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Capítulo II: Bejamín el cantautor de la esperanza.

Por Hugo Rincón González

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-La vida siempre ha sido inmisericorde conmigo-, le decía Benjamín a un vecino de una finca aledaña, con el que rara vez hablaba, pero esta vez quería hacer catarsis con alguien. Se dejó llevar por sus sentimientos y exclamó: -Primero se llevó a mi papá, asesinado con saña por robarlo. Luego, en medio de la dicha de una fiesta esperada por todos, la violencia me arrebató a mis dos hermanos mayores, unos muchachos trabajadores, alegres y pacíficos. Después, no contenta con toda esta desdicha, la puerca vida me quitó de un zarpazo brutal a la mujer más amada por mí, mi santa madre, la que trabajaba a todas horas y la mujer que me formó hasta que más pudo-. El campesino que lo escuchaba silencioso, dijo al final, -Así es, la vida es injusta y muy brava con nosotros-.

Se había vuelto solitario, más callado, y la alegría festiva de su ser era cuestión del pasado. Recordaba a sus seres queridos. Soñaba con ellos. Eran sueños vívidos donde él compartía con todos muchas situaciones alegres. Veía en sus episodios oníricos a sus padres como cuando estaban vivos. Su madre atendiendo el hogar, cuidando a don Domingo, su padre, y este consintiéndola, diciéndole cosas cariñosas y abrazándola amorosamente. Sus hermanos aparecían vitales, jóvenes, jugando fútbol con una pelota de caucho en un espacio plano cerca de la finca. Era feliz en esos momentos. Esas visiones le producían un sentimiento de alegría y gratitud, porque en ese universo nocturno volvía a recuperar la felicidad extraviada.

Cuando despertaba, su ánimo se transformaba. Sentía algo parecido a una nube gris descendiendo en su entorno hasta que lo rodeaba, lo abrazaba y lo engullía totalmente. Pasaba de un estado exultante en los sueños a vivir un sentimiento de tristeza y pesadumbre. Muchas veces sentía que estaba sollozando lastimeramente, arropado por los recuerdos de sus seres queridos. Su vida se había convertido en una tragedia que él empezó a sentir que debía dejar atrás.

Una noche, en uno de esos sueños, tuvo una epifanía. Su madre se le apareció con un aspecto muy real y le hablaba. Le hablaba con amor. Le decía que ya estaba bueno de vivir en la tristeza. Que no valía la pena dejarse derrumbar por los recuerdos y lo animaba a seguir adelante, a recuperar su arte, a disfrutar la vida con plenitud y a explorar todas las posibilidades. Debía continuar y lo empujaba a encontrar el propósito por el cual estaba en este mundo. Terminó expresándole lo importante que fue su presencia en su trasegar de vida, lo bello del tiempo compartido y el futuro por el que debía luchar en esa tierra verde que parecía una hermosa pintura en un lienzo dibujada por la mano de Dios.

Entendió Benjamín, después de ese sueño, que no podía defraudar a su madre. Debía recuperar el sentido de la vida. Volver a ser ese joven dicharachero, alegre y compositor de coplas para sus vecinos de la vereda. Se prometió a sí mismo un cambio. Sería un hombre cultivador de su arte, no solo un campesino agricultor, sino un prospecto de artista popular que llevaría un mensaje social con lo que pudiera componer y cantar.

Siguió participando en las reuniones comunitarias con las familias del territorio. En ellas los temas y problemas seguían siendo los mismos que frecuentemente trataban. Las dificultades más importantes de la región eran la ausencia de vías para sacar sus cosechas al casco urbano, la inexistencia de un puesto de salud para atender los enfermos, la lejanía de la escuela más cercana y, sobre todo, la violencia que azotaba los campos. En muchos de estos encuentros los dirigentes señalaban que estos eran problemas que afectaban a todos los campesinos en cualquier lugar del país. “La gente del campo somos los más olvidados del Estado”, terminaban sentenciando los campesinos con mayor claridad política.

