Por Ricardo Ávila
Cuando Enrique Martínez llegó a Santa Rosa, ya se hacía de noche. A pesar de saber que podía haber llegado allí a morir, ningún pensamiento le evitó experimentar el solaz que únicamente encontraba en aquel lugar.
Santa Rosa era un pueblo apacible, de no más de veinte mil habitantes, en donde la división social era evidente. A partir del puente sobre el río, las residencias de los influyentes marcaban un cambio total de arquitectura. Esas casas, encerradas y bien vigiladas, eran tan blancas que parecían un insulto al gris cemento de las casas antes del río. Estaban rodeadas de bosques hechos y bien pensados que limitaban con la base del ejército que el dictador, años atrás, había hecho construir cerca a su pueblo natal. García, el último militar al frente del país, había sido el héroe de la familia de Enrique Martínez, quien era tan afecto al legado del general que había convencido a su mejor amigo para que compraran un terreno en Santa Rosa en el que, años después, construyeron sus casas de recreo.
Cuando Enrique detuvo su berlina frente a la casa del capitán, Isabel y su hija respiraron aliviadas. Era difícil imaginar el cansancio que le significaba a la esposa tener cuatro horas de viaje con un ojo en la carretera y el otro en la bala de oxígeno, siempre asegurándose de mantener los tres litros de flujo constante con los que Enrique podía conducir sin riesgo de desvanecerse.
El recibimiento de los viajeros no fue cálido.
—Llevamos tres horas esperándolos, Isabel —dijo en un tono cortante Esperanza, la esposa del capitán Pedreros—. La comida ya debió echarse a perder.
—Lo siento mucho, es mi culpa, Esperanza —espetó Isabel—. Antes de salir debí haberles avisado que por recomendación médica Enrique debe hacer tres paradas para evitar los vahídos y como solo él quiere conducir, y andamos cargando la bala de oxígeno, nos retrasamos mucho.
—¡Pero si yo no me demoro nada, vieja! ¡las mujeres ponen muchos pretextos, usted es una tortuga, mírese esa joroba si no me cree! —le dijo Enrique, como queriendo excusarse por el retraso ante la esposa de su gran amigo de academia—. Bueno, ya estamos aquí y vinimos a probar ese fetuccine tan famoso tuyo, Esperanza —expresó adulador Enrique, quien aprovechó para mirar a los ojos a Esperanza y, por un instante, se perdió en esos iris verdes que añoraba tanto. Luego, hizo un ademán con la mano.
Isabel, que nunca se perdía los gestos de su esposo, entendió la mirada y también la orden. Hizo casi un malabar para continuar sosteniendo la bala de oxígeno y entregar al mismo tiempo a los anfitriones la baguette con que se habían comprometido para el almuerzo.
El capitán no pudo evitar sentir lástima. Cuatro décadas atrás había conocido a Isabel cuando era una hermosa empleada de la cafetería del batallón Carbonell. Siempre alegre, solícita y dueña de un candor famoso entre los militares de la época, Isabel no había cedido a los coqueteos del capitán porque estaba enamorada del teniente Martínez. El capitán tampoco había insistido, respetaba mucho a su amigo y además sabía que su destino, tal y como su padre se lo había marcado, era otra mujer, una de mejor familia.
—Bueno, ¡bienvenidos y manos a la obra que muero de hambre! —expresó diplomáticamente el capitán—. Saque esa salsa del congelador y arréglela, mija, que se nos hace agua la boca. Elizabeth y yo vamos a ir calentando la pasta; ustedes pónganse cómodos que se ven cansados, especialmente tú, Isabel, Esperanza los atenderá.
—¿Y es grave, cuánto tiempo le queda? —le preguntó el capitán a Elizabeth, la hija de Isabel y de Enrique, mientras se dirigían a la cocina.
—Parece que nos vamos a quedar aquí un buen tiempo, padrino —le contestó Elizabeth—. Los médicos dicen que la altura de Santa Rosa le favorece y que a lo mejor aquí puede dejar el oxígeno.
