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Sala de interrogatorios

Por Nicolás Giraldo Vargas

Día de la madre, 8 de mayo de 2021, Viotá, Cundinamarca. Aproximadamente a las tres de la tarde, entró a la estación de policía, ubicada en la calle veinte con carrera décima, Néstor Andrés Gómez Huertas, un personaje con aspecto peculiar: delgado como él solo, pálido y con la mirada vacía. Era el hijo de la señora Amparo, “la vecina de la cuatro, uno”. Un pelado que desde pequeño disfrutaba más de la compañía de los libros de la biblioteca del colegio, que de la de las personas. Preguntaba por Rogelio.

Detective Rogelio Zimmermman Sáchica, nacido en Bogotá, Colombia, en el año 1957, hijo de padre alemán y madre colombiana. A muy temprana edad se obsesionó con la mente humana, pero no con cualquier mente, tenía un especial interés por la mente criminal. Hasta sus 16 años compartió techo con un asesino en serie. A raíz de querer entender cómo era posible que un ser humano tuviera tal capacidad para engañar a su familia, a la prensa, a las autoridades y demás personas, se enlistó en las filas de la policía cumplidos los 18 años, para así conseguir contactos que, terminado el servicio, le fueran útiles para iniciar su carrera en psicología criminal. Ahora tenía 64 años, estaba próximo a jubilarse y quería pasar sus últimos años de servicio en “La Roja”.

La patrullera que estaba de turno en la recepción de la estación de policía le dijo a Néstor que por favor se pusiera el tapabocas y que esperara, que el detective estaba ocupado. Pasaron aproximadamente 16 minutos, en los que el joven permaneció sentado, inmóvil, murmurando algo que no se le entendía y con la mirada fija en una foto colgada en la pared que retrataba el parque principal de Viotá en 1884.

Viotá en lengua chibcha quiere decir “muchas labranzas”. Lo que labró este municipio a partir de 1949 fueron varias oleadas de “colonizaciones armadas” llevadas a cabo por grupos campesinos afines a corrientes comunistas que estaban hartos de la violencia oficial. Se armaron para poder sembrar la tierra y vivir en paz, empezando por las “guerrillas rodadas”, en 1953, siguiendo con la “guerra de Villarrica”, en 1955. Luego, con el breve periodo de paz en los inicios del Frente Nacional, en 1958, estos grupos se consolidaron y terminaron de asentarse después de la “guerra de Marquetalia”, en 1964. Su lema era: “La tierra es de quien la trabaja”. Por esto a Viotá se le conocía como “Viotá La Roja”. Desde 1989 hasta finales de 2001, hubo una ola de violencia auspiciada por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc-EP), que se acrecentó con la llegada de fuerzas militares y grupos paramilitares en 2002, sembrando en la comunidad mucha desconfianza hacia el otro, pues cualquiera podía ser enemigo de cualquiera, lo que obligó a algunas personas que vivían en las veredas de Viotá a irse, sin quererlo, a la cabecera municipal.

—Ya puede pasar —dijo la patrullera. Sin responder nada, Néstor se dirigió hacia la oficina del detective. 

—Buenas tardes, don Rogelio. —El detective estaba sentado en su escritorio, buscando archivos de entrevistas a criminales por internet. 

—¡Mijo!, ¿y ese milagro?

—Vengo a hacerle una entrevista. A ver si usted me puede colaborar. Es para un trabajo del colegio. 

—Hace años que no me entrevistan. —Rogelio miró el reloj que tenía puesto en la muñeca —Tengo como media hora, chino, hoy quedé de visitar a mi madre, recuerde que hoy es el día de ellas. Espero que ya le haya dado algo a la suya —dijo Rogelio con tono amigable.

—Claro, don Rogelio, yo ya le entregué el regalo a ella. Media hora es apenas, ¿entonces sí?

—Me alegra. Hágale.

—Disculpe, ¿será que podríamos ir al cuarto ese, el de las confesiones? Es parte del trabajo.

Al detective le pareció extraña la solicitud, pero apreciaba a este joven y aunque no lo conocía muy bien, era el hijo de doña Amparo. Sin cuestionarlo mucho, accedió. 

—Sala de interrogatorios, mijo —dijo Rogelio y se levantó.

