Por Áine Hazel
En una habitación oscura en la que no entra más que un pequeño rayo de luna, vaticino una nueva noche en vela en medio de la penumbra, solo me queda respirar profundo y esperar el caos mental que me arrastrará a una nueva vigilia de la que no podré escapar.
Me concentro en ese pequeño hilo de plata en la espera, por ahora apacible, del torrente de pensamientos de turno, hasta que decido abrir las cortinas de par en par con la esperanza de que la luz de la luna llena invada esta habitación que, en el transcurrir mordaz de la noche, cada vez se hará más estrecha.
Tras ajustar las cortinas, me tomo un momento para contemplar el exterior a través del cristal, parece que afuera, lejos de los ecos de la vida cotidiana, el silencio de la naturaleza ya apaciguada se confronta con el viento agitado que pretende reinar esta noche, siendo el más afectado el gran avellano que hay plantado en la entrada de mi casa. Después de un rato me aparto con resignación de la ventana, sé que es hora de mirar hacia adentro, la batalla que se rinde allá afuera no me afecta, de alguna manera la percibo como un escenario en el que gobierna la paz en comparación con la hostilidad que empieza a gestarse acá adentro.
Me siento en mi cama pensando en lo inútil que a veces puede llegar a parecerme aquel armazón que, sin previo aviso, se transforma en un agujero negro atrayendo sin piedad mis más oscuros pensamientos, esos que nacen como ideas vagas y sin reflexiones, pero que, en el lento transcurrir de una noche como esta, se convierten en sentencias que mi mente ejecuta tras transformarse en el cruel verdugo de mi sueño. Es frustrante, nunca le he ganado una partida al insomnio.
Intento distraerme contemplando la sombra que dibuja el árbol en una de las paredes de la habitación. Esta imagen me reconforta al hacerme a la idea de que, por más que el viento lo intente, no logra tumbar el árbol. Incluso llego a pensar que el árbol goza de ese vaivén que lo hace mover del letargo de estar tan firmemente aferrado a la tierra. Así, lo que ante los ojos expectantes de un desconocido puede ser una guerra a muerte, para el árbol y el viento es un juego, una danza en la que seguramente también participan criaturas míticas tristemente invisibles ante mis ojos.
No me queda más que agradecer la magia que hace la luz de la luna al hilar delicadamente la sombra del avellano, pero justo cuando pretendo aferrarme a esta esquiva sensación de calma, nace en mí la culpabilidad de ver con calidez tan gélido panorama, pues cualquier sombra que se muestre agitada por el viento pertenece al escenario perfecto de una novela negra, sin embargo, a mis propias sombras prefiero ignorarlas. No obstante, trato de no condenarme teniendo en cuenta que una cosa es leer un libro y otra es ser los protagonistas de una realidad agitada y violenta; en el primero de los casos solo debemos cerrar el libro si no queremos continuar con la historia, mientras que en el segundo escenario, me atrevo a mencionar, sin ser juez ni parte, que algunos tienen el valor o la cobardía de acabar con la insidia de ese autor desconocido que garabatea nuestro destino, y entre muchas otras opciones, me encuentro yo, que vivo mi novela sin entender si realmente existo dentro de ella.
Ya en este punto no sé si fue buena idea abrir las cortinas. La melancolía en la que suelo navegar está siendo azotada por esa luna llena y, pese a que la luminiscencia que me presta me hace sentir una sugestiva irrealidad, ahora me encuentro a la deriva de una oleada de pensamientos con el temor de quedarme atascada en algún rincón de mi mente, y con claridad, mi mente es el último lugar en el que deseo perderme.
***
No sé cuántas noches han pasado desde la última vez que pude conciliar el sueño y, aunque quizá Shakespeare tenía razón al creer que las emociones terminan siendo una medida de tiempo, impregnando así en Julieta la idea de que «en un minuto hay muchos días», yo no siento qué tan rápido o lento corre el tiempo, lo que me acompaña es más una sensación de inexistencia en la que lo único que percibo del reloj es el sonido de sus manecillas retumbando en mi cabeza que, junto con la luz de una luna ya menguada, alimentan la ansiedad y el agotamiento tanto físico como mental que me impiden encontrar reposo en este frío lecho.
