Por Áine Hazel
Hoy el sol radiante brilla afuera, pero la luz solo entra a este lugar cuando ella llega, y es que es gracias a su luminiscencia que este destino, que nunca estuvo señalado en mi mapa, se convirtió en mi templo desde el día en que, para resguardarme de la lluvia, entré sin imaginarme que allí encontraría la silueta que desde hace tres años habita en mis sueños.
Arrastrado hacia ningún lugar por mi mente ausente, fue deambulando por las calles de esta ciudad que creía conocer de memoria, que un día cualquiera la hallé sin buscarla. No sé cuánto tiempo caminé ni en qué momento el sol se ocultó tras nubes negras que traían consigo una tormenta.
En busca de un taxi que me alejara de la lluvia, vi una casa esquinera cuya arquitectura no pasó desapercibida ante mis ojos, sin embargo, es como si hubiera estado escondida en otro plano, pues aun conociendo ampliamente el sector, nunca me había fijado en esta. Es así que, atraído como por un imán, me acerqué, y una vez en la entrada, me sorprendió ver un café cuyo nombre era justamente el del naipe que le hace falta a mi baraja francesa, sintiendo dicha casualidad como una inequívoca invitación a entrar.
Esa carta que perdí en un viaje se la llevó el viento, cuando desde un faro le pedí al cielo que me regalara una musa que estuviera dispuesta a recorrer junto a mí cualquier camino, incluso transitar sin miedo por esos senderos que no se ven en los mapas. Y como quien lanza deseos al aire, el naipe se escapó de mis manos y aterrizó en mis sueños, en donde me visita de forma recurrente con la figura de una mujer.
La dama varada en mis sueños le agregó valor a la baraja incompleta que, diseñada por un gran amigo que ya no está conmigo, es única en el mundo, y siempre me acompaña desde que se convirtió en mi salvavidas cuando la ansiedad me ataca, pues jugar con ella calma mi mente. En ocasiones solo basta con mezclarla imaginando que estoy sacudiendo mis pensamientos para ordenarlos, y otras veces levanto castillos con las cartas para reflexionar sobre la fragilidad de todo aquello que construyo, recordando que la vida no es más que una delicada estructura de naipes.
Ese primer día que estuve aquí, unas campanas anunciaron mi llegada al cruzar por la puerta, siendo recibido por la administradora del lugar, quien amablemente me invitó a pasar. Yo le indiqué que me sentaría en el segundo piso, pero cuando se disponía a acompañarme, las campanas sonaron de nuevo y, sin entender la razón, mi cuerpo se paralizó.
La mujer se apartó cortésmente y se dirigió hacia la puerta. Yo, aún sin poder moverme, esperaba alguna indicación que me sacara de la parálisis en que me encontraba, hasta que mis sentidos se agudizaron después de escuchar una de las voces que hacía parte de la conversación que se desarrollaba a unos pasos de mi cuerpo petrificado, momento que aún recuerdo vívidamente.
—¡Hola! ¿Está todo bien?
—Sí. Estaba atendiendo al joven, se sentará en el segundo piso.
—Yo lo atenderé. Ordena las compras por favor.
—Claro que sí.
—Gracias.
Reconocí esa voz enseguida, pues muchas veces me ha hablado al oído, revelándome un nombre que, al despertar, siempre olvido. Nervioso, giré lentamente hasta encontrarme con la silueta de la musa que reina en mi cabeza.
La primera vez que se presentó en mis sueños vi sus ojos, con el tiempo, se fueron revelando otras partes de su ser, reuniendo todas las piezas de un rompecabezas que, al armar, solo me brindaban una imagen indefinida; más adelante pude percibir su olor y escuchar su voz, manifestándose en su totalidad para convertirse en la única habitante de mi mundo onírico. Allí persigo sin éxito su esencia incorpórea, ya que nunca logro tocarla, es como si no mereciera su cercanía, a pesar de que es realmente mía, pues habita en mi cabeza. Es por esto que, ese día, encontré un portal hacia una nueva dimensión al ver su contorno a contraluz, y pese a que nunca tuve la esperanza de que ella fuera real, los recuerdos difuminados de su existencia se materializaron ante mí, regalándome la oportunidad de vivir en un nuevo universo.