Una sala de tres por tres sin ventanas, paredes blancas de estuco mal aplicado, un piso de piedra gris como de obra negra, dos sillas Rimax blancas, una mesa cuadrada, una caneca de metal, un bombillo amarillo y una cámara de seguridad de circuito cerrado ubicada en una esquina, era todo lo que componía esta habitación. Varios guerrilleros, paramilitares y militares habían confesado sus más atroces actos en este lugar.

Rogelio abrió la puerta, prendió la luz, entró, dio unos pasos y se sentó en la silla de espaldas a la cámara, como siempre lo hacía cuando entrevistaba a alguien. No le gustaba aparecer en los videos. 

—Siga, mijo, siéntese y quítese eso. Deje la pena. ¿Cómo es que se llama usted? —dijo Rogelio para coger confianza.

—Néstor. Gracias por preguntar.

Néstor se quitó el tapabocas, lo metió dentro de la mochila que llevaba, entró, cerró la puerta y caminó hacia la otra silla. Sacó una grabadora y la puso sobre la mesa.

—¿Le molesta si pongo a grabar esta conversación? —dijo Néstor, mientras sacaba un cuaderno, un lápiz y se sentaba.

—Qué me va a molestar, en esta sala todo queda grabado. ¿No vio la cámara?

Néstor buscó la cámara por un momento, cuando la encontró se quedó mirándola fijamente por unos segundos. 

—Como vi la habitación toda hecha mierda, don Rogelio, no pensé que tuviera cámara —dijo Néstor aún mirándola.

—Así la mandé a hacer, mijo, esta es mi obra maestra. 

—Así, ¿toda cascada?

—Pues sí. ¿Qué sintió cuando entró?

—No sé, como maluco.

—Ese es el objetivo, que le agote la mente, que lo incomode, a ver si confiesa más rápido.

—Bien agresivo, ¿no?, don Rogelio.

—¿Agresivo?, mijo, si supiera cómo hacen confesar en este país. Esto es una habitación donde todo queda grabado, por el bienestar del interrogado. Bueno, ahora sí, cuénteme pues, de qué se trata, que no hay mucho tiempo —dijo Rogelio para apurarle.

Néstor acercó su silla y abrió su cuaderno. 

—¿A qué se dedica usted exactamente?

—A todo un poco, pero si hablamos de lo que me apasiona, yo soy psicólogo criminal.

—¿Eso es lo mismo que un psicólogo forense?

—No, mijo, forense viene del latín forenses que hace alusión al foro. A ver le explico. El psicólogo forense se dedica a presentar ante un juzgado las condiciones mentales tanto de la víctima como del victimario, para así poder determinar si se le imputan cargos a un individuo que haya cometido un delito. —Néstor escuchaba atento—. Yo nunca pude con los juzgados y menos en este país donde hay más injusticias que un berraco. Lo que hago yo es entrevistar a personas que “desanimaron” a otras, intencionalmente. 

—¿Desanimaron?

—Es como yo llamo al asesinato.

Néstor escribía palabras en su cuaderno.

—Vea pues, ¿entonces usted dedicó su vida a comprender a los asesinos?, ehh…, ¿a los desanimadores?

—A comprender qué los llevó a desanimar.

Néstor seguía escribiendo en su cuaderno, miraba a Rogelio, miraba a la cámara y volvía a mirar el cuaderno.

 —¿Desde qué edad se interesó por este tema?

—Desde los 16 años, cuando me enteré de que mi padre era uno de ellos.

—¿Uno de ellos?

—Un desanimador.

—¿Cuánto lleva en este pueblo? —preguntó Néstor para evadir el tema.

—Este pueblo para mí es lo más hermoso que hay, fue un municipio de mucha riqueza y lucha agrícola. Yo la primera vez que vine fue a los 19, me acuerdo; a pasar un fin de semana en la finca de un hermano de mi mamá, el tío Mario, todo un personaje. Desde ahí llevo unos… —Rogelio se puso a hacer cálculos y luego de unos segundos…— 45 años enamorado de este paraíso.

—Entonces, ¿usted me conoce desde chinche?