En esa época apareció por todas esas montañas una afición en los campesinos: la pelea de gallos finos. La trajo un señor que compró una finca vecina a la de Benjamín. Le decían el paisa. Era un campesino alto, de contextura gruesa y abdomen abultado. Se terciaba un carriel en los hombros donde guardaba varias cosas, entre ellas, las espuelas que le calzaban a los gallos cuando iban a pelear.

Benjamín nunca sospechó que la llegada del paisa le daría un vuelco a su vida, no por él mismo, sino por los hijos que trajo a vivir a la finca. Eran dos hijos a su cargo. Una joven que tenía dos años menos que Benjamín y, el otro, un muchacho de su misma edad. Ambos eran de temple y muy trabajadores. Acompañaban a su padre y le ayudaban en el trabajo. Ella atendía la cocina y las demás labores de la casa y el joven colaboraba en todas las actividades agrícolas.

Desde el comienzo hubo una sintonía insospechada. Eran jóvenes, eran vitales, querían hacer amigos en un territorio de una inmensa extensión, donde por las labores del campo poco espacio quedaba para la socialización. Fue Benjamín el que tomó la iniciativa. A los pocos días de la llegada del paisa a la tierra que había adquirido, se inventó como disculpa el préstamo de una herramienta que requería para adelantar sus labores. Lo saludó cortésmente, se presentó diciendo su nombre e inmediatamente le manifestó su bienvenida y el favor que necesitaba.

El paisa resultó ser un hombre afable y amistoso. Llamó a sus hijos para que conocieran al nuevo vecino y para pedirles que le entregaran lo solicitado. El hijo del paisa se presentó. “Me llamo Yezitnover, pero mi familia y mis amigos me dicen Yezit”. Benjamín sintió la manaza fuerte y gruesa que le dio Yezit como saludo. Esa mano estaba cubierta de callosidades, seguramente como resultado del trabajo duro en el campo. Sintió el apretón firme pero sincero. El joven le sonrió y le dijo “bueno tener un vecino como nosotros”.  La muchacha tenía una mirada huidiza y un carácter tímido. Lo miró a las carreras y le dijo que se llamaba Ana. Era una joven agraciada y de rostro hermoso. Al final todos sonrieron y el muchacho salió rápidamente a coger una pica y una pala para entregárselas a Benjamín.

-No se vaya, vecino, quédese y tómese un tinto con nosotros-, le pidió el paisa a Benjamín. -Quiero que me cuente de esta vereda, de los vecinos, de cómo se divierten por acá-. Lo invitó al corredor espacioso de la casa que era de tierra y estaba rodeado de una verja hecha en madera. Yezit acercó unos taburetes de madera para que pudieran sentarse. Ana prefirió retirarse a un cuarto y dejó a los tres hombres para que conversaran.

Hablaron de muchas cosas en esa primera ocasión. De lo delicioso del clima, la gente, los cultivos, el ganado, las dificultades de vivir tan lejos del pueblo, la organización de la comunidad y hasta de la presencia de los muchachos de la guerrilla que se veían de vez en cuando por las fincas. Todos estos temas, sin embargo, quedaron al margen cuando el paisa le dijo: -eso que me cuenta es bueno saberlo, yo quiero traer a este sector una nueva afición para la gente, lo que quiero es promover las riñas de gallos finos como una manera de entretenimiento-. Seguidamente le habló del gusto cultivado durante muchos años por estos animales y de todas las galleras recorridas a lo largo y ancho de varios departamentos donde había estado.