Ella movía su cabello sutilmente para liberarlo de las gotas que la habían alcanzado a tocar, inundando así con su aroma el lugar. Por supuesto, yo ya conocía esa mezcla de coco y vainilla que emana de ella, así como conozco cada movimiento de su cuerpo, de ahí que me estremeciera al ver su figura borrosa acercándose. Era ella, no podía ser otra, pues, ya a una mínima distancia, reconocí cada parte de su ser.
Cada pieza del rompecabezas se acomodó ante mis ojos, y a pesar de que creí que estaba soñando, su voz me sacó del trance:
—Buenas tardes, bienvenido.
—Gracias.
No sé si nos miramos durante un minuto o cinco, solo quiero creer que, en ese momento, el tiempo se detuvo para ambos. Una vez leí que las pupilas son la huella digital del alma, siendo la misma en todas nuestras vidas, lo que cambia es el color del iris que la enmarca, por eso cuando la vi a los ojos, supe que era ella, que siempre ha sido ella, y, aunque al principio solo era una figura etérea que se difuminaba en mi cabeza, al verla descubrí que solo en la eternidad se puede forjar un vínculo tan íntimo como el que, en esta línea de tiempo y en esta dimensión, siento que nos une.
—Por aquí por favor —me indicó.
No pude responderle nada; me limité a seguirla como si estuviera orbitando en la energía que irradiaba. Me senté, me entregó el menú y esperó a tomar la orden, haciendo de nuestra primera y única conversación hasta ahora, una recomendación de bebidas y postres según sus preferencias, aunque me habría gustado más saber si lo que ya conocía de ella era real, o si tan solo era la idealización de una musa que se seguiría desvaneciendo en mi mente al intentar tocarla.
Así fue como, aun habiendo recorrido el mundo, solo aquí me sentí en casa. Este lugar se convirtió en mi hogar, un espacio lleno de libros que son más que una perfecta decoración, ambientado con la música adecuada para ser la banda sonora de la novela que escoja leer, en donde una mente taciturna como la mía se siente completamente resguardada. Aquí encontré la paz que necesitaba para volver a componer, de modo que, entre libros, tazas de café y uno que otro postre, anoto frases cortas en servilletas que he ido recopilando y que, en casa, voy acomodando en el piano hasta asignarles la mejor ubicación en el pentagrama.
Pese a que no la veo todos los días, gracias a que ella es la dueña del café, puedo deleitarme al verla de lejos mientras lee los libros o los ordena. Los mejores días son cuando se encuentra rodeada de ejemplares que revisa para luego escribir en una libreta color turquesa que siempre lleva consigo, momento en el que yo estudio la forma en que algunos mechones de su cabello acarician su rostro, los cuales acomoda de vez en cuando detrás de sus orejas sin percatarse del mundo que la rodea.
Aún no me acerco a ella, me estoy tomando mi tiempo, no quiero ser expulsado de esta dimensión en la que ella es real y no solo una deidad en mi cabeza. Ya no soy ese caballero errante que camina sin rumbo fijo en busca de una causa a la cual servir, ahora me esfuerzo por crear las canciones con las que forjaré los caminos que deseo recorrer con ella, es por eso que, para invitarla a ese viaje sin mapa ni brújula, me encuentro en la búsqueda de la melodía perfecta.
Y no es cobardía, solo soy paciente. Renunciaría a toda mi baraja solo por el naipe que ella representa, porque ella es la dueña de las notas musicales que danzan en mi cabeza y viajan hasta mis manos para hacer magia en el piano, porque ella es tan mágica que, después de vivir solo en mis sueños, se materializó y apareció de la nada… Así como ahora que, sin darme cuenta, llegó hasta mi mesa, justo cuando me disponía a barajar las cartas para darle orden a mis fantasías.
—¡Hola! Hace un par de días que no te veo —aunque las miradas son libres de interpretación, estoy seguro de que la mía solo podía reflejar el sobresalto que me causó su acercamiento—. Siento si te interrumpo, es solo que la última vez que viniste dejaste sobre la mesa una servilleta que me pareció importante guardarte.
Extendió su mano y me entregó el pedazo de papel en el que, días antes, había garabateado unos versos pensando en ella: «Fragmentos de visiones confusas me han arrastrado hasta la orilla de tu figura, lienzo en el que deseo escribir esta historia, pero antes de tomar la pluma, me ahogo en frases inconclusas, pues…».
