Por Andrés Felipe Giraldo L.
Hoy solo me nace guardar silencio. Aunque no hace falta que me esfuerce, porque el silencio me invade. Siento que hoy no vale la pena alzar la voz, ni animar los debates, ni sentar posiciones de manera vehemente porque igual, no servirá de nada. Hoy es mejor reflexionar de manera profunda y sosegada, mirando con detenimiento las heridas de una Nación que no para de sangrar, que no aprende del pasado, que ha hecho de la violencia una forma de vida tan cotidiana que la hemos incorporado a nuestro ser casi imperceptiblemente. Duele despertarse y ver de nuevo una noticia que arrastra todo el sosiego de un país hacia el caño de la zozobra y la incertidumbre.
Otros han preferido hablar. Vuelan como buitres alrededor de las desgracias patrias para sacar rédito político de cada tragedia. Lanzan hipótesis incendiarias, mientras acusan a otros de sembrar el odio, sin siquiera notar que es lo que hacen, al seguir retorciendo con saña y sin tregua el dolor de un país hasta estrangular los pocos vestigios de sensatez que puedan quedar. De nada sirve ahora sacar el dedo acusador, cuando al frente no tenemos más que el espejo de nuestra propia realidad.
Las distancias ideológicas que me separan de Miguel Uribe Turbay son astronómicas. Lo que pienso de él lo he expresado con contundencia dentro de un ambiente deliberativo, en el que la libertad de expresión traspasa los límites de la cordura. Pero jamás le hubiera deseado el mal de tal manera que su vida o su integridad se vieran comprometidas. Me duele por lo que están pasando él y su familia, porque cuando se pasa de las palabras a las balas, cualquier cauce de la controversia política pierde el sentido. Las palabras pueden encarnar la agresividad de lo radical, pero no se incrustan en los órganos vitales para obligar al detractor político a un silencio obligado, arbitrario, doloroso y cruel. El ser humano fue dotado de conciencia justamente para poder comprender y trascender el mundo, y las discrepancias sobre lo que debe ser el mundo son apenas naturales. Por eso uno de los grandes retos de la humanidad ha sido el de establecer caminos razonables para poder encontrar consensos que hagan viable la guía y rumbo de las sociedades entendiendo que, gústenos o no, tenemos que convivir en espacios limitados, en los que cohabitarán diferentes, que al menos, se deben un mínimo de respeto.
Álvaro Gómez Hurtado, asesinado durante el gobierno de Ernesto Samper, hablaba sobre “el acuerdo sobre lo fundamental”, un postulado expuesto de manera compleja, que se resume en que hay un bien básico que se debe respetar a toda costa y es el de la vida. No puede haber sociedad, democracia ni convivencia si no hay vida. La vida es un bien que fundamenta todos los demás derechos, porque sin vida no hay nada. Por eso la violencia en Colombia no solo se ha llevado ideas, sino que también se ha llevado la ilusión y la esperanza. ¿Cuánto daño se la ha hecho a Colombia en nombre de la justicia y la paz de quienes usan la violencia para imponerlas? ¿Cuántos se han atribuido el poder arbitrario de someter a los demás en nombre de lo que consideran que es correcto, denigrando hasta la dignidad de las personas? ¿Cuántos siglos más tienen que pasar para darnos cuenta de que la violencia no nos ha llevado a ninguna parte? Ni a Colombia ni a esta especie estúpida condenada a la extinción por su propia mano, por su propia soberbia, por esos liderazgos radicales e intransigentes que no ven en los demás pensamientos insumos para el debate, sino enemigos a los que hay que aniquilar.
No, acá la lucha no es entre la derecha o lo izquierda, entre los ricos y los pobres, entre los oligarcas y los revolucionarios, entre unos y otros. Acá, la lucha de todos es, o al menos debería ser, por el respeto a la vida. La vida es el único patrimonio sin el cual todos los demás carecen de sentido. Sino se respeta la vida, no hay nada por lo que valga la pena luchar. Sobre todo la vida del contrario, que es quien le da sentido a nuestros argumentos, a quienes nos tenemos que enfrentar en el campo de las ideas, a quienes debemos vencer o convencer con postulados en los que primen los valores que le han permitido a la humanidad sobrevivir, a pesar de sí misma.