Trato de no parpadear aguantando un poco la respiración, decidida a que mis ojos ya humedecidos no se permitan fluir libremente, mientras tanto, el reloj sigue avanzando sin piedad y, por más que anhelo el sosiego, cada vez me siento más intranquila. Me levanto de la cama para ir por un vaso de agua, pero, aun cuando estoy acostumbrada a caminar en la oscuridad, rumbo a la cocina me tropiezo con una de las tantas cajas que no he desempacado después de mi no tan reciente mudanza. Energizo mi cerebro aturdido vociferando una que otra palabra malsonante, para luego prender las luces y sobar mis pies vigorosamente. Examino la caja con el deseo de volcar su contenido como si esta tuviera la culpa de estar mal ubicada. Sin embargo, mi ira se apacigua al darme cuenta de que está llena de algunos de mis libros favoritos y cuadernos que no reconozco.
Después de tomar un poco de agua y en espera de que el dolor del golpe cesara, subo con algo de esfuerzo la caja y coloco su contenido en el suelo de mi habitación, encontrándome cara a cara con autores como Bram Stoker, Franz Kafka, Jean-Paul Sartre, Milan Kundera, y Edgar Allan Poe, entre otros. Estas obras llevan guardadas cerca de ocho años con la promesa siempre incumplida de encontrar refugio en mi biblioteca, pues tras varias mudanzas nunca termino de desempacar.
Apilo los libros en el escritorio para centrarme en los cuadernos cuyo contenido me era desconocido. Al abrirlos reconozco inmediatamente mi letra en sus páginas fechadas, siendo el más reciente uno con anotaciones de once años atrás, cuando al parecer me rendí y elegí llevar una vida dictada por los esquemas de los que tanto quería huir, decisión que me llevó a volcarme en un mar de frustraciones, ahogándome en emociones sombrías fielmente registradas en estas páginas en las que predominan frases como: «cuando a solas en mi cuarto…», «paso una nueva noche en vela…», «de nuevo el reloj me acosa…», sentencias que siguen rondando mi cabeza.
Tras revisar un par de escritos me sentí leyendo el diario de Lucy Westenra cuando, en un fragmento de Drácula, describe este abatimiento llamado insomnio que tanto me abruma: «¡Oh, la terrible lucha que he tenido en contra del sueño tan a menudo últimamente! ¡El dolor del insomnio o el dolor del miedo a dormirme, y con los desconocidos horrores que tiene para mí! ¡Qué bendición tienen esas personas cuyas vidas no tienen temores, ni amenazas; para quienes el dormir es una dicha que llega cada noche, y no les lleva sino dulces sueños! Bien, aquí estoy hoy, esperando dormir (…)».
***
Las noches siguen pasando y cada vez hay menos luz a mi alrededor, entretanto, me marchito en la lobreguez que ha traído consigo la luna nueva que hoy me muestra su cara más oscura. Silenciosa e invisible a mis ojos, tan ausente. Sé que está ahí, pero es como si no existiera, tal como me siento yo, y a pesar de que es algo que debería preocuparme, debo reconocer que mi inexistencia siempre ha sido autoinfligida.
Soy noctámbula desde mi adolescencia, cuando descubrí que vivir de noche me alejaba del ruido de la gente, pero, sobre todo, de sus prejuicios. Es así como mi habitación se convirtió en mi lugar seguro, uno que me invitaba al recogimiento, y que, en algunas ocasiones, también tuvo que albergar mi melancolía. Un espacio que siempre me resguardaba y me hacía sentir que estaba bien ser diferente, sin embargo, después de tanta presión, un día decidí enterrar esas rarezas optando por ser invisible. Pasar desapercibida se convirtió en mi mayor propósito y para hacer eso tuve que mezclarme a tal punto que obligué a mi alma a fundirse con los estándares que nunca pretendí alcanzar.
