Por Andrés Felipe Giraldo L.
Confieso que se me dan mejor las penas cuando quiero seducir a las musas. Mi cara apesadumbrada es mucho más atractiva para activar sus maléficos perfumes que me hostigan hasta hacerme vomitar trozos de prosa cargados de lágrimas.
Estar bien es una tragedia para mis letras que ven cómo las dejo naufragar en las aguas del olvido mientras mi vida fluye en la calma indolora de una vida que va, aunque sea solo por momentos. Temo que eso de estar bien, aunque sea una ilusión, aplana mis emociones al punto de evadir al papel que solo me soporta cuando allí debo plasmar con sangre negra del corazón herido la trama de mis cuitas. ¿Por qué solo escribo apasionado cuando sufro? ¿De dónde me ha surgido este masoquismo literario en el que solo obtengo tinta cuando se mezclan los fluidos de mi desesperación? Ya dije lagrimas y sangre. Quizás falten otros más. El sudor de mis insomnios, tal vez.
Me siento estúpido. Ser un escritor triste me hace más triste que escritor. Que la serenidad sea capaz de entumirme las manos solo habla de lo amargado que soy. Ahora entiendo por qué soy alérgico a los rayos del sol y por qué siempre los saludo en la mañana con un estornudo. Soy un deprimido vital, mi propia sombra, el lado oscuro de la luna, esa maldita nube negra que se posa sobre la Pantera Rosa, el viejo hosco que aún recuerda esa imagen vintage y se ríe sin dientes.
Antes de sentarme acá miré de pie hacia la pantalla con enorme desazón. El cursor titilando me pedía a gritos un recuerdo nostálgico, un disparo de melancolía, un miserable instante destemplado para poder dejar tiradas letras a su espalda como lo hace cada vez que llego acongojado a presionar las teclas. Pero no, nada me turba hoy más que este letargo placido que no produce más que un rictus relajado parecido a la sonrisa de un pendejo hipnotizado por tik tok. Y acá estoy, escribiendo de nada, escribiendo sobre cómo el sosiego inalterado de mi vida se convierte en un estanque pandito del que no puedo sacar más que unos pies mojados, un corazón somnoliento y una cabeza atrofiada para escribir.
No puedo concebir, mucho menos aceptar y por nada permitir, que lo único que me anime para escribir sean todos esos sentimientos que un ser sensato solo debería evitar. Ahora me siento ridículo pensando en todos esos escritos que desperdicié reivindicando el derecho a la felicidad como si yo la supiera aprovechar. Por eso expido este manifiesto como un acto de rebeldía contra el chantaje de mis musas que solo trabajan para mis tristezas. Les pido, no, mejor, les exijo, que también aprendan a bailar con mis buenos momentos y que aunque persista en regar trazos bucólicos que se me han tatuado en el estilo, no me obliguen a sentirlos y me enseñen a fingir como el mejor de los actores. Me lo merezco. Mucho he dejado acá de mis pedazos afilados que cuando los recojo me hacen daño. Cuántos párrafos han salido como el desgarro de mis entrañas atribuladas sin más recompensa que un suspiro enorme para volver a sollozar. No quiero seguir siendo más triste que escritor. Quiero escribir sin las heridas abiertas como si no hubiera más tinta que mi sangre. Quiero ver con claridad mis palabras sin la neblina de las lágrimas. Quiero dejarme llevar un día sin hacer esas pausas largas que tenía que concederme para dar esas arcadas que al final no vomitaban nada, para volver acá, medio muerto, a escupir algunas frases.
Me merezco esta tranquilidad que ha llegado después de haber cerrado los ojos fuerte como un niño que sabe que los fantasmas lo acechan, solo para que así desaparezcan. Y lo he logrado. He despegado mis párpados solo cuando el ruido amainó. He separado mis pestañas cuando el viento por fin sopló en calma para acariciar mi cabello tantas veces despeinado por los huracanes de mi alma.
Ahora que estoy en calma las musas no me pueden quitar lo único que sé hacer. No se pueden esconder de esta manera cruel para que aparezcan solo cuando lloro. No. Por eso estoy acá pulsando teclas como si le hiciera compresiones al pecho de mi inspiración para que reviva aunque no le llegue el aire de mis congojas. Y soplo en los labios de mi reflejo en esta pantalla con una sonrisa porque es sincera, porque no la estoy forzando, porque me sale natural.
Estoy acá escribiendo porque quiero ser más escritor que triste. Porque quiero ser escritor como el pescador que tira las redes bajo la lluvia o bajo el sol. Quiero pescar historias, cuentos, reflexiones y poemas en este mar en el que he olvidado mis letras ahogadas. Quiero echar mis redes sereno, sonriente y feliz porque sino escribo mi felicidad estará incompleta. No seré más que un ente conforme perdido en esa macabra estabilidad de la dicha sin sentido. Por eso le pido a mis musas que se unan a mis alegrías como lo han hecho a mis tristezas y a mis demonios que me acompañen aunque no los necesite.
Quiero ser un escritor. La tristeza volverá muchas veces, se quedará conmigo un rato largo y se irá dejando la puerta abierta para regresar. Quiero ser un escritor, con tristeza o sin ella. Y lo haré aunque las musas se nieguen, aunque pierda gracia, aunque no cautive. No importa. Seré más escritor que triste. Esa es mi lucha ahora.
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