—Uf, claro, yo era amigo de su abuela, la señora María. A su madre la conocí chiquitica. Yo ya tenía como 30 años, imagínese. A usted lo vi nacer prácticamente. Eso sí, no le voy a mentir, cuando usted tenía cinco años a mí me tocó salir pitado de acá porque me habían amenazado. Pude volver en 2010 cuando usted ya tenía ocho. De resto yo lo he visto crecer, claro, lo que pasa es que usted no me conoce porque se la pasa del colegio a la casa y de la casa al colegio sin hablar con nadie.

—Siempre me ha parecido jodido relacionarme, don Rogelio, pero hoy me siento diferente.

—Se le ve diferente, mijo, creo que es la primera vez que me habla.

—Yo sé, esta mañana también le hablé a una pelada por primera vez. Lástima que no saliera tan bien. 

—Quién sabe qué le hizo —dijo Rogelio, imaginando cualquier cosa.

—¿Yo?, no, ella… me hizo cosquillas. 

El detective soltó la risa, pues hacía años que no escuchaba la palabra “cosquillas” y el hecho en sí le pareció gracioso. Néstor se quedó serio, mirándolo fijamente durante unos segundos. 

—¿Usted es cosquilloso, don Rogelio? —preguntó Néstor sin quitarle la mirada. 

—Cuando era pequeño sí, pero cuando me enteré de lo de mi padre, yo creo que las perdí, mijo, eso me dio muy duro.

—Me imagino, qué miedo ser usted, con todo respeto. Don Rogelio, respecto a… —después de unos segundos rebuscando en el cuaderno—, desanimar, ¿usted qué opina de todo lo que está pasando con la policía en estos momentos en el paro nacional?

—Mijo, pues pienso que por fin se dieron cuenta en las ciudades de lo que le ha tocado al campo durante muchísimos años. Ahora sí hay cámaras grabando. Yo me he puesto a pensar mucho en eso. A mí me gritan “cerdo” en la calle y otras vainas. Eso duele, y yo, Rogelio Zimmermman, no le he hecho daño a nadie, pero esta institución está podrida por dentro y yo represento a esta institución. Por eso los entiendo.

 —Se van dando como garra, ¿no?

—Creo que el problema, ¿sabe cuál es?, que muchas de las personas que entran acá primero lo hacen por obligación… ¿Usted cómo va con la libreta militar? 

—Jum, más embalado, don Rogelio, ya casi salgo de esta chimbada y yo no sé qué va a pasar —respondió Néstor. 

—Mire a ver si le dice a su mamá que me llame, ella sabe que yo estoy ahí para lo que necesite.

Néstor se quedó un momento mirando sus apuntes. Rogelio retomó: 

—Segundo, muchos de los pelados que entran y se quedan son pelados que cuando chinches vivieron la violencia a flor de piel y la vaina es que a varios les queda gustando. Ahora vaya y entrégueles un sueldo fijo, un arma y poder. Porque no a todos se les hace prueba psicológica antes de entrar a esta institución. Qué tal sean chinos que aprendieron a vivir entre la violencia. —Néstor se quedó pensando en silencio—. Es que definitivamente esta sociedad es la cagada —dijo Rogelio luego de unos segundos.

—¿Por qué la cagada?

—¡Porque no protege la infancia! Obviamente algunos niños sí son criados por sus padres, que les brindan un espacio de tranquilidad, y esos niños crecen, ahí sí, como dice el señor del video, con cariño, ternura y comprensión…

—Amor, comprensión y ternura —corrigió Néstor.

—¡Esa vaina!, gracias. También están los que quedan con alguno de los dos padres, que normalmente es la mamá porque al papá lo desaniman, usted es un buen ejemplo de eso. —En ese momento Rogelio sintió que la había cagado, pues no sabía si Néstor ya sabía, Néstor escribía en su cuaderno sin decir nada, Rogelio, haciéndose el loco prosiguió—: que muchos también reciben todo el amor de la mamá y por último están los que se quedan sin ninguno de los dos, estos quedan con tíos, abuelos, primos, hermanos o amigos que los cuidan, pero nunca será lo mismo que crecer con los pa…

—No importa con quién se queden, don Rogelio, desde que los traten bien —interrumpió Néstor.

—En eso estamos de acuerdo, pero créame que el núcleo familiar es fundamental. De todas maneras, cojámoslo por ese lado. ¿Y los chinches que no son bien tratados? 