Ya han pasado muchos años desde que tomé aquella decisión. Adaptarme fue más fácil de lo que suponía, para sobrevivir tuve que aprender a usar máscaras que con el transcurrir del tiempo se convirtieron en la mejor herramienta para disfrazar mi cobardía. Estas caretas las combino con el traje de turno con el que dispongo para encajar con mi entorno de acuerdo con la ocasión, es solo que me acostumbré tanto a usarlas que las llevo incluso a la cama desde el día que, al quitármelas, no me reconocí en el espejo.
Hoy soy una extraña hasta para mi almohada, he perdido todo rastro de quién era y de quién quería ser, en mi memoria no yacen los recuerdos de mis glorias pasadas, y si alguna vez tuve sueños, ahora no son más que delirios fantasmagóricos tirados al olvido. No hay nada que me distraiga o me abstraiga de esta realidad. Vivo por inercia, soy una máquina que come, pero que no le siente el sabor a la comida, y mientras pierdo uno a uno los sentidos, transito los caminos que me indican, pues mi brújula se ha dañado tras haber arruinado mi capacidad de moldear las sendas que antes recorría libremente al fabricar mis propias fantasías. Así vivo, sin recuerdos, sin sueños, sin sentidos, sin creatividad. Simplemente, no existo.
Me ofrecieron un antídoto para acabar con mis rarezas y yo lo acepté a ciegas, sin pensar que se convertiría en el veneno que estaría intoxicando mi alma, poción que transformó en prisión los espacios que para mí eran un refugio, ya que de ser noctámbula por decisión, pasé a ser esclava del insomnio, trastorno que me mantiene en un permanente estado de crisis existencial, sumida en una angustia que se dilata al intimidarme con silencios que estimulan mi amargura y con ruidos que me causan ansiedad.
Hoy me hallo completamente sola. Sin luna, sin luces ni sombras. No soy más que los restos de un ser consumido por el cansancio, y si bien mi corazón abatido se ha rendido, no es momento de darme palmaditas en la espalda, yo solo pienso en que necesito descansar para poder ir a trabajar mañana, pero mi cuerpo parece creer que dormir es algo trivial, sin contar con que a nadie le interesa si duermo o no, al mundo real lo único que le importa es que engrane en un sistema en el que ni siquiera creo, en el que se me exige interpretar el papel de una pieza perfecta en esa máquina que nunca para.
Y como si el insomnio no fuera suficiente, la delgada línea que separa la realidad de la ficción se empieza a difuminar, pues tirada en mi cama siento que se me viene encima el techo que, sostenido por vigas que simulan barrotes, aprisionan la esencia de esta insignificante entidad. Estoy cansada, no sé cómo arrancarme esta aflicción, cómo dejar de aferrarme a esta nulidad que me asfixia, que me rompe. El corazón me late con fuerza y mi respiración es entrecortada. Hago presión sobre mi pecho como si realmente mis manos pudieran contener el frenesí que se ha empezado a formar en mí en medio de la zozobra de no poder dormir.
Mi rostro es surcado por la mezcla de sudor y lágrimas, y aun cuando trato de secarlo, me cuesta mover los brazos que están siendo atacados por una punzante sensación de hormigueo. Necesito ayuda, intento gritar, pero mis esfuerzos son en vano, me ahogo. Me siento fuera de mí misma oyendo mis propios lamentos y clamores mudos como si fueran de alguien más. Parece que este es mi fin, el veneno ya impregnó todo mi ser, y a la espera de la hoz que acabará esta noche con todo el sufrimiento, me entrego a la expectativa de esta pronta partida.
No sé cuánto tiempo ha pasado, sin embargo, la muerte no ha llegado. A lo mejor está ocupada en algo más importante. A pesar de que intento moverme, solo logro caer al suelo y, mareada, allí me quedo sin poder levantarme. La poca luz que se cuela por la ventana me ayuda a vislumbrar mi entorno lleno de objetos que ante mis ojos han empezado a perder su forma, al punto de que no sé si todo se está haciendo más grande o si yo me estoy haciendo más pequeña.