—Pero, según me dijo Martínez, el corazón se le ha agravado ¿La enfermedad le ha progresado?
—Ya casi no puede subir escaleras sin tener que parar por el ahogo, eso no le pasaba antes —expresó Elizabeth.
—¿Cuántos años lleva en esto?, ya no recuerdo cuando comenzó a quejarse.
—Fue cuando Raúl se iba a ir de la casa que tuvo el infarto, padrino. Han sido diez años muy difíciles —manifestó Elizabeth—. Mi papá aún no ha superado la desilusión que le provocó Raúl.
La expresión del capitán cambió de repente, al tiempo que, con cierta tristeza, preguntó en un tono casi inaudible:
—¿Y cómo está Raúl? ¿Cómo le va en los Estados Unidos?
—Aún no consigue trabajo como director, pero ya trabaja en lo suyo. Creo que están rodando una película en estos días en San Francisco —dijo Elizabeth con voz queda, ya que su papá no toleraba que se hablara en su presencia de Raúl. El capitán comprendió el silencio, así que rápidamente cambió la conversación:
—Mija, mañana iremos a la Cruz Roja, ya hice una cita. El médico resultó muy docto y además parece un viejo sabio, a pesar de que no tendrá más de veintidós años. Parece que vivió en China. Con su tratamiento mejoré en un dos por tres de la próstata. Tengo el pálpito de que podrá ayudar a Martínez. A lo mejor también la emparejo a usted, mija, ¿cuántos años tiene sumercé?
—Diecinueve, padrino, pero no me interesa saber nada de hombres. Mi papá no deja que nadie se me acerque—. El desconsuelo parecía invadir el rostro de Elizabeth y una lágrima brotó muy fácil de sus ojos.
—Entiendo —dijo el capitán—, de todas maneras, vamos mañana al médico, cuanto antes mejor.
—Sí, padrino, también quisiera aprovechar para preguntar sobre el nuevo virus, dicen que es respiratorio y muy contagioso, y me preocupa ese tema.
A pesar del incidente, la comida entre los amigos fue agradable, la famosa pasta y el pan no decepcionaron. Todos recordaron viejas historias a carcajadas, especialmente la de aquel viaje cuando Enrique, bajo de los efectos de la falta de oxígeno, había perdido el conocimiento al volante; y de no haber sido por Fluffy, el gato atigrado de Isabel, que saltó desde el asiento de la adormilada esposa hasta morder la nariz del conductor, no habría llegado a la curva a tiempo. Desde entonces, Enrique parecía demostrar más afecto por el animal que por el resto de la familia.
La Cruz Roja quedaba a dos cuadras del puente sobre el río. Había sido establecida en Santa Rosa por Frederick Schmidt, un antiguo aviador civil alemán amante de la aventura y de las causas humanitarias. De él se decía en secreto que había sido un militar de la SS a quien García, siendo un joven oficial, había protegido de los caza nazis cuando Wiesenthal los perseguía por Sudamérica. Schmidt era muy viejo, pero por su vitalidad y robustez no aparentaba más de ochenta años.
La meticulosa organización que el fornido alemán había dado a la Cruz Roja y el buen sueldo que pagaba habían hecho a Santa Rosa muy apetecida por la plaza de servicio social obligatorio entre los médicos recién graduados. Ese año, el viejo alemán había escogido a Carlos Saer luego de entrevistarlo por más de una hora y de haber debatido calurosamente con él sobre la historia del conflicto árabe-israelí.
Cuando el capitán Pedreros, Enrique y Elizabeth se encaminaron hacia la Cruz Roja, el sol era inclemente. La fila a la entrada era muy larga, pues la fama del médico ya se había extendido por todo Santa Rosa.
—Vamos directo a donde Schmidt. Hice una cita con él para poder ver al médico, porque esta fila no la hacemos de ningún modo —dijo el capitán.