Le contó que él tenía una “cuerda de gallos finos”. Poseía 16 gallos de pelea bien sacados. Lo invitó a que siguiera a un solar donde había una pieza de bahareque solo para guardar los animales. Los tenía en unos compartimentos de madera con puerta de anjeo en alambre. En cada compartimento alojaba un gallo. Había de varios colores, según le explicó el paisa: -tengo colorados, giros, cenizos, blancos y hasta este carioco-, señalando a un animal sin plumas en el cuello. Todos estaban sin plumas en los muslos y en las pechugas. A esto lo llamaba el paisa “tener los gallos peluqueados”, para facilitar la ubicación de las heridas en sus cuerpos después de las peleas que él mismo organizaba.

-Para que un gallo vaya a una gallera a pelear, debe estar bien entrenado-, prosiguió el paisa. Le narró los secretos de la preparación de estos gladiadores. Los alimentaba con maíz y agua. Les daba dos comidas al día. Retocaba el peluqueado de su plumaje cada quince días. Semanalmente les calzaba en las espuelas unos botines que él mismo hacía en cuero con colchones de algodón. Luego, tomaba los gallos entre sus manos y los hacía saltar de un lado para otro sobre una almohada por quince minutos. Después de esto, los hacía revolar, es decir, simulaba cuando un gallo embiste al otro para clavarle sus letales espuelas. Todo un acondicionamiento físico para tener un combatiente infatigable en la lucha a muerte con su futuro rival.

-Antes de llevarlos a las riñas, los ensayo poniéndolos a pelear con botines contra otros de similar peso- seguía diciendo. Las simulaciones o ensayos los hacía cada ocho días para que los gallos estuvieran bien entrenados y supieran qué hacer en las riñas donde no tendrían botines, sino unas espuelas de carey puntiagudas que les calzaban encima de las naturales, como armas mortales.

Para todos estos menesteres el paisa se apoyaba en Yezit, su hijo. El mocetón había aprendido casi todos los secretos de su padre. Muy temprano en la mañana, les ponía el maíz a los gallos con el agua, salía a sus labores de finca y en la tarde, hacia las cuatro de la tarde, volvía a alimentarlos. Aprendió a peluquearlos, a ponerles los botines y también, cuando estaba en las galleras, a calzarles las espuelas de carey, pues, según él, su padre no veía bien y podría dejar las espuelas torcidas con el riesgo de que los gallos se lastimaran ellos mismos. La preparación en la almohada y los ensayos con botines contra otros gallos los hacía el paisa, pues consideraba su gran fortaleza la preparación física como atletas a estos animales de pelea.

Recordaba Benjamín como algo fascinante el descubrimiento de los gallos de pelea. El paisa había traído esta afición al territorio. Con Yezit se gastaban horas compartiendo historias. El muchacho le narraba anécdotas de las peleas de gallos en las que estuvo acompañando a su padre en varias galleras. Una de ellas, inolvidable para Benjamin, fue la referida a un gallo hermoso y especial que tuvo el paisa: un ejemplar de color blanco, carioco y culimbo (sin plumas en la cola). Su propietario presumía con él, decía que ese ejemplar único era lo mejor que tenía y que le iba a sacar un pie de cría. La única vez que lo llevó a una gallera a pelear, iniciada la pelea, en las primeras de cambio, el gallo blanco, carioco y culimbo sufrió una herida en su cara. En esas circunstancias se nota la clase de un gallo. A los gallos finos y de clase, la herida con la espuela en la cara los enfurece y salen a pelear con valentía. En este caso, el gallo del paisa, en lugar de enfurecerse a pelear con rabia, salió corriendo, llorando como una gallina. Cuando esto ocurre, a estos gallos los llaman “carroños” y son lo peor para un gallero, una vergüenza que desvaloriza su “cuerda” por hacerlos quedar en ridículo. Así el paisa sufrió la peor humillación de su vida.

Le contó lo adictivo de esta forma de divertirse. Las apuestas, el ambiente, el licor, los nervios, los gritos, la fuerza que hacían los apostadores tratando de suplantar la de los gallos enfrentados, los conflictos entre los asistentes y hasta los enfrentamientos violentos entre los propietarios de los animales por no querer pagar las apuestas.

