personas le daban a mi padre y lo tristes que estaban de que se hubiera muerto, me conmovió ver personas que no veía hace mucho tiempo allí, acompañándonos, reconfortándonos en la tristeza, demostrándonos que en los momentos tristes los verdaderos sentimientos relucen no importa cuánto tiempo hubiese pasado en el anaquel de la ausencia.
En el cementerio, cuando metimos a nuestro padre al horno crematorio, los seis hermanos y las dos hermanas, toda su tribu, nos abrazamos con mi madre y espontáneamente empezamos a cantar la canción que siempre cantábamos con mi papá en los paseos:
“Vivo en un pueblo tan poco importante,
que nunca para el treeeeeen, que nunca para el tren.
Nadie se sube, nadie se baja, nadie ha viajado en éeeel,
nadie ha viajado en él…”
La portezuela del horno crematorio fue subiendo y el ataúd con el cuerpo de mi padre se fue desapareciendo mientras nosotros entonábamos la canción que surgió sin más, sin haberlo preparado, sin pensarlo, como el homenaje más lindo a quien siempre supo mantener su familia unida a pesar de las adversidades, a pesar de ser tantos y tan diferentes. Al final, estábamos todos, sus ocho hijos y mi mamá, fundidos en un solo abrazo. El viejo se nos había ido y allí estábamos nosotros, su legado vivo y diverso, sosteniendo al otro pilar de nuestra existencia en su infinita tristeza, nuestra mamá.
Mi papá hubiera cumplido 85 años el 15 de septiembre de 2014 y habría cumplido 60 años de matrimonio con mi mamá el 24 de septiembre. Le faltó un mes de vida para redondear los números de su existencia, que quedaron ahí en suspenso, como la charla que nunca tuvimos.
Hoy me cuesta recordar ese momento tan vivido, me tiemblan los dedos acá escribiendo y debo limpiarme los ojos cada tres renglones porque las lágrimas me están nublando la pantalla. Nunca había repasado esos instantes. Pero me debía ese recorrido por los últimos momentos que compartí con mi papá cuando ya estaba abandonando los linderos de su piel para entregarse a la eternidad.
Todavía me quedo noches enteras pensando qué me quiso decir mi papá cuando me pidió que habláramos larguito ese jueves en la mañana. A veces creo que todo me lo dijo con su mirada de despedida. Solo quería decirme que también me amaba. Eso es lo que siempre me imagino. Eso es lo que siempre me ilusiona mientras lo evoco y reviso sus incontables enseñanzas, su magnífico legado.
Ya nos veremos de nuevo viejo querido en esa dimensión en la que ni tú ni yo creemos. Nos veremos en la nada, de donde vinimos, para donde vamos, la eternidad interrumpida solo por ese destello fugaz llamado vida. Una vez más gracias por darme la vida. Gracias por la vida que me diste. Te amo mi viejo. Le rindo tributo a tu memoria en el cuarto año de tu partida con lo único que sé hacer, con lo único que quiero hacer, escribir.
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