—Capitán Pedreros, ¡bienvenido! Es un gusto verlo de nuevo por aquí —dijo el señor Schmidt, quien a pesar de llevar muchos años en el país, no había perdido su recio y particular acento alemán—. Bienvenido usted también, general Martínez. Señorita. Sé que les va a ir muy bien con el Dr. Saer. Deben saber que gracias a ese médico y su buena espalda, ya completamos para el arreglo de la avioneta. ¡El otro mes me la entregan de nuevo! —dijo casi riéndose el alemán, mientras les daba la bienvenida.
A las diez en punto, Carlos abrió la puerta del consultorio y dijo en voz alta: “¡Enrique Martínez! Adelante, por favor”. Los dos amigos y Elizabeth entraron al consultorio. Un poco desconcertado por la nutrida comitiva, el médico se dirigió a ellos:
—¿Y bien, en qué los puedo ayudar?
Mientras todos se miraban, y en medio de un frío que le recorrió la espalda y que se confundía entre el sudor, la corriente del ventilador y el embeleso que sintió con los negros y vivaces ojos de Carlos, Elizabeth carraspeó. Luego tosió, y preguntó en voz baja:
—¿Existe cura para la falla cardíaca congestiva? Varios médicos me han dicho que no y que es cuestión de esperar el desenlace en medio de los calmantes… y… el virus que viene de China…
—Señorita, usted parece muy saludable.
—Es para mi papá, doctor. —Elizabeth sonrió apenada, mientras el calor regresaba a su cuerpo por la misma vía.
—Entonces, dejemos que hable él, ¿en qué lo puedo ayudar, señor Martínez?
—General, médico, ¡su general!… ¡Quiero quitarme este cable de la cara, lo tengo hace más de un año y ningún médico me ha ayudado con eso! La verdad vengo aquí porque me trae mi amigo, ¡yo en ustedes no creo!
—Por favor, déjenme solo con el paciente. El señor Martínez necesita hablar a solas conmigo —les pidió amablemente Carlos a los acompañantes, quienes salieron rápidamente del consultorio como hipnotizados.
Cuarenta y cinco minutos después, ante la insistencia de Teresa, la auxiliar del médico, y las quejas del señor Schmidt por la demora y la gritería en la fila, Carlos abrió la puerta y Enrique Martínez salió de la consulta con el rostro distinto.
—No se preocupe por la falla cardíaca, señorita. Al nuevo virus, en cambio, hay que ponerle más atención. No olvide que el lunes nos encierran y hay que cuidar mucho a los mayores. Su papá ya tiene tratamiento. —le dijo Carlos a Elizabeth, que no se había movido de la puerta, antes de llamar a la siguiente paciente.
—¿Este tipo es un brujo o qué? No puede ser que sepa tanto sobre mi vida sin haberme visto nunca. ¡Pedreros!, ¿usted no se habrá puesto a contarle a ese señor mi vida entera, no?
A pesar de su aparente enfado, Enrique se veía contento. No exhibía su habitual arruga del entrecejo, su rostro se veía brillante y la expresión de frustración que llevaba desde hacía diez años, como una letra escarlata vergonzante, había desaparecido.
—Si acaso le habré contado que usted orina como manguera picada y yo como fuente, Martínez —bromeó el capitán—. ¿Cómo se le ocurre? Cuéntenos más bien qué le dijo.
—Aquí no, eso lo hablamos a solas. ¡Pedreros, ahora nos toca ver cómo traemos de la capital o de la misma China esta vaina! —dijo Enrique, mostrando una fórmula con una letra extraña en donde se leía un casi ininteligible “Shengmai”—. Este tipo no es médico, ¡es brujo! —afirmó a carcajadas.
—Tranquilo, Enrique, que yo sé en donde se consiguen esas cosas. Hay que ir a la Capital y meterse a rebuscar en unas bodegas, pero un chinito más malgeniado que usted las vende en el centro. Yo tuve que ir y ya estoy mucho mejor, luego vemos cómo las hacemos traer.