El paisa construyó su propia gallera en un sitio cercano donde hacían las reuniones comunitarias, e invitó a los vecinos de las fincas a su inauguración. En el evento se hicieron presentes la mayoría de los habitantes de la vereda y también los guerrilleros que controlaban el territorio para ejercer la autoridad. El paisa y Yezit pusieron los gallos de pelea, organizaron las apuestas, cobraron las entradas y un porcentaje del valor de lo apostado, además, vendían licor y las viandas preparadas por Ana. Como quien dice, todo un negocio completo alrededor de las peleas de gallos.

Después de esta inauguración, siguieron realizando estos encuentros gallísticos cada quince días. El paisa, además de promotor de estas riñas con su hijo Yezit, empezó a vender pollos, hijos de los mejores gallos de pelea. Un pie de cría excelso para promover esta afición en las familias campesinas y hacer posible que se mantuviera y se fortaleciera esta diversión naciente. 

La relación amistosa entre Benjamín y Yezit se fue consolidando. Cuando terminaban sus labores uno iba a la finca del otro, luego se intercambiaban para seguir compartiendo. Además de gallos finos, conversaban de la afición por la composición y la música de Benjamín, de sueños, aspiraciones y anhelos. Visitaban otras fincas cuando se programaban peleas de gallos y ahí surgía el cantautor con su arte, cantando acompañado de su guitarra. Andaban juntos a todos lados como un par de hermanos, de esa manera Benjamín sentía que la vida, esa puerca vida, se estaba reconciliando con él.

Las reuniones de la comunidad para organizarse, analizar y trabajar en la solución a sus problemas seguían realizándose. En uno de esos encuentros estaba el paisa, Yezit, Ana y Benjamín con toda la gente del sector. Cuando estaban en plena asamblea, fueron llegando armados unos muchachos de la guerrilla comandados por un hombre joven de contextura gruesa y con atuendo militar. Entraron al sitio donde se desarrollaba la reunión y el comandante pidió la palabra para dirigirse a la gente. Arengó a los asistentes, les habló de la necesidad de la lucha armada como una forma válida para la emancipación de la sociedad de un gobierno explotador, e invitó a todos a sumarse a su organización.

Hay momentos definitivos que quiebran la historia de vida de las personas. Sucede en instantes que están predestinados para que las cosas sucedan. Benjamín alcanzó a ver como un relámpago, como un destello, la mirada que se clavaron Ana y el comandante de este grupo. Una suerte de tensión se percibió, una atracción empezó a surgir, una especie de admiración y deseo mutuo. Mientras el comandante se dirigió a la gente, Ana no paró de mirarlo, de detallarlo, de tratar de entender su mensaje. Finalmente, lo que le quedó sonando fue su invitación a sumarse a la lucha armada, de ingresar al grupo, de vincularse como combatiente de una causa que no entendía bien, pero que intuía como justa.

Finalizada su intervención, el comandante empezó a despedirse de mano de cada asistente a la reunión. Se acercaba, sonreía, les hablaba y les invitaba a sumarse a su movimiento. Les manifestaba lo importante de su apoyo, lo necesario de crecer su estructura para tener mayor fortaleza y proyección político-militar. -Es necesario que tengamos bases fuertes, pero también más combatientes. Invito a los jóvenes a sumarse a nuestra causa. Estamos en campaña de reclutamiento y pasaremos en los próximos días a recoger a quienes quieran vincularse-, remató diciendo. Cuando le dio la mano a Ana delante de su padre, se la apretó suavemente, la miró intensamente a sus ojos y le reiteró que regresaría en poco tiempo a ver qué nuevos jóvenes marcharían con ellos.

