Hoy voy a meterme en honduras filosóficas que tal vez no me salgan tan bien. Pero lo voy a intentar. El asunto es sobre esa idea tan preconcebida en el imaginario de muchas personas en la que el capitalismo ha absorbido las posibilidades de la felicidad. Y esto lo hago en el marco de las protestas que sacuden a Colombia en este momento, en donde los protestantes han sido tachados por los sectores más reaccionarios de ser “vagos”, “mantenidos”, “perezosos” y que “quieren todo regalado”. Los típicos reclamos que se le hacen a la izquierda en una paradoja extraña porque, al menos en los textos, la izquierda clásica representa a la clase trabajadora.
Esta reacción me cuestiona el sentido mismo de la vida, porque parece que la vida no cumple un propósito en sí misma, sino que además hay que llenarla de pasos, metas, logros, éxitos y fracasos, tareas cumplidas, misiones y otra serie de aspectos. Así, parece que unas vidas son más valiosas que otras de acuerdo con unos parámetros preestablecidos que han ido homogenizando y uniformando el rumbo vital de todos los que hemos caído, sin poderlo evitar, en esta serie de producción de una cinta sinfín llamada capitalismo. El capitalismo tiene unos pilares simples sobre los cuales se sostiene su filosofía: Respeto por la propiedad privada, libre mercado, libre competencia, acumulación de riqueza y creación de capital, que en otras palabras es lo que llamamos patrimonio. Seguramente me quedarán muchos aspectos más por señalar, pero sé que me entienden.
Esto quiere decir que dentro del capitalismo quien no tenga patrimonio y condiciones para competir, estará condenado al escalón más bajo de una pirámide en la que se escala de acuerdo con valores que van ligados a ese patrimonio y a esa capacidad para competir. Por lo anterior, las personas que no acepten las condiciones del sistema y se rebelen, estarán condenadas a la pobreza. De este modo, el bienestar no será más que una pretensión inútil y quien no entre en la dinámica capitalista no tendrá derecho a nada, porque “el que no produce no come”, como leí en las redes sociales de muchas personas que rechazaban las causas objetivas y subjetivas de las ahora extendidas protestas del 21 de noviembre.
Dentro de las múltiples disertaciones que pude leer sobre las razones para parar el 21 de noviembre, pude percibir dos tipos de protesta: La primera, de un sector mayoritario que pide condiciones más justas para entrar con más y mejores oportunidades dentro de las dinámicas capitalistas, que exigen mejores condiciones para poder competir dentro de ese sistema con mayor cobertura en educación, mejor capacitación, apertura y diversificación de las oportunidades, más posibilidades para acceder a la propiedad, a un empleo digno y que en general, exigen que se les inserte de manera digna al mercado, lo que les permitirá hacerse a unos mínimos para vivir bien. La segunda, menos visible desde el punto de vista de las demandas y las reclamaciones porque resultan etéreas, tiene que ver con el derecho de aspirar a vivir por fuera del sistema, algo tan quimérico y difícil de comprender que a mí me cuesta explicar.
Hay un creciente número de personas que hastiadas de las exigencias diarias que impone un sistema en el que si no se produce no se come, que consume la vida en una carrera frenética por el éxito económico del que depende el bienestar, ha optado por evadir el sistema a través de actividades austeras que contribuyan más a la felicidad que al éxito, comprendido este en términos capitalistas. Por lo tanto, muchos han vuelto a formaciones humanas que podríamos llamar “primitivas” de la organización social. Se han ido a vivir a la ruralidad, a convivir en comunidad, a subsistir de lo que siembran y crían y a recobrar el arcaico sistema conocido como “trueque” para intercambiar bienes y servicios. Sonará ridículo, pero no es menor la cantidad de gente que está aspirando a vivir evadiendo el capitalismo por diversas razones. Entre otras, porque más allá de los bienes materiales que se les tornan esquivos y escasos, están encontrando otra escala de valores que les llenan más espiritualmente, que los hacen más felices. Y allí está la clave para entender esta nueva tendencia: El propósito de la vida no es el éxito, es la felicidad, y la felicidad dentro de valores diferentes a las que impone el capitalismo. Esta revolución es la que realmente preocupa a los defensores a ultranza del capitalismo, porque no solo amenaza al sistema como tal, sino que debilita al paradigma sobre el cual se sostiene, además con sólidos argumentos.
El capitalismo está colapsando no solo por razones humanas dentro de las dinámicas de opresión social como lo planteara Carlos Marx en su momento. Ahora también está colapsando por razones relacionadas con la sostenibilidad y preservación de la especie. La depredación del capitalismo en contra de los recursos naturales, que los ha convertido en mercancía y por lo tanto en bienes de consumo, está propiciando un medio ambiente cada vez más deteriorado que pone en entredicho la subsistencia misma de la humanidad. Sin naturaleza no habrá capitalismo, ni socialismo, ni mercado, ni igualdad, ni una especie racional en el planeta que sea capaz de analizarlo. Por eso los movimientos ambientalistas están tomando tanta fuerza y por eso una niña de 16 años como Greta Thunberg ha puesto en jaque al sistema sobre la base de una concientización a gran escala de las implicaciones que tiene privilegiar el capital sobre el medio ambiente. Y es allí en donde los movimientos que de antaño proponen un nuevo sistema, un nuevo paradigma (varias comunidades indígenas son un ejemplo de ello), están tomando fuerza, más fuerza de la que se alcanza a percibir en medio de las protestas que buscan reivindicaciones sociales dentro del capitalismo.