Horas después, a la orilla de la piscina, Enrique le confesaba a su amigo que el médico le había dicho que le preocupaba más algo que había notado en su pulso que la misma falla cardíaca, y que si lograba perdonarse a sí mismo y alguien de su familia, mejoraría del corazón.
—Usted ya entiende, ¿verdad, Pedreros? —le dijo Enrique al capitán, sin dejar de mirarle como acusándolo—. Luego hablamos de eso, mejor cambiemos de tema, que se me va el buen genio. El médico me miró la lengua y me dijo que me hiciera revisar el cerebro por un especialista. También me dijo que cuando lleve tres semanas de tratamiento, comience a quitarme este cable en las noches, y que luego podría dejar de usarlo definitivamente. Pero yo no creo que me atreva, en fin, ¡será creerle!, ¡al menos me dijo algo distinto y no me mandó más pastillas, eso ya es algo! Y ¿sí vio como miraba a Elizabeth?, si no emparejo a la niña con el hijo de Becerra, el cadete, tocará con el médico, porque en este pueblo no hay más opciones —decía, sin parar de reírse, un Enrique renovado.
—
Tres meses después, y en medio del confinamiento por el nuevo virus, Elizabeth le pidió permiso a su padre para salir con el médico de la Cruz Roja. Enrique y el capitán Pedreros regresaban de un paseo en bicicleta por las desoladas calles del conjunto residencial. El ahogo del general parecía haber desaparecido.
—¡Pero van con alguien más! Ni sueñe que la dejo ir sola con el Doctor Saer —le dijo Enrique a su hija.
—Papá, vamos a ir con el señor Schmidt. Él debe hacer un viaje más allá del río grande y el Doctor Carlos me invitó a conocer el paisaje desde el aire —le respondió, emocionada, Elizabeth.
—¿Sí ve, Pedreros?, ¡esas son las ventajas de ir con un médico! ¡Paseo en avioneta en plena epidemia! —le dijo, exultante, Enrique a su amigo —. Espero que no les pongan problema por saltarse la cuarentena.
—Van con Schmidt, Enrique, a ese señor lo respeta hasta el demonio. Dicen que García le tenía miedo, nadie los va a molestar —expresó socarronamente el capitán Pedreros.
—Dígale entonces a su mamá que le planche rápido el vestido verde, porque esta semana está haciendo canícula, ¡y vaya se peina esas greñas, que usted ya parece una gorgona! —dijo azuzando a su hija, en medio de risas, un emocionado Enrique.
Era el tercer viaje que Schmidt hacía desde el arreglo de su avioneta. Ese día iba a llevar la parte final del rescate acordado con la familia Oliveros por su hijo secuestrado. Se haría cerca de San Simón, la capital de la Provincia, en camino intermedio al campamento de Romaín, el reconocido líder de las guerrillas del llano.
El día anterior, Carlos había convencido al viejo alemán de ayudarle a urdir un plan para terminar de enamorar a Elizabeth Martínez, a quien, por recomendación del mismo Schmidt, y a escondidas de todos los demás, había estado cortejando a diario.
—Luego de aterrizar, los dejo solos, y usted se encarga de coronar a esa muchachita que ya está pasada para merecer, Saer. Si las cosas salen bien, mañana celebraremos con unas cervezas. Ya está acordado todo con la guardia y con la cocinera del hotel de San Simón. Ustedes se van para allá en un Jeep con la excusa de ir a almorzar, y mientras, yo coordino la entrega de Oliveros. ¡Esto nos va a salir de maravilla! —le decía, minutos antes de salir, el celestino Schmidt a Carlos Saer.
Mientras volaban, el brazo de Carlos protegía delicadamente a una deslumbrada Elizabeth quien admiraba el paisaje de los llanos. Con su gruesa y educada voz, Carlos le susurraba la geografía de la zona al oído, pero Elizabeth se esmeraba en no demostrar que se estaba derritiendo allí mismo. Fiel a los consejos de su mamá, ella solamente hablaba del paisaje y se preparaba para mirar a los ojos a Carlos cuando un ruido los sobresaltó.