—Esos sí crecen con rabia —dijo Néstor mirando la caneca.

A Rogelio le pareció extraño que lo dijera con tanta propiedad, pero continuó.

—Exacto, esa rabia se pega como garrapata llanera, más si lo que lo rodea a uno es violento, como el conflicto armado en el campo, la delincuencia en las grandes ciudades o, más complejo aún, la violencia intrafamiliar.

—¿Eso qué tiene que ver?

—Todo tiene que ver, chino. Eso me hace acordar, ¿usted ha escuchado eso que dicen de las manzanas podridas en la policía? 

—No, ni idea, don Rogelio.

—Alguna vez alguien dijo que los policías malos eran solo unas cuantas “manzanas podridas”, refiriéndose a los casos de abuso policial, no me acuerdo bien quién fue. ¿Sí vio eso?

—No.

—Bueno, eso me quedó sonando y me puse a investigar. ¿Usted sabe qué pasa cuando una manzana podrida queda cerca de otras manzanas que están sanas?

—¿En la vida real? No sé, ¿qué pasa?

—Mire le cuento. Cuando una manzana entra en estado de descomposición, bota un gas que se llama etileno, este gas lo que hace es madurar más rápido la fruta. Por eso si usted deja esa manzana podrida cerca de otras manzanas, las va a empezar a madurar más rápido y se pudren también…

—Don Rogelio, discúlpeme yo lo interrumpo, ¿está diciendo que dentro de la policía, esas “manzanas podridas” pudren al resto?

—Por supuesto, mijo, y las que no se dejan podrir están más amenazadas que un berraco, se lo digo por experiencia. Por eso las personas ya no confían en esta institución y yo, que he trabajado acá la mayor parte de mi vida, menos. Pero a lo que quería llegar, es que no solo pasa en la policía, también en el resto de instituciones como la religión, la escuela, una empresa, un equipo de fútbol, un partido político, las fuerzas militares, pero más importante que cualquiera, la familia. Si los padres, o tíos, primos, hermanos, abuelos, son “manzanas podridas”, van a podrir a la manzanita. Lo realmente importante es el bienestar de esa manzanita porque de ahí parte todo. ¿Qué hacemos por una manzanita a la que le cae etileno desde pequeña?

—Yo diría que no se puede generalizar, don Rogelio. Volviendo a lo del maltrato en la infancia, yo he pillado personas muy buena gente con infancias llenas de etileno. 

Néstor solo conocía el amor de su madre y de su abuela. Cuando tenía pocos meses de edad, su abuelo materno, campesino de manos calludas, trabajador y humilde; fue asesinado en 2001 por el frente 42 de las Farc-EP, no le dijeron el porqué. Su padre, también campesino de manos calludas, trabajador y humilde; luego de haber sobrevivido a los frentes 22 y 42 de las Farc-EP, a las Autodefensas del Casanare y a las Águilas Negras, en 2007 fue una víctima más de la urgencia de resultados operacionales de las Fuerzas Militares. Le dijeron que se montara al camión, que iba a trabajar, que no se demoraba. Fue llevado a las afueras del municipio de Mesitas del Colegio, donde fue asesinado a manos del Ejército Nacional de Colombia, después fue legalizado como guerrillero dado de baja en combate. No formaba parte de ningún bando, simplemente le tocó vivir el mismo destino que a miles de personas en ese momento. Su madre, la señora Amparo, tras la muerte de su padre en 2001 y del que fue su esposo desde que tenía 15 años en 2007, quedó sola con su madre, doña María, y su hijo, Néstor, siendo discriminados y señalados como “la familia del guerrillero ese”. Los tiempos habían cambiado. Amparo era una campesina de brazos delgados pero fuertes, berraca, trabajadora, cabeza de hogar y viuda, como su madre y como miles de madres en todas las regiones de Colombia. Le tocó aguantar la llegada de los paramilitares en 2007, justo después de la muerte de su esposo. Sufrió abuso sexual y físico por parte de los miembros de algún comando paramilitar en cada una de las festividades que se llevaron a cabo en el pueblo ese mismo año. Las fuerzas militares no hicieron nada al respecto pues “La Roja” estaba “llenita de guerrilleros”. Lo único que la mantenía en pie eran su madre y su hijo. Doña María no podía hacer nada por su hija, solo callar o la callaban. 2008 fue un año de relativa tranquilidad hasta que en 2009 doña María murió a causa de un trombo producto de la diabetes, lo que dejó a Amparo aun más sola, desamparada, sin poder confiar en nadie y con un niño de siete años, siendo ella una joven de 23. Su cuerpo estaba lastimado y su mente más. Incluso así, escuchar la risa de su hijo le daba fuerza para continuar. Con perrenque y berraquera salieron adelante.