Volver a las raíces es una tendencia que está cautivando a amplios sectores de personas, especialmente a algunos artistas que tienen una sensibilidad especial para captar las necesidades del espíritu y que tienen otra manera de interpretar las necesidades humanas. Convivir amistosamente con la naturaleza ahora es mucho más que una pretensión de hippies que van a bautizar a sus hijos con los nombres de Luna y Orión, sino que es una reconciliación vital del hombre con el entorno que le permite alimentarse, beber, respirar y abrigarse. Ese estilo de vida es similar al de muchas cosmovisiones indígenas de distintas latitudes del mundo que se hacen escuchar cada vez con más fuerza para no ser exterminados, porque si los exterminan a ellos, será aniquilado también el saber ancestral que les ha permitido permanecer en el mundo a pesar de los otros seres humanos.
Considero importante tomarse en serio estas formas de protesta que están haciendo mella en el sistema lenta y silenciosamente pero con contundencia y consistencia. Creo vital entender el asesinato sistemático de los líderes indígenas en Colombia y en el mundo en este contexto. Hago un llamado para que sigamos impulsando desde el arte, las letras y el ejemplo estos esfuerzos aislados y desarticulados para darles mayor cohesión y perdurabilidad; para que se ganen (y hablo de ellos porque no me siento con el derecho de incluirme en esta corriente maravillosa) un espacio de fortalecimiento y divulgación conceptual capaz de informar de manera apropiada al resto de la sociedad sobre la necesidad de que el humano se acople a la naturaleza porque la naturaleza ya se cansó de acoplarse a nosotros. Sencillamente se está replegando y desapareciendo ante el poder destructivo del capitalismo y el mercado. Esto va más allá de vagos, mantenidos y perezosos que quieren todo regalado. Esto tiene que ver con personas que sin tremendismos ni fatalismos están percibiendo con claridad el ocaso del capitalismo a ultranza que está acabando con el sustento vital de la especie, con elementos tan básicos para subsistir como el aire y el agua.
Es hora de empezar a concebir a la vida como un propósito en sí misma y dejar de llenarla de propósitos que la están volviendo opaca y gris. Propongo que retornemos a valores más simples, más austeros, más solidarios y fraternos comprendiendo que el planeta es de todos y no solo de quienes lo han comprado.
No estoy proponiendo volver a las cavernas y renunciar a siglos de desarrollo y comodidad que se han ganado a pulso por muchas generaciones superando las taras de la religión. Propongo que empecemos a equilibrar todo lo que ha alcanzado en el desarrollo capitalista y armonizarlo con la naturaleza entre todos los humanos para comprender que sin condiciones mínimas para habitar el planeta no nos quedará más que destruir también a Marte, si es que algún día alcanzamos a llegar hasta allá. Sin los recursos naturales no quedará ni siquiera la arrogancia de los ricos y poderosos que creen que los demás quieren todo regalado, cuando son ellos quienes han doblegado a la naturaleza y a los demás humanos para satisfacer sus intereses más mundanos.
Los invito a construir esta revolución silenciosa y a seguir los pasos de sus pioneros que sin tanto aspaviento han encontrado lugares discretos para vivir de acuerdo con sus valores y aspiraciones. Los invito a apoyar y a proteger a nuestros indígenas que tienen la clave para poder armonizar con la naturaleza y sus recursos. Los invito a seguir en pie de lucha trascendiendo las reclamaciones por construir un capitalismo más justo e incluyente para cuestionar las bases mismas del capitalismo y sus efectos y transformar el paradigma para que cada uno encuentre un espacio en el que pueda ser feliz, no necesariamente exitoso.
Sé que no es fácil. Sé que mis propuestas son tan utópicas como las aspiraciones de una humanidad en paz como me la imagino. Pero construyendo estas iniciativas desde las propias comunidades, dependiendo cada vez menos de los gobiernos opresivos, de las clases dominantes, de las migajas que quieran tirar al piso los grandes potentados de la humanidad para que nosotros las recojamos, quizás podremos formar esa nueva identidad que tanta falta nos hace y que tanto necesitamos. Quizás esas reuniones en los patios de los conjuntos sirvan para más que pensar el proteger la propiedad privada de los vándalos. Tal vez de los diálogos surjan ideas más profundas y solidarias que sean capaces de abarcar los derechos de todos y no los privilegios de unos pocos que nos saben manipular para que luchemos por lo de ellos creyendo que también es nuestro.
Es hora de despertar para unirnos en torno a metas más espirituales y humanas teniendo en cuenta que lo que se juega es la supervivencia misma de la especie y no la radicalización de un sistema que nos está haciendo odiar porque es tremendamente excluyente, injusto y discriminador. Es hora de pensar de otra manera, elevarnos para notar por quiénes y por qué nos estamos matando. Hay que morir por nuestra felicidad así sea en esa búsqueda infinita. Y es hora de empezar a caminar en ese sentido. Esta lucha no es para parar. Es para volver a empezar. Será una lucha diaria.
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