Atenta a mi reacción, confesó:
—La verdad es que me gustaría saber por qué dejaste algo tan hermoso en puntos suspensivos —sin dar crédito a lo que estaba pasando no pude decir nada y, en medio de un incómodo silencio, ella se disculpó—. Perdón si parezco atrevida, comprendo si quieres ser el único dueño de tus pensamientos. En todo caso, espero que este lugar te siga inspirando.
Ella, mi fuente de inspiración, estaba por irse, y yo, sin saber cómo reaccionar, me puse de pie y me golpeé con la mesa, derramando así el café que estaba tomando. Avergonzado, no me di cuenta de que ella se había acercado, y, en un intento por ayudarme, nos chocamos y terminó en mis brazos.
Nunca volveré a quejarme de mi motricidad incoherente, pues, gracias a mi torpeza, esa fue la primera vez que, al tocarla, su silueta no se desvaneció en mis manos.
—¡Lo siento! —le dije exaltado—. Me tomaste por sorpresa, como lo habrás notado.
—Tranquilo —me respondió sonrojada.
Ya separados, tomé la servilleta para protegerla del desastre sobre la mesa, y me dijo:
—Lo que escribiste es muy hermoso, ¿ya lo terminaste?
—No, los puntos suspensivos siempre protagonizan mis escritos. Supongo que no solo soy cobarde en la vida real, sino también en el papel.
—Alguien que escriba así no carece de valor. Estoy segura de que tu musa está esperando con ansias que le enseñes tu arte.
—El problema es que no encuentro las palabras adecuadas para contarle mi historia.
—Entonces invéntalas. Imagina lo que puede llegar a pensar si se da cuenta de que creaste un lenguaje nuevo solo para comunicarte con ella.
—Es verdad, ya que me gustaría construirle un mundo, podría empezar por inventar un nuevo idioma.
—Buena suerte con eso. Por ahora vamos a arreglar esto. Iré por algo para limpiar.
Sonrió, tal como lo hacía en mis sueños; se dio vuelta, y yo, que aún estaba de pie, me quedé estático. No quería que se marchara, temía que no fuera más que una proyección de mi mente, por lo que, juntando el valor para detenerla, tomé aire y cuando iba a hablarle, ella se giró y me dijo:
—No pretendo ser inoportuna, es solo que en vista de que me gustó mucho el fragmento de tu poema, desearía leerte alguno de mis escritos —yo, con el aire aún atrapado en el pecho, sentí mi corazón agitado—. Verás, soy escritora. Mejor dicho, no sé si soy una lectora que tiene la ilusión de ser escritora, o si soy una escritora que no encuentra su propia voz. Por eso me refugio en este lugar, leyendo las memorias de quienes encontraron el valor para expresarse y, entre café y café, escribo historias que puede que merezcan ser compartidas.
El aire que había tomado para hablarle salió desprevenido en forma de suspiro y mi cuerpo se relajó. No pude más que sonreírle y decirle:
—Nada me encantaría más que oír esas historias.
Su cuerpo también se relajó, lo noté porque dejó de tocar nerviosamente sus manos. Mientras me sentaba para tratar de procesar lo sucedido, la vi alejarse apresurada. No pude evitar sentirme exaltado, y solo fue hasta su regreso que empecé a creer en la realidad de su existencia.
Ya ordenada la mesa y sentados el uno frente al otro, sirvió café para ambos y abrió la libreta en la que la vi escribir tantas veces.
—Parece que tienes muchas historias allí anotadas —le dije.
—Sí —respondió—. Tengo muchas, en su mayoría son historias de amor, espero que no te moleste.
—¡Uhm! Amor, un tema demasiado complejo.
—El amor debería ser sencillo, puede que nosotros seamos quienes complicamos todo.
—Entonces, ¿esas historias de amor son tuyas?
—Claro, son completamente mías —ella se ríe y continúa—. Son mías porque están en mi cabeza.
—Eso quiere decir que aún no has vivido alguna de esas historias.
—No, no las he vivido, por lo menos no en esta vida —la miro confundido y ella me explica con propiedad—. Quizá son fragmentos de algo que ya viví y que no tengo la capacidad de recordar; incluso pueden ser visiones de algo que en algún momento viviré en esta vida, o tal vez en las siguientes. En todo caso, estas historias se trenzan en mi cabeza, y pese a que a veces no es fácil plasmarlas tal como las imagino, intento darles vida en el papel.
—Sin haber escuchado la primera historia, siento que nunca he vivido algo parecido.
—¿Acaso quieres que te lea todas las historias?