Rogelio sabía lo que le había tocado vivir a la señora Amparo, pues en el 2016 la había entrevistado. Entendía por qué era malgeniada y tosca. La gente hablaba mal de ella, sin embargo, iban y le compraban a la tienda. 

—Se lo pongo así, ¿su madre alguna vez lo ha maltratado? —preguntó Rogelio.

—Me hacía cosquillas.

—Pero me refiero, ¿le ha pegado?

—No, don Rogelio, nunca me ha pegado. Solo cosquillas, muchas cosquillas.

—Yo sí lo escuché reír varias veces que pasé frente a su casa. —Néstor pensó: ¿Y por qué no hizo nada? —Bueno, ¿y usted es violento? —preguntó Rogelio, luego de unos segundos de silencio.

—No, don Rogelio. Aborrezco la violencia.

—Ahí está.

 —No la entiendo.

—¿Qué no entiende? —preguntó Rogelio, luego de unos segundos.

—Por qué existe.

—Pues, mijo, yo creo que el animal es violento por naturaleza.

—Pero… ese cuatro por ciento que nos diferencia del chimpancé, ¿no es suficiente? 

—¿Cuatro por ciento?

—Leí en un libro de biología que, genéticamente, solo existe un cuatro por ciento de diferencia entre nosotros y el chimpancé.

—No sabía, ¡qué interesante! —dijo Rogelio curioso.

—¿Ese cuatro por ciento sería la razón o la conciencia?

—Puede ser, mijo.

—Si así lo fuera, ese cuatro por ciento de conciencia debería sobrepasar al instinto y hacernos racionales. Saber que la violencia solo trae dolor —lamentó Néstor.

—Si así lo fuera, no existiría la violencia. Todo sería color de rosas, mijo, pero póngase a pensar también en ese otro 96% de genética animal que pelea por recursos, por supervivencia o por dominar a su manada, todo esto violentamente. Ahora imagínese completar esa genética, con un cuatro por ciento que lo hace consciente de los medios que utiliza para dominar y en vez de sentir rechazo, siente placer. —Rogelio se quedó pensando por un momento—. Puede que ese cuatro por ciento sí sea la razón, pero del problema.

—Qué güevonada, esos son los que botan el etileno —dijo Néstor con amargura.

—Sí, y no es una güevonada, chino, realmente es un problema. Yo nunca he defendido a la humanidad, pienso que somos una de las cosas, perdóneme la expresión, más asquerosamente malparida que existe y también pienso que esos desanimadores que conocí son producto de esta misma asquerosidad, de ese cuatro por ciento de diferencia, si lo quiere llamar así. 

—A ver si le entiendo, don Rogelio. Dice que un chinche que sufre violencia, ¿es bien probable que la proyecte cuando crezca?

—Por supuesto, mijo, dediqué mi vida a entrevistar desanimadores y en la mayoría de casos, en la infancia estaba la raíz del problema. Maltrato, abuso, humillación, encierro, soledad, abandono… desanimaciones. La violencia también son enseñanzas y uno de niño es una esponja. Lo que aprende lo proyecta. 

Néstor miró la mesa en silencio por varios segundos.

—Me dijo que este cuarto es su obra maestra. Mi mamá ha estado jijuemil veces acá, ¿no?  —dijo mirando alrededor.

—Sí, mijo.

—¿Por qué?, ¿hizo algo malo?

—No, mijo, jamás. Solo que ella sabía todo lo que pasó acá entre 2007 y 2008. Hace cinco años por fin empezamos un proceso de verdad, justicia y reparación y la llamamos para dar testimonio, pero, obviamente, le daba miedo contar. Por eso vino tantas veces.

—Pasaron nueve años, don Rogelio, ¿todo eso se demoró en hablar?