Para Yezit y su padre este acercamiento del comandante a su hermana e hija no tuvo mayor trascendencia. Sin embargo, no ocurrió lo mismo para Benjamín. Él había percibido la electricidad e intensidad en sus miradas. Sabía que algo se había desatado en el ser de Ana. Su vida plagada de labores y actividades rutinarias del hogar, seguramente no la tenía a gusto. Para Ana, escuchar el mensaje de este hombre vital, sus palabras, sus gestos, su emotividad y capacidad de persuasión la dejaron con una gran confusión ¿Cómo sería su vida si ingresaba al movimiento? ¿Cómo se sentiría de tenerlo cerca y compartir su lucha? ¿Esa mirada penetrante, ese apretón suave de manos sería lo que ella se estaba imaginando? En todo esto pensaba mientras regresó a la finca en compañía de su hermano y padre.

Benjamín asumió una actitud prudente. No quiso referirle nada a su amigo Yezit. Se dijo que eran imaginaciones lo que había percibido. Seguramente se había equivocado y Ana y el comandante solo se habían mirado furtivamente con algo de coquetería y nada más. -Uno malinterpreta las cosas, tergiversa sus sentidos, nada pasó además de un apretón de manos y nada pasará-, terminó pensando.

Los días transcurrían y nada fuera de lo normal sucedía. En la fría madrugada de un domingo, Benjamín sintió unos golpes fuertes en la puerta de la casa de su finca. Al principio creyó que no eran reales, sino de sus sueños. Abrió los ojos en la oscuridad de la cama y se quedó esperando. Los golpes se repitieron con mayor fuerza y esta vez quedó claro que no eran fruto de su imaginación. -¿Quién es? ¿Qué necesitan?-, indagó. -Soy yo, ábrame la puerta-, dijo Yezit con un tono de voz alterado.

Al escuchar esta voz conocida, Benjamín se vistió apresuradamente y abrió la puerta. -¿Qué pasó, Yezit, cual es el alboroto?- El muchacho guardó unos segundos de silencio, se sentía agitado, seguramente por haber venido a la carrera. -Es mi hermana Ana, que no está. Mi papá, que se para a orinar varias veces en la noche, no podía dormir, se levantó y salió a buscar agua para beber y al cruzar por su cuarto se percató de su ausencia. Está desesperado el viejo-. -No puede ser. Será que está afuera haciendo sus necesidades- replicó Benjamín. -No señor, eso no puede ser. Su ausencia lleva mucho tiempo, ni enfermo del estómago se demora uno tanto resolviendo los retortijones en las tripas. Algo sucedió con ella. Simplemente no aparece-.

Salieron de la finca de Benjamín y empezaron a buscarla. Iban y preguntaban en la finca de los vecinos. Indagaban por ella. Pedían información acerca de si habían visto o escuchado algo y la respuesta fue siempre la misma: nada. Cogieron dos caballos viejos que tenía el paisa y salieron por los caminos que conocían, por donde presumían que ella podría estar. La buscaban, aguzaban sus oídos, la llamaban, gritaban su nombre y la respuesta era el silencio. No vieron ni escucharon nada . Se había desaparecido sin dejar rastro.

Luego de infructuosas horas de búsqueda y ya exhaustos, decidieron regresar a la finca del paisa. Este se encontraba cabizbajo y con los ojos rojos. Se notaba que había estado llorando. Después de verlos llegar cansados expresó con una voz sepulcral: -Ana se fue con la guerrilla. Se dejó convencer de esa gente. Se fue buscando encontrar mejor vida con un grupo que se enfrenta al gobierno. Me lo vinieron a decir dos vecinos de la vereda mientras ustedes no estaban-. Yezit no lo podía creer. Su hermana se interesaba en todo menos en la política. Sabía de las labores domésticas, pero no le gustaban las armas. ¿Qué pudo moverla a tomar esa decisión? se interrogó. A Benjamín se le vino con una velocidad vertiginosa, el recuerdo de las miradas que vio cruzarse entre Ana y el comandante que arengó a la comunidad en la reunión de los últimos días. -Yo creo que ella se fue buscando estar cerca del encargado del grupo que nos habló en días anteriores. Los vi mirándose intensamente, con algo de coquetería. Ambos se gustaron desde el comienzo. Lo alcancé a percibir, pero nunca me imaginé que desembocara en esto. Habrá que hablar con él para que la devuelva-, les dijo.