—Señor Schmidt, ¿qué le pasa? —dijo Carlos en tono preocupado.
Al viejo alemán le colgaba la cabeza del cinturón y parecía que los miraba a los ojos, pero estaba inconsciente.
Fiel a su entrenamiento, Carlos no perdió la calma y actuó rápidamente.
—¡Liz, ayúdeme a soltar a Schmidt del cinturón, necesito ponerlo en el piso y estirar su cuello! ¡No tiene pulso, hay que reanimarlo!
El ruido de la cabina era cada vez mayor y el vértigo comenzaba a sentirse.
—¡¿Y quién va a volar este aparato, Carlos?! ¡Dios mío!, ¡¡¡nos vamos a morir!!!
—¡Ayúdeme a ponerlo en el piso que ya lo solté, muévase rápido, mujer, que estamos perdiendo tiempo, él es el único que sabe pilotar, vamos a salvarlo o nos morimos todos!
Los guerrilleros de Romaín, vecinos de San Simón, reconocieron la avioneta de Schmidt cayendo en barrena, mientras aplaudían la reconocida experticia del viejo aviador. Solo se dieron cuenta de todo cuando el ruido del impacto y el temblor que le siguió indicaron el fatal destino de los ocupantes del vuelo.
Al día siguiente, las noticias en el diario provincial no podían ser peores.
“En extrañas circunstancias mueren en accidente aéreo el presidente de la Cruz Roja y dos acompañantes. Se investiga si la columna vencedores, del disidente alias Romaín, es la responsable” titulaba el periódico.
—¡Esto va a ser un escándalo, Pedreros! ¡Peor que el de cuando usted salió del ejército para salvar a Simmonds! —le decía un inmutable Enrique Martínez a su amigo—. Si descubren en las que andaba Schmidt, voy a caer yo también ahí y se me mancha el apellido, Pedreros. ¡Malaya! ¡¿Cuándo carajos se me ocurrió decirle a mi hija que se fuera con ese brujo?!
A pesar de conocer profundamente a Enrique, el capitán no daba crédito a lo que escuchaba. Dos veces lo había visto así de preocupado, la última vez fue cuando Raúl había enviado aquel correo electrónico.
A pesar de las restricciones por la epidemia, el entierro de Elizabeth se hizo cinco días después en el cantón militar de la capital. Fue una ceremonia breve e íntima que contó con la presencia de la cúpula del ejército, el ministro de la defensa y varios familiares. El general Martínez era un muy respetado y condecorado ex militar y no podía permitir que su hija fuera despedida por internet. Como sí lo había hecho “el turco Saer”, el periodista costeño, descendiente de libaneses, y padre de Carlos, días atrás.
—Si algo de esto le llega a los oídos a ese turco, ¡estoy frito, Pedreros! —dijo con tono firme, al salir de las exequias, el general Martínez—. Es mejor volver a Santa Rosa pronto, ¡por allá no van los periodistas!
A los cinco días de volver a Santa Rosa, y en medio de la profunda tristeza que se confundía con su alergia de marras, Isabel estornudó, luego tosió y a continuación dijo entre lágrimas:
—¿Es que no va a llorar por la niña, Enrique? Mire que Raúl por fin va a venir y no va a querer verlo otra vez así de insensible luego de que se arreglaron.
—¡Al que viene a ver es al tal “Django”, faltaba más! ¡Yo tengo más corazón que ese señorito desalmado!, ¿usted cree que viene por nosotros? —le gritó Enrique a Isabel—. ¡Y las mujeres no hacen falta! —Manoteó—, ¡la niña no va a poder hacerme ni acompañarme más a las citas médicas, pero para eso queda usted! ¡Y además yo ya estoy curado, mire, no necesité ese cable nunca más! ¡Algo me dejó ese Saer!