—Por supuesto, no esperaría menos. Claro, si estás de acuerdo.
—Sí, me encantaría, siempre que cuentes con tiempo.
—¿Basta con una vida?
—No lo sé, puede que necesitemos más.
—No puedo esperar, empecemos de una vez. ¿Puedo elegir la primera historia?
—Sí, por favor.
Me entregó la libreta y la abrí en una página al azar. Las hojas estaban adornadas con su caligrafía ilegible, manchas de tinta, anotaciones en las márgenes y frases sombreadas con resaltadores color pastel. Todo un arcoíris para la vista resultó ser esta página setenta y siete.
Tras regresarle sus escritos para que empezara a leer, me indicó animada:
—Esta es una de mis historias favoritas. Se llama «El Rey de Corazones». Durante un viaje que hice hace un par de años nació este cuento y, con él, mis deseos de ser escritora.
—Pues el título ya me ha cautivado. Tienes toda mi atención.
Y escuchando su voz se ordenaron las notas que, en mi cabeza, se han amontonado en frases inconclusas, despejando así los puntos suspensivos que hasta ahora no me habían dejado avanzar.
—Sé que no estás dormida.
—¿Cómo podrías saberlo?
—Escucho los latidos de tu corazón.
—No sabía que tenías un oído absoluto.
—Yo tampoco lo sabía, pero es imposible ignorar el acelerado palpitar de tu corazón. De alguna manera puedo aislar tus latidos y convertirlos en notas que inspiran melodías.
—¿Cómo puedes hilar melodías con un palpitar acelerado que parece más un llamado a la guerra?
—No siento que los latidos de tu corazón sean una invitación a ser derrotado en un campo de batalla.
—¿Y por qué supones de entrada que te derrotaría?
—Porque a veces siento que, para alejarme, eres capaz de convertir en un arma cualquier cosa que esté a tu alcance, por ejemplo, hoy me derrotaste con una almohada. No sé cuál sea tu lucha interna esta noche, pero la mía es tratar de entender las razones por las cuales esa almohada me separa de tu ser.
Junto a él mi lucha interna es permanente. Es el incómodo viaje en una montaña rusa de emociones en la que transita mi necesidad de levantar obstáculos que me impidan alcanzarlo, como si erigir muros pudiera realmente protegerme de mis sentimientos hacia él. Hoy la barrera es una indefensa almohada, tan débil como mi voluntad, pues le impedí marcharse aun sabiendo la exaltación que me supone su compañía.
Ante el riesgo latente de quedarme sin aliento, tomé todo el aire que pude para acomodar mis ideas antes de seguir con la conversación, consciente de que un momento de debilidad me llevaría a divagar entre lo que «debo» decirle y lo que quiero hacerle. Y con esta tensión acumulada en cuerpo y alma, solo se me ocurrió preguntarle:
—Y ¿cuál es la melodía que canta mi corazón?
Esa soy yo, evadiendo siempre sus palabras cuando buscan cercanía, haciéndole creer que sus comentarios no son importantes, en tanto busco excusas para distanciarme.
Suspiré y lo miré fijamente aprovechando la luz de luna que entraba por la ventana, añadiendo así más peligro a la atmósfera, pues al reflejarse sobre su piel blanca se veía como una estatua esculpida en alusión a algún dios griego. Sus ojos avellana respondieron mi mirada con calidez, saliendo de ese retrato inanimado en el que lo convertí para validar la perfección de su ser y así justificar la inalcanzable posición a la que lo elevé por cobardía.
He intentado con todas mis fuerzas apartarlo de mi realidad, pero estoy cansada de resistirme a la posibilidad de amar, porque lejos de ser una estatua fría, él es todo lo que quiero en mi vida.
Hoy no tengo ganas de lidiar con esta mente delirante que me incita a destruir la almohada que nos separa, prefiero fantasear con libertad que puedo volar gracias a las plumas de aquel artilugio que usé como trinchera ante el temor de sentirlo tan cerca. Sin embargo, no logro hacer nada, y a escasos cuarenta y tres centímetros de poder amar su ser, ruego a todos los dioses que me den el valor para rendirme ante mis prejuicios y su insistencia.
La verdad es que el corto trayecto que separa nuestros cuerpos es una invitación a acercarme sin pudor, pero no dejo de pensar en la larga distancia de los años que me apartan socialmente de su amor. ¡Si tan solo fuera más valiente!