—Imagínese el susto. Eso es lo que deja la guerra.

—Y usted nos dejó a nosotros  —dijo Néstor tranquilo.

Rogelio sintió un corrientazo y suspiró. 

—Los dejé porque me iban a desanimar. Créame que me arrepiento, pero sé que estaría aún más arrepentido si no hubiera podido acompañar a su madre en este proceso de sanación.

—Don Rogelio, ¿se acuerda de la pelada?, la que me hizo cosquillas —dijo Néstor, indiferente a las justificaciones del detective. 

—Ajá —dijo Rogelio asintiendo.

—Cuando me hizo cosquillas yo no sé qué pasó, y sin culpa le pegué. Ella se emputó y se fue. Tengo 19 años, primera vez, don Rogelio, que yo le hablo a una pelada, ¿y me pasa esa mierda?

—¡Chino, pero a usted eso de las cosquillas si lo jodió feo! —dijo Rogelio entre risas.

—Le sigo contando, para que se siga riendo. Lo único que se me vino a la cabeza fue ir a hacerle cosquillas a mi mamá.

—¿Ir a hacerle cosquillas a su mamá?, ¿Para qué hijueputas?.

—Pues cuando ella se emputaba o cuando se angustiaba porque llegaban tipos con armas a asustarnos, al momentico de que se iban, eso me cogía a puras cosquillas. Eso pensaba yo, ¿para qué hijueputas? Yo no podía hacer nada, don Rogelio, las cosquillas a mí me dejan todo tieso. Hace poco le pregunté a mi mamá sobre eso. —Rogelio escuchaba atento.

—¿Y qué le dijo? —preguntó.

—Me dijo dizque solo quería verme reír, que si me escuchaba reír, para ella, todo estaba bien. 

—Qué bonito eso, mijo.

—No, don Rogelio. Usted no sabe el mal que me hizo.

—Mijo, ¿pero con cosquillas?

Néstor se quedó mirando a la cámara por un instante, pensando que era el momento de decirle a Rogelio por qué estaba ahí. 

—¿Mijo? —dijo Rogelio para llamar su atención.

—Yo ya sabía que todo queda grabado en este cuarto, don Rogelio, yo sé todo lo que le tocó vivir a mi mamá. 

—¿Cómo así?, de qué habla.

—¿Se acuerda de la vez que le entregó unos discos a mi mamá? Un día ella estaba arreglando la casa, los dejó por ahí y se fue, yo me puse de chismoso y los vi en un DVD que tengo en mi cuarto. ¿Adivine qué eran? Este cuarto yo ya lo conocía, me estaba haciendo el güevón —dijo Néstor risueño.

Rogelio se conmocionó, pues eran los testimonios de doña Amparo. Ella siempre le había ocultado el pasado a Néstor para protegerlo. Aunque no hubiera sido su culpa, el solo imaginarse a Néstor viendo los videos le heló la sangre. Lo que no entendía Rogelio era la frialdad y calma con que Néstor hablaba del tema, casi sin pestañear, escuchaba atento.

—Sé cómo desanimaron a mi abuelo y a mi papá, sé que a ella le tocó que esconderme, sé que la violaron, sé que la maltrataron, sé que el pueblo fue una mierda con ella y con mi abuela, sé todo eso. Antes que nada, ¿por qué si mi mamá estaba diciendo la verdad, siendo una víctima, la trajeron a este cuarto tan feo?

Rogelio se tomó unos segundos para responder.

—Yo tampoco estaba de acuerdo, mijo, pero fue la orden que me dieron. Su madre dijo que solo hablaría conmigo y yo no le caigo bien a estos malparidos, por eso me obligaron —dijo Rogelio molesto.

—Siempre son órdenes. Por eso desanimaron a mi papá —dijo Néstor sereno.

Rogelio se quedó sin palabras.

—Según lo que hemos hablado, don Rogelio, así como su papá seguramente cuando era chinche sufrió violencia, se llenó de rabia y luego la proyectó desanimando. ¿O no fue así, don Rogelio?

—Sí señor, así fue —respondió Rogelio descolocado, luego de unos segundos.

—Usted estaría de acuerdo conmigo en que de pronto la forma de mi mamá de liberar ese dolor, esa rabia de lo que le dejó la violencia desde que tenía solo 15 años, ¿fuera con cosquillas?