La tos de Isabel se hizo más insistente, el acceso no terminaba y el tono azul que tomaron sus labios preocupó a Enrique Martínez, quien salió de la habitación, marcó su teléfono y llamó inmediatamente a Esperanza.
—Mi reina preciosa, por aquí no te vayas a aparecer que esta vieja está que tose, no vaya a estar contagiada. Dile a Pedreros que venga y me ayude a ver qué hacemos con ella. Si la llevamos al médico o es, como siempre, un ataque de histeria.
—Tomás está durmiendo, Enrique, dice que se siente muy cansado y tuvo diarrea y náusea hace poco. ¿Quiere que lo despierte?— le contestó Esperanza.
-Dile al perezoso de Pedreros que venga, que yo solo no voy a mover a esa masa jorobada que anda revolcándose aquí en el piso, Esperancita. Y dile al centinela que también nos ayude.
El capitán Pedreros, visiblemente pálido, ayudó a su amigo a levantar a Isabel, mientras Enrique lo miraba con cierto recelo.
—Usted también hágase revisar, Pedreros.
Luego de una corta espera, la enfermera salió de la pequeña sala de urgencias de la Cruz Roja.
—Deben quedar aislados ambos, señor Martínez. Su esposa y el señor Pedreros tienen fiebre y vamos a ponerlos en observación. Le recomiendo a usted que también se aísle en su casa. A todos hay que hacerles la prueba. ¿Han tenido síntomas o contacto con algún contagiado? —les preguntó, detrás de un sofisticado vestido de epidemia, la enfermera a Enrique y al soldado que lo acompañaba.
—¡Pero usted no es médico!, ¿quién carajos es usted y por qué me da órdenes? ¡Y para usted soy su general! —le dijo despectivamente, y enfurecido, Enrique a la enfermera.
—General, por favor cálmese un momento y ayúdeme a llenar estos papeles, porque su esposa y el capitán deben quedarse —le dijo Teresa, la auxiliar, al atrabiliario ex militar, tratando diplomáticamente de salir de aquel embrollo.
—Si Schmidt estuviera vivo ya las habría despedido a todas ustedes, ¡atrevidas! ¿En dónde está el nuevo médico?, ¿es que no hay nadie con quién hablar aquí? —vociferaba Enrique Martínez, quien nuevamente marcó su teléfono.
—Esperanza, escúchame bien. Aquí me dicen que esta gente está contagiada y que nos van a hacer prueba a todos. Es imperativo que nadie sepa que estuvimos con la tropa en la Capital. Si te preguntan si tuvimos contacto con alguien contagiado, tú les dices que no, que no has salido de la casa, ¡¿Entendiste?! —le decía Enrique a Esperanza en voz baja.
—Enrique, en las noticias dicen que el ministro está internado y grave en el hospital, y que es cierto lo del contagio, y ¡usted se abrazó con él!.., y ayer hicimos el amor, ¡Enrique! ¡Ahora tengo miedo!
—Tú no te preocupes, mi reina, que no va a pasar nada. Y si estos dos se quedan aquí, ¡aprovechamos y lo hacemos otra vez! ¡Ya ves que de nuevo estoy como un toro! —le espetó Enrique a Esperanza antes de colgar.
“¡Soldado, ¿usted qué hace ahí?! vaya traiga el carro y me lleva, y dígale a esta gente que si me quieren sacar sangre, tendrán que ir a mi casa, ¡atrevidos! ¡Yo aquí no sigo más tiempo!“, ordenó Enrique.
Cuando los resultados de las pruebas salieron, el capitán e Isabel ya habían sido trasladados a la Capital, pues su condición se había agravado. El ahogo de Isabel era cada vez más evidente y el capitán llevaba tres días con una diarrea imparable.
Fieles a su acuerdo, y escudados en las medidas para controlar la epidemia, Enrique y Esperanza se habían quedado en Santa Rosa.
—Qué suerte la nuestra, Esperanza, no estamos contagiados. Raúl va a llegar directo a la capital y nosotros podemos quedarnos solos aquí, como siempre hemos querido —le dijo Enrique a Esperanza con un cinismo que asombró, pero que también excitó a la esposa del Capitán.
