Escribir es mucho más que un verbo. Es el verbo que permite comprender todos los verbos. Es el lenguaje más perenne, estable y responsable de la raza humana. Además, es el testimonio más palpable de la historia porque es la historia misma. El hombre como especie sintió la necesidad de trascender en el tiempo y el espacio para poder contar sus aventuras, vivencias, sufrimientos y sacrificios sin necesidad de usar la voz. Por eso ideó un idioma de caracteres, signos, símbolos y acentos que se pudiera transmitir de generación en generación para que las poblaciones futuras pudiesen halar el hilo de Ariadna que les permitiría salir del laberinto oscuro del Minotauro de la ignorancia, el abandono y el atraso de toda una especie destinada a dominar al mundo. Ese hilo está hecho de tinta, tinta que ha retado a las superficies más agrestes y más amables para dejar su legado inmortal.
Por eso la escritura es tan importante para la humanidad. Es un sello de identidad que soporta con gallardía las épocas, los contornos y las adversidades para que alguien que osa usar su pluma para contar algo, establezca un diálogo franco y sincero con otra persona en otro tiempo y en otro lugar que quiere saber. La escritura es el diálogo más hermoso y fluido entre dos personas ausentes. Una persona habla con los dedos y la otra escucha con los ojos.
Por eso los atributos de una buena escritura no son caprichosos. Son normas básicas de entendimiento. La claridad, la concreción, el sentido, el manejo adecuado de las palabras, la simpleza y la estética son mucho más que adornos retóricos propios de un lenguaje. Son la clave del mensaje, para que quien transmite una idea revuelta en su cabeza, tenga la precisión para que quien la recibe pueda comprender de la manera más aproximada lo que quiso decir.
Las ideas vienen de un reino mágico e ilimitado, lleno de figuras surreales y contornos difusos. La escritura es capaz de convertir ese reino mágico e ilimitado en líneas claras y comprensibles. No es fácil describir un sentimiento. Y mucho menos ponerle un nombre a ese sentimiento. Hablemos del amor, por ejemplo. Todos habremos sentido el amor alguna vez. Los más de malas, por lo menos habrán sentido el amor de la mamá. Ríos de tinta se han derramado pretendiendo explicar qué es el amor. La ciencia y la literatura han exacerbado kilómetros de páginas en explicaciones para describir ese sentimiento tan complejo y profundo. Y sin embargo, aún tenemos dudas sobre qué es el amor, porque cada uno lo interpreta a su manera. Pero cuando el romántico logra transformar ese sentimiento etéreo y confuso en palabras que sea capaz de plasmar en un papel, y que ese papel pueda llegar a los ojos de su amada, tendrá grandes posibilidades de al menos conmover a la persona a la que quiere explicar su sentimiento.
Escribir es un gimnasio mental en el que la expresión hace un tránsito consciente de lo que imaginamos al menú de palabras que tenemos en nuestro repertorio para lograr armar un rompecabezas que al final se verá reflejado en oraciones, párrafos y textos argumentados, hilados y digeribles para la mente que lo traduce a través de la lectura. Esta es la mejor forma de desarrollar el intelecto y la facultad de expresar adecuadamente lo que se tiene en la mente.
Si el menú de palabras es corto, las expresiones que se quieren transmitir se verán empobrecidas, ahorcadas, maltratadas y mutiladas. Por eso el vocabulario es amplio y no hay otra manera de acceder a él sino a través de la lectura
Es la lectura la razón de ser de quien escribe. Nadie escribe para no ser leído. Leer y escribir son dos actividades recíprocas y complementarias, como inhalar y exhalar, como el sístole y diástole del corazón, como vivir y morir.
Por eso los resultados de la pauperización de la escritura son consecuencia obvia de la falta de interés por la lectura. La escritura está siendo ultrajada a diario en las redes sociales y en los foros virtuales de discusión. La falta de ortografía refleja ese salto que hay entre lo que se piensa, se habla y se escribe sin pagar ningún peaje en la lectura, en la revisión de las palabras y de los acentos.
Escribir es mucho más que un ejercicio básico de comunicación como el que hay entre mandriles para aparearse o para agredirse. Escribir es el privilegio de una especie que se precia de ser racional, inteligente y capaz de unir puntos imaginarios para transmitir una idea que pueda perdurar más allá de su creador. Por eso hiere de muerte la vista encontrar expresiones como “ola k ase” en la que un macaco de instintos básicos saluda y pregunta a otro qué está haciendo. Y aunque parece increíble que alguien escriba cosas así, en una muestra clara de miseria literaria e intelectual, más increíble aún es que hay quién lee, entiende y responda tales adefesios con similar calidad semántica y ortográfica.
Escribir es una construcción exclusiva de la comunicación humana. Es casi un ritual de transmisión de ideas en donde el lenguaje debe ser sublime, elaborado, coherente y descriptivo. Es tan difícil compartir de manera precisa un pensamiento que no es admisible cruzarse de brazos y de mente ante un vulgar “ola k ase”. Escribir es un verbo al que hay que defender en toda su majestuosidad dándole la valía que tiene. Es un insulto para los clásicos que debían meter su pluma cada línea entre un tintero para plasmar sus ideas inmortales, reducirlos ahora a la ramplonería anti-literaria de los pseudo-escritores contemporáneos que sacan sus palabras maltrechas de una chatarrería plagada de expresiones livianas y poco elaboradas.
Escribir, jóvenes, es la forma en la que seremos recordados por las generaciones de la posteridad. Cuando Aristóteles y Platón, hace casi dos milenios y medio se enfrentaron al reto de escribir, lo hicieron con el respeto suficiente para que hoy construyamos cultura alrededor de sus palabras. Si a pesar de sus esfuerzos esta cultura resulta por momentos decadente, imaginen cómo serán los descendientes milenarios de los “ola k ase” de hoy. Sencillamente, no habrá futuro.
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