Luchando para no desfallecer me arrastro hasta el baño, deseo lavarme el rostro y tomar agua, pero no puedo ponerme en pie, mi cuerpo tembloroso no tiene energía y la poca que tenía la usó para llegar hasta aquí. Estoy agotada y en medio de la impotencia empiezo a llorar nuevamente, hasta que, desolada, me doy cuenta de que nadie vendrá a ponerle fin a mi sufrimiento, aquel que he prolongado a fuerza y a costa de mis sentimientos.
Me siento ausente, las lágrimas se han agotado dejando a su paso una cabeza que da vueltas sobre un cuerpo que está helado por fuera, pero que arde por dentro, sensación voraz que se concentra en mi pecho, y justo cuando siento que voy a desvanecerme, o tal vez a estallar, alcanzo a llegar al retrete y vomito… Vomito la tristeza, la amargura y el dolor. Vomito cada pensamiento lúgubre que me ha llenado de aflicción. Vomito el miedo infundado y la cobardía adquirida. Vomito los cadáveres de aquellos sueños olvidados junto con la culpabilidad de ser su asesina. Vomito las manecillas del reloj que rasgaban el velo de mis fantasías. Vomito luces y sombras, así como los colores que alejé de mi vida. Vomito el insomnio. Vomito mi inexistencia. Vomito hasta quedar completamente vacía.
***
Suspiro. Abro los ojos. Estoy en mi habitación. Los rayos del sol caen sobre mi rostro. Ignoro cuándo fue la última vez que la luz del día me sorprendió completamente dormida. No sé cómo llegué a mi cama, lo último que recuerdo es estar en el baño vomitando mis entrañas. Me duele todo el cuerpo, y ni hablar de cuánto me duele el alma.
Aún medio dormida me pongo en pie y camino hacia el baño. Veo a mi alrededor, este lugar está hecho un desastre, al igual que yo, pero eso no es nada nuevo, lo que realmente me sorprende es que el espejo está roto y ese desastre solo pude haberlo hecho yo, aunque no lo recuerde. Siempre creí que las lagunas mentales no eran más que una herramienta de la ficción; artimañas que usa el autor para jugar con la miserable vida del protagonista de su novela, quien dice y hace cosas que no existen ni en su imaginación, porque son simplemente arrancadas de su mente de un tirón. Pues bien, aquí estoy yo, rellenando con signos de interrogación los espacios en blanco que, en su noche más oscura, mi alma trémula recorrió.
Me agacho para empezar a recoger los restos quebrados de aquel artilugio que, bajo el supuesto de que es sencillo usarlo, me enfrenta a la realidad de la nulidad en la que vivo, pues sin sufrir de amnesia, no reconozco aquel reflejo que se disipa ante mis ojos. Ciertamente es mejor así, no necesito un espejo cuando ni siquiera puedo distinguir quién está del otro lado de este. Y con una mente errante a cargo de mover torpemente mi cuerpo, corto por accidente mi mano izquierda, lo que me lleva a cuestionar, no solo mi motricidad incoherente, sino cuánto riesgo represento para mí misma cuando me pierdo en mi cabeza.
En el suelo, cansada y con el deseo de dormir una eternidad, siento que el destino me trajo hasta aquí, todo fue un ardid para usar mis penas y así marcar con tinta sangre este sufrimiento. Pero ¿y si no me corté por accidente?, ¿puede mi subconsciente violentarme de esta manera?, o peor aún, ¿estará mi consciente tan nublado que ha perdido el control?… Entonces, ¿quién tiene el control?, ¿quién está a cargo de esta tragicomedia?, ¿quién mueve los hilos invisibles que ahora parecen querer lacerar mi cuerpo?
Quisiera darle a esto la importancia que se merece, es solo que no tengo fuerzas para arreglar mi vida en un día, son demasiados pensamientos que empiezo a pagar con una mezcla de sangre y cordura. ¿Será que para sobrevivir debo atravesar por la locura? ¿Acaso debo sobrevivir? Estoy realmente agotada, antes de darnos el guion a interpretar deberían advertirnos sobre el final.