—¡No sea descarado, Enrique! ¿qué tal le pase algo a alguno de esos dos?
—Nada les va a pasar, mi reina, la yerba mala nunca muere. Y cabálgame otra vez, para que me pase el dolor de cabeza, porque este cigarrillo ya se acabó.
—Extrañaba mucho que me hiciera estas cosas, Enrique. El incapaz de mi marido no me toca desde hace más de diez años y además nunca fue buen amante, no es un macho como usted. Pero ya estoy cansada, déjeme dormir, ¡son las tres de la mañana! Y no abuse de esas pastillas que pueden hacerle daño. Ya fue un milagro que pudiéramos estar juntos otra vez.
Esa madrugada, Enrique Martínez soñó con su hijo Raúl, y se despertó sudando y sobresaltado.
—Esperanza, ¡Raúl!, ese correo otra vez.
Enrique se refería al aciago episodio que le había obligado a pedir la baja del ejército. Raúl le había hecho saber que era homosexual a todos los compañeros de su padre. Había escrito un correo electrónico con copia a gran parte del estamento militar y a dos periódicos, y había adjuntado un video despidiéndose: “Mi padre nunca soportó tener un hijo marica, espero que Django, mi novio, se desencadene y le enseñe al general cómo se debe tratar a un hijo, ahora que suena para comandante del ejército. Miles de soldados merecen un mejor trato del que él me ha dado a mí ”.
Había sido la venganza perfecta del hijo por el trato castrador y la prohibición constante del padre, quien lo había obligado a entrar a la marina en donde, además de haber sufrido todo tipo de vejaciones, también había descubierto su homosexualidad.
—Enrique, ¿qué le pasa?, ¡tiene la cara torcida! —gritó angustiada Esperanza.
Enrique no alcanzó a llegar al espejo, se desplomó sin alcanzar a dar dos pasos. Estuvo inconsciente menos de tres minutos y al recobrar el sentido, se irguió de inmediato.
—¡Aquí no pasó nada! —dijo enfáticamente.
Una semana después, y dado que el general no se había comunicado, Raúl tuvo que llamar a Enrique.
—Papá, mi mamá está muy mal, se está deteriorando muy rápido en la UCI; usted debería venir ya, ella quiere que usted venga. Por favor venga, papá, usted puede hacerlo. Yo sé que verlo le va a quitar esa angustia y ese miedo que ella tiene a que usted esté solo en Santa Rosa con Esperanza.
—Esto ya lo hablamos, Raúl. Ella debe aprender a desapegarse de mí. Con ese virus como está, no me iba ni me voy a arriesgar. ¿Es que se quiere quedar sin la familia completa? Busque que le presten su teléfono y hacemos una videollamada. ¿y cómo sigue Pedreros?
—Papá, su indolencia no termina de sorprenderme. Tomás parece estar estable, pero está muy triste por lo que le pasó al ministro. También está muy preocupado por mi mamá.
—Si va a seguir ironizando, mejor no me llame más, Raúl, que la situación no está para volver a pelear. Cuando pueda, por favor, comuníqueme con su mamá.
Esa tarde, Enrique Martínez habló por última vez con su esposa.
En el primer aniversario de la muerte de Elizabeth y de su madre, Raúl llamó de nuevo al capitán Martínez.
—¿Y usted cómo sigue, papá?, ¿se le sigue trabando la voz?, ¿ya se hizo revisar?
—Luego de lo de Schmidt y con esta epidemia como está, a este pueblo no ha vuelto ningún médico. Pero yo me siento bien, Raúl —le decía Enrique a su hijo cuando de repente perdió el dominio de su mano derecha y dejó caer el teléfono—. ¡Malaya! ¡Se me durmió otra vez la mano! ¡Ahora le marcó, Raúl! —gritó Enrique para que lo escuchara su hijo, antes de recoger el aparato y colgarlo.