El paisa y Yezit se cruzaron una mirada de perplejidad. Se veía su tristeza. Sabían, porque la conocían, que Ana no volvería. Era callada, reservada, tímida, pero con gran determinación. Mantenía una rebeldía silenciosa y de bajo perfil. En muchos momentos de su relación familiar mostró que era femenina, pero recia e insumisa. Cuando algo no le gustaba o le chocaba, asumía una postura de resistencia. Se había aburrido de no conocer más hombres que su hermano y padre y quiso buscar su libertad y seguramente un amor. Había estado toda la vida haciendo labores domésticas, encargándose de lo que hacen habitualmente las mujeres en el campo, pero esto no era lo que deseaba.

Buscaron contactos con los guerrilleros, hicieron puentes con quienes tenían más relación con ellos, hasta lograr un encuentro con el comandante encargado del sector y quien había estado en la reunión donde se cruzaron con Ana. El paisa y Yezit, acompañados por Benjamín, le pidieron, le rogaron, le imploraron que les devolviera a su hija y hermana. El comandante, con una mirada de desdén, les notificó que esto no sería posible porque la mujer que ellos reclamaban se había convertido en su compañera, su pareja, y no deseaba por nada del mundo devolverse a vivir la vida que tenía. Concluyó diciéndoles que, al contrario, deberían sentirse alegres y orgullosos porque la familia crecía y se teñía con el color de la lucha armada, tan necesaria en un país desigual como el nuestro.

-La vida es dura e injusta. La violencia nos arrebata a los seres queridos, sea porque se mueren o porque caen en la red de quienes la practican cubriendo de sangre esta tierra hermosa donde vivimos-, decía Benjamín a Yezit y al paisa, luego de la reunión con el comandante guerrillero. Había quedado sepultado el anhelo de volver a tener a Ana con ellos. Quedaron solos los hombres de la familia, puesto que hacía varios años la mujer del paisa había fallecido por ahogamiento, luego de caer con su caballo en un río crecido. Tendrían que reorganizarse, ordenar sus actividades, seguir con sus gallos finos y sus cultivos. Nada volvería a ser igual, pero al menos la sabían viva.

Por esos días empezaron a entrar a esos territorios de las partes altas de la cordillera los militares. Habían tenido información de los movimientos de los insurgentes por esas veredas y venían con la intención de confrontarlos. Llegaban a las fincas con cara de pocos amigos, preguntando si los habían visto, por dónde se movían, qué armamento tenían, cuántos eran, si estaban reclutando personal, entre otras cosas. La respuesta homogénea de las personas interrogadas era que no sabían nada. “Seguramente ellos se mueven en horas de la noche cuando todos estamos dormidos”, decían.

Crecía la tensión porque los militares hicieron campamento sin permiso en la finca del paisa. Los militares sabían que una hija de él estaba en el monte con la chusma, como ellos los llamaban. Le preguntaban y lo presionaban para que informara sobre su paradero. Muchas veces, ante el sofoco de tanta pregunta, sintió deseos de llorar y mandarlos al carajo. A veces cambiaban la estrategia y le ofrecían dinero y beneficios para obtener lo que necesitaban. Yezit, al ver estas maniobras, sentía indignación y en varios momentos estuvo a punto de explotar. Solo con el ruego de su padre conseguía serenarse.

Los militares, al no encontrar nada, decidieron retirarse de la finca del paisa y dirigirse hacia otras veredas buscando algún contacto con el enemigo. Desde esa época, la guerrilla huía al combate. Utilizaba la táctica de guerra de guerrillas. Emboscaba al enemigo, lo golpeaba y luego se retiraba, dispersándose en el territorio. De esa manera evitaban bajas y se hacían a algún armamento que pudieran recuperarle a las tropas.