—Eso serían muchísimas cosquillas, mijo.

—Lo fueron, don Rogelio, desde chiquitico. No paraba por más que yo le dijera. Yo estoy seguro de que ella no me quería hacer daño, ella solo quería verme reír. 

—Por supuesto, ella lo ama.

—Y yo a ella.

—Néstor, no entiendo a qué quiere llegar, me está preocupando —dijo Rogelio extrañado.

—Fui a hacerle cosquillas a mi mamá, don Rogelio, para que se riera, como ella me había hecho reír. Tenía piedra y solo quería verla reír para que todo estuviera bien. Le hice cosquillas, muchas cosquillas.

—¿Y ya? 

—Sí, don Rogelio, y ya, pero ella sí no lo soportó.

—No soportó qué, ¿las cosquillas?

—Sí, las cosquillas.

—Néstor, explíqueme bien —dijo Rogelio con un tono muy serio.

Luego de un silencio profundo, Néstor prosiguió.

—Reía fuerte y yo más le hacía cosquillas. Se empezó a poner toda roja la cara, los ojos también toditos rojos, ese cuello le parecía un tronco, eso se le cayó un párpado y todo. 

—¡No, chino! ¡Eso puede ser un derrame! —exclamó Rogelio preocupado.

—Ella no paraba de reír, don Rogelio, pues entonces yo no paré de hacerle cosquillas —retomó Néstor. 

Rogelio estaba muy confundido, puesto que todo empezó siendo una entrevista para él, luego sintió que era un reclamo y ahora se sentía como en sus años más ajetreados, cuando entrevistaba asesinos. Néstor empezó a rayar el cuaderno tachando todos los apuntes con total calma y continuó.

—A mí también me dio todo eso cuando ella me lo hacía. Una vez me cagué —dijo riendo—, no sabe la pena que me dio, pero como yo no paraba de reír, ella no paraba de hacerme cosquillas. Por eso tampoco paré con ella.

—Nunca lo vi como un problema, discúlpeme por reírme.

—No se preocupe, don Rogelio, yo tampoco lo había visto como un problema.

Rogelio no sabía qué decir, pues a pesar de que se dedicaba a entrevistar mentes complejas, estaba completamente perdido. Pasaron unos segundos de silencio.

—En fin, vine fue a parar cuando dejó de reír. 

—¿Cómo que cuando dejó de reír? —dijo Rogelio angustiado.

—Pues como lo escucha, don Rogelio.

—No me tome del pelo, Néstor.

—No lo hago —sentenció con total tranquilidad.

Rogelio, gracias a su experiencia, entendió la gravedad del problema y no dudó en actuar.

—¿Hace cuánto fue? —preguntó.

—Póngale que hace una hora.

—¿En su casa?

—Sí, señor.

—Mijo, ¿le provoca un tintico?

—Bueno, don Rogelio, muchas gracias.

—Ya vengo. 

Rogelio se levantó de la silla, salió de la sala, cerró la puerta con llave y se fue corriendo a la enfermería donde estaba Jaime. Un bachiller, auxiliar de enfermería, que no había podido salir a ver a su madre porque se había colgado con unos papeles. 

—¡Jaime!

—¿Sí, señor?

 —Venga le digo. Necesito que se vaya ya mismo para la cuatro, uno, ¿sí sabe cuál es?

—Sí señor, la casa verde de dos pisos, donde está la tienda.

—Esa misma. Coja mi camioneta, vaya a esa casa y entre como pueda, así le toque romper la puerta. Busque a una señora de unos treinta o cuarenta años y hágame el favor se la lleva ya mismo para el hospital. Tenga las llaves.

—Sí señor, como ordene.

—Gracias. 

Jaime arrancó. Luego, Rogelio llamó a su madre y le dijo que se iba a demorar, que no se preocupara, que se veían por la noche. Esto mientras hacía el tinto. Néstor seguía tachando todos sus apuntes.

—Todo es culpa de la guerra. Ella es una niña de la guerra. Yo no la desanimé. Solo le hice cosquillas, solo quería hacerla reír, así como ella me hacía reír a mí para escapar de esta cochina guerra —dijo Néstor tranquilo, sereno, como ido.

*Imagen aportada por el autor.

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