—¡Esperanza! Creo que nos vamos. Esto ya no es normal, tengo náusea. ¡Ese Saer debía tener razón, me dijo que en mi pulso notó algo raro y que fuera al neurólogo y yo ni caso le hice! y para ir a Sucre a contagiarse, mejor quedarse aquí. Un pueblo sin buenos médicos definitivamente no es bueno, mi reina. Alista las cosas que vamos al hospital militar. En los villorrios no hay neurólogos.
—Yo no quiero ir allá, Enrique, ¿y si se me aparece el fantasma de Tomás en esos pasillos? Desde que él murió tengo miedo de que venga a asustarme por lo que estamos haciendo, Enrique.
—Deja las supercherías, mi reina. Pedreros debe estar en el cielo y de allá no lo dejan salir. Se ganó ese lugar desde que dio su carrera por ayudar a Simmonds, ese hombre tenía el corazón muy blando.
—Yo aún no creo que Tomás haya hecho eso de manera altruista, Enrique. Hacer eso no es normal. Entre esos dos había gato encerrado —dijo Esperanza con cierto desdén.
—Algún día te contaré cómo fue eso, pero primero debes olvidarte de Pedreros, no debe quedar nada de cariño por él. Además, no me gusta que me lo nombres aquí en su casa. ¡Cómo se fue a morir de diarrea ese pendejo!
—Pues cuando usted me cuente lo de Simmonds, yo le cuento por qué le empezó la diarrea a su amigo, Enrique —sentenció Esperanza.
Tres semanas después y luego de decenas de exámenes, el Dr. Cualla, el famoso neurocirujano del Hospital Militar, le dijo a Enrique que su tumor era inoperable y que era el momento para comenzar a despedirse de los suyos.
—Aproveche también para vivir este tiempo de la manera más tranquila, General, la quimioterapia es muy difícil —le dijo a Enrique con firmeza y con cierto desazón el cirujano.
—Eso haré, doctor. Y también voy a buscar un médico chino, esos sí saben curar. Esto se me tiene que quitar. ¿Por qué me pasa esto justo cuando mi vida renacía?
Tres meses después, luego de convulsionar y de casi broncoaspirar por el espeso vómito que salía de su boca, Enrique Martínez le dijo con una voz poco entendible a Esperanza que no tenía mayor orgullo que morir en el mismo pueblo en el que nació y murió García.
—…¡Y si me voy a morir de vómito, mejor cuénteme primero por qué le dio diarrea a Pedreros! —dijo riéndose, y muy dificultosamente, Enrique.
—Qué bueno que hablemos de eso, la curiosidad no me ha dejado tranquila. Yo estaba en la biblioteca, y al sacar un libro para leer, una nota pequeña cayó. Parecía una tarjeta. Decía: “Con amor, Dr. Shultz”. Le pregunté a Tomás sobre esa nota y se puso pálido como una vela. Luego de eso, fue al baño y no le paró nunca más la diarrea. Ese condenado siempre me ocultaba las cosas. Al cabo, ya no me importa. Me casé obligada y pensando que su carrera sería como la de mi suegro, pero Simmonds se interpuso. Menos mal usted siempre estuvo, Enrique, su cariño me ha consolado todos estos años. Ahora cuénteme usted de Simmonds.
—¡Ay!, por esa ingenuidad es que me gustas, Esperanza —dijo Enrique con una voz tan clara como cuatro meses atrás—. ¿Recuerdas cuando comencé a mejorar del corazón?
—Sí- —dijo Esperanza—. Fue cuando usted le hizo caso al médico ese, cuando perdonó a Raúl, ¿pero por qué Tomás se sacrificó por Simmonds?
—Mi reina, la historia de Simmonds ya no tiene importancia, ¡a quien perdoné fue a Pedreros! A pesar de todo, era mi hermano. Al tarado de mi hijo, el tal Shultz, no lo perdonaré jamás.
FIN.
Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.
Comment here
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.