Sintiéndome contra las cuerdas, tomo el pequeño fragmento que, de un tamaño aparentemente inofensivo, puede convertirse en un arma en las manos equivocadas. Al verme diminuta en esa superficie desfigurada, viene a mi mente el recuerdo etéreo de una época en la que defendía mis ideas de forma enardecida, sin embargo, con el tiempo perdí la pasión, pues fingir se volvió un hábito forjado en el crisol de mi propia revolución.
Esconder mi verdadera naturaleza se convirtió en un principio de supervivencia, por lo que empecé a llevar una vida guionizada por el sistema que me permitió encajar en los estándares. Aunque se me dio un valor social que nunca me ha dado satisfacción, me resigné y, para no herir el ego de los libretistas, preferí caminar en puntillas, hasta el punto de distorsionar la percepción de mi propia realidad al obligarme a ver el horizonte a través de ellos. Es así como, actuando las líneas que me dieron, me empujaron a una vida sin visión, sin pasión.
Y ¿cómo se vive sin pasión?, ¿acaso no es la pasión la que debería darme el deseo ardiente de aferrarme a la vida?, y si es así, ¿en dónde están mis deseos de vivir cuando más los necesito? No debo ser la única a la que la vida ha puesto en aprietos, a la que la inestabilidad la ha arrastrado hasta una cuerda floja para dejar casi que al azar la decisión de continuar o no con este juego. Menudo autor el que decidió escribir mi historia, ponerme a elegir en esta situación, cuando sería tan fácil lanzarme al agua y convertirme en espuma, para luego desvanecerme y acabar de una vez por todas con el discurso violento e injurioso que me han parafraseado para moldearme a su antojo.
En esa pequeña superficie destellante que yace en mis manos, se refleja una entidad destruida física y emocionalmente, un espectro sin esencia que ha llegado al tope máximo de decadencia, que no se echa de menos a sí mismo, pues no se reconoce y no recuerda quién era. Proyecta una tenebrosa imagen que me instiga a pensar si el afilado poder del que pende mi vida está en mis manos o si está en manos de aquel autor que seguramente ha construido mi personaje lanzando monedas al aire. ¿Cuál de los dos se atreverá a escribir el acto final de esta maquiavélica obra?
Son muchas reflexiones para una mente abatida. Sin embargo, si anoche, que esperaba con ansias mi partida, no tuve la apacible oportunidad de ser visitada por la parca, debe ser porque no es intención del autor erigir escenarios macabros trazados con la tibia sangre de mi ser, o por lo menos, ya no quiero permitírselo… Y tampoco voy a permitírmelo.
Suspiros que se acompasan con los latidos de mi corazón, traen consigo un fragor que recorre todo mi cuerpo. Hago a un lado los restos del espejo, los pienso recoger más tarde, ahora me encargaré de mi identidad que, hecha trizas, aparentemente desea ser reparada. Algo ha cambiado, no sé qué es, solo puedo suponer que no se llega a una madurez existencial sin atravesar por la adversidad, sin tener el valor de tomar decisiones en medio de tribulaciones que, aunque fracturen nuestra esencia, terminan por edificar nuestra alma. Así que decidida a vivir, lavo mi rostro y atiendo cuidadosamente la herida, hasta que un estrepitoso sonido me saca del estupor.
El teléfono móvil está sonando y desganada voy en busca de aquel endemoniado aparato. Es uno de los números de la oficina. ¡Por supuesto!, es día laboral y no había pensado en ello. Con una incrédula satisfacción rechazo la llamada. Reviso el historial, tengo treinta y cuatro llamadas perdidas. Apago el dispositivo pensando en que no debería importarme, pues no es como si fuera la encargada de los códigos de una bomba nuclear. Seguro pueden vivir sin mí un día… ¡Hmm!, es más, está decidido, pueden vivir sin mí el resto de sus vidas.