Estoy seguro de que sus alas no están hechas de las plumas de esa almohada, sus alas están hechas de papel y tinta, porque con cada palabra que pronuncia me invita a volar, me introduce a un universo en el que parece que todo es posible.
Su voz me ha atraído como el canto de una sirena, invitando a mis sentidos a enfocarse solo en ella. Es como si no tuviera que inventar un mundo nuevo porque el mundo en el que deseo vivir es ella.
Y mientras yo me siento acorralada entre el «deber ser» que me inculcaron y el querer, él continuó la conversación respondiendo a mis preguntas sinsentido:
—La melodía que canta tu corazón es como la del mar chocando contra un acantilado. Las olas se van y vuelven con más fuerza golpeando sin piedad la superficie que se rinde al dejarse moldear poco a poco por la constancia del impacto —lo escucho con atención e intento recordar que debo respirar—. El agua se enoja porque la pared de roca no la deja pasar hacia el otro lado, por eso regresa cada vez con más fuerza, al punto de ser tan inclemente que la llega a fracturar, haciendo que caigan algunos guijarros y a veces piezas de gran tamaño. Aunque se podría pensar que el mar es bastante salvaje y no comprende la naturaleza sólida de la estructura que lo ataja, yo creo que en su afán de fluir y de vivir, solo busca llegar lo más pronto posible a su destino así que no pretende rodear ninguna montaña.
Creyendo que le ganaría me apresuré a concluir:
—Siendo así, yo estaba en lo cierto. No escuchas más que un canto de guerra y, en definitiva, es una en la que hay balas perdidas, porque los fragmentos que se desprendieron tuvieron que hacerle daño a alguien.
—No veas esto como una guerra, piensa mejor que es una danza. El movimiento de un deseo indómito que se alimenta del sonido que nace con el choque de las olas. Embriágate haciendo de ese sonido una melodía. Más que jugar a ser el agua o a ser la roca, busca comprender la naturaleza de ambas. El agua no tiene la culpa de ser salvaje, de querer fluir, y la roca, por su parte, no tiene la culpa de haber sido creada para no moverse.
¿Sería un «sinsentido» decirle abiertamente que desde hace tres años sueño con ella? No me extrañaría que pensara que estoy loco, a veces ni yo creo en mi propia historia. Quizá deba contenerme y no ser el agua que choca contra la roca, no me gustaría fracturar su mente con mis conjeturas.
Sumergida en sus palabras cerré los ojos para no distraerme con su mirada, hasta que me interrumpió con una pregunta:
—¿Te vas a dormir?
Quería decirle: «Cierro los ojos para no perderme en tu mirada que, sin piedad, me corta la respiración y hace que mi corazón lata con el ímpetu de un caballo salvaje», pensamiento que se quedó varado en mis labios, pues no pude darle voz, limitándome a responder algo intrascendente:
—Jamás me dormiría cuando me estás hablando, solo intento dejarme llevar por tu historia y, para sentirla, debo cerrar los ojos. Por favor continúa, ya casi logro escuchar las olas que vienen y van.
Tengo que calmarme, entre mi corazón agitado y la falta de aire, no puedo pensar con claridad. Sus palabras se han amontonado en mi cabeza. ¿Cómo puedo ser agua y roca?, si bien me siento como el agua queriendo escapar de esta situación, me comporto como la roca que no puede moverse. Y ¿por qué el agua no se rinde y mejor rodea el lugar?, el camino es más largo, pero ¿cuál es la necesidad de luchar? Además, ¿qué pasa con la roca?, ¿quién la puso allí?
¡Es que no puedo pensar en agua o rocas cuando quiero ser fuego!
Es imposible ser coherente teniéndolo tan cerca, más cuando ahora mismo quisiera refugiarme en sus brazos y destruir todo lo que, en mi imaginario, me separa de él. Y es que a mis nueve años yo ya creía haber sufrido mi primera decepción amorosa, la cual sobrellevé contando estrellas durante varias noches, así fue como jugar a crear mis propias constelaciones me ayudó a olvidar a aquel fulano de quien no recuerdo ni el nombre y, mientras yo hacía de esta actividad mi ritual favorito, la bóveda celeste se acomodaba para señalar el nacimiento de Juan Pablo, vida que hoy celebro con una inconfesable devoción y con la culpa a cuestas de haber perdido la cuenta de las veces en que he rechazado su amor por la marcada diferencia de edad.
