Por Andrés Felipe Giraldo L.
Iván Duque empezó su último año de mandato. Sus días como Presidente están contados, y son muchos menos de los que le quedan a Maduro. El balance de estos tres años, hasta ahora, no ha sido tan desastroso, si tenemos en cuenta cuáles eran las aspiraciones del uribismo cuando subieron de nuevo al poder: En el campo judicial, sus objetivos más evidentes han sido hacer trizas la paz, acabar con la JEP, unificar las Cortes y, por supuesto, sacar impune a la mayoría de sus alfiles con líos judiciales, empezando por el propio líder de la secta. En el campo político, no han podido torcer la Constitución lo suficiente como para alargar el mandato de Duque (aunque lo intentaron) o habilitar nuevamente a Uribe como candidato presidencial. También han querido reescribir la historia, pretendiendo ocultar el rol nefasto que ha tenido el Estado en el conflicto y la violencia que ha teñido de sangre al país durante siglos. Y en el campo social, cada día se nota más su desprecio por las víctimas, las políticas depredadoras y mercantilistas contra el medio ambiente, la contrarreforma agraria que está llenando de luto al país con los asesinatos sistemáticos de los líderes sociales y los reclamantes de tierras. Y ni hablar del diálogo sordo con los manifestantes, para los que no hay soluciones, solo represión y bala. Estos son solo algunos aspectos relevantes, porque el etcétera es larguísimo.
Y es que al Gobierno de Duque no hay que evaluarlo por lo que ha logrado, con resultados pírricos, sino por lo que no ha podido destruir. Por ejemplo, a pesar de que se han dedicado a cuestionar a la Justicia Especial para la Paz con el propósito claro de desprestigiarla, minarla y acabarla, son los propios actores armados los que la han revestido de legitimidad y credibilidad, porque solo allí está emergiendo la verdad ante el accionar errático y paquidérmico de una Fiscalía General de la Nación, que se convirtió en una Entidad para rendirle culto a un narciso incompetente. Duque creyó que presentando una terna de uno a la Corte, con uno de sus mejores amigos para ser Fiscal General, iba a tener a la justicia penal en su bolsillo. Y lo que ha pasado es que la Fiscalía ha perdido toda credibilidad, mientras que la JEP se ha perfilado como el último bastión de la dignidad que le queda al país en materia de verdad, justicia y reparación.
Tampoco han podido unificar las Cortes, uno de los sueños húmedos de Uribe para tener una sola Corte a su medida, controlable y manipulable; teniendo en cuenta que al menos la Corte Suprema de Justicia lo ha metido en algunos aprietos. Y si bien la Fiscalía General se ha convertido en la ruta de escape de los corruptos que renuncian a su fuero buscando impunidad, esta sola movida ya los deja en evidencia. Empezando por el propio Uribe, quien renunció a su curul de Senador para refugiarse en la Fiscalía de Barbosa, quien designó a Gabriel Jaimes para su caso, el fiscal delegado que ha ejercido la defensa del expresidente con más fiereza que sus propios abogados, buscando la preclusión del caso de soborno a testigos, uno de los menos relevantes en su extenso y estancado prontuario.
Lo de reescribir la historia tampoco les ha salido muy bien. Nombraron a Darío Acevedo, negacionista del conflicto armado en Colombia, para que dirigiera el Centro Nacional de Memoria Histórica. Ya poco o nada se habla de esa institución, perdida entre el desprestigio y la incredulidad, mientras que los violentos arrepentidos, expresidentes con cuentas pendientes y víctimas en general, acuden por decenas ante la Comisión de la Verdad para contar la parte de su historia, con el fin de que esta memoria no se pierda ni se reescriba al antojo del régimen y del establecimiento, esperando tiempos mejores, tiempos de genuina reconciliación.
Sin embargo, en eso de hacer trizas la paz sí han tenido éxito. Solo en 2021 ya van 64 masacres, la cuenta de los líderes sociales asesinados ya pasó con creces el millar en lo que va del período de Duque y sobre los manifestantes asesinados en las calles por la fuerza pública las cifras oscilan entre los 40 y los 80 muertos. Además, van más de 300 desmovilizados asesinados y la sensación de inseguridad por todo el país va en ascenso. A pesar de todo, el ministro Molano cree que llenar de Fuerzas Militares el Puente de Boyacá el 7 de agosto para intimidar a la ciudadanía sirve de algo. Es como un niño caprichoso jugando a la guerrita, mostrando su arsenal.
A pesar de todo, es esperanzador registrar cómo el pueblo sublevado logró tumbar la reforma tributaria y la reforma a la salud, cobró la cabeza de algunos ministros, y aún se resiste en las calles ante los atropellos de los poderosos y sus lacayos, que se empecinan en asumir los privilegios como sus derechos, y que ven a los reclamos del pueblo, por derechos apenas básicos, como terrorismo y sedición.
De todas maneras no hay que cantar victoria. Un año todavía es mucho tiempo. Otra de las cosas que logró este gobierno fue cooptar a todos los organismos de control: Fiscalía, Procuraduría y Contraloría están en manos de fichas del uribismo. Perseguir a la oposición y absolver a sus copartidarios parece ser la consigna. Y lo peor, la Registraduría está en manos de uno de sus más fieles alfiles, lo que pone bajo sospecha la transparencia de las próximas elecciones, la única esperanza para salir por fin de esta encrucijada de 20 años sometidos por la sombra larga y nefasta del uribismo.
Por eso la tarea intensa de la ciudadanía que quiere disfrutar por fin de los beneficios de la Constitución de 1991, que nos ha sido negada en toda su dimensión por el uribismo, es la de luchar intensamente para que se preserve lo poco que queda de democracia. Las elecciones de 2022 representan un desafío inmenso para el país. Es allí en donde el pueblo se podrá manifestar por un futuro diferente, genuinamente plural, diverso y respetuoso por las garantías, los derechos y las libertades que tanto molestan al actual régimen. El gobierno de Duque ha destruido mucho. Destruyó la confianza en las instituciones, destruyó la poca legitimidad que le quedaba a la fuerza pública, destruyó los derechos de muchos colombianos, destruyó a la clase media y al asalariado, destruyó el empleo, destruyó el peso, en fin, destruyó hasta su propia imagen que nunca fue la gran cosa, pero logró llevarse también consigo la imagen de Uribe, tan venerado por tantos años. Sin embargo, no ha podido destruir la esperanza, la vehemencia y el tesón de un pueblo que confía en la fuerza del cambio, de la revolución, de las reformas profundas que han de venir para construir una sociedad más justa, plural y equitativa. A pesar de todos sus intentos, tampoco pudo destruir las instituciones de la paz sobre las cuales se pueden tender puentes de diálogo y reconciliación a través de la verdad y el perdón.
Tenemos un año para que se enciendan las brasas del futuro antes de que sean cenizas. Será un año en el que el uribismo querrá terminar las tareas pendientes para encontrar los caminos que sean necesarios para perpetuarse en el poder. Por consiguiente, también será un año en el que no se los podemos permitir.
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