Un sábado en la tarde, llegó Benjamín con su guitarra a animar a Yezit y el paisa. Venía exultante, quería compartir sus nuevas composiciones con contenido social para animar a la gente del campo. Los encontró con los ojos llenos de lágrimas y una inmensa tristeza. Al indagarles por el motivo de sus lágrimas, le contaron que un guerrillero perteneciente a una de las familias de la vereda que pasó por su finca, les había dicho la verdad: Ana efectivamente se había ido para la guerrilla. Se había enamorado del comandante que conoció en la reunión. Vivieron un tórrido romance. Andaban juntos, se entrenaban juntos, habían desarrollado operativos menores juntos. La muchacha había salido brava para la guerra. Su temperamento tímido y huidizo se había templado.

Se volvió hábil para el manejo de las armas y era casi una escolta personal del jefe guerrillero. Lo acompañaba en las largas caminatas por la montaña sin apenas sentir fatiga. Estaba con él en reuniones con comunidades campesinas. Lo cuidaba pero no toleraba que siquiera mirara y le sonriera a otra mujer. Se había vuelto posesiva y excesivamente celosa. En una ocasión, por razones operativas, se hizo necesario que el comandante saliera a una reunión con otra escuadra de guerrilleros en otro sitio ubicado en la parte más alta de la montaña y la dejara en el grupo en el que compartían juntos. Ella a regañadientes aceptó, ante la promesa que le había hecho él de que no demoraría sino dos días, a lo sumo.

Después de esperarlo en el campamento con su tropa, al cuarto día, Ana se escabulló del grupo y salió a buscar al comandante porque sabía en qué sitio se encontraban. Luego de caminar varias horas, con ansiedad, llegó a la escuadra donde estaba en horas de la noche. Los hombres que estaban de guardia no pudieron detenerla. Empezó a buscarlo en los cambuches donde ya se encontraban durmiendo y lo terminó encontrando desnudo en los brazos de otra guerrillera. La ira le nubló la razón, el desespero se impuso sobre cualquier consideración y como un rayo desenfundó un viejo revólver que traía al cinto descargando en el cuerpo de su amado cuatro mortales tiros matándolo, sin ninguna fórmula de juicio. Acto seguido, sin darle tiempo a los otros guerrilleros de reaccionar, se disparó un tiro en la sien, cayendo muerta instantáneamente.

No hubo oportunidad de saber dónde habían enterrado su cadáver porque los guerrilleros ocultaban esa información para evitar rumores sobre actos de indisciplina y conflictos entre ellos. Ana descansa en algún lugar de la cordillera central, seguramente debajo de espesos montes, cubierta por el musgo que retiene el agua de ese territorio. Allí crecerá el verde y sepultará el cuerpo de quien en vida quiso encontrar otra manera de vivir y de amar.

Benjamín, el paisa y Yezit terminaron en un abrazo solidario, ese abrazo que se dan fraternalmente quienes comparten la desdicha, el dolor y el desgarro de perder una vida de quien se ama profundamente. Una vida más que se cobró la violencia, una vida que se escapa como el agua entre los dedos. Una vida que mereció mejor suerte, pero que un golpe helado y brutal se la llevó para siempre.

Ese hecho triste que se sigue recordando, cambió la vida del paisa y Yezit. Siguieron con sus gallos finos en todas esas veredas de la parte alta de la cordillera central en el municipio de Chaparral. Continuaron en su propósito de expandir cada vez más esta afición. Sin embargo, el entusiasmo y alegría que poseían, se habían extraviado por los vericuetos del dolor, por el peso que llevan en su alma al no tener entre sus vidas a Ana, su joven hija y hermana, que antes de llegar a esa tierra, soñaba que entre el verde hermoso de ese paisaje encontrarían una mejor vida para ellos tres, una vida para estar juntos, porque en esta belleza de tierras, nada podría salir mal.

 

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