Pero ¿qué sigue después de apagar el teléfono?, ¿hay una vida después del trabajo?, más importante aún, ¿hay un trabajo que no consuma la vida? No sé cuánto me durará esta valentía recientemente adquirida, solo espero que esta vez, me aferre a la cordura de una vida con locura, que le dé vigor a esta esencia moribunda que desde anoche está a punto de desfallecer, y que hoy, por primera vez en mucho tiempo, siento que vale la pena socorrer.
***
No tengo muy claro cuántas lunas han pasado desde que el mundo se me estremeció, debe ser porque el tictac del reloj ahora avanza sin hacer eco en mi cabeza, ahora son solo manecillas danzando en medio de una tranquila melodía que no me señala el paso del inmutable sol ni el a veces efímero transcurrir de las noches.
Mi alma ha empezado a caminar sin dar tumbos en medio de las ruinas que a su paso dejó el tránsito luctuoso de mis emociones, aquellas que en cualquier momento pueden llevarme nuevamente a la confusión, pero que hoy gozan de una suavidad que me ha permitido tomar decisiones, por ejemplo, la de renunciar a mi trabajo. Y, aunque estoy más segura de lo que no quiero que de lo que quiero, para no permitir que el sistema vuelva a confundirme, quemé mis diplomas en una pequeña fogata que hice con ramas caídas del avellano, compañero de cavilaciones que me ayudó a entender que, para que un árbol pueda extender sus ramas hacia el cielo, primero tuvo que forjar sus raíces en el infierno.
No pretendo más que procurar ser un buen ser humano que sobreviva a esta rueda que nunca para, aunque ser una buena persona ya es todo un reto, incluso siento que es apuntar demasiado alto. No sé qué va a pasar, puede que lo logre o que muera en el intento, pues, así como hay días en los que siento un impulso febril por vivir, hay otros en los que me consumo en una helada sensación de reposo. Sin embargo, en medio de este vaivén de emociones y estados de ánimo, al menos he logrado desempacar todas mis cajas, esas que llenas de recuerdos me enseñaron una parte de quién era y de quién quería ser, ayudándome a crear un orden abstracto que he considerado el adecuado para reconstruirme o, mejor dicho, para construirme, pues decidí que no iba a pegar las piezas rotas de lo que fui, esos fragmentos los tiré junto al insomnio que me lapidaba.
Decidí inventarme desde la nada, desde aquel vacío que antes era mi lugar más temido, ese que está lleno de silencios para que, en el futuro, cuando mi alma me susurre, pueda escucharla sin la necesidad de llegar a los gritos, sin conducirme a una nueva dolorosa muerte. ¡Y no!, aún no le encuentro sentido a mi vida, pero me lo tomo con calma, para mí respirar ya es un logro.
Y mientras la sociedad sigue intentando desdibujar mi suerte y desgarrar mi piel —porque el culpable siempre regresa a la escena del crimen—, yo la ignoro enérgicamente, pues no quiero que me distraigan con ideas colonizadoras que consuman mis sueños. Además, es un hecho que no volveré a sacrificar mi identidad tan solo por encajar, prefiero romper con los moldes y dibujar fuera de las líneas preestablecidas, luchar contra las definiciones, porque me siento infinita y definirme me limita.
El día ya es un descanso y la noche en la que habito no viene marcada por el tiempo. En mi penumbra reina la luna inconstante que, cambiando a su antojo, sin prejuicios transita entre luces y sombras, brillando como ninguna sin dejar de engalanarse con orgullo de su lado más oscuro. Así quiero ser yo, etérea, cambiante, que de mi luz no dependa nadie… Respirar sin importar cuánta luz irradie, porque aprendí que los guiones están llenos de tretas y, mientras la mayoría olvida leer entre líneas centrándose únicamente en el genuino deseo de brillar, pocos llegan a comprender que entre más intensa sea la luz que queramos irradiar, más oscuras se harán las sombras con las que debamos luchar.
F i n
*Imagen aportada por la autora.
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