El mío no es un llamado a la paz, que a estas alturas me suena tan vacío e inútil. Tampoco estoy pidiendo que renuncien a las luchas que los levantan a diario a pretender un país o un mundo mejor. Esas luchas deben continuar. Mi llamado es al silencio, a hacer un alto en el camino para ponderar si vale la pena extender indefinidamente estas gestas estériles que ni siquiera son capaces de reparar en si vale la pena respetar la vida. Una lucha que niega la vida del otro es una lucha de antemano fracasada, cualquiera que sea el que instrumentalice la violencia para lograr sus objetivos.
Callar ahora es el mayor gesto de solidaridad con el que me puedo manifestar en esta coyuntura. Rogar desde las profundidades de la espiritualidad para que Miguel Uribe Turbay pueda volver a las tarimas, aunque no nos guste lo que diga, pero sobre todo, que pueda volver a abrazar a su esposa y a sus hijos porque la violencia no puede seguir dejando criaturas huerfanas, que van a crecer con el vacío inmenso de la presencia de un padre y el resentimiento comprensible de no entender a esta sociedad que escribe su historia con sangre.
Me siento destemplado y sin ganas de escribir. Me abruma que súbitamente pasemos del enfrentamiento político a estar pegados de las noticias esperando con todo fervor a que un contradictor político no se muera porque alguien quiso matarlo. Desgasta que el sicario sea un imberbe incapaz de comprender el alcance de su acto porque solo está pensando en qué se puede comprar con la miseria que le pagaron para accionar el gatillo, porque esto que sucedió solo es el reflejo de una sociedad decadente, de una juventud sin oportunidades, de un desprecio total por la vida de quienes apenas están empezando a vivirla. Hastía y asquea que esta sea nuestra historia y que no haya manera de cambiarla. Que los brazos largos de la oscuridad de quienes mueven los hilos para que estas cosas pasen se sigan moviendo en total impunidad, con la complicidad de una estructura que les mantiene desde los círculos más altos del poder a donde ninguna investigación llega, y donde las mentes siniestras de estos actos siguen con sus vidas como si nada, sacando provecho del caos que le es funcional a sus intereses particulares, así tengan que seguir pisoteando a todo un país que ha sido incapaz de encontrar el rumbo, y que parece condenado a vivir en estos ciclos de violencia indefinidamente.
El silencio es lo que ahora arrastra mis palabras. La incoherencia, el desazón, no tener nada bueno para decir me llevan a tirar estas letras solo como un ejercicio de catarsis que no va a lograr desenredar el nudo que tengo en ese sentimiento que llamamos Patria y que en nuestro caso es tan decepcionante, tan triste, tan doloroso. Duele la Patria porque sigue muriendo gente todos los días por razones cada vez más incomprensibles, más inexplicables, más sórdidas. Por eso mi aporte es escribir esta diatriba cargada de silencio esperando a que los incendiarios que aprovechan las tragedias para exacerbar los ánimos guarden las antorchas. O al menos para que gran parte del país no les ponga atención, y nos unamos a esta reflexión que va más allá de los colores o los partidos. Si no respetamos la vida, no vale la pena nada. La vida es sagrada más allá de un eslogan retórico de campaña. La vida es sagrada porque sin vida no existe nada por lo que valga la pena luchar.
Ojalá Miguel Uribe Turbay vuelva al seno de su hogar con los suyos, ojalá regrese a la contienda política y ojalá llegue hasta donde la democracia lo lleve. Por ahora, solo me queda este silencio que duele y confronta, que exige prudencia y respeto, que logra generar empatía hasta donde no nos imaginábamos. No vale la pena seguir exacerbando la violencia con gritos desquisiados cuando acá lo que necesitamos es reflexión y sensatez. Y eso solo se logra con la boca cerrada. Al menos hasta lo que tengamos para decir, valga la pena y sea exclusivamente para defender la vida. Por la vida, este es mi silencio. Fuerza Miguel. Mis oraciones con vos.
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