Tras mencionar el nombre del protagonista, un estruendo sonó en la cocina, esto me permitió fingir que mi asombro fue causado por el ruido.
Ella tuvo que detener la lectura e irse, momento que aproveché para intentar calmar mi ansiedad barajando las cartas. Es que no podía creerlo. ¿Juan Pablo? ¿Realmente se llamaba Juan Pablo el protagonista de su historia?
Derrumbado entre el límite de la cordura y la locura, llegó ella para rescatarme de mis pensamientos:
—¡Lo siento! Pensé que había pasado algo grave. Aparentemente el ruido provino de afuera o puede ser que la historia viene con efectos especiales y lo que escuchamos fue el sonido de la bóveda celeste acomodándose.
Pese a nuestras risas yo seguía agitado. No podía continuar escuchándola sin antes calmar mi mente y, sin ordenar las ideas, me apresuré a insinuarle:
—Te va a parecer extraño, pero creo que algo de esa historia me pertenece.
—¿Cómo podría pertenecerte mi imaginación?
—¿Y si no hace parte de tu imaginación? Tú misma sugeriste que podría ser una visión.
—Yo creo que tienes muchos deseos de vivir tu propia historia de amor. No te preocupes, estoy segura de que pronto la vivirás.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque todo el mundo merece vivir una historia de amor como las que escribo. Igualmente, eres de los que construye mundos para su musa; es solo cuestión de que te animes a reemplazar los puntos suspensivos para llegar a ella.
—Espero que tus historias me den el valor para hacerlo.
Sus ojos brillaron de manera tal que creí verme reflejado en su mirada; enseguida continuó leyendo.
Y aquí estoy yo, complicándome con las barreras físicas, sociales y morales que nos separan, contrario a él, que, sin rendirse, sigue tejiendo su historia:
—No creo que sean balas perdidas, las rocas desprendidas no han lastimado a nadie, a menos que, en esta historia, una sirena se haya colado sin que lo notáramos —no puedo más que reírme de su ocurrente comentario y, aún con los ojos cerrados, creo sentir su mirada fija en mí mientras continúa hablando—. Todo aquello que antes hacía parte del acantilado ahora está en el mar y ha forjado un nuevo paisaje.
Siento que es mucha filosofía para procesar. Mis pensamientos se diluyen y las sensaciones se intensifican. Esta parece una batalla que físicamente no puedo ganar o, en otras palabras, es una batalla que deseo perder, es solo que yo nunca pierdo, de manera que saqué lo que creí que era un as bajo la manga:
—Y ¿si en vez de ser agua o roca, me convierto en aire?, de esta manera no habría enfrentamiento.
Y cuando estaba a punto de celebrar mi anticipada victoria, como una invitación a perder la cordura, sentí el tibio roce de sus dedos sobre mi rostro y su voz dulcificada desarmándome al decirme:
—Tú, tan solo tú, puedes ser agua, roca, aire y fuego, pero realmente eres alma. ¡Eres una parte de mi alma!
No entiendo qué está pasando, de alguna manera siento que abandono mi cuerpo. Solo me queda evocar a todos los dioses de mi panteón suplicándoles que, si esto es un sueño, nunca me despierten.
Ella no debería filosofar sobre los cuatro elementos cuando es evidente que es la sirena del cuento, esa que ha inspirado las metáforas del protagonista, quien llegó al acantilado siguiendo el canto de aquel ser mítico, alejándose de una realidad nula y vacía.
Cuán afortunado es ese Juan Pablo al encontrar el valor para fundirse con ella, en cambio yo sigo encallado en mis puntos suspensivos. ¡Si tan solo supiera a qué dios debo rezarle para lograr ser el protagonista de las historias de la mujer de mis sueños!
Abro los ojos. El sol ya se cuela por la ventana y me sobresalto un poco al darme cuenta de que no está la almohada y, para mi suerte o desgracia, no hay rastros de plumas y definitivamente estamos vestidos. Le estoy dando la espalda y él, aún dormido, me rodea con sus brazos. Me siento tan agradecida de despertar a su lado tras haber habitado aquel mundo lleno de símbolos y alegorías.
Empecé a quedarme dormida gracias al sonido de su respiración pausada y a la tibieza de su cuerpo, hasta que sentí sus dedos jugando con mi cabello. Me moví un poco y su reacción fue acariciar suavemente mi brazo y susurrarme al oído:
—Buenos días, mi Juan Salvador Gaviota.
Confundida por la comparación me limité a decirle:
—Buenos días, ¿dormiste bien?
—Dormí de maravilla, ¿y tú? —no supe qué responderle, solo le sonreí y lo invité a la cocina por un café que me vio preparar pacientemente.
No puedo evitar preguntarme si aún estoy soñando, pues, cuando soy visitada por Morfeo, mis sueños pueden ser tan lúcidos que me es difícil distinguir entre la realidad y la fantasía. Cuán bondadoso es este dios al hacerme sentir que soy parte del alma de aquel ser que, con su iridiscencia, impregna mi vida.
Iridiscente es el alma de la autora de esta historia que escribe lo que cree que imagina, cuando realmente comparte una parte de su ser. Se nota que a través de sus escritos se ha encontrado a sí misma, y que no quiere limitarse a cambiar su mundo, pues, como Juan Salvador Gaviota, pretende que quien la lea cuestione su realidad.
Con sus palabras busca salvarnos de la mediocridad de vivir en una zona de confort, haciéndonos una invitación para salirnos de los caminos que nos trazan, para poder ver que el mundo no tiene límites y que solo necesitamos abrir nuestras alas para ir en busca de nuestras propias hazañas. Ella quiere enseñarnos que todos contamos con los recursos para disfrutar de nuestra existencia como mejor nos parezca.
Le entregué su taza advirtiéndole lo caliente que estaba y en silencio fuimos al balcón, en donde nos sentamos a contemplar el paisaje. Después de escuchar por un rato el canto de las aves, su voz me sacó de mis pensamientos:
—No me dijiste cómo dormiste.
—Es que no lo sé —al percibir su confusión, intenté explicarle—. No sé en qué momento me quedé dormida, de hecho, no sé si estoy despierta o si aún estoy soñando.
Él sonrió y me dijo:
—Me aseguraste que jamás te dormirías mientras te hablo, y aun cuando fuiste tú quien eligió el tema, me dejaste solo con la compañía de una gaviota que también fue vencida por el sueño.
Soy experta eludiendo conversaciones, no obstante, ¿cómo es posible que no recuerde haber hablado de uno de mis libros favoritos?, no tuve más opción que preguntarle:
—¿En qué momento empecé a hablar sobre gaviotas?, no recuerdo eso.
—Fue una conversación bastante interesante en la que mi mayor preocupación era pensar que Juan Salvador Gaviota siempre se estrella con todo, hasta con el mismo aire.
Y rápidamente le refuté con emoción:
—¡Sí, pero aprendió a volar más alto!
No entiendo nada. ¿Qué pasó desde el momento en que le dije que no me dormiría hasta nuestra conversación olvidada de Richard Bach? ¿La otra parte de la conversación fue un sueño lúcido o fue real?
Con la mirada perdida en el horizonte, me sentí cayendo al vacío intentando recordar nuestra conversación. Él lo notó, posó sus manos sobre las mías y, aunque reaccioné con tranquilidad a su contacto, preferí cerrar los ojos y centrarme tan solo en sus palabras:
—¡Y tú también aprendiste a volar! Y no sabes cuánto amo tus alas y la forma en que estas me invitan a volar. Amo que no te conformes con ser una gaviota del montón, y que, sin importar con qué te estrelles, curas tus heridas sin intentar ocultar las cicatrices. Porque, así como celebras tus alegrías, agradeces las derrotas y continúas con tu vida —siento que mis ojos se preparan para soltar las primeras lágrimas que aterrizarán sobre mis mejillas sonrojadas—. Y yo solo te observo, deseando comprender el mundo a través de tus ojos, porque ese mundo es más bonito. Porque es un mundo en el que todo es posible, en el que me enseñas que puedo ser quien quiera ser. En el que inventas las sirenas de mis historias, atrayéndome con sus cantos, para luego desaparecerlas y de la espuma emerger frente a mí como cualquiera de los cuatro elementos, incluso en los cuatro al mismo tiempo.
No sé si reír o continuar llorando. Mi corazón está galopando. Ya entendí que nada fue un sueño, que todo fue real y que anoche me embriagó tanto su compañía, que no logro recordar la última parte de la conversación porque muy extasiada me quedé dormida.
Sus dedos cálidos limpiaron mis lágrimas y se acomodaron para sostener mi rostro. Abrí los ojos y me vi reflejada en los suyos que, para mi sorpresa, están más cristalinos de lo usual por las lágrimas que también derramó sin yo haberme dado cuenta, y para confirmarme que nuestra conversación fue real, me dijo:
—Tú puedes ser lo que quieras y aun así elegiste ser parte de mi alma.
Por fin las barreras desaparecieron y nuestros labios se fundieron en un beso, cumpliendo la promesa que todas las vidas nos hacemos… Reencontrarnos.
Ella detuvo la lectura y me miró. Yo me quedé varado en la palabra «reencontrarnos», preguntándome si este es un reencuentro, si soñarla durante todos estos años solo fue un aviso divino para que cuando la viera no la dejara escapar.
Sin saber qué decir, tomé la baraja, quería mezclarla para ordenar mis pensamientos, sin embargo, estaba tan nervioso que todas las cartas volaron por el lugar y cayeron en el suelo, menos una, el rey de corazones, que se posó sobre su libreta aún abierta.
Ella se asombró ante la escena, tomó la carta, la analizó cuidadosamente y me miró con una extraña curiosidad, como si intentara descifrar un acertijo.
—¿No es curioso que justamente esta carta haya sido la que cayó sobre mi libreta?
—Sí, teniendo en cuenta el nombre de tu historia, supongo que es bastante curioso.
—Es que es más que eso. Estoy segura de que a tu baraja le falta una carta.
—¿Cómo puedes saberlo? —Ahora el sorprendido era yo.
—Porque yo tengo la carta que te falta.
Buscó en el bolsillo interno de la portada de su libreta y sacó una carta; era mi carta, la reina de corazones, me la entregó y el castillo en mi mente colapsó.
—¿Cómo es posible que tú tengas mi carta?
—No lo sé. Hace unos años, renuncié a mi trabajo e hice un largo viaje, y en uno de los tantos lugares que visité, encontré esta carta. Estaba atrapada en medio de un pequeño risco por el que me aventuré a caminar. Cuando la vi, me sentí identificada, como si yo fuera la carta varada en el acantilado. Así nacieron las metáforas de la historia que te acabé de leer, al igual que mis deseos de ser escritora, pues quería escribir muchas historias para esa mujer, y mi primer deseo fue regalarle un rey de corazones.
—Esto no puede ser una casualidad, pues, no solo tienes la carta que le falta a mi baraja, sino que, de las muchas historias que creo debes tener en tu libreta, he elegido al azar una cuyo protagonista se esconde tras mi nombre.
Extendí mi mano hacia ella y me presenté:
—Mucho gusto, soy Juan Pablo —tomó mi mano sin decirme su nombre así que seguí hablando—. Tengo tantas inquietudes sobre tu historia, hasta quisiera preguntar por tu edad, ¿podría saber cuántos años tienes?
—¿Qué relevancia tiene mi edad si no soy la protagonista de la historia?
—¿Estás segura de que no lo eres? Puede que sea solo una corazonada, pero tienes 36 años, ¿cierto?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Porque yo tengo 27 —nos llevamos nueve años como los protagonistas de su historia, y si bien no es una cuenta difícil de hacer, ella parecía seguir contando en su mente—. Y debo decirte que yo también podría hacer canciones de los latidos de tu corazón, así como de tus historias, pues, lo que me has visto escribir en las servilletas, no son más que fragmentos de canciones que estoy componiendo.
Mirándonos en silencio nos dimos un momento para encauzar tantas coincidencias, hasta que dijo:
—¿Me creerías si te confieso que, cuando escribí la historia, imaginé que su protagonista era un hombre muy parecido a ti, por no decir que igual?
—Yo creería en todo lo que me digas.
Tras un corto silencio lleno de complicidad, continué con la conversación:
—Entonces, ¿harás de nuestro encuentro una de tus historias?
—Eso depende.
—¿De qué depende?
—De si hacemos que nuestro encuentro sea algo que valga la pena contar.
—Creo que ya tienes suficiente material para escribir algo fantástico. Por lo pronto, me gustaría conocer el nombre de la autora de esta historia.
Extendió su mano para presentarse:
—Mucho gusto, soy la reina de corazones.
Guardé su número en mi teléfono móvil bajo ese nombre, con la tranquilidad de que la mujer de mis sueños no volverá a desvanecerse en mis manos, y con la certeza de que este es el comienzo de una nueva historia, una que se está escribiendo por sí sola.
*Imagen